Al principio Peggy Sue creía que todo el mundo, igual que ella, oía los ladridos del perro azul. Cayó en la cuenta de su error una mañana, cuando volvía del colegio y daba vueltas en la cama de campaña, incapaz de conciliar el sueño a causa de los ladridos. Con los nervios desquiciados, gritó:
—¡Ese chucho me vuelve loca! Si esto sigue así no voy a poder pegar ojo.
—¿Qué perro? —murmuró Julia, que estaba a punto de dormirse—. No hay ningún perro. Tú deliras, pobrecita mía.
Peggy frunció el ceño. Los gruñidos del animal resonaban en sus oídos; los percibía claramente. Se levantó y fue a ver a la señorita Pickins al otro lado de la fila. La anciana señora padecía insomnio y tardaba siempre una eternidad en dormirse.
—¿También le molesta a usted ese perro? —preguntó Peggy Sue.
—¿Qué perro? —dijo extrañada la señorita Pickins, afanada en rellenar las casillas de un crucigrama—. No oigo nada. ¿Me estaré volviendo sorda? Es muy posible, porque lo cierto es que a mi edad se nos va deteriorando todo.
Peggy Sue se disculpó y se retiró. Empezó a darse cuenta de que el animal que aullaba en su cabeza lo hacía únicamente para ella. Sin entender por qué, tuvo la certeza de que se trataba del perro azul. Pero ¿por qué razón no lo oía nadie más?
«¿Me estará hablando por telepatía?», se preguntó de pronto.
Sintió un estremecimiento.
«Es verdad que ya no oímos los sonidos de los animales», se dijo. «Como se pasean a pleno sol parecen haber desarrollado otro sistema de comunicación. Los perros ya no ladran, las vacas tampoco mugen. ¿Se habrán convertido en telépatas?».
No podía ser. Además, no se sabía como afectaban los rayos del sol al cerebro de los animales.
«Los animales tienen poderes de los que nosotros carecemos», observó Peggy Sue. «Gozan de un instinto que nos supera, su olfato es impresionante…».
El sol azul había podido otorgar a los animales el poder de introducirse en la mente de los hombres e infiltrarse en su pensamiento.
«Si hablasen», se dijo la joven, «oiría palabras, frases, ¡pero no saben más que emitir sonidos!».
¡Por eso oía ella ladridos en su cabeza!
Comprender lo que le pasaba la tranquilizó un poco, pero no alivió en nada el lado molesto del extraño suceso, ya que el perro azul no se callaba nunca.
Cada vez que intentaba dormir, él se ponía a aullar y la despertaba bruscamente y ella pegaba un bote en la cama, con el corazón desbocado.
—¿Has tenido una pesadilla? —le preguntó un día su madre.
—No —balbuceó Peggy sin despertarse del todo—. Es otra vez ese perro…
—No hay ningún perro —le respondió la madre—. Ha sido un sueño. Trata de dormir.
Estaba claro que para los demás no existía ningún perro, por más que un asqueroso animalejo se divirtiera ladrando dentro de su cabeza sin que nadie lo oyera, impidiéndole descansar.
Empezó a tener jaquecas y sueño atrasado. Los gruidos del perro embrujado le permitían tres horas de descanso por noche y eso era poco.
«¿Lo hace por fastidiar», se preguntaba, «o quiere decirme algo?».
Decidió contárselo a Dudley. El chico se quedó de una pieza. No entendió nada…
—¿No serán imaginaciones tuyas? —preguntó incómodo.
—No son imaginaciones —respondió Peggy Sue—. Es un asunto entre el perro azul y yo. Me ha elegido como interlocutora, no sé por qué, no tengo ni idea, pero es así. Quiere establecer contacto. El problema es que yo no entiendo sus ladridos y que la jaqueca me va a volver loca antes de que pueda hablar el lenguaje de los perros.
—¿Ah sí? —dijo Dudley en tono evasivo—. Pues menuda gracia.
Peggy se dio cuenta de que no la creía. ¿La creería a punto de perder la chaveta como Sonia Lewine?
Era inútil insistir.
