Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. De tanto afán por desarrollar la inteligencia a los habitantes de Point Bluff se les fundieron las neuronas. Sus cerebros, agotados de almacenar tanto conocimiento, tuvieron un cortocircuito. Empezó a vérseles deambular por las calles, con la mirada vacía, olvidados hasta de sus nombres. Muchos ya no sabían ni leer ni hacer cálculos, algunos ni siquiera hablar. Sus cerebros, quemados por los excesos, se habían vuelto como el de un recién nacido.
—Hay que parar esto —suplicaba el médico en una reunión del consejo municipal—. Esta locura no puede continuar. Al paso que va, pronto en Point Bluff no habrá más que amnésicos. ¡El hospital está lleno! Toda esa gente tiene la mente en blanco. Han de partir de cero, como los chiquillos. Van a tener que aprenderlo todo de nuevo. Y creo que algunos ni siquiera serán capaces.
Hubo murmullos de descontento entre los asistentes a la asamblea. El afán de lucro hacía que mucha gente se negara a abandonar sus invenciones delirantes. Aquel asunto de ladrillos transformados en oro…
¿Debían renunciar realmente a todo aquello?
—Dénnos un poco más de tiempo —mendigaba el tendero—. Ya ven que estamos a punto de descubrir algo gordo. Hasta ahora Point Bluff ha sido un pueblo de pacotilla, lleno de gente de pacotilla condenada a no salir de pobre. Esta epidemia de fiebre meníngea es la única oportunidad que tenemos de dejar la mediocridad. No hay que echarse a temblar por algún que otro contratiempo. El sheriff puede impedir los excesos y regular el tiempo de exposición al sol.
—Cualquier cosa que inventen —dijo Peggy a Dudley— será como con los lingotes de oro del ayudante de boticario, pasadas doce horas volverán a ser ladrillos. Ningún invento va a funcionar.
Encontraron al tendero tirado en su «laboratorio», con la sangre saliéndole por los oídos. Balbuceaba sonidos como un bebé y no era capaz de dar un paso. El ayudante de boticario murió de una congestión cerebral. Las comadres que presenciaron su fin aseguraban que habían visto cómo le ardía el pelo.
—¡Le ardieron los sesos! —desatinaba la anciana señora Pickins—. Como os lo digo. Le salía el humo por las narices.
Seth Brunch se dirigió al consejo para reclamar la ayuda del Gobierno.
—Todas las líneas telefónicas están cortadas —se quejó el sheriff—. La emisora de radio no funciona. No se puede emitir ni recibir en ninguna frecuencia.
—Entonces habrá que enviar un mensajero —rugió el profesor de matemáticas—, que vaya a pie a través del bosque. Que lleve una carta firmada por el alcalde, el médico… y por mí mismo para hacer presión. No tendrá más que llegar al condado más próximo y entregársela al sheriff de allí.
La idea se recibió con moderado entusiasmo. No se atrevían a expresarle, pero muchos estaban pensando en lo que les había sucedido a quienes habían intentado huir del pueblo. Todos esos accidentes de tráfico, tan extraños… ¿Qué posibilidades tenía el mensajero de atravesar la red invisible que parecía cercar Point Bluff?
Se colocó un bando del alcalde en todos los edificios. A partir de ese momento quedaba prohibido exponerse al sol. Los que incumplieran la norma serían encarcelados.
—¡Es inadmisible! —vociferaba Julia—. Ahora que estaba llegando a las últimas conclusiones sobre mi trabajo.
—Creo que es mejor así —dijo la madre con voz trémula[3]—. Mírate. Pareces un marciano de los que salen en las películas antiguas por televisión.
—¡Exacto! —protestó Julia—. Si vieras con más atención esas películas no te alegrarías tanto de la decisión del alcalde. ¿Quieres saber lo que va a pasar? El ejército va a acordonar la zona y luego nos encerrarán en un laboratorio secreto para experimentar con nosotros. Nos cortarán el cerebro en rebanadas para intentar averiguar lo que nos ha ocurrido. Sí, eso es lo que va a pasar, y no te reirás tanto cuando unos tipos de bata blanca te empiecen a serrar el cráneo. ¡Ya verás lo que te ahorras en peluquería!
—¡Deja de contar monstruosidades! —chilló la madre, que se había quedado lívida.
Había que designar al mensajero. El sheriff propuso que se echara a suertes entre sus ayudantes, dado que ninguno se había ofrecido voluntario.
Fue un tal Tommy Balfour el encargado de cumplir con la delicada misión de atravesar el bosque hasta alcanzar la carretera principal. Le habían desaconsejado ir en coche. Peggy Sue se daba cuenta de que nadie se atrevía a hablarle del peligro real que entrañaba salir de Point Bluff.
«Sienten que hay algo», se dijo, «pero no tienen valor para expresarle. Tienen miedo y sin embargo se empeñan en negarlo».
Era una actitud frecuente entre los adultos, ya lo había notado. En este caso ella sabía que el peligro era real. Los Invisibles jamás aceptarían que una iniciativa humana interrumpiera el espectáculo en el que tanto empeño habían puesto. Con un nudo en el estómago miró al pobre Tommy Balfour, un joven algo pretencioso (¡cómo la mayoría de los chicos!), que sonreía asomando los dientes. Como queriendo convencer de que estaría a la altura.
