Peggy Sue lo notó al salir de la caravana. Algo anormal brillaba entre las nubes, como el destello de un espejo fijo en el cielo.

—Va a hacer bueno —exclamaba la gente del campamento—. Es raro que el sol brille de esta manera tan temprano. Pero no era el sol lo que centelleaba así…

«Parece como si flotara una esfera sobre nuestras cabezas», pensó Peggy Sue. «Como si una bola de luz se hubiera interpuesto entre el verdadero sol y nosotros».

Se puso las gafas oscuras de Sonia Lewine para observar mejor el fenómeno. Le pareció notar unas extrañas turbulencias, como si una forma burbujeante y lechosa intentara abrir un agujero entre las nubes.

«Parece un torbellino», se dijo. «Una espiral de luz. Tengo la impresión de que si la miro más de cinco segundos terminará por hipnotizarme».

—¿Sigues esperando a tu amor? —bromeó Sonia—. ¿Crees que va a tirarse en paracaídas al patio del colegio? ¡Sería superromántico!

—¿No te parece que hay demasiada luz? —le preguntó Peggy, preocupada—. Es como la de un proyector. Mira nuestras sombras, parecen pintadas en el suelo.

—Es verdad —admitió Sonia—. Va a hacer un calor tremendo.

Luego dirigió su atención hacia los chicos que llegaban. Como era habitual, se puso a dilucidar cuál era el «más guay». Era su deporte favorito, se podía pasar horas enteras comparando virtudes y defectos de cada uno de sus colegas.

Peggy Sue observó distraída a cada uno de los profesores. Le inquietaba aquel sol clandestino. No le gustaba su color; le recordaba demasiado al de los invisibles. ¿Qué estaba ocurriendo?

Hacía mucho calor en las clases. Hasta Seth Brunch, a pesar de lo delgado que era, no dejaba de secarse el sudor con un enorme pañuelo. Los alumnos daban cabezadas. Dudley Martin y Steve Petersky se quedaron dormidos sobre el pupitre. A las diez el jefe de estudios habló por los altavoces. Advirtió a los alumnos del peligro de insolación ante aquella inesperada canícula. En las calles de la ciudad, el adjunto del sheriff, megáfono en mano, daba vueltas con el coche advirtiendo a los ancianos que permanecieran a la sombra.

—¡Protéjanse la cabeza! —repetía—. ¡No salgan sin sombrero o sombrilla!

Para entonces, Peggy Sue ya apenas podía mirar hacia aquel sol clandestino que brillaba entre las nubes. Su luz azulada había adoptado un tono completamente irreal.

«No está tan alto como debiera», pensó. «No es un astro normal. Está flotando casi a la altura de un helicóptero. Su reflejo no debe extenderse más allá de los límites de Point Bluff. Es un sol en miniatura, sólo brilla para nosotros… ¿Pero con qué fin?».

Irritado por la indolencia[2] de sus alumnos, Seth Brunch decidió castigarles con una tanda de ejercicios para el día siguiente.

—En química —declaró— está probado que el calor acelera los cambios y, por tanto, activa los procesos. ¡A ver si este bochorno estimula vuestra actividad cerebral!

Subrayó el comentario con su eterna risa burlona, metió sus cosas en la mochila y se marchó.

Al terminar las clases, Peggy, Mike, Sonia y Dudley se quedaron inmóviles en el vestíbulo, dudando si salir de aquella zona en sombra que les protegía del sol. Fuera la luz recortaba los contornos con una precisión asombrosa. El menor objeto metálico destellaba como si lo hubieran bruñido para un desfile militar. Los coches parecían a punto de licuarse. Las calles estaban desiertas. Los escasos adultos que las transitaban llevaban sombreros de vaquero o sombrillas.

—¿Vamos al río? —propuso Dudley—. Allí por lo menos hará fresco.

El jefe de estudios se abalanzó sobre los cuatro amigos para ordenarles que se cubrieran la cabeza. Ayudado por los encargados de la seguridad, repartía gorras de béisbol que habían llegado en una remesa.

—¡Poneos esto! —ordenaba—. Si no, el sol os cocerá el cerebro al vapor.

