A Peggy Sue le costaba enormemente dormir por el día. No se acostumbraba al cambio de ritmo decretado por Seth Brunch. Y, además, era difícil conciliar el sueño en aquel dormitorio lleno de ronquidos donde las camas se rozaban. Le incomodaba la falta de intimidad. A menudo, cuando todo el mundo dormía, se levantaba y comenzaba a deambular en pijama por los pasillos del edificio, un antiguo gimnasio municipal transformado en salón de festejos.

Y así fue como se encontró con el perro azul…

Husmeaba en las basuras del comedor, intentando rasgar con los dientes las bolsas de basura. Era un perrillo vagabundo de raza indefinida, una especie de foxterrier de pelo corto. Bajo el pelaje blanco tenía la piel azulada, «bronceada» por el maléfico sol que se cernía sobre Point Bluff.

Al verlo, Peggy cayó en la cuenta de que nadie se había preocupado de proteger a los animales de las nefastas radiaciones. En ningún momento habían considerado que los animales también pudieran ser víctimas de los maleficios del astro artificial fabricado por los Invisibles.

Cuando Peggy entró en la cocina, el perro levanto el hocico como examinándola con insistencia, luego, clavo su mirada en la de ella con una extraña fijeza.

Su apariencia era bastante cómica: tórax ancho, patas cortas y una cola minúscula y hacia arriba en forma de coma invertida. Todo hacía de él un buen compañero de juegos, hasta la mancha negra en el ojo derecho y las orejas cortadas como triángulos equiláteros, una levantada y otra caída. Pero había algo en aquella mirada… incómodo, insistente.

—¿Qué haces aquí? —soltó Peggy intentando aparentar tranquilidad—. Tienes hambre, seguro. Espera, voy a ver si encuentro algo más apetecible para comer que esos desperdicios.

Fue hacia los armarios consciente de que le costaba trabajo darle la espalda a aquel perro. ¿Por qué? Qué estupidez, ¿no?

Por más que intentaba razonar, cada vez que sentía la mirada del chucho fija entre sus omoplatos experimentaba un sentimiento de auténtico malestar.

«No me mira como un perro normal…», pensó.

Y así era. Tenía la impresión de que era un niño el que la observaba, un niño disfrazado de perro, como en Halloween. Era por la expresión de los ojos… demasiado inteligente.

Abrió los armarios buscando comida hasta dar con unas sobras de paté que desmigó en un plato. El perro la dejaba hacer, pero no dejaba escapar ni uno de los gestos o zalamerías que comúnmente se observan en los animales cuando van a comer.

«Es reservado», pensó Peggy Sue. «Está bien educado, diría mi madre. Demasiado para ser un perro callejero».

Continuó hablándole, mientras su malestar aumentaba. Se sentía cada vez más incómoda.

El perro comió, sin glotonería, tomándose su tiempo se interrumpía para mirar a Peggy Sue, acuclillada a su costado.

—¿Cómo te llamas? —murmuro—. Tú no puedes decírmelo, claro. ¿Quieres que te llame Toby?

El animal dio un espantoso gruñido, como si alguien acabara de ofenderle. Peggy tuvo miedo de que le sacara los colmillos. Fue a acariciarlo, pero se contuvo por temor a que la mordiera. De pronto el perro salió pitando, dejando la cocina para desaparecer en la penumbra de los pasillos.

«Qué extraño», pensó Peggy para sus adentros mientras se incorporaba.

¿Cómo se habría colado en el antiguo gimnasio? Por un conducto de ventilación, lo más probable.

La curiosidad por saber más le hizo trepar hasta el piso de arriba, al cuarto donde enmohecían los viejos equipos deportivos. Allí arañó la pintura azul de un cristal para mirar lo que pasaba fuera. El perrillo blanco trotaba por la calle principal. Aquel minúsculo animal vagabundeando entre tiendas cerradas, entre fachadas de contraventanas cerradas, no hacía sino acentuar la imagen de pueblo fantasma que en aquel momento ofrecía Point Bluff. A la mitad del camino el perro se volvió para echar una ojeada atrás, y Peggy Sue tuvo la certeza de que se sentía observada. A pesar de la distancia volvió a sentir el efecto perturbador de su mirada escrutadora.

«Tengo la impresión de que se burla de mí», pensó estremeciéndose. «Si eso fuera posible, diría que está sonriendo».

Con una sonrisa extraña, torva. Algo malévola.

Retrocedió. Al llegar al cruce el perro vagabundo se unió a una jauría de perros que lo esperaban, quietos, con la lengua colgando. Los animales permanecieron mucho tiempo frente a frente, como si se estuvieran poniendo de acuerdo. Peggy Sue nunca había observado un comportamiento semejante en los perros.

