En los días que siguieron, los «milagros» se hicieron más frecuentes; se estaba produciendo algo anormal. Lo ocurrido con Sonia Lewine no había sido un caso aislado. Los niños pequeños y los repartidores de pizzas se metamorfosearon bruscamente en espantosos genios capaces de ganar en velocidad a los ordenadores. Las autoridades aceptaron la hipótesis de la fiebre meníngea, aunque al médico de Point Bluff no acababa de convencerle esta explicación.

En el colegio los alumnos no paraban de hablar del «misterio Lewine». Algunos chicos se sintieron fascinados por aquella experiencia.

—Una especie de insolación —murmuraban—. Te das un buen golpe en el occipucio y te vuelves más inteligente que un ingeniero de la NASA.

—Sería super para aprobar los exámenes —comentaban los compañeros—. Te bronceas diez minutos, vuelves a clase y ¡puedes contestar a las preguntas que te pongan sin haber estudiado nada!

Lo más emocionante para los alumnos era la perspectiva de derrotar a los profesores en su propio terreno. Así fue como se extendió la «epidemia de la inteligencia espontánea». Muchos alumnos tomaron la costumbre de ponerse al sol para darse el placer de reírse de los profesores. Volvían a clase con el cerebro en ebullición y se divertían desafiando a los profesores de matemáticas, física o química, calculando más rápido que ellos. A partir de entonces en el patio se veía a los chicos —que hasta ese momento no habían leído más que tebeos— devorando tratados de matemática superior tomada en préstamo de la biblioteca.

Una embriaguez, parecida a la que había conocido Sonia, se apoderaba entonces de ellos y, durante una hora, cubrían los tableros de ecuaciones que dejaban estupefacto a Seth Brunch.

—Sois unos tramposos —gritó un día—. Vuestros conocimientos se esfuman durante la noche y os despertáis igual de estúpidos que erais antes de haber tomado el sol. Poseéis una falsa inteligencia… nada más. Se agota a medida que la usáis, como el combustible de una moto.

—¿Qué importa? —se rio burlonamente Jude Hopkins, un desastre de estudiante—, ¡si podemos rellenarla sin problema!

Y señaló con la mano al sol que brillaba, azulado, por encima de Point Bluff.

Este duelo verbal multiplicó la epidemia, ya que los profesores no soportaban que los humillaran y decidieron tomar también ellos el sol.

—¡Es un caso de legítima defensa! —vociferó Seth Brunch—. ¡No es cuestión de dejar que nos tomen el pelo unos imbéciles que se drogan el cerebro a base de rayos de sol! ¡Hemos de ser capaces de responder! Está en juego el honor del cuerpo de enseñantes.

Desde entonces pudo verse cómo los profesores salían en tromba al patio en cuanto el sol azul hacia su aparición. Seth Brunch, como estaba calvo, tenía ventaja y se bronceaba más deprisa. Sus colegas, que lucían desgraciadamente una buena mata de pelo, no dudaron en raparse y exhibir una «cabeza al cero» cuando menos sorprendente.

—Esto es una locura —observo Peggy Sue—. ¿No veis que todo se está yendo al garete? Hay que impedirlo.

Pero nadie la escuchó. En clase tenían lugar duelos formidables, combates de genios que se lanzaban a la cara ecuaciones y teorías científicas. Peggy, Dudley y Mike, que seguían protegiéndose del sol, no entendían nada de lo que se decía. En cuanto a Sonia, después de la tarde delirante de la biblioteca, se había quedado estancada, prisionera de una especie de sonambulismo del que nada lograba sacarla.

—Me pregunto si tiene el cerebro dañado —había confiado Peggy Sue a su amigo Dudley—. ¿Te has fijado en que está… ida?

—Sí —reconoció el muchacho—. Tiene que buscar las palabras. El otro día ni siquiera se acordaba de mi nombre.

—¡Eso es lo que les va a pasar a TODOS! —estalló Peggy señalando a los alumnos y profesores dedicados a broncearse en el patio—. Nuestro cerebro no está concebido para soportar tanta tensión. Se desgasta, como las ruedas de un coche al hacerle correr miles de kilómetros.

Un ambiente extraño se apoderó del pueblo. Había algunos que se resistían a creer la historia del sol milagroso, pero fueron muchos los que empezaron a pensar que había que sacar algún provecho de todo aquello.

