Peggy Sue advirtió cómo crecía la audacia de los adultos. Al darse cuenta de que no les explotaba el cerebro por exponerse quince minutos al sol, día a día fueron aumentando las sesiones de bronceado. Puesto que sus facultades mentales se desarrollaban proporcionalmente al tiempo que pasaban con la cabeza descubierta bajo el sol, cada vez se volvían más ambiciosos. Al principio se contentaban con leer libros complicados, con arreglar el televisor ellos mismos, el ordenador… pero, en seguida, el hambre voraz de conocimiento se apoderaba de ellos y querían saber más. Conocerlo todo les parecía insuficiente. Todos quería ser más inteligentes que el vecino. Corrían a la biblioteca municipal, que ya nunca se hallaba vacía. Peggy Sue había visto al cartero y al tendero pelearse en la sección de «obras técnicas» por apropiarse de un manual de astronomía relacionado con el cálculo de la curvatura espacio-temporal.
—¡Es para mí! —gritaba el tendero—. ¡Usted no va a entender nada!
—¡Mentira! —vociferaba el cartero—, ¡estoy mucho más bronceado que usted!
De tanto exponerse al sol la gente se volvía cada vez más azul. La epidemia tomaba un tono añil. Comenzaba por la cabeza y luego se extendía al resto del cuerpo. Parecía que se hubieran caído en una tina de tinte o que un pintor les hubiera rociado a propósito con la pistola de pintar.
Algunas familias decidieron abandonar el pueblo forzando las barreras o cortando a través del bosque. Pero cada vez que alguna lo intentaba terminaba mal.
—Los Borowsky —murmuró Dudley una mañana— han muerto. El padre, la madre y los dos hijos. Su coche se ha salido de la carretera y ha chocado contra un árbol. Se ha incendiado. Es horrible. Intentaban huir. Es como si alguien hubiera querido impedírselo.
—Y no ha sido por culpa de los guardias —añadió Mike—. Mi padre estaba allí cuando sucedió. Dice que vio cómo el coche se salía solo de la carretera, así. De manera inexplicable. Como si el conductor se hubiera lanzado deliberadamente contra el árbol.
Peggy Sue se mordió los labios. Sabía perfectamente lo que había pasado. Otra vez estaban por medio los Invisibles. Se habían colado en el vehículo y se habían hecho con el volante provocando la colisión.
«Quieren que desistamos de huir», pensó. «No quieren que se interrumpa la partida por falta de jugadores. Asesinarán a todos los que intenten escapar».
Dos días más tarde se produjo otro accidente mortal. Una familia que intentaba huir en una camioneta fue a parar a un cañón sin que nadie se explicara cómo el conductor pudo perder el control del vehículo.
Por lo demás, la inquietud en el pueblo era tal que nadie se preocupaba en exceso de aquellas pequeñeces.
—Después de todo —se burlaba el tendero—, si es gente tan torpe como para volverle la espalda a la suerte, no me extraña.
Se formaron dos bandos, el de los que, horrorizados por el fenómeno, se negaban rotundamente a tomar el sol y los que abusaban de él. Los primeros llevaban sombrero, camisa de manga larga y guantes de algodón; los segundos se paseaban en bañador o bikini y… se iban volviendo azules.
—Es simple —decretó el tendero, que estaba volviéndose añil—. Dentro de poco en Point Bluff habrá dos partidos, la élite y los tontos. Los tontos no tendrán excusa alguna, porque lo habrán elegido ellos mismos. Nada justifica vivir en la estupidez cuando basta con quitarse el sombrero para ser un genio todas las mañanas.
—Se están volviendo todos majaretas —se quejó la madre de Peggy—. Es terrible. Y pensar que no hay manera de comunicarse con el exterior… Esto va a acabar mal. De momento os prohíbo poneros al sol. ¿Lo oís? Como vea que alguna de vosotras le da por ponerse azul, va a vérselas conmigo.
Julia hizo un mohín.
—Mamá —lloriqueó—. No puedes pedirme eso. Es una oportunidad única. No teníais dinero para enviarme a la universidad, de acuerdo, lo comprendo, pero si ahora tengo la posibilidad de dejar de ser camarera, ¡no voy a decir que no!
—No es natural —se lamentó la señora Fairway—. ¿No ves que toda esa gente se vuelve azul?
—¡Sacan tajada de la situación! —insistió Julia—. Tarde o temprano alguno de ellos hará un descubrimiento genial que valdrá su peso en oro y se hará multimillonario.
Y, luego, qué importa volver a la normalidad si ya se ha vendido por todo lo alto el invento.
—No inventan nada serio —observó Peggy.
—¡De acuerdo! —le gritó Julia—. De momento dan palos de ciego, pero eso se acabará. A uno de ellos se le encenderá la chispa y ganará muchísimo dinero. Lo único que quiero es hacerme sabía por un día, tener justo el tiempo para inventar un chisme extraordinario y dibujar el esquema. Al día siguiente lo patento y lo llevo a una empresa importante.
—Basta un solo día —dijo Peggy Sue bajando la voz— para que se te funda el cerebro. Si no me crees, vete a ver a mi amiga Sonia Lewine. Ya no puede ni escribir su nombre.
