Abandonaron el campamento en cuanto cumplieron con las últimas formalidades.
La señora Fairway se puso al volante, mientras las dos hermanas ocuparon el asiento trasero. Peggy echó un vistazo a Julia. La bofetada le había dejado una marca roja en la mejilla.
«No me lo perdonará nunca», pensó. «Además, si nos vamos va a perder el trabajo en el fast-food».
El silencio pesaba como una losa en el interior del vehículo. Peggy sintió que al reproche de su hermana se sumaba una buena dosis de miedo. «Me estoy convirtiendo en su enemiga», se dijo así misma con el corazón lleno de angustia. «Ellas no entienden por qué me comporto así».
Durante el trayecto Peggy Sue se quedó dormida. Como le ocurría a menudo, soñó con la primera vez que se encontró al hada…
Acababa de cumplir seis años y su madre la había llevado a una óptica para probarse sus primeras gafas. De repente, una mujer de cabellos rojos entró sonriendo. Era realmente hermosa, con gestos de una rara elegancia. Miró a Peggy, le guiñó un ojo y con el dedo índice esbozó una especie de signo cabalístico. Hubo en el aire un crepitar azulado. Luego, como si se hubieran convertido en piedra, todos los presentes en el establecimiento se quedaron inmóviles. Sus párpados se cerraron y se quedaron dormidos de pie, con las manos detenidas en mitad de un gesto.
—Escucha —dijo la dama de cabellos rojos sentándose frente a Peggy Sue—. No tenemos mucho tiempo, pues vengo desde el otro extremo del universo y no puedo mantener por mucho tiempo la forma que he tomado para mostrarme ante ti. Me llamo Azéna. Sé que ves fantasmas, quienes tratan de proteger el Universo te han elegido para esta misión. No va a ser fácil, pero es importante que alguien se enfrente a los Invisibles. Tú tienes ese poder. De momento no es muy grande, pero a medida que crezcas se irá haciendo mayor. Tú se lo transmitirás a tus hijos, y así sucesivamente. Un día seréis tan numerosos y fuertes como para oponeros a las maquinaciones de los espectros. Sí, un día… pero mientras tanto estarás completamente sola por bastante tiempo y tendrás que resistirlo. Los Invisibles te van a odiar, incluso tratarán de matarte… aunque no lo lograrán, pues te hemos protegido con un hechizo. Un hechizo poderoso. ¡Pero, cuidado! No significa que seas inmortal. Los fantasmas son terriblemente malignos e intentarán empujarte al suicidio o prepararán accidentes para hacerte desaparecer. Cuando digo que no pueden matarte quiero decir que no pueden estrangularte con sus propias manos o empujarte al vacío desde lo alto de un acantilado. Sin embargo, les queda la posibilidad de convencer a alguien para que lo haga en su lugar o de provocar el derrumbe del acantilado bajo tus pies. ¿Has comprendido? La diferencia es sutil, pero tu supervivencia depende de ella. Además, tampoco pueden forzarte a cometer actos graves: matar a alguien, por ejemplo.
¡Era complicado! Peggy Sue sacudió la cabeza. Su madre seguía durmiendo a su lado.
—Sé que note hacemos un buen regalo —suspiró de nuevo la dama de los cabellos rojos—. Era preciso elegir a un niño y el azar te ha señalado a ti. Tus ojos tienen el poder de herir a los Invisibles. Un poder que irá creciendo con el tiempo… si no te quedas ciega de aquí a entonces. Pues los fantasmas lo saben y pondrán su empeño en que pierdas la vista. Mientras te haces mayor, no malgastes el poder de tu mirada, aprende a servirte de él ahorrando esfuerzos. Sé paciente.
—¿Por qué son tan malvados los Invisibles? —preguntó Peggy.
—Porque lo llevan en su naturaleza —respondió con tristeza Azéna—. Cuando consigamos que haya mucha gente como tú, ya no les será tan fácil divertirse a costa de los demás. Tú eres la primera, tendrás que ser valiente. No siempre es divertido ser una heroína. Nos volveremos a ver cada vez que tengas que cambiar de gafas, en establecimientos como este.
Sacó del bolsillo un par de gafas y las sustituyó por las que había preparado el óptico para Peggy Sue.
—No son unas gafas corrientes —explicó—. Se puede decir que tienen vida y serán un fiel aliado en la lucha que vas a entablar. Los cristales son en realidad vidrios extraterrestres y su función es amplificar tu poder visual. Cuando los cristales mueran vendré a traerte unos nuevos.
