El fantasma entró en clase cuando Flora Mitchell, la profesora de matemáticas, acababa de hacer una pregunta a la que sólo Peggy Sue era capaz de responder.
La chica hizo esfuerzos por no alterarse; hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a las incursiones de los «Invisibles» en su vida cotidiana y, sin embargo, encontrarse frente a frente con uno de ellos seguía siendo para ella una experiencia ex-tre-ma-da-men-te desagradable.
La criatura había pasado la cabeza a través de la puerta como si hubiera estado hecha con un material blando, fácil de romper. Era un personaje de corta estatura, blancuzco, que parecía esculpido en nata batida.
—Peggy Sue —soltó la profesora de matemáticas—, ¿ibas a decir algo?
Peggy Sue se disponía a responder cuando el fantasma saltó sobre sus rodillas… y le puso la mano en la boca, amordazándola. Intentó apartarle, pero ¡era imposible! Los Invisibles poseían una fuerza terrible contra la que de nada servia luchar. ¡Algo así como intentar levantar en brazos a un elefante! Peggy Sue sabía que debía de parecer idiota, con la boca abierta, muda… ¡y a punto de ahogarse, con la cara cada vez más amoratada!
—Si quisiera —rio burlona la criatura lechosa—, podría dejar la mano donde está hasta que te asfixiaras. Nadie comprendería lo que te sucede y caerías sobre el pupitre con la cara negra. Tendría gracia, ¿no?
Peggy Sue trató otra vez de apartarlo de ella, pero sus manos atravesaron el cuerpo del inmundo hombrecillo. Los humanos no podían hacer nada a los Invisibles, era un principio básico. En cambio, los Invisibles tenían absoluto poder sobre las personas. Podían petrificarlos, convertirlos en pasta para modelar. En realidad, para los Invisibles el mundo entero era pasta para modelar. Peggy Sue había visto cómo algunos aplastaban un coche a puñetazos, sin ninguna dificultad. Más tarde habían atribuido el estado del vehículo a un accidente de carretera.
Empezaba a sentir miedo. Aquel hombrecillo diabólico no aflojaba la presión y Peggy sentía cómo le latía la sangre en las sienes.
—¿Sabes que podría matarte? —volvió a reír socarrón el fantasma—. Aunque no lo voy a hacer… porque hoy estoy de buen humor y me siento ex-cep-cio-nal-men-te bondadoso.
Mentía. Al menos, en parte. Peggy Sue sabía que no podía morir a manos de los Invisibles. Un hechizo poderoso y secreto la protegía. Un hechizo que hacía consumirse de rabia a sus enemigos.
El rostro de aquella cosa no paraba de cambiar a cada una de sus respuestas.
Los Invisibles tenían la deplorable[1] manía de no mostrar una fisonomía fija. Crecían, menguaban, cambiaban de rostro, o imitaban la apariencia de un objeto o un animal cuando les venía en gana. El que estaba sentado en las rodillas de Peggy Sue se divertía adoptando sucesivamente el rostro de los diferentes presidentes de Estados Unidos, cuyos retratos adornaban las paredes de la clase. Era una sensación muy incómoda tener pegado a las narices a un George Washington o a un Abraham Lincoln de la estatura de un niño de cinco años.
—¡Peggy Sue! —intervino Flora Mitchell—. ¡Deja de hacer muecas! Estás congestionada, ¿seguro que te encuentras bien? ¿Quieres que te lleve a la enfermería?
En clase los chicos se burlaban. Nadie podía comprender lo que sucedía en realidad, puesto que sólo Peggy tenía el triste privilegio de ver a los Invisibles. Para el común de los mortales no sucedía nada de particular; se trataba de una clase semejante a las demás… ¡A no ser por el hecho de que a la majareta de Peggy Sue Fairway estaba a punto de darle uno de sus ataques!
Por fin la criatura quitó la mano de su cara y Peggy Sue pudo volver a respirar. La chica hipó como un bañista que hubiera estado demasiado tiempo bajo el agua. Sus compañeros la miraron despectivamente. La consideraban «extraña», «poco sociable». Su comportamiento desconcertaba tanto a la gente de su edad como a los adultos.
—¿Peggy? —repitió la señora Mitchell, que empezaba a impacientarse—. Cuando hayas terminado de dar la nota, sal a la pizarra y escribe la fórmula que te he pedido.
Peggy habría querido obedecer, pero la criatura sentada sobre sus rodillas la mantenía clavada en su sitio sin permitirle moverse. Los Invisibles eran así, lo mismo se hacían ligeros hasta pesar menos que una pluma que modificaban su densidad hasta pesar más que una roca.
—¡Estoy esperando! —le riñó la profesora.