—Piensa un poco —le dijo antes de dejarle—. ¿No te has dado cuenta de que los animales de Point Bluff se han quedado mudos?
—¿Ah sí? —repitió Dudley.
Peggy le dejó, había veces que los chicos resultaban exasperantes cuando se empeñaban en no querer aprender nada de las chicas.
Por la noche (es decir, durante las horas de clase ¡puesto que se daba clase a la luz de las estrellas!). Peggy gozaba de unas horas de calma.
«¡Seguro que quiere dormir por la noche!», se decía. Volvía a hacerse el silencio en su cabeza, menos mal, y ella se quedaba dormida, con las consiguientes reprimendas de los profesores.
«Qué calma», pensaba, indiferente a cuanto la rodeaba. «Qué bien se está, por fin sola con una misma».
Por desgracia, nada más salir el sol el perro azul se despertaba y se ponía otra vez a ladrar, exclusivamente para Peggy Sue Fairway. La chica tenía la impresión de que los aullidos del animal le iban a acabar provocando una herida abierta en el cerebro.
—¡Dios mío! —exclamó Julia—. ¡Qué cara tienes, pobre chica!
Lo malo era que tenía tazón. El sueño atrasado y las jaquecas infernales le habían marcado unas grandes ojeras azuladas y acabó por sentir miedo cada vez que se miraba en los espejos de las duchas.
«Ese chucho me va a matar», se sorprendió diciéndose a sí misma. «Si esto sigue así, moriré de agotamiento».
Además resultaba muy desagradable sentir que se le infiltraba en el cráneo un pensamiento ajeno. Los ladridos telepáticos no formaban parte de sus propios pensamientos, estaban de más.
Resultaba igual de molesto que ser espiada por un intruso o descubrir que tu hermano pequeño se ha enterado de tus secretos al leer tu diario íntimo… ¡y ha hecho anotaciones al margen para reírse de ti!
Una mañana que se levantó a por una aspirina vio a Frida Partridge, trabajadora de la lechería, también con la cabeza entre las manos.
—¿No te encuentras bien? —preguntó Peggy Sue.
—No —se quejó Frida—. Es esta vaca… que no para de mugir para que la ordeñen. ¿No la oyes?
Peggy aguzó el oído. No, no oía vacas. Únicamente un perro… siempre el mismo.
«Ya está», pensó. «Le ha pasado igual que a mí sólo que a ella la persigue una vaca. ¿Qué significa todo esto»?
Compartió las aspirinas con Frida Partridge y volvió a acostarse.
Esa misma noche, mientras estaba en clase de matemáticas con Seth Brunch, el sheriff irrumpió en el aula. Llevaba en la mano el walkie-talkie con el que solía ponerse en contacto con sus ayudantes. Del receptor salían ladridos gangosos.
—¡Escuchad esto! —gritó—. ¡Ya era hora! Hacía semanas que no podíamos sintonizar nada en las ondas; en todas las radios se oyen ladridos.
—¿En todas? —dijo asombrado el profesor de matemáticas.
—Sí —confirmó el sheriff—. ¡En las radios portátiles y también en las de los coches, en todas, ya digo! En la tele pasa igual. Los aparatos captan los sonidos de los animales, como si fuesen bestias las que estuvieran ante el micrófono del estudio donde se hace la emisión.
—Eso habrá que verlo —gruñó Seth Brunch.
Salió corriendo de clase y bajó al despacho del director. Había un gran aparato de radio encendido. Al accionar el sintonizador se pasaba de un concierto de ladridos a un coro de mugidos.
—¿Qué significa esto? —balbuceó el profesor de matemáticas.
—No lo sé —contestó atropelladamente el sheriff—, pero lo cierto es que todos esos animalejos están en las ondas. Como si tuvieran un emisor atado al cuello.
Peggy se alejó, ella sabía que no era ninguna una broma. Las bestias se expresaban a través de las ondas hertzianas que lanzaban al espacio. Las radios podían captarlas, así como también el cerebro de determinadas personas.