En la tienda, Peggy escuchó una curiosa conversación entre el tendero y una clienta.

—¿Por qué seguir siendo normal ahora que la inteligencia está al alcance de todo el mundo? —se quejaba el tendero—. Mis padres no eran lo bastante ricos como Para mandarme a la universidad, pero ahora me doy cuenta de que quienes han estudiado se forran. Ese sol azul es una ocasión para nosotros los pobres, nos da una oportunidad. ¡Restablece la justicia! —Tomando por los hombros a la pobre mujer que le escuchaba, vociferó—: ¿No le gustaría, señora Bowers, construir cohetes espaciales en lugar de seguir haciendo las faenas domésticas?

—¿Cohetes espaciales? —gimió la anciana.

—El sol azul es nuestra venganza —bramó el tendero—. No hay que dejarle salir de aquí. Brilla para las gentes de Point Bluff, para nadie más. Es una ocasión, ya le digo. ¡Una ocasión!

Por más que el coche del sheriff seguía patrullando sin dejar de repetir que estaba prohibido por decreto salir a pasear sin sombrero, Peggy Sue veía cada vez más gente con la cabeza descubierta a la puerta de las casas. Se asomaban tímidamente, miraban al aire y luego se quitaban la gorra de béisbol o el sombrero de vaquero. Al principio estaban tensos, pero luego, al comprobar que el pelo no ardía, se tranquilizaban y se quedaban allí, sombrero en mano, dejando que les penetraran los rayos azulados.

No solían quedarse mucho tiempo y volvían a meterse dentro de sus casas antes de que el sheriff les llamara la atención.

—¡Esto funciona! —dijo a Peggy la anciana señorita Lizzie—. Yo no me lo creía, pero ayer por la tarde estuve un cuarto de hora con la cabeza descubierta. Luego volvía casa y terminé todos los Crucigramas en diez minutos. A mi edad, eso es un prodigio. Para las personas mayores como yo, que pierden la memoria, este sol azul es una bendición.

Una mañana, al salir de la caravana, Peggy detectó el fluido movimiento de un Invisible detrás de un árbol. Se apresuró en aquella dirección. Unas risas burlonas la condujeron a un claro del bosque. Allí la esperaba un grupo de Invisibles. Estaban jugando a tomar el aspecto de los amigos de la chica. Sirviéndose de la plasticidad de sus formas, habían modelado una Sonia, un Mike y un Dudley lechosos como ectoplasmas. Peggy Sue retrocedió. Por un instante tuvo la sensación de estar contemplando los fantasmas de sus amigos. No era una impresión muy agradable. Aquellos ojos blancos la miraban fijamente con una expresión mórbida, como si sus propietarios hubieran regresado de entre los muertos.

—¡Ya basta! —les dijo a los Invisibles—. No me dais miedo.

(Lo que no era del todo cierto).

Los Invisibles no cejaron sin embargo en su horrible juego y empezaron a moverse igual que muertos vivientes. Peggy Sue procuró con todas sus fuerzas que no le traicionaran los nervios.

—El sol azul —les soltó—, lo habéis fabricado vosotros, seguro.

—Por supuesto —se rio burlonamente un Invisible—. Ya te habíamos advertido que preparábamos una broma de envergadura. Una especie de super Halloween.

—Esto va a acabar mal —suspiró ella—. Sabéis perfectamente que la situación va de mal en peor.

—Exacto —dijo el fantasma de Sonia—. Eso es lo divertido. Asistir a la explosión final, ver cómo las personas de tu raza se devoran entre sí.

—¡Sois inmundos! —gritó la chica.

—Somos los Invisibles —respondió aquel ser—. Nos divertirnos a nuestra manera… Al fin y al cabo, vosotros también habéis inventado la pesca, la caza. ¿De verdad son menos crueles que nuestros «juegos»? No estoy seguro. Según el cristal con que se mire, el del cazador o el de la víctima.

—Me figuro que no sirve de nada suplicaros —soltó Peggy Sue—. No vais a dar marcha atrás.

—¡Claro que no! —gritó el fantasma de Dudley—. Vamos a armar la gorda. ¡Esto no ha hecho más que empezar! ¿No lo ves? La guerra ha comenzado. ¡Fíjate en el absurdo de los profesores y los alumnos rivalizando en inteligencia! Por mucho que hables y les intentes convencer nadie va a hacerte caso… No tienes más que catorce años y no hay ninguna razón para que los adultos escuchen a una chica tan joven. No van a aceptar que les enseñes lo que tienen que hacer.