—El señor Brunch nos diría que no hay peligro… ¡Tenemos la cabeza hueca! —replicó Sonia Lewine.

Y saltó fuera, a plena luz del sol. Peggy Sue tomó la gorra que le tendía el vigilante y se la puso. Los otros la imitaron.

—¡Mira que estáis feos con eso! —dijo Sonia burlona cuando los otros llegaron a su altura.

Por más que insistieron ella se negó a ponerse nada encima de su melena pelirroja. Hacía un calor espantoso. Un calor hostil que parecía querer asarlos vivos. A Peggy no le hubiera sorprendido demasiado que la melena de su amiga empezara a arder. Se remangó la chaqueta y sintió olor a chamusquina.

Un perro atravesó corriendo la calle, como temiendo que se le prendiera el pelo.

Llegaron a la orilla del río y se mojaron con el agua helada. Luego los chicos se ampararon a la sombra de las rocas. Peggy Sue fue a reunirse con ellos; Sonia se obstinó en permanecer a pleno sol. Había sacado de la mochila un frasco de leche solar y se estaba untando en los brazos y en los hombros.

—Sois unos miedicas —bromeó—. ¡Me voy a tostar como una estrella de Hollywood y os moriréis de envidia cuando veáis lo guapa que estoy!

—No es por eso —gruñó Dudley—, es que como no hagamos los ejercicios de matemáticas, mañana por la mañana Brunch nos mata.

Mientras Sonia vagueaba al sol, Peggy y los chicos se enfrascaron en los problemas de matemáticas, pero no lograron resolver ninguno. Después de dos horas perdiendo el tiempo lo dejaron desalentados. Fue entonces cuando Sonia, de quien se habían olvidado, se despertó de la siesta. Tenía una extraña expresión, como si tuviera fiebre. Tenía las pupilas anormalmente dilatadas.

—¿Estás bien? —le preguntó Peggy, preocupada.

—Sí —respondió su amiga—. Me he dormido, no pasa nada.

—Tú durmiendo como un angelito mientras nosotros estudiábamos —gruñó Dudley.

Sonia se alzó de hombros, como si no fuera con ella. Tenía una expresión lejana… como si en el corto espacio de una siesta hubiera envejecido de pronto.

«Tiene el aspecto de un adulto», se dijo Peggy Sue «Sí, es eso. Tiene la misma mirada que el profesor de matemáticas».

—Me voy —decidió de repente Sonia—. Aquí me aburro.

Peggy Sue frunció las cejas. Algo no iba bien. Sonia Lewine había cambiado. El hecho de haberse quedado dormida al sol le había transformado la personalidad. Peggy estuvo a punto de advertir a sus amigos, pero cambió de opinión.

Decidieron regresar. Se palpaba bronca en el ambiente. Al caer la tarde el calor había amainado y casi hacía frío. Pero Peggy Sue miró al cielo y vio que la bola opalescente seguía flotando sobre la ciudad, aunque ya no emanaba luz de ella.

«Necesita del sol para brillar», pensó. «Es una lupa que deforma los rayos solares y los transforma en algo malo».

Sonia fue a mojarse la cabeza en el agua y se sentó a peinarse.

—¿Y qué…? —le preguntó Peggy Sue ansiosa—. ¿Cómo vas?

—No lo sé —refunfuñó su amiga. Me duele la cabeza y tengo ganas de vomitar. Venga, vámonos.

Ya en la calle principal, pasaron por delante de Cindy’s Coffee. Estaba lleno, pues la gente, con jarras de cerveza o refrescos en la mano, se había refugiado allí huyendo del bochorno.

Seth Brunch había aprovechado la ocasión para ofrecer uno de sus famosos espectáculos en los que jugaba al ajedrez con los ojos cerrados contra la gente de Point Bluff. Se acercaron al escaparate para mirar. Ninguno sabía jugar a aquel juego que a todos les parecía terriblemente árido.

—Vamos a largarnos —dijo Dudley—. Como nos vea, otra vez se va a burlar de nosotros.

—Peggy Sue inició un movimiento para seguirle, pero Sonia no se movió. Con el ceño fruncido, observaba las idas y venidas de los peones por las casillas de los distintos tableros.