—¿Me crees ahora? —le soltó a Dudley—. Los perros, los gatos, ningún animal se sirve ya de las cuerdas vocales, han encontrado algo mejor. Sus sonidos viajan por el espacio igual que las ondas de un teléfono móvil. Basta con que escojan un destinatario para que esos sonidos le empiecen a resonar en la cabeza. No es nada complicado: directamente del emisor al receptor… sin posibilidad de negarse a la comunicación. ¿Sabes lo que significa eso?
—No —reconoció Dudley.
—Pues que nos pueden bombardear con sus sonidos todo el tiempo que quieran… hasta volvernos locos o matarnos de agotamiento por falta de sueño.
—Pero nadie, aparte de ti, les oye… —protestó el chico.
—Ya los oirán —murmuró Peggy Sue—. Puedes estar seguro. Esto se va a extender. Frida Partridge también los oye. Mañana lo hará algún otro. Y te llegará el turno.
—¿Pero por qué? —gimió Dudley.
La joven se encogió de hombros.
—Creo que quieren hablamos —suspiró—. El problema es que puede llevarnos mucho tiempo hasta que estemos en condiciones de comunicarnos.
Al despuntar el día tres ocupantes del dormitorio común habían oído ladrar, maullar o relinchar dentro de sus cabezas. Como había anunciado Peggy Sue, el extraño suceso se fue extendiendo. Al mediodía hasta Julia y su madre recibieron la inesperada visita de unos ecos confusos que les hicieron taparse los oídos.
—De nada sirve que os llevéis las manos ala cabeza —les explicó Peggy Sue—. Eso no proviene de fuera sino de vuestro interior. Los tapones de cera no os servirán de nada.
—¡No puedo soportarlo! —comenzó a gritar Julia—. ¡Es horroroso!
En el dormitorio mucha gente se lamentaba con la cabeza entre las manos. A unos les perseguían las vacas, a otros los cerdos, a otros las ovejas… Los sonidos tan pronto subían como bajaban de volumen.
El médico llegó muy preocupado. Por la crispación del rostro se veía que él también padecía idéntico bombardeo mental.
—No puedo hacer nada por vosotros —balbuceó—, salvo daros somníferos para dormir. Es un remedio provisional, ya que no dispongo de mucha cantidad.
Nadie le hizo caso. Manos ávidas se tendieron hacía los frascos. Todo el mundo quería dormir para librarse de las insoportables emisiones telepáticas.
—¡Esto no puede seguir así! —gritó Seth Brunch—. ¡Lo mejor es acabar con esas bestias cuanto antes!
Y, volviéndose al sheriff, ordenó:
—Reúna a sus hombres, que traigan los fusiles y munición suficiente para acabar con todos los animales de Point Bluff.
—¡Ni pensarlo! —protestó el médico—. Si matan todas las vacas, los ganaderos se verán reducidos a la mendicidad.
—¿Prefieres volverte loco? —aulló el profesor de matemáticas—. ¿Cuánto tiempo crees que vamos a resistir este bombardeo mental, eh? ¿Cuántos días?
Agarró al doctor por el cuello y lo zarandeó. El sheriff tuvo que separarlos.
Peggy Sue se adelantó para decirles que, en su opinión, una matanza general no era una buena solución, pero nadie la escuchó. No era más que una niña.
El sheriff reunió a sus hombres en la oficina para proceder a la distribución de armas. Con todo, nada más agarrar su fusil el primer ayudante se desplomó llevándose las manos a la cabeza. Quienes le rodeaban hicieron lo mismo. Muchos empezaron a sangrar por la nariz.
—¿Qué pasa? —preguntó Julia, que observaba la escena a través de las raspaduras de las ventanas de la planta baja.
—Los animales han captado lo que iba a suceder —le explicó Peggy—. Me figuro que han aumentado el volumen de sus emisiones… hasta el punto de hacerlas inaguantables.
Fuera, Seth Brunch, el sheriff y sus hombres se retorcían por el suelo, se agarraban la frente o se arrancaban los cabellos. En su interior los gritos de los animales resonaban con la potencia de un altavoz en una fiesta.
—Las bestias no se dejarán atacar —murmuró Peggy—. Es más complicado de lo que yo pensaba. —En cierta forma las ondas telepáticas les permiten controlarnos.