«Son demasiado listos», se dijo. «Tendrían que dar brincos, morderse, correr… en vez de esto, parece que van a una reunión. ¡No les falta más que levantar la oreja derecha y empezar a votar!».

Intentaba tomárselo a broma, pero una angustia sorda la envenenaba. Al final la jauría se disolvió y el viento empezó a soplar levantando el polvo sobre las fachadas de madera de contraventanas cerradas.

Volvió a ver al perro azul dos días más tarde. Incómoda por el terrible calor que reinaba en el gimnasio, fue en busca de una garrafa de agua fresca al comedor. Al pasar por el vestíbulo, habilitado con una mesa de ping-pong, tableros y juegos de cartas, vio al animal subido a una silla. Tenía las patas delanteras sobre la mesa, movía la cola y parecía contemplar un ajedrez abandonado en mitad de una partida.

—¡Qué hay, tú! —exclamó Peggy con fingido tono alegre.

El perro le dirigió una rápida mirada que parecía decir «¡ahora vas a ver!», después volvió sobre el tablero. Con la pezuña derecha empujó una figura de una casilla a otra. Hecho esto, saltó de la silla y se fue, como la primera vez, dejando a Peggy Sue realmente estupefacta.

Se sentó, atónita. Había sido un movimiento demasiado deliberado para considerarlo una simple casualidad. Es verdad que no tenía ni idea de ajedrez, pero había visto con claridad cómo el perro hacía un complicado movimiento con el caballo blanco, dado que esta figura no era la que estaba más a mano en el tablero.

—Así que vas a ponerte a ello, tú también —sonó la voz de Seth Brunch tras ella.

Peggy se sobresaltó e intentó disimular. El profesor de matemáticas se acercó a la mesa para mirar el tablero de ajedrez. Sonreía de un modo bonachón.

—Hum… —masculló—. Buena jugada, va a dar muchos quebraderos de cabeza a tu adversario. ¿Contra quién juegas?

—Contra nadie —dijo atropelladamente Peggy—. El tablero estaba aquí abandonado.

—Entonces, permíteme que mueva —dijo el profesor—. ¿Qué te parece esto?

Y sonriendo maliciosamente desplazó una figura negra.

—Piensa bien antes de mover —rio burlón—. Podría darte mate en dos jugadas.

Y dicho esto salió del salón de juegos para continuar con su ronda. Desde que había tomado el mando del pueblo le daba por pavonearse, satisfecho de si mismo. La gente empezaba a temerle y a él le gustaba esta situación.

A la caída del sol se abrieron las puertas del salón de festejos y cada cual se dirigió a sus ocupaciones cotidianas. Peggy Sue se encontró con Dudley y Mike. Ninguno de los tres se había acostumbrado a ir al colegio por la noche. Resultaba como poco extraño estar sentado en clase mientras brillaba la luna y resonaba el ruido de las lechuzas en mitad de un ejercicio escrito.

—A Sonia le habría parecido muy romántico —suspiró Mike—. Qué pena que no esté con nosotros.

—Su madre está intentando obtener una autorización para matricularla en la escuela infantil —murmuró Dudley—. Ese rollo me deprime.

«Puede que lo peor esté por llegar», estuvo a punto de soltar Peggy Sue. No se atrevía a hablarles del perro azul y del curioso comportamiento de los animales. Quizá esos animales abandonados, todo el día vagando a pleno sol, se estuvieran metamorfoseando.

«Al principio nadie nos fijábamos en ellos», reflexionó Peggy. «Cuando apareció el sol azul su instinto les debió alertar de que estaba ocurriendo algo antinatural y se buscaron un escondite como lo hacen cuando se avecina un tornado o un tifón. Durante mucho tiempo han estado a la sombra, sin exponerse a las radiaciones. Pero con el tiempo se han envalentonado y han comenzado a salir. Y ahí es cuando han empezado a cambiar…».

Cuando salió del colegio —¡al amanecer!— Peggy se hizo la promesa de resistirse al sueño para vigilar la llegada del perro azul. Tenía la certeza de que se colaría en el gimnasio, como los días anteriores.

«Intenta decirme algo…», se repetía.

Llegó a la cama bostezando. Había renunciado a darse una ducha porque había que hacer cola para entrar a los lavabos. Cuando todos estuvieron dormidos a su alrededor, se deslizó hacia el comedor para beber una taza de café solo y luego se ocultó en el vestíbulo, cerca de la mesa con el tablero de ajedrez. Se fijó en que el profesor de matemáticas había pegado en el tablero un papel que decía: «Partida en curso. No mover las fichas, por favor. Seth Brunch».