—¿Qué haces? —dijo Mike impaciente.

—Aprendo a jugar —respondió la chica—. Es fácil… ¡Bah, qué mal juegan…! Donovan pierde en cuanto haga tres movimientos… Míralo, no ha visto la trampa de Brunch.

—¡Venga! —protestó Dudley—. ¿De qué te las das? ¡Si pierdes siempre a los barcos! No has podido aprender a jugar al ajedrez en menos de un minuto sólo mirando jugar a la gente por el cristal.

«¡Pues qué bien!», pensó Peggy Sue, alarmada. «¿Y si decía la verdad?».

Sin hacer caso de sus colegas, Sonia entró en el café. Se sentó a una mesa y pidió un tablero, lo que provocó la risa de los adultos, pues la pequeña Lewine no era famosa en Point Bluff por su agudeza mental.

Mike agarró a Peggy por el brazo.

—¿Crees que va a…? —balbució.

—Sí —dijo Peggy en un tono lleno de inquietud—. Creo que va a ganarles, a todos.

—Venga —protestó Dudley—, ¡no es posible! Pero la velada transcurrió como había predicho Peggy Sue.

Seth Brunch, que se paseaba entre las mesas con los ojos vendados, en seguida dio jaque a todos los jugadores. Aunque dejó de sonreír al enfrentarse con Sonia, la única contrincante aún en liza. Ella se burlaba del profesor, descubría todas sus estrategias, lo acorralaba. Cada vez que anunciaba en voz alta un movimiento, Brunch apretaba la mandíbula.

—Todavía no se ha dado cuenta de que juega contra Sonia —señaló Dudley—. ¿Habéis oído? Enmascara la voz para anunciar sus movimientos.

El profesor de matemáticas comenzó a sudar. Las gotas le caían por la frente manchando la ridícula venda que se obstinaba en llevar sobre los ojos.

Todos los adultos contenían la respiración. El cronista del periódico local no paraba de tomar notas. Iba de uno a otra intentando averiguar quién era esta jugadora genial de la que nunca había oído hablar.

—No es nadie —le susurró al oído uno de los camareros—. Sólo es una chavala del colegio. Una cabeza de chorlito sin seso. No comprendo cómo se las apaña para hacer trampas.

—Pero si eso es lo mejor del asunto —dijo sin aliento el periodista—. ¡No hace trampas!

Al poco rato dio jaque mate al profesor. Humillado, malo de rabia, se arrancó la venda y miró a su adversaria como si de pronto hubiera descubierto a un monstruo lleno de pústulas al otro lado del tablero.

—Sonia… —acertó a decir—. ¡Sonia Lewine!

Y sonó en sus labios como el peor de los insultos.

Se tambaleó, pálido. Vacilante llegó hasta la puerta y desapareció en la noche. En cuanto desapareció, la gente se abalanzó sobre la ganadora y la abrumó con preguntas técnicas. Sonia les respondía con aire de suficiencia. Y anunció que daría una conferencia de prensa el lunes por la mañana, en el mismo lugar, cuando abriera el café. A duras penas consiguió marcharse. Peggy Sue y Dudley tuvieron que intervenir para arrancarla de sus admiradores.

—¿Cómo lo has hecho? —no paraba de preguntar Mike—. ¿Sabías jugar?

Sonia no respondió. Parecía no ver nada. Avanzaba como una sonámbula.

—Sé lo que te ha pasado —murmuró Peggy Sue agarrando a su amiga por la muñeca—. Es el sol… Eres la única que no llevabas gorra. Has estado dos horas con la cabeza al sol. No entiendo por qué, pero los rayos te han penetrado el cráneo y han acelerado el funcionamiento de tu cerebro. Has tenido una especie de insolación que ha desarrollado momentáneamente tu inteligencia.

Peggy Sue se mordió la lengua. Lamentaba haber hablado. Estaba tan acostumbrada a vivir hechos extraordinarios que acababa por considerarlos hechos perfectamente normales.

«¡Qué idiota!», pensó al borde de las lágrimas, «lo he fastidiado todo. Ahora me van a tomar por una chiflada y no querrán dirigirme la palabra. ¡Y, sin embargo, estoy segura de que tengo razón!».