—No sé de qué me hablas —suspiró Julia poniéndose pálida.
Hubo que renunciar a la cacería. La gente, inquieta, se amontonaba tras las ventanas pintadas de azul del viejo gimnasio. Habían raspado la pintura en muchas partes para ver lo que pasaba fuera y se arremolinaban para echar un vistazo al exterior por aquellos improvisados «ojos de cerradura».
Los animales se habían hecho invisibles.
—Dicen que han dejado a sus amos —explicó la señora Gangway—. Incluso los animales más domésticos, los perros, los gatos más mimados. Han puesto pies en polvorosa para unirse a los demás… los animales salvajes. Los zorros, los tejones, los linces.
—Es cierto —añadió Flossie Johnson—. Las vacas han salido de los establos y vagan por la pradera en compañía de los caballos. Es como si no quisieran obedecer más a los hombres. Nunca se había visto nada igual.
—¡El doctor dice que el sol azul les ha hecho más inteligentes que nosotros! —se lamentó la señora Pickins—. Es como para poner los pelos de punta.
—Es el mundo al revés —concluyó finalmente la docta asamblea.
Poco a poco, Peggy percibió un cambio dentro de su cabeza. Los ladridos se transformaron… en otra cosa. Una especie de gruñido. Era bastante difícil de explicar. Como si el perro intentara pronunciar palabras humanas. El resultado era una cacofonía de sílabas identificables intercaladas entre gruñido y gruñido.
—Eso me hace pensar en esas películas de ciencia ficción donde los extraterrestres se empeñan en hablar nuestra lengua —confió la joven a su amigo Dudley.
—¿Y qué te dice? —preguntó el chico con mal disimulada repugnancia.
Lo preguntó sin dejar de observar la frente de su interlocutora con una insistencia molesta.
—¡No me mires así! —gritó Peggy Sue—. ¿Es que crees que vas a verme salir los ladridos por las orejas?
La actitud del joven le daba pena. Sentía debilidad por Dudley, aunque intentaba no darle vueltas.
Lo cierto es que el perro progresó rápidamente. En apenas dos días fue capaz de construir frases sencillas.
«Se sirve de mi», comprendió la joven. «Se aprovecha de mis recuerdos y mis conocimientos. Me vampiriza».
Ella tenía la horrible impresión de que investigaba en su cerebro y abría uno a uno los cajones de su mente. El perro registraba, lo revolvía todo, vaciaba las estanterías, sin atender más que a lo que podía servirle.
Este saqueo afectó a Peggy Sue de tal manera que se quedó con lagunas en la memoria.
«¡Es el perro», se decía, «me ha robado otro recuerdo!».
Hasta que un día, cuando ella era la única que estaba despierta en el dormitorio colectivo lleno de ronquidos, la voz resonó en su cabeza. Una curiosa vocecilla, a un tiempo infantil y muy vieja.
«Así se expresaría un gnomo o un duende», pensó en seguida.
Era la voz de una criatura que no había hablado jamás la lengua de los hombres y lo intentaba con las vacilaciones enternecedoras de un niño pequeño. Peggy Sue torció el gesto porque las palabras tenían en ella el efecto de un limón exprimido sobre una herida.
—Soy yo —dijo el perro azul—. Ahora puedo hablar con tus palabras… He aprendido.
—Ya lo sé —respondió mentalmente la chica—, tú has rebuscado en mi cabeza como si buscaras un hueso viejo, tengo la impresión de que mi cerebro esta lleno de agujeros.
—Algo hay de cierto en eso —dijo el perro—. He actuado con rapidez. Soy más inteligente que el resto de los animales. He averiguado cómo funciona tu mente. Además sé que no eres como las chicas normales. Tú conoces a los dioses.
—¿Qué dioses? —dijo Peggy Sue asombrada.
—Los que han creado el sol azul —dijo el perro.
—No son dioses —respondió la chica—. Son los invisibles… Se dedican a hacer el mal.