Le entregaron un documento oficial firmado por las autoridades de Point Bluff. Una llamada de socorro que —al menos esa era la esperanza— alertara a los habitantes del condado vecino.
—Esa gente no nos aprecia demasiado —refunfuño la anciana señora Pickins—, nunca hemos mantenido contacto con ellos, no veo por qué iban a ayudarnos ahora.
Por lo demás, en Point Bluff la gente estaba desanimada. Casi nadie se creía el supuesto «peligro» denunciado por Seth Brunch y por el alcalde.
Se reunieron para despedir a Tommy Balfour. El joven, incómodo por ser el blanco de las miradas, saludó torpemente con la mano y cortó a Campo través hasta alcanzar el bosque.
—¿Crees que lo logrará? —murmuró Dudley al oído de Peggy Sue.
Ella se encogió de hombros. Se esperaba lo peor. Observaba por el rabillo del ojo los rostros a su alrededor. La inquietud de la gente era manifiesta. Todos sabían que algo amenazante se escondía en el bosque y cercaba la ciudad. Algo que, sin mucho tardar, iba a dar caza a Tommy Balfour como si fuera un vulgar conejo… y le daría un triste destino.
Oyó cómo el sheriff le murmuraba a Seth Brunch:
—Tommy va armado. No iba a dejar que se fuera indefenso. Lleva su arma reglamentaria y cincuenta cartuchos. Confío en él, es un buen tirador. No le sucederá nada. En cuarenta y ocho horas toda esta historia habrá terminado.
La multitud seguía congregada, a pesar de que Tommy había desparecido en el maizal. Todos permanecían expectantes, angustiados. El sheriff tuvo que ordenar que se dispersaran.
—¡Y que nadie salga sin sombrero! —bramó—. ¡No os voy a quitar ojo! Si de aquí en tres días alguien presenta signos de bronceado azul, tendrá que vérselas conmigo.
La gente comenzó a rezongar. Aquel asunto de la pigmentación era un fastidio para los tramposos que esperaban poder tomar el sol a escondidas.
Peggy Sue y Dudley fueron a visitar a Sonia. La chica los reconoció y parecía contenta de verles. Comenzaba a hablar de nuevo, pero su conversación era la de una niña de cinco años. Su madre les explicó que se pasaba el día viendo videos de niños pequeños e intentando tararear, con mayor o menor éxito, las cancioncillas.
Mientras les contaba aquello, la señora Lewine tenía lágrimas en los ojos.
—Le llevará su tiempo, pero al final va a recuperarse —afirmó Peggy muy afectada.
Los dos amigos pasaron la tarde con Sonia, aunque el trato con ella resultaba difícil. Se había vuelto caprichosa y se impacientaba cuando no la entendían en seguida. Primero quería jugar a las muñecas, al momento a las cocinitas. Peggy Sue maldijo a los Invisibles por reducir a su amiga a aquel grado de infantilismo.
«¿Volverá todo a la normalidad cuando se apague el sol azul?», se preguntó.
Si, pero para entonces, ¿quedaría un ser vivo en Point Bluff?
Doce horas más tarde recibieron la desagradable sorpresa. Al salir de su oficina para hacer la primera ronda, el sheriff distinguió una insólita silueta en la copa de un árbol, en la linde del bosque. Miró por los prismáticos y tuvo que sofocar un grito de horror.
La mancha clara en lo alto del gran pino era el cuerpo de Tommy Balfour. El joven colgaba, como un ahorcado, con los brazos balanceantes y la barbilla sobre el pecho. Por el ángulo insólito de su cabeza se adivinaba claramente que le habían partido el cuello. Alguien le había matado al entrar al bosque.
La noticia dio la vuelta al pueblo, sumiendo a sus habitantes en la consternación. Ya nadie podía negarlo, estaba claro que en el bosque había alguien. Un misterioso enemigo que vigilaba para que nadie pudiese huir de Point Bluff.
Lo que más horrorizaba a todo el mundo era el modo en que habían matado al pobre Tommy.
—¿Cómo habrán podido colgarle tan alto? —murmuraban—. ¡Ese árbol mide veinte metros!
Sólo Peggy Sue sabía que para los Invisibles aquella proeza no suponía ninguna dificultad.
—¡Maldita sea! —dijo el sheriff con inquietud—. Nos están cercando…
—Está claro que no podemos cruzarnos de brazos —vociferó Seth Brunch. Tenemos que reunir un grupo de hombres armados para explorar el bosque. Si se esconde allí un asesino, nosotros lo encontraremos… y acto seguido nos desharemos de él.
Peggy Sue sintió lástima de él. No tenía ni idea de a qué se estaba enfrentando. Le dieron ganas de gritar: «¡No lo haga! ¡Si manda a esos hombres al bosque los matarán, como a Tommy! Ese no es el modo de luchar contra los Invisibles».
Pero ¿quién la habría escuchado?
El sermón del profesor de matemáticas cayó en el vacío. Nadie tenía ganas de adentrarse en el bosque. Por su parte, al sheriff le costó lo suyo convencer a sus ayudantes de que había que bajar el cadáver de Tommy.
Al final lo hicieron. Encontraron en el bolsillo la carta que debía llevar al pueblo vecino. La habían roto en mil pedazos.
«Esta es la respuesta de los Invisibles», pensó Peggy Sue. «Para que comprendamos que es inútil intentarlo».