En efecto, sus colegas la miraban con curiosidad. Aunque no parecían hostiles.

—Es raro lo que dices —le susurró Dudley—. Pero yo estaba haciendo la misma reflexión.

A Peggy le pareció más encantador que nunca y tuvo que controlarse para no saltar a su cuello.

—Es verdad —insistió Mike—. Es extraño este sol.

No tiene una luz normal. ¿Lo veis? Todo parece azul… Parece que estamos en la nieve o en un glaciar.

A pesar de que la noche era templada, un escalofrío les recorrió la piel. Peggy Sue miró a su alrededor. La ciudad, sin sus habituales curiosos, tenía algo de ciudad fantasma. Los animales —perros y gatos—, tumbados bajo los coches y las carretas, parecían esperar la llegada de un ciclón que arrancara una por una todas las casas.

—¿Y si Peggy tuviera razón? —dijo Sonia Lewine—. ¿Y si fuera el sol lo que me ha vuelto inteligente? ¡Pues que bien! Todo el mundo cree que soy medio boba, yo la primera. Si me hubiera encontrado en mi estado normal nunca habría sido capaz de ganar a Seth Brunch al ajedrez. ¡Si no soy capaz ni de aprenderme las reglas del Monopoly!

Instintivamente levantaron la cabeza para observar el astro cuyo resplandor llenaba el cielo de un latido casi vivo.

—No es el sol de verdad —murmuró Peggy Sue—. Es algo que flota sobre la ciudad. Una especie de meteorito… o que sé yo.

—¡Entonces quiero aprovecharlo! —exclamó Sonia incorporándose—. Es mi única oportunidad de convertirme en un genio. Seth Brunch ya se ha burlado bastante de mí, ¡lo voy a machacar! Voy a hacerme más inteligente que él.

—¡No! —le suplicó Peggy Sue—. Acuérdate de cómo te dolía la cabeza hace un rato.

—Es por la falta de costumbre —soltó Sonia—. El cerebro es como un músculo, cuando empiezas a ejercitarlo le salen agujetas.

Y se puso a bailar alborotándose el pelo.

—Tiene que darme el sol en todo el cuero cabelludo —dijo—. Mañana me pondré otra vez y, al cabo de dos horas, ¡seré capaz de construir un ordenador con los ojos cerrados!

La gracia no divirtió a nadie.

—Estás loca —susurró Mike—. Te vas a morir de insolación.

—Tiene que ser peligroso ese rollo —dijo Dudley atropelladamente—. Debe de ser como si te doparas, ¿a que sí? A mí me parece que no puede salir nada bueno de todo eso.

—De todas maneras —suspiró Mike—, si hablamos de ello nadie nos va a creer.

Peggy Sue contuvo una sonrisa de tristeza. Ella lo sabía muy bien.

Sin decir una palabra, acompañaron a Sonia hasta su casa y luego se separaron. Cuando Peggy intentó telefonear a su amiga desde la cabina del campamento de caravanas, la madre le respondió que «Sonia tenía jaqueca y no quería hablar con nadie».

Nada más amanecer los periodistas de la emisora de radio local se plantaron bajo las ventanas de Sonia Lewine dispuestos a hacerle una entrevista. Pero quedaron decepcionados. La estrella de Point Bluff, la adolescente que había derrotado sin miramientos al gran Seth Brunch, parecía no entender sus preguntas. Le habían bastado tres aspirinas y toda la noche durmiendo para que su sabiduría en ajedrez desapareciera como por arte de magia. Se marcharon, molestos, creyendo que era un capricho. Peggy Sue encontró a Sonia ahogada en lágrimas, sentada al pie de su cama, con la cara descompuesta.

—Yo… yo me he vuelto otra vez idiota —dijo entre sollozos acurrucándose contra Peggy—. Esta mañana, cuando me he despertado… No sabía nada. Cada vez que me recuerdo ayer por la tarde, en el café, delante del tablero… sería incapaz de explicarte lo que he hecho. Es como si te dieran el poder de hablar chino durante toda una velada y olvidaras hasta la última palabra al irte a dormir.

