Ante la presión de Seth Brunch, el sheriff se vio obligado a enviar un grupo de hombres armados al bosque. Peggy Sue se desesperó al verlos partir. Una hora después sonaron disparos, como si bajo la espesura tuviera lugar una batalla campal.
A pesar de la distancia, se oían los gritos de terror de los hombres de la patrulla. Luego se espaciaron las detonaciones, y volvió el silencio.
«Están todos muertos», pensó Peggy. «Esta vez los Invisibles han debido ensañarse para darnos un escarmiento».
Un solo hombre salió del bosque, con la cara y la ropa maltrechas. Vacilante, avanzó despavorido a través del maizal para derrumbarse a la entrada del pueblo.
Cuando lo levantaron, sólo sabía balbucir:
—Las… las criaturas invisibles… nos han atacado… salían de la nada…
—¿Y el resto de los muchachos? —preguntó Seth Brunch—. ¿Dónde están los demás?
—Muertos… —dijo el hombre a duras penas—. Todos muertos.
Se lo llevaron. Toda la noche estuvo agitado, delirando, diciéndole al médico, de pie junto a su cabecera, que había espectros que atravesaban las paredes. Espectros que se burlaban de él. Luego murió, sin duda, de espanto.
—Ahora ya lo sabemos —dijo el sheriff—. Estamos cercados. Hay algo en el bosque que quiere nuestro pellejo.
Las calles quedaron vacías, cada cual levantó su propia barricada. Todo el mundo se escondía acechando por una rendija de las contraventanas lo que pudiera salir de entre los árboles.
En el campamento de caravanas la señora Fairway se retorcía las manos con desesperación.
—No estamos seguras en esta vieja chatarra —se lamentaba—. Necesitaríamos una casa de verdad.
Peggy Sue estuvo a punto de encogerse de hombros. Una casa de verdad no hubiera servido de nada puesto que los Invisibles podían atravesar cualquier obstáculo. Por otra parte, los «fantasmas» no se proponían un ataque a Point Bluff. Lo que querían era enmascararse en el bosque, en los maizales, como espectadores en las gradas de un anfiteatro.
«Quieren ver el final de los toros desde la barrera», pensó. «Hasta la suerte de matar».
Lo que ignoraba aún era qué forma iba a tomar esa muerte.
En la reunión del consejo Seth Brunch les hizo ver que era necesario organizar la retaguardia. Había que hacer de Point Bluff un fortín capaz de resistir los ataques del enemigo.
—Es vital que nadie se exponga a los rayos del sol —decretó—. Vamos a invertir nuestras costumbres. A partir de mañana, dormiremos por el día y trabajaremos por la noche. Así las nefastas radiaciones no nos dañarán el cerebro; la gente volverá a la normalidad. Tenemos que destruir todos los inventos absurdos que obstruyen la calle.
—¿Vivir de noche? —murmuró Dudley al oído de Peggy—. ¿Cómo los vampiros?
—Apostaremos centinelas en el límite del pueblo —decidió Seth Brunch como si se hubiera convertido en el amo de Point Bluff—. Salvo los vigías, nadie podrá andar por la calle durante el día. Quienes sean sorprendidos en el exterior serán fusilados.
Un murmullo de protestas siguió a sus palabras. Seth Brunch dio un puñetazo en la mesa.
—¡Exijo que se decrete la ley marcial! —dijo con voz atronadora—. ¡Los miembros de la Guardia Nacional deberán presentarse de uniforme en el salón de festejos dentro de una hora!
—Esto se pone feo —murmuró Dudley—. Creo que de aquí en un tiempo no nos vamos a divertir mucho.
Julia, Peggy Sue y su madre tuvieron que abandonar la caravana. El campamento hubo de ser evacuado, ya que el sheriff consideraba que estaba situado en una zona demasiado expuesta «a las criaturas del bosque». Al final tuvieron que instalarse en el salón de festejos, transformado en dormitorio dadas las circunstancias. Pusieron de un extremo a otro de la sala una fila de camas de campaña separadas por pequeños biombos. El ambiente no era muy alegre que digamos.
—¿Te has fijado? —murmuró Julia señalando las ventanas—. Ese chalado de Brunch ha ordenado pintar los cristales de azul oscuro. ¡Mira qué bien! No se ve nada.
Era tal su obsesión con el sol que el profesor de matemáticas había conseguido un permiso de las autoridades de Point Bluff para cubrir los cristales con una capa de pintura opaca de modo que los nocivos rayos no penetraran en los edificios. La mayoría de las ventanas se cerraron con candado. Los guardias que patrullaban en el exterior iban cubiertos de arriba abajo con un traje blanco. Un capuchón y unas enormes gafas de sol completaban aquel inquietante atuendo.
—Ni que el pueblo estuviera contaminado por radiaciones atómicas —gruñó Julia—. No sé de qué tener más miedo… de las criaturas del bosque o de Seth Brunch.
Peggy Sue sabía que las precauciones del profesor de matemáticas eran inútiles, sólo servían para propagar el clima de angustia que dominaba la ciudad.
Prisionera en su propia casa, la gente se volvía huraña. Muchos, privados del vértigo intelectual que habían experimentado con el sol azul, tenían grandes dificultades para reanudar una existencia normal.
—Siempre he sido una mala alumna —refunfuñaba la anciana señora Pickins—. Odiaba el colegio, nunca hubiera imaginado que aprender pudiera ser tan apasionante. Ahora tengo que reconocer amargamente que lo necesito.
Vivían en la penumbra difusa de los cristales opacos, entre los ronquidos de los demás refugiados. Había que acostumbrarse a dormir por el día rodeados de gente desconocida. No era nada agradable. Julia perdía su bronceado. Todas las aberturas al exterior estaban condenadas, sólo al ponerse el sol se quitaban los candados para que los prisioneros pudieran dedicarse a sus quehaceres profesionales.
Resultaba extraño ver iluminado el pueblo hasta las primeras luces del alba. Los campesinos trabajaban la tierra a la luz de antorchas o proyectores.
La población intentaba sobrellevar la situación, pero les faltaba el ánimo. Las comunicaciones seguían cortadas. En cuanto al sol azul, ahora brillaba sobre un pueblo de calles desiertas.
«Seguro que los Invisibles lo tenían previsto», pensaba Peggy Sue. «Deben tener preparados nuevos entretenimientos para el segundo acto».
En la ventana de un pasillo del salón de festejos Peggy había arañado la pintura del cristal para tener un «ojo de cerradura» por donde vigilar el exterior. Estaba convencida de que el peligro vendría de donde nadie lo esperara.