La mujer de los cabellos rojos se puso de pie, revolvió con ternura el pelo de Peggy Sue y luego chasqueó los dedos. Al instante todo volvió a la vida; los clientes de la óptica abrieron los ojos. No se habían dado cuenta de nada.
De modo que, cada vez que Peggy Sue tuvo que cambiar los cristales correctores, Azéna apareció para sustituir al óptico. Sucedía siempre del mismo modo: con un chasquido de dedos paralizaba el mundo y luego examinaba los ojos a Peggy antes de ponerle unos cristales mágicos nuevos.
En su último encuentro a Peggy le sorprendió el aspecto cansado de Azéna. Le preguntó si se encontraba bien.
—Estos viajes a través del espacio me agotan —confesó bajando la mirada—. En realidad, me consumen y me acortan la vida varios años. Tienes que irte haciendo a la idea de que no estaré aquí siempre para protegerte.
La familia Fairway viajó durante todo el día a través de llanuras desiertas que se extendían hasta el horizonte. Julia lloriqueaba resoplando, la madre no abría la boca y Peggy Sue intentaba acordarse de las últimas palabras del Invisible, esa curiosa advertencia que le había soltado antes de desaparecer.
¿Algo relacionado con el sol? No, con una loción protectora… una protección total o algo por el estilo.
No tenía sentido.
Pasaron la noche durmiendo en la caravana, orillados en la cuneta. Lo mismo hicieron al día siguiente, y también al otro. Peggy comprendió que su madre quería alejarse lo más posible de Chatauga para escapar de las habladurías. El ambiente era insufrible, pues nadie hablaba de ello.
En cuanto a los Invisibles… se habían hecho ¡invisibles! No habían vuelto a ver uno desde que habían salido del campamento de caravanas.
«Es verdad que no es común encontrarlos en las regiones desérticas», se dijo. «Allí donde no hay seres humanos no hay perspectivas de gastar bromas».
Por fin llegaron a Point Bluff, un pequeño pueblo de casas adornadas con flores. Había una viejo surtidor de gasolina y un Indio de madera pintarrajeada delante de la tienda. Hacía calor, el viento arrastraba un polvo amarillo que arañaba la piel. En ese preciso momento reventó la rueda delantera derecha. La señora Fairway se agachó a echar un vistazo y murmuró entre dientes:
—Qué extraño, parece como si el mordisco de un animal hubiera atravesado la goma hasta la cámara de aire. Se ven huellas de colmillos.
Peggy Sue miró a su alrededor. Podía adivinar lo que acababa de pasar: un Invisible había salido de debajo de la tierra justo delante del vehículo y había reventado el neumático de una dentellada.
«Quieren que nos detengamos aquí», concluyó la muchacha. «Así que este es el pueblo donde los fantasmas van a llevar a cabo su próxima representación».
No estaba segura del todo, pero sospechaba que los Invisibles tramaban un gran golpe para antes del invierno.
—Qué le vamos a hacer —masculló la señora Fairway—. Nos quedaremos aquí. Este sitio parece agradable. Voy a llamar a vuestro padre para comunicarle que nos instalaremos aquí.
—Es muy pequeño —refunfuñó Julia—. ¡Nunca podré montar una gran empresa en este poblacho!
No tuvieron problemas para encontrar otro campamento de caravanas. Julia consiguió trabajo en el fast-food junto al cine al aire libre. La madre acompañó a Peggy Sue al colegio del pueblo y estuvo hablando con el director para que la admitieran, pero este se mostraba reticente. El expediente escolar de la muchacha le asustaba y la llamada telefónica que había recibido del instituto de Chatauga no le aportaba ninguna tranquilidad.
—Point Bluff es un lugar tranquilo —repetía con la mirada esquiva—. No tenemos drogadictos ni gamberros. Nuestros alumnos son buenos chicos.
La señora Fairway tuvo que suplicarle. Al final aceptó reservándose el derecho de expulsar a Peggy al primer incidente, sin previo aviso.
Al día siguiente la muchacha estaba sentada en clase entre sus nuevos compañeros. La ausencia de los Invisibles la desconcertaba. ¿Qué estarían preparando? No dejaba de mirar a su alrededor por ver si los localizaba, pero en vano.
—¿Buscas a alguien? —le preguntó Sonia Lewine, una chica pelirroja con la cara cubierta de pecas, que había notado su tejemaneje.
—No… no —farfulló Peggy.
—Venga —dijo Sonia bajando el tono—. Confiesa. Tu madre te ha traído aquí para separarte del chico que te gusta, ¿a que sí? Y crees que intentará seguirte la pista.