El hombrecillo lechoso por fin consintió en levantarse. Su composición de goma elástica le hacía andar a saltos; parecía que tuviera muelles en los zapatos… claro que no tenía zapatos. Como todos ellos, no usaba ropa. Era Imposible determinar si se trataba de una chica o de un chico. Los Invisibles no tenían sexo. Si se mostraban ante Peggy Sue bajo una apariencia más o menos humana, era más por comodidad que por su condición.
Nadie les veía… salvo ella. Y le sucedía desde que era pequeña.
—¡A la pizarra! —bramó la señora Mitchell alargándole una tiza—. Rápido, ¿o crees que estamos a tu disposición?
La chica tomó la tiza. Tenía las manos sudorosas. Se sabía la fórmula, así que escribirla no le planteaba ningún problema. Pero se preguntaba qué otra iniciativa tomaría el diablo lechoso, escondido detrás de ella.
La había seguido hasta la pizarra contoneándose y estirando de manera grotesca algunas partes del cuerpo. El brazo derecho había adquirido cinco metros de longitud y ahora lo lanzaba sobre la cabeza de los alumnos hasta tirar del pelo a Linda Browning, sentada cerca de la puerta. ¡Ya estaba bien de bromitas estúpidas!
Peggy Sue ya había tenido bastante. Hubiera deseado que sonara el timbre anunciando el final de la clase para salir corriendo. Con los dedos crispados sobre la tiza se puso a escribir. Al instante, la mano del Invisible inmovilizó la suya, apretándosela hasta casi triturarla. Peggy comprendió lo que iba a pasar y se desesperó. La criatura la estaba obligando a poner letra a letra palabras que ella nunca se hubiera atrevido a escribir.
Hubo gritos de sorpresa en la clase. Horrorizada, Peggy Sue fue leyendo a medida que la tiza escribía en la pizarra:
¡Flora Mitchell esta locamente enamorada del director!
Las chicas se partían de risa, los chicos se desternillaban. En cuanto a la profesora, se había quedado lívida. Se lanzó a por el borrador y se apresuró a borrar aquella afirmación que llenaba la pizarra con letras enormes.
—¡Esto no quedará así! —amenazó jadeante y con un nudo de rabia en la garganta—. ¡Tendrás un consejo disciplinario! ¡Exigiré tu expulsión!
La mano del Invisible seguía apretando los dedos de Peggy Sue y la obligaba a garabatear palabras más ofensivas. Peggy sentía como las lagrimas le empañaban las gafas, las gruesas gafas de las que todas las chicas se burlaban.
—¡Ya está bien! —bramó la profesora—. ¿Pero te has vuelto loca?
La criatura rio burlona al oído de su víctima. Los Invisibles tenían una voz penetrante, como el zumbido de un insecto. Hablaban tan deprisa que sólo Peggy Sue podía descifrar sus palabras, mientras el resto de la gente hubiera pensado que era el zumzum irritante de un mosquito merodeando.
—¿Lo ves? —dijo el monstruo—. ¿Ves qué divertido? Si fuera realmente malvado te habría obligado a escribir cosas horribles que te llevarían a la cárcel. ¿Te imaginas lo que podríamos hacer en los muros de la ciudad con un buen rotulador? Todas las barbaridades que podrías garabatear sobre el alcalde, el sheriff… Me bastaría con no soltarte la mano.
«No, eso sí que no», iba a suplicar Peggy Sue. Pero se mordió la lengua a tiempo. Nadie hubiera comprendido a quién le estaba hablando.
Los gritos de la profesora atrajeron al jefe de estudios, que se abalanzó sobre Peggy. De pronto, el Invisible se alejó de su víctima, devolviéndole la libertad de movimientos.
Lo que siguió no se diferenciaba en nada de lo que Peggy Sue había vivido en otros centros. En todos los colegios donde sus padres la matriculaban llegaba precedida de informes desfavorables. Para los psicólogos escolares era un caso claro de adolescente perturbada que sufría alucinaciones. Los Invisibles se divertían con esta situación que ellos habían creado. Era una estrategia tan sencilla como eficaz; cuanto más obligaran a Peggy Sue a hacer el ridículo, menos riesgo habría de que nadie prestara atención a sus palabras.
Siendo más pequeña —alrededor de los seis años—, Peggy Sue había cometido el error de hablar de lo que veía a la gente de su entorno, lo que la llevó a la consulta del médico.
—No es grave —había mascullado aquel hombre—. Los niños solitarios pasan por una etapa en la que fantasean. Se inventan compañeros imaginarios. Dura poco tiempo.
Pero en Peggy Sue esta latosa manía se había hecho permanente y jamás, jamás de los jamases, había dejado de ver fantasmas.
—«Fantasma» es el nombre estúpido que nos dan los humanos —le había explicado una de las primeras criaturas que se le aparecieