El jueves las brumas se disiparon y todo comenzó de nuevo.
Un niño de cuatro años, que había escapado a la vigilancia de su madre y se había expuesto a los rayos del sol, presentaba síntomas análogos a los de Sonia Lewine. El ordenador de su padre estaba averiado y él lo reparó utilizando el circuito integrado de una antigua tarjeta de crédito Caducada. La noticia causó sensación; muchos lo tomaron por una broma, pero el médico de Point Bluff se presentó en el domicilio del niño para examinarlo. Carl Bluster, el sheriff lo acompañaba.
—Cabe la posibilidad de que estemos ante una fiebre meníngea —masculló el doctor—. Primero el caso de la pequeña de los Lewine, ahora este… Una hiperactividad del cerebro que remite al cabo de varias horas. Es extraño. Habría que hacer pruebas, asegurarse de que no deja ninguna secuela.
—Es este dichoso sol, doctor —gruñó el sheriff—. Provoca insolaciones en serie. Tendremos que tomar medidas con todos los que anden sin sombrero.
En cuanto a Sonia, se estaba volviendo incontrolable. Peggy Sue sabía que su amiga no se resistiría mucho tiempo a la necesidad de exponerse a los nocivos rayos del sol azul. Había tratado de hacerle razonar, pero era inútil. Cada vez estaba más irritable, cedía a repentinos ataques de maldad y se golpeaba la cabeza contra la pared gritando:
—¿Lo oyes? ¿Oyes cómo suena a hueco?
Su desesperación dolía. Un mediodía se zafó de la vigilancia de sus colegas y desapareció. Cuando Peggy Sue y los chicos la encontraron en la orilla del rio, se había transformado. En la frente le brillaban gotas de sudor y tenía las pupilas dilatadas.
«Casi da miedo», pensó Peggy dando un paso atrás. «Parece una bruja».
—¡Pues qué bien! —dijo recuperando el aliento ¿Cuánto tiempo has estado al sol? Te estamos buscando desde la hora del desayuno.
Pero Sonia se limitó a reír, burlona. Tenía otra vez aquel aire altivo y miraba de arriba abajo a sus amigos, como una reina que advirtiera de pronto la presencia de esclavos inoportunos.
—Tengo hambre… —dijo con una voz distinta.
—Me parece que me queda alguna galleta de chocolate —le ofreció Dudley.
—¡Estúpido! —le recriminó Sonia—. Tengo hambre de conocimiento. Necesito resolver problemas. Siento como un agujero en la cabeza… como cuando tienes gazuza. Sí. Es eso. Mi cerebro pide alimento, tiene necesidad de pensar.
No bromeaba. Tenía la cara crispada. Peggy Sue comprendió que la inteligencia desproporcionada que ahora llenaba su caja craneana estaba trabajando en vacío… y lo estaba pasando mal.
«¡Tiene razón!», pensó. «Es como un estómago vacío. Al principio la sensación de gazuza es agradable, pero luego se hace insoportable, dolorosa… hasta que se empieza a morir de hambre».
Y dirigiéndose a los chicos, boquiabiertos, gritó:
—¡Rápido! Hay que darle algo para que piense, si no su cerebro se autodevorará.
—¿Qué? —farfulló Dudley abriendo los ojos Como platos.
—Ahora el cerebro le funciona como un estómago. Necesita alimento intelectual, hay que darle algo para que digiera, algo de peso, complicado, que le tenga ocupado durante horas, si no se comerá a sí mismo.
—Eso no es verdad —tartamudeó Mike—. ¡Creo que te estás volviendo tan loca como ella!
Como ninguno de los dos se movía, Peggy Sue abrió su mochila y sacó dos manuales, uno de química y otro de física. Se los puso a Sonia sobre las rodillas.
—Toma —soltó—, apréndetelos de memoria y haz todos los ejercicios.
—Es muy fácil —suspiró Sonia No me llevará más de un cuarto de hora.
—Hay que ir a la biblioteca del colegio —decidió Peggy—. Nos colocaremos en una mesa y le iremos dando todo lo que encontremos en los estantes para que lo devore. Los rollos más complicados… tratados de medicina, de astronomía o de geología.
—Hay una sección dedicada a informática y electrónica —se aventuró Mike a decir.
—Vale —dijo Peggy Sue—. Cuanto más complicado sea, mejor. Hay que hacer que su cerebro se indigeste.
Volvieron otra vez al colegio todo lo deprisa que pudieron. La bibliotecaria, la señorita Suzie Wainstrop, enarcó las cejas al verlos pasar. Nunca había visto alumnos con tanta prisa por ponerse a trabajar, que se lanzaran sobre los libros con tanta… voracidad.