Oyó llegar a la carrera al perro azul antes de verle sus pezuñas repiqueteaban en el suelo de los pasillos. Entró en la sala como una exhalación, saltó sobre la silla. Movió una figura con la pata y se marchó.

Una hora más tarde apareció Seth Brunch. Entro burlón y se fue desasosegado. La partida no discurría como había previsto.

Este trasiego se prolongó durante tres días. El profesor de matemáticas y el perro libraban una encarnizada batalla. Al cuarto día, Seth Brunch soltó un juramento y luego fue hacia Peggy Sue de malos modos.

—¡Ya está bien! —bramó— ¡otra vez vuelta a empezar, como con Sonia Lewine! ¿Has hecho lo mismo, verdad? ¡Te has puesto al sol para ponerme en ridículo!

Agarró a Peggy por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás para examinarle la frente y las orejas. Buscaba alguna huella de bronceado añil. Fue en vano.

—¿Por qué se pone así? —le respondió Peggy Sue con lágrimas en los ojos.

—¡Como si no lo supieras! —explotó Brunch—. ¡He perdido! ¡Haga lo que haga en dos jugadas me has dado mate! Has ganado… hale, ¿estás contenta? ¡Me has derrotado!

Estaba lívido. Se recompuso y salió de la habitación dando un portazo.

«¿Qué diría si supiera que le ha ganado un perro?». Se preguntó Peggy Sue incorporándose. Se pasó la mano por el pelo. Seth Brunch le había hecho daño. Contempló el tablero con las figuras tiradas. Ahora se daba cuenta de lo que el perro intentaba hacerle comprender. Los animales se habían servido del sol azul para desarrollar su inteligencia. El interrogante que ahora se planteaba era cómo iban a utilizarla.

Aquella misma noche Peggy Sue contó la verdad sus amigos Dudley y Mike. Los chicos la miraron confundidos; se daba cuenta de que no la creían. De modo que decidió ponerse a indagar sola lo que estaban planeando los animales.

No fue fácil, pues Seth Brunch no la quitaba ojo. Se le había metido en la cabeza que no había podido ganarle sino haciendo trampas. Sospechaba que había recurrido a cualquier subterfugio para borrarse de la piel las señales del bronceado añil y estaba decidido a hacerle la vida imposible.

La audacia le llevó a interrogar a la pobre Sonia a fin de comprobar que no había recuperado suficiente inteligencia como para apuntarle a su amiga cómo debía llevar la partida.

El perro azul volvió. Peggy le sorprendió sentado ante una revista, intentando pasar las hojas sin éxito. Decidió ayudarle e cumplió sus deseos. «¿Estará leyendo o trata de impresionarme?», se preguntaba.

Cuando terminaba una página, el perro lanzaba un gruñido como avisando a Peggy de que podía pasar a la página siguiente. Era al mismo tiempo asombroso… y algo humillante, pues Peggy Sue se sentía como una esclava.

—¿Puedes entenderme? —le preguntaba de vez en cuando—. Sé que te ha transformado el sol azul. ¡Ten cuidado! Mira lo que les ha pasado a los humanos. Vosotros corréis el mismo peligro.

El perro gruñó y fue a buscar otra revista. Era evidente que tenía gustos muy precisos. Despreciaba las revistas del tipo Nuestros amigos los animales. En cuanto Peggy le mostraba un ejemplar, se ponía rabioso y lo destrozaba. Le encantaban las revistas de moda y se quedaba absorto contemplando los catálogos de ropa sin que Peggy pudiera explicarse por qué.

Con el paso del tiempo sus hábitos evolucionaron. Nunca más quiso sentarse en el suelo, exigía que le pusiera una silla. Había que ponerle la revista en la mesa e ir pasando las páginas cada vez que sacudía la cabeza.

«¡Si me viera Brunch!», se decía a veces Peggy Sue sofocando una risa nerviosa.

Una tarde le descubrió hojeando las guías telefónicas, y tuvo que pasarle las hojas a medida que las recorría con la vista. ¿Qué estaba buscando? ¿Se estaría aprendiendo de memoria la lista de los habitantes de Point Bluff?

Después dejé de ir. Desde el altillo donde se almacenaba el material lo veía recorrer las calles desiertas, a la luz azul de mediodía. En los cruces se encontraba con otros perros y se paraba a «hablar» con ellos. Esa era al menos la impresión que daba desde lejos.

Sentía no verle más, aunque le diera mucho miedo.

Fue entonces cuando comenzó a oír ladridos… dentro de su cabeza.