La chica se dio media vuelta. Era inútil implorarles, no conseguiría nada.

Volvió desesperada al campamento de caravanas.

Su madre la esperaba con aire inquieto junto a la caravana.

—No me gusta nada lo que está sucediendo aquí —dijo—. He intentado ponerme en contacto con tu padre en la obra, pero las lineas telefónicas están ocupadas. Ni siquiera funcionan los móviles. No sé qué está ocurriendo, pero me da miedo. Al hacer la compra me he encontrado con gente que me ha hablado de cosas raras. Historias inverosímiles sobre un sol azul.

Se retorcía las manos y miraba de reojo a Peggy Sue como si fuese la responsable del cariz que estaban tomando los acontecimientos. La chica subió a la caravana. Su hermana Julia la esperaba en el interior mordisqueando un sándwich.

—¿Es verdad lo que me han contado? —le soltó—. ¿Qué basta con ponerse al sol para convertirse en un genio? —y sin dar tiempo a que Peggy contestara, añadió—. Se me ha ocurrido una idea, ¿sabes? Si me bronceo durante varias horas puedo convertirme en alguien muy inteligente y descubrir el modo de hacerme rica, ¿note parece?

—Es peligroso —respondió Peggy—. Es verdad que el cerebro está como drogado, pero en seguida vuelve a su ser, igual que un soufflé de queso, y no recuerda ninguna de las ideas geniales que tenía.

Julia le puso mala cara. Dejó el sándwich en el plato con gesto irritado.

—Lo dices para desanimarme —le soltó—. Lo que pasa es que te da envidia que yo triunfe. Preferirías que siguiera toda la vida de camarera en un fast-food.

Peggy Sue apoyó la mano sobre la de su hermana.

—No quiero que te vuelvas loca —dijo suavemente—. Nada más. No hagas caso a la gente del pueblo. No se trata de algo inofensivo. Es una trampa. Metes el dedo y te atrapa.

Julia se soltó y se marchó toda enfadada al otro extremo de la caravana.

La madre ocupó el sitio que ella había dejado.

—He decidido que nos marchamos mañana al amanecer —anunció—. No quiero correr ningún riesgo. No sé qué es lo que brilla en el cielo de Point Bluff, pero mucho me temo que sea alguna porquería nuclear. Si estuviera aquí, vuestro padre me daría la razón. Vámonos al sur para reunirnos con él en la obra.

Se acostaron. Peggy Sue no podía dormirse. Se le hacía insoportable la idea de abandonar a sus amigos, pero no sabía cómo convencer a su madre para que se quedasen. Además, se daba cuenta de que la decisión que había tomado era razonable. Quedarse más tiempo cerca del sol azul era una locura.

A la mañana siguiente, cuando la familia Fairway salía del campamento de caravanas, se encontró con una barrera en el camino de salida a la carretera principal. Un ayudante del sheriff montaba guardia en la cuneta con el fusil al hombro.

—Lo siento, señora —gruñó—, pero nadie puede salir de Point Bluff sin una autorización especial.

—¿Cómo? —exclamó la señora Fairway—. ¿Qué significa esto? ¿No estamos en un país libre?

—Lo siento, señora —respondió el ayudante—, pero se debe a la epidemia de fiebre meníngea. Hemos recibido instrucciones de mantener a los enfermos dentro de una zona limitada. Nadie debe traspasar el cordón sanitario.

—¡Pero mis hijas y yo no estamos enfermas! —protestó la madre.

—Usted no tiene ni idea, señora —dijo el ayudante en tono burlón—. Eso sólo puede decirlo el doctor. Entretanto, tenga la bondad de dar media vuelta y volver a entrar en el campamento.

No hablaba en broma. La señora Fairway se dio cuenta y dio marcha atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó Julia en voz baja mordiéndose las uñas. Ya creía que nos iba a disparar.

—No lo sé —suspiró su madre—, pero yo también tengo miedo.

—No lo entendéis —dijo Peggy Sue—. Es la gente de Point Bluff. No quieren que se sepa nada de esto. Quieren ser los únicos en aprovechar los «beneficios» del sol azul.