Llevaron a Sonia a un rincón escondido, donde a nadie pudiera extrañarle demasiado verla hojear libros con materias que no estaban en el programa. Peggy Sue, Mike y Dudley hicieron una cadena para proveer a Sonia de alimento que pudiera colmar las exigencias de su cerebro. No era fácil, ya que Sonia resolvía los problemas a una velocidad espectacular y seguía pidiendo más. A Peggy se le ocurrió largare varios métodos para el aprendizaje de lenguas extranjeras, con sus respectivos diccionarios, y le mando aprendérselos de memoria.
—Puede que así nos podamos dar un respiro —comentó a Dudley.
Los chicos estaban pálidos. Tenían miedo y miraban a Sonia a hurtadillas.
—¿Cuándo va a acabar esto? —murmuró Mike—. ¿Se va a zampar toda la biblioteca? ¿Cómo puede hacerlo? En su lugar, me habría explotado la cabeza.
Eso no era lo que a Peggy le daba miedo, más bien temía una implosión. Si a Sonia le faltaba alimento intelectual, su cerebro se volvería una especie de agujero negro que terminaría aspirando cuanto le rodeaba. La muchacha desaparecería, tragada toda ella por aquel pozo de antimateria. Sería víctima de su hambre de conocimiento.
—Me da miedo —confesó Dudley—. No es la Sonia que conocemos. ¿Te has fijado en sus ojos? Nos mira como si fuéramos perros inmundos.
No pudieron seguir hablando, ya que Sonia apartó la pila de libros que tenía delante para decir algo incomprensible.
A Peggy le llevó unos segundos comprender que su amiga hablaba en japonés. Había necesitado una hora escasa para alcanzar un dominio total de esa lengua, tanto oral como escrito.
—Deprisa —ordenó Peggy—. Hay que encontrarle otra cosa, algo más complicado. ¿Dónde están las libros de electrónica?
Aunque intentaban ser discretos, su tejemaneje no pasaba desapercibido, así que la señorita Wainstrop pronto se acercó a ver qué era todo aquel trajín. Al reparar en el titulo de los libros que Peggy Sue llevaba apilados entre los brazos, preguntó:
—¿Qué hacéis con esos manuales? Sois demasiado jóvenes para entender nada de eso. ¿A qué estáis jugando? ¿Es una broma? ¿No será una apuesta estúpida?
—No… —farfulló Peggy—, es… ¡Es para un concurso! Estamos buscando respuestas correctas…
—Hum —contestó la bibliotecaria—. ¿Y no podría ayudaros?
—Gracias —se disculpó Peggy—, es muy amable, eso sería hacer trampas. Preferimos hacerlo solos.
—Bien, bien, como queráis —dijo marchándose la Señorita Wainstrop.
Aunque estaba claro que no se iba convencida.
Y así transcurrieron las primeras horas de la ta de, en una atmósfera de pánico clandestino. La presencia de la señorita Wainstrop les obligaba a sonreír y fingir buen humor, cuando en realidad Peggy Sue temblaba al ver cómo Sonia se derrumbaba y le salía sangre por los oídos. Nada lograba refrenar su voraz apetito de conocimiento. Tragaba lo que fuera: geología, las teorías matemáticas más complicadas, los manuales de anatomía que usaban los estudiantes de medicina (sólo necesitó treinta segundos para aprenderse de memoria los huesos del esqueleto humano y luego recitarlos a toda velocidad).
Todo le resultaba fácil… demasiado fácil.
Cada vez quería más y se quejaba de la lentitud de sus colegas.
—Tengo la sensación de ser el camarero de un restaurante —se quejó Dudley—. Es como si, en vez de libros, llevara platos de espagueti con carne.
Hacia las cinco Sonia sufrió un mareo y estuvo a punto de desmayarse. Estaba pálida, sudaba. Le temblaban las manos.
—¿Se va a morir? —preguntó Mike asustado—. ¿Ya está, le está explotando el cerebro?
—No —dijo Peggy Sue—. Creo que sé lo que le pasa. Tiene hipoglucemia. El cerebro funciona con azúcar y ha trabajado tanto que debe de estar a punto de quedarse sin combustible. Necesita dulces, refrescos, galletas. Todo lo que le proporcione azúcar.
Hubo que ponerse a buscar, desvalijar las máquinas dispensadoras del vestíbulo y disimular la comida bajo la ropa; pues estaba prohibido comer en la biblioteca. Sonia tenía una cara espantosa, estaba descolorida y con ojeras. Parecía que se estuviera muriendo de una hemorragia.
Es formidable —balbucía—. Comprendo las cosas… el Universo… empiezo a entender cómo funciona. No tenéis ni idea.