Sonia gemía agarrada a los hombros de Peggy como una lapa.

—Voy a hacer el ridículo —lloraba—. Todo el mundo va a pensar que soy más inteligente de lo que soy en realidad. Es horrible. Nunca me he sentido tan imbécil.

Cuando bajaron a la cocina encontraron a la señora Lewine molesta. Las vecinas le habían contado la hazaña de su hija en el torneo de ajedrez y a ella le había costado trabajo creerlas. Al descubrir poco después los coches de la prensa delante de su casa, le entró un ataque de pánico que ahora se le había transformado en cólera.

—No se lo que andáis tramando, chicas —gruñó—, pero no me gusta nada. Si habéis ideado una broma para ridiculizar a vuestro profesor, lo vais a pasar mal, os aconsejo que vayáis a disculparos cuanto antes. Ya sé que no os hace mucha gracia, pero no vayamos a confundir la gimnasia con la magnesia.

Sonia salió de casa gimiendo.

—¡Si pudiera, me echaría un saco por la cabeza!

Más tarde, cuando se reunieron con Dudley y Mike, Sonia les confesó que estaba deprimida.

—Antes —dijo—, no me molestaba parecer idiota, pero ahora es diferente. He probado cómo es ser inteligente y sé que efecto te hace. Quiero más.

—¿Pero tú te oyes? —dijo Dudley con hipo—, hablas como una drogadicta. Me asustas.

—Tú no puedes entenderlo —dijo Sonia bajando la voz y alzándose de hombros con desprecio—. Lo necesito… Necesito más. No me puedo quedar así.

—¿Cómo «así»? —le soltó Mike.

—¡Tan inútil como tú! —le gritó Sonia¡Hale! ¿Es lo que querías saber?

Se pusieron todos a gritar y Peggy Sue tuvo que intervenir. Los chicos la empujaron y estuvo a punto de perder las gafas.

—¡Vale ya! —gritó—. En lugar de discutir, vamos a tratar de pensar.

Instintivamente levantaron la cabeza al cielo. Estaba nublado. La calima ocultaba la esfera luminosa suspendida sobre Point Bluff e interceptaba sus rayos.

«Al menos estamos protegidos», pensó Peggy Sue. «De momento…».

—No hace falta pensarlo —se obstinó Dudley—. Es superpeligroso. ¡Eso seguro!

—Que no —repuso Sonia—. Estoy segura de que es cuestión de acostumbrarse, con el tiempo las jaquecas desaparecerán. ¿No comprendes que es una oportunidad que se nos ofrece y que debemos aprovecharla? Esta inteligencia artificial que nos cae del cielo es como un tesoro, hay que tomarlo.

—¿Cómo…? —dijo Mike pateando el suelo—, ¿y por qué?

—¡Porque somos unos pobres estúpidos, tú y yo! —gritó Sonia a punto de llorar—. Si nos atiborramos de inteligencia a primera hora de la mañana, podremos cambiar nuestra vida a lo largo del día.

Peggy Sue frunció el ceño. Empezaba a adivinar dónde quería llegar su amiga.

—¿Quieres decir —preguntó— que crees poder aprovechar la ciencia que te transmite el sol para hacerte rica antes de la noche… antes de que el sueño te mande otra vez a la casilla de salida?

—Sí —murmuró Sonia—. Si nos exponemos al sol por la mañana temprano, a las diez ya seremos muy inteligentes y genios absolutos a mediodía. Todavía nos quedan varias horas para inventar lo que sea… no sé, una máquina increíble, un megaordenador. Luego patentamos el invento y nos hacemos superricos vendiéndolo a una gran empresa.

—Genial, rico y de nuevo estúpido en el mismo día —se burló Dudley—. ¡Menudo plan!

Peggy Sue meneó la cabeza. Veía cada vez con mayor claridad el peligro. Sonia había probado algo que la superaba, había conocido el vértigo de las alturas y ya no podía pasarse sin él.

—Todo esto es de locos —interrumpió Mike—. Más vale hacer como si nunca hubiera pasado.

—¡Habla por ti, don nadie! —le soltó Sonia volviéndole la espalda.