—¡Cállate! —aulló enfurecido el perro (y su voz fue como un mordisco que le hizo encogerse)—. No se debe hablar mal de los dioses. Son ellos quienes nos han dado la inteligencia.
Peggy Sue se llevó las manos a la cabeza. Sintió como sí los dientes del animal se le hubiesen clavado en el cerebro.
—Sé que tú los ves —respondió el perro—. He explorado el espíritu de otros humanos que te rodean y no son conscientes de la presencia de los Invisibles. Por esa razón te he elegido a ti como interlocutora. Eres la única que sabe de qué hablo.
—Deberías desconfiar de los efectos del sol —pensó Peggy Sue—. Mira lo que ha hecho a los hombres. Se han vuelto locos.
—Los hombres tienen la cabeza frágil —se burló el perro—. Es una raza imperfecta, débil. Hacen guerras, les gusta el dinero y el lujo. Han inventado el trabajo… nada de todo eso existe entre nosotros, los animales. Nosotros vivimos de acuerdo con la naturaleza, nos contentamos con poco, soñamos con el sol. Nuestra vida es breve pero la empleamos bien, la vida de los hombres es terriblemente larga, pero no saben en qué ocuparla y el aburrimiento les hace cometer los mayores disparates.
—Pero el sol… —objetó la chica.
—El sol no nos causará ningún mal —parloteó la voz mental—. Nuestros cerebros están mejor construidos que los de los humanos. Funcionan de otro modo. Cuando los habitantes de Point Bluff se bronceaban para hacerse inteligentes olvidaban por la noche lo que habían aprendido durante el día, pero nosotros no. Lo que aprendemos se nos queda para siempre. Eso nos otorga una superioridad incuestionable.
La vanidad del animal era más que evidente. Por primera vez Peggy Sue sintió hacia él auténtica antipatía. «No se da cuenta», se dijo, «pero se ha vuelto loco».
—¡Cuidado con lo que piensas! —gritó de pronto el perro—. No olvides que estoy en tu espíritu y oigo todo lo que dices.
La chica se puso colorada de vergüenza e irritación por haberse dejado sorprender.
—¿Cómo te llamas? —preguntó para cambiar de conversación—. ¿Toby? ¿Dido?
Una oleada de cólera le atravesó el cerebro. Igual que si un alfiler le entrara por una oreja y saliera por la otra.
—¡Me horrorizan esos nombres estúpidos y despectivos! —se burló el perro—. Os creéis muy graciosos los humanos al ponernos esos nombres imbéciles: Kiki, Susú… ¡Cómo os gusta! Deberías hacer saber a tus semejantes que los tiempos han cambiado. Queremos que se nos pongan nombres más honorables. Yo quiero llamarme Jonas Barnstable… Jonas Henry Barnstable. O bien Henry james Carnaggie. He encontrado estos nombres en el listín telefónico, pero todavía no me he decidido. En adelante todos los animales llevarán nombre y apellido y se les inscribirá en el padrón municipal.
Se le trabucaba la lengua de rabia y su voz era como una lámina al rojo vivo que chisporroteara al echarla en un liquido.
—¿Os vais a cambiar todos de nombre? —dijo asombrada Peggy Sue.
—Sí, las vacas, los cerdos, los zorros… —confirmó el perro—. Nos corre prisa que se nos reconozca de una vez. Y este no es más que nuestro primer paso hacia la honorabilidad. Pronto seremos ciudadanos de pleno derecho. Díselo a tus congéneres. Explícales que ha llegado el día del perro azul y que todo va a reorganizarse en función de los grandes cambios de las últimas semanas. Va a nacer una sociedad nueva. Díselo así.
—No me escucharán —suspiró la chica—. Para ellos no soy más que una cría ¡los adultos sólo hacen caso de los chavales en las novelas!