Hablaba a toda velocidad. Utilizaba sucesivamente el japonés, el griego clásico y el latín. Desvariaba, su pensamiento saltaba de un tema a otro. Había tomado notas mediante ideogramas chinos, pero los leía en voz alta traducidos al alemán.
«Parece que tiene cien años», pensó Peggy Sue estremeciéndose. «Tiene mirada de anciana».
En cuanto empezó a picotear en las bolsas de caramelos, Sonia Lewine se sintió mejor y volvió al trabajo con nuevos bríos.
Había decidido inventar una lengua y una escritura propias que facilitaría, afirmaba, un sistema de anotaciones más útil. Sus compañeros intercambiaban miradas de angustia. Se acercaba la hora de cerrar la biblioteca y la señorita Wainstrop iba a echarlos; ¿qué iba a pasar cuando se quedaran sin nada con que cebar al hambriento cerebro de Sonia?
«Hay que mantenerla ocupada», pensó Peggy. «Darle a resolver enigmas indescifrables. ¿El movimiento continuo, quizá? O pedirle que inventara algo imposible, el motor de agua, ¿qué transforme el plomo en oro…?».
Si, quizá fuera la solución. Durante un rato Peggy Sue desplegó mil y una argucias para llamar la atención de su amiga.
—Seguro que te has vuelto más inteligente que nosotros —dijo burlona—, pero ¿a que no eres capaz de inventar un motor de coche que funcione con agua del grifo? ¿Eh? Me apuesto lo que quieras a que no.
Su intención era que Sonia aceptara el reto. Y fue lo que pasó.
De pronto Sonia Lewine se puso a hacer cálculos y esquemas complicados. Al instante el timbre anunció que se cerraba la biblioteca. Había que marcharse. Sonia se dejó arrastrar por sus amigos. Estaba en otro plano, hablando para si y tomando notas. Cuando se le acabó el papel empezó a escribirse en los brazos y en la ropa.
Sus compañeros la llevaron a casa a toda prisa. Afortunadamente, su madre tenía guardia aquella noche en el hospital.
—¿Qué hacemos si su padre nos empieza a hacer preguntas? —preguntó Peggy Sue.
—Es viajante de comercio —respondió Mike—, está fuera quince días.
Tuvieron que ayudarla a subir la escalera. Sonia parecía agotada. Una vez tumbada en la cama, cerró los ojos y se quedó dormida.
—Ahora se irá parando —aventuró Dudley—. La otra vez le duró hasta la puesta de sol.
Peggy Sue puso un gesto de duda.
—Depende de la cantidad de radiación que haya recibido —observó—. Creo que ha estado dos horas bajo un sol cada vez más potente, ese es el problema. Es como una pila eléctrica que se enchufa a la red y se recarga después de usada.
Estaban sentados en la moqueta, alrededor de la cama. Ellos también se sentían muy cansados. Sonia dormía, pero su mano, con los dedos crispados sobre un rotulador, seguía escribiendo en las sábanas, cubriendo la tela de ecuaciones incomprensibles.
—Aunque parezca mentira —se lamentó Dudley—, al final va a dar con el secreto del motor de agua.
Peggy Sue no respondió. Estaba horrorizada del estado de Sonia Lewine. Su amiga debía de haber perdido diez kilos a lo largo de la tarde. La prodigiosa actividad cerebral de la que era víctima se había nutrido de su cuerpo, tomando el combustible que necesitaba de donde podía.
—Su organismo está al borde del agotamiento, pero su cerebro no disminuye la actividad —dijo resoplando—. Sigue calculando mientras duerme. Es como si estuviera sonámbula.
—¡Una sonámbula que aprobaría los exámenes de ingeniería nuclear! —rio burlonamente Mike para ocultar su miedo.
Al rotulador se le había agotado la tinta, pero Sonia continuaba escribiendo en la sábana sin darse cuenta de que sus trazos se quedaban en nada. Por fin, alrededor de la medianoche, dejó de mover la mano. Los tres amigos intercambiaron una mirada. Peggy Sue Se inclinó Sobre Sonia para comprobar que seguía respirando.
—Está dormida —dijo con poca firmeza en la voz—. Ya está, a su cerebro se le ha agotado la reserva de energía.
—¡Por fin! —dijo Dudley resoplando—. Menos mal que has tenido la ocurrencia de lo del motor de agua, si no creo que estaría muerta.
«Es muy posible», pensó Peggy mientras se ponía de pie.
Bajaron los tres la escalera en silencio.
—Nuestros padres estarán buscándonos por todas partes —dijo Mike sobresaltándose—. Había perdido completamente la noción del tiempo. ¡Menuda charla me espera!
Se separaron, sabiendo que no tenían ninguna coartada verosímil para explicar su retraso.