A Sonia le encantaban las intrigas amorosas. Estaba dispuesta a ayudar a cualquiera que hubiera caído presa de una pasión contrariada.
—Es mayor que tú, ¿a que sí? —insistió—. ¡Ah, entiendo! A una chica de aquí, Monica Greyhold, le pasó lo mismo. A sus padres no les gustaba su novio, así que la mandaron a un internado a mil kilómetros de Point Bluff. Lo pasó tan mal que perdió seis kilos… y tuvo que darme toda su ropa cuando vino por Navidad.
Al cabo de dos semanas Peggy se dio cuenta de que Sonia le gustaba. Hacía años que nadie le había dedicado el menor gesto de amistad. Aquí, en Point Bluff, nadie la veía como a una loca peligrosa, una chica insociable. La ausencia de los invisibles le permitía relajarse y comportarse con normalidad, sin sobresaltos a cada momento.
No sabía cuánto tiempo duraría aquello, pero resultaba agradable, y se sorprendía riéndose con las bromas idiotas de los chicos, como todas las chicas de su edad. Mike, Stanley, Hopkins, Dudley… todos intentaban llamar su atención. Dudley era majísimo, con el punto justo de timidez que dejaba adivinar, bajo la apariencia de chico duro, a un chico amable. Todo su afán era intentar hacer reír a Peggy contando chistes sin parar (¡a menudo bastante sosos!). Le parecía tan tierno que la muchacha fingía partirse de risa de la manera más convincente que sabía.
En Point Bluff consideraban a Peggy una gran viajera, pues ningún chico del pueblo había subido al autobús para salir de ella. No dejaban de preguntarle «¿cómo es en otros lugares?». Ella tenía que contenerse para no responder:
—En otros lugares es horrible… porque están los Invisibles.
—Este —refunfuñaba Sonia Lewine— es el lugar más aburrido del mundo. No hay nada que hacer, nunca pasa nada.
—¡Y nunca pasará nada! —gritaron los chicos a coro.
Peggy Sue sintió oprimírsele el corazón. Eran unos ingenuos… unos inocentes. Hubiera deseado compartir su desenfado, no conocer otros problemas que las naderías que les inquietaban: ¿invitaría fulanito al cine a fulanita? ¿Era verdad que X había besado a Y la noche del último baile?
—Se te nota en los ojos que eres desgraciada —cuchicheaba Sonia Lewine—. ¿Estás pensando en tu amor? Si piensas fijamente en él, acabará por encontrarte, te lo aseguro, es mágico. El amor es como una emisión radiofónica. Sois como dos teléfonos portátiles funcionando en una frecuencia que nadie más puede captar.
Era encantadora, Peggy Sue no se atrevía a desengañarla. Después de todo, no estaba mal que le inventaran un novio, a ella, de quien los chicos habían salido corriendo siempre.
Sin embargo había una sombra en todo aquel panorama. El profesor de matemáticas, llamado Seth Brunch, se comportaba de un modo odioso. Era un hombre alto, calvo, terriblemente delgado, que machacaba a los alumnos con su desprecio.
—Recibió un premio en matemáticas cuando era Joven —explicó Sonia—. Aquello le trastornó el seso. Desde entonces se cree la persona más inteligente de la región.
No mentía, Seth Brunch se complacía humillando a sus alumnos, haciéndoles salir a la pizarra para resolver problemas incomprensibles. Mientras los pobrecillos sudaban, con los dedos aferrados a una tiza que no les servía para nada, él a intervalos medidos soltaba una risita burlona. Hasta que gritaba: «¡Se acabó!», y en tres segundos resolvía el ejercicio.
—Sois demasiado estúpidos —decía suspirando—. Es para llorar de desesperación. Estoy seguro de que tendría más éxito dando clase a los perros vagabundos de la ciudad o a las vacas que están rumiando en el prado. Una rata de laboratorio es más inteligente que vosotros. Han debido irradiaros por descuido cuando erais pequeños. Os falta un trozo de cerebro.
Entonces adoptaba una expresión de angustia antes de añadir:
—¡A ver si es que no sois del todo humanos!
Parecía regocijarse con estas bromas de mal gusto. A Peggy Sue le resultaba antipático, aunque se guardaba de hacer un juicio definitivo. No ignoraba que algunos profesores sentían un secreto terror ante los alumnos y disimulaban su miedo comportándose de aquel modo.
Una tarde, al salir del colegio, preguntó a sus nuevos amigos si no creían que Seth Brunch se pasaba.