—Más vale que te escuchen —se burló con un deje de maldad la voz de duende que rebotaba dolorosamente en la mente de Peggy Sue—. Si no, les haremos daño, mucho daño… Aullaremos dentro de su cabeza hasta que el cerebro les sangre. Tú serás nuestra embajadora. La única, puesto que conoces a los Invisibles. —El perro hizo una pausa antes de añadir—. ¡Ah! Una cosa más. Hazme una lista de nombres que suenen bien para ver por cual me decido. Y aprovecha para decir a los humanos que te rodean que se les va quitar el nombre. Mis semejantes y yo decidiremos su nueva identidad. Comunica al sheriff que él se va a llamar Susú. Odio a ese hombre, ha intentado meterme en la perrera en tres ocasiones. Si me hubiera echado mano ya estaría muerto. Susú… sí, eso es. Le sienta de maravilla.
El perro se rio, pero su risa sonaba igual que una sierra oxidada que resbalara por una madera demasiado dura. Finalmente la voz se perdió y desapareció la intolerable presión que ejercía sobre el cerebro de Peggy Sue.
«Se ha ido», Se dijo. «¿Acaso no puede mantener el contacto durante mucho tiempo? ¿Estará cansado?».
Corrió a las duchas para poner la cabeza debajo del chorro del lavabo. El agua fría le sentó bien.
La voz no volvió a manifestarse en toda la tarde y Peggy pudo al fin descansar. Al caer la noche y sonar la hora de ir al colegio, se preguntó cómo acogerían los adultos su declaración. Dudaba de que le pusieran buena cara.
Camino del colegio se encontró con Dudley y Mike. Hacía algún tiempo que ambos muchachos la evitaban.
—Mis padres me han prohibido hablarte —dijo Mike—. Dicen que has traído la mala Suerte a Point Bluff y que estas cosas extrañas han comenzado desde tu llegada.
«Tranquila», pensó Peggy. «Ya lo han dicho. Era cuestión de tiempo».
Para Dudley era diferente. Ella le daba miedo. Todos echaban de menos la vida monótona y aburrida que llevaban antes de que apareciera esta chica extraña de gafas gruesas. Hubieran dado algo por volver a los tiempos en que Seth Brunch les hería con sus sarcasmos.
Mientras se dirigían al colegio les comunicó las exigencias del perro azul. Ellos la miraron con unos ojos como platos.
—¿Tú… tú bromeas? —balbuceó Mike.
—¿Que el sheriff se va a llamar Susú? —dijo nervioso Dudley—. ¿Y lo vas a anunciar tú? ¡Buena suerte!
—No puedo hacer otra cosa —soltó la chica—. Creo que el perro azul tiene manías de grandeza, sólo que no es consciente. Por eso es peligroso. Si no atendemos sus caprichos se va a lanzar sobre nosotros y nos va a destrozar el cerebro. ¿Lo entendéis?
—Vale —suspiró Dudley—. No te enfades.
Al llegar al liceo Peggy Sue fue a buscar a Seth Brunch para transmitirle las exigencias del representante de los animales. El profesor de matemáticas reaccionó mal ante tales nuevas.
—Ya, o sea que —dijo en son de burla— ese perro te habla a ti… únicamente a ti, ¡una niña de catorce años! Qué raro. ¿Por qué no se dirige a mí, el hombre más inteligente de Point Bluff?
Peggy sintió que la invadía un gran cansancio. Por si fuera poco, el sheriff se presentó en la sala de profesores y la chica se vio obligada a mencionar el espinoso problema de los nombres.
—Vamos —bramó poniéndose colorado como un tomate—, ¿que ya no tengo derecho a llamarme Carl Bluster?, ¿por qué tengo que aceptar que me pongan un nombre estúpido?
Se puso a dar gritos. Seth Brunch levantó enérgicamente la mano para hacerle callar. Miraba de un modo inquisitivo y se dirigió a Peggy Sue de malos modos.
—Puede que quieras reírte a nuestra costa —murmuró entre dientes—, o puede… que las emisiones mentales que todos padecemos te hayan vuelto loca, pero no creo ni una palabra de esa historia de la embajadora. Vuelve a clase.
—Se equivoca —insistió la muchacha—. Los animales tienes ganas de pelea, estoy segura.
—¡Ya basta! —gritó Seth Brunch—. ¡Una niña no es quien para decirme lo que tengo que hacer! ¡Sal de aquí antes de que te imponga un castigo que no olvidarás!