—¡Me pones frenética! —soltó Julia—. Si quieres formar parte de los tontos, allá tú; ahora, no esperes que te dé los buenos días cuando te cruces conmigo por la calle.
Y salió dando un portazo.
Va a cometer una estupidez —gimió la madre—. ¡Si por lo menos vuestro padre estuviera aquí!
Peggy Sue oyó cómo Berkovith, el fontanero, comentaba:
No sé lo que estaría inventando ayer, pero parece endiabladamente complicado. Esta mañana no podía ni entrar si quiera en la cocina, ¡la dichosa máquina la ocupaba entera! La he mirado del derecho y del revés, pero no hay manera de saber para qué era. Un auténtico misterio.
La mayoría de los «inventores» llevaban una carrera contra reloj luchando por dejar concluido el trabajo antes de que el sueño de la ignorancia les borrara la mente. Aquello les llevaba a garabatear planos y cálculos tan ilegibles como hechos por la mano de un chimpancé. Y he aquí que las máquinas, abandonadas sin instrucciones de uso que las hicieran manejables, dejaban perplejo a todo el mundo; nadie se atrevía a tocarlas por temor a provocar una catástrofe.
Los inventos, por otra parte, resultaban ser bastante desiguales.
—¡Hoy el fontanero ha fabricado un coche que funciona con plátanos en vez de gasolina! —se asombraba Dudley.
—El cartero ha decidido transformar su casa en una nave espacial —dijo Mike—. Está instalando reactores por toda la casucha esa.
—Y el farmacéutico quiere inventar una batería eléctrica inagotable —añadió Peggy Sue—. Mañana se les antojará otra cosa.
La vida cotidiana transcurría sin rumbo. En el colegio casi todas las clases permanecían vacías. ¿Para qué se iba a dar clase a unos alumnos empeñados en ser más inteligentes que sus profesores? Ni siquiera acudía Seth Brunch. Había decidido no salir de casa hasta después de anochecer. Se negaba, según sus propias palabras, a «convertirse en un mutante».
Peggy Sue y sus amigos deambulaban por espacios desiertos. Llevaban una semana intentando enseñar a Sonia el alfabeto. Daba mucha lástima ver a la pobre chica pelirroja intentando deletrear como un pequeñín el abecedario que utilizaban en la escuela infantil. No retenía nada.
—No sabemos qué pasará —dijo Peggy con decisión—. Tenemos que seguir. Puede que se trate de una confusión pasajera.
—Lo que me da miedo —murmuró Mike— es que a fuerza de negamos a ponernos al sol terminemos siendo el hazmerreír de todo el mundo. Al final nos van a tomar por burros. Me da un poco de vergüenza estar en el grupo de los que no inventan nada. ¿Y si los otros tuvieran razón? ¿Y sí estamos dejando escapar la oportunidad de nuestra vida?
—Pregúntale a Sonia lo que piensa ella… dijo Peggy Sue bajando la voz.
Mike miró al suelo avergonzado.
Una noche, al sentarse a la mesa para cenar, Peggy Sue se dio cuenta de que su hermana Julia estaba azul.
—¡Sin comentarios! —atajó Julia—. Os lo había avisado, no tiene razón de ser quedarme en el andén viendo cómo mi tren se marcha.
No había nada que añadir.
Peter Boyle, el granjero «cosmonauta», se cayó del tractor volador que había inventado. La máquina, sin control, siguió haciendo eses en el cielo, cayendo en picado como un bombardero para recuperar la altitud en el último segundo. Cuando se le acabó el combustible, acabó estrellándose en un maizal ante el alivio de todos.
Billy Downing, el ayudante del farmacéutico, por fin dio con el descubrimiento del siglo, ¡un misterioso liquido que transformaba el metal más común en oro puro!
En plena plaza del ayuntamiento y ante toda la población llevó a cabo una demostración durante la cual transformó su viejo coche oxidado en una magnifica escultura de oro macizo.
—¡Es extraordinario! —dijo asombrado el alcalde—; ¡por fin algo útil para la comunidad! Espero que hayas anotado la fórmula y mañana seas capaz de fabricar otro bidón más.
—No se preocupe —dijo Billy—. Eso puedo hacerlo, no es ahí donde radica el problema.
—¿Ah, no? —masculló el alcalde frunciendo el ceño—. ¿Y dónde radica entonces?
—En la duración del fenómeno —explicó el ayudante de boticario algo confuso—. La transformación no es estable. Al ponerse el sol, el objeto recupera su apariencia original. Lo que significa que, si obtenemos lingotes a partir de simples ladrillos, habrá que venderlos y cobrar el dinero antes de que caiga el sol.
Hubo un suspiro de decepción entre la multitud.
—Evidentemente, es una estupidez —convino el alcalde—. Si vendemos este oro nos convertiremos en unos estafadores.
Se enzarzaron en una encarnizada discusión en la que cada uno quería hacer prevalecer su punto de vista. La disputa fue a mayores y al final llegaron a las manos. Peggy Sue y sus amigos se retiraron al considerar que ya habían visto bastante.
Se separaron. En el camino que llevaba al campamento de caravanas Peggy oyó reír a los Invisibles. El espectáculo de esa noche les llenaba de regocijo.