Sonia Lewine se encogió de hombros.
—Bueno —se lamentó—, no tiene la culpa del todo, ya sabes. Es verdad que él es una lumbrera y que nosotros somos un poco cretinos. Es capaz de jugar diez partidas de ajedrez al mismo tiempo con los ojos cerrados y nosotros, por decirlo de alguna manera, no hemos inventado el hielo. Somos chavales de Point Bluff. Está claro que no es el país de la inteligencia, si no se sabría.
Peggy Sue no compartía su pesimismo.
Sin embargo la vida no le resultaba fácil. Ella sabía que era guapa (¡cuando se quitaba las dichosas gafas!), pero no le servía de gran cosa, porque los chicos la temían. Por regla general los chicos odiaban a las chicas complicadas, y ella desgraciadamente entraba en esta categoría. Además, tenía tantas preocupaciones que le resultaba difícil mostrarse tan alegre y divertida como sus compañeros de clase.
—¡Venga, tranqui! —le decían a menudo sus compañeros—. ¡No hay manera de verte tranqui! ¡Parece que estuvieras sentada sobre una bomba a punto de explotar!
¿Cómo iba a decirles que justo se trataba de eso?
Y luego estaba su familia. Su madre, Julia, que la miraban como a un bicho raro. Su padre siempre ausente, siempre cansado… A veces se sentía muy sola.
Sin embargo, no se desalentaba. Sabía que muy lejos, en algún rincón del universo, había gente que se acordaba de ella. Especialmente Azéna, el hada de cabellos rojos,
Un mediodía, después de clase, Peggy Sue, Sonia y los chicos fueron hasta el río y se pusieron en traje de baño.
—No nos podemos bañar porque hay remolinos peligrosos —dijo Sonia—, pero podemos tomar el sol; la arena es blanca y refleja mejor la luz solar. Aquí se te pone moreno hasta debajo de la barbilla. Ven, ponte mi crema solar.
Peggy sintió de pronto un nudo en el estómago. Las palabras «crema solar» le recordaron las que había pronunciado el Invisible para amenazarla justo antes de salir de Chatauga. Intentó disimular su malestar. ¿Se trataba en realidad de una simple coincidencia?
—Siempre tienes un aire misterioso —murmuró Sonia mientras extendía la toalla—. Se nota a la legua que eres de esas chicas con mucha experiencia. ¿Algún día me contarás tus secretos?
«Más vale que no», pensó con tristeza Peggy, «si no, dejaras de reírte… y para siempre».
Sonia se tumbó, abrió el libro de matemáticas y se lo puso en la frente para protegerse del sol.
—Esto es lo que yo llamo no broncearse a lo loco.
Al instante Peggy creyó oír una risa burlona a sus espaldas. Se sobresaltó. Habría reconocido esa manera de reírse entre miles… Era la de un Invisible.
Al día siguiente en el colegio, el profesor de matemáticas, fiel a su costumbre, recorrió uno tras otro los pasillos que separaban los pupitres. Cada tres pasos se inclinaba sobre un alumno dándole un golpe con el nudillo del dedo índice en la cabeza.
—¡Toc-toc! —se burlaba—. ¿Hay algo aquí dentro? Parece que no, suena hueco.
Cuando le llegó el turno a Sonia Lewine se puso roja de vergüenza. Se veía claramente que luchaba por sujetar las lágrimas.
Durante el fin de semana, Seth Brunch pudo lucirse a lo grande en el salón de reuniones del ayuntamiento, donde había un torneo de ajedrez. Con los ojos vendados, jugaba «a ciegas» una partida contra quince adversarios a la vez. Llevaba las jugadas de cabeza. Ganó las quince partidas sin inmutarse.
—¡Qué cabeza! —murmuraban los asistentes.
Peggy Sue, que había acudido con su madre y su hermana, tuvo la sensación de que la gente se sentía avergonzada y orgullosa a un tiempo de tener entre ellos la presencia de Seth Brunch. Orgullosos porque la inteligencia del profesor daba brillo a los blasones de aquella comunidad, avergonzados porque todo el mundo se sentía estúpido a su lado. Por otra parte, Brunch no era un triunfador modesto. Se pavoneaba entre los tableros, con una mueca de desprecio en los labios, como si pensara: «Ha sido muy malo, sois pésimos jugando».
A la mañana siguiente el sol del miedo apareció en el cielo, en vertical sobre Point Bluff, justo sobre el ayuntamiento.
Comenzaba otra partida, esta vez les tocaba a los Invisibles mover peones en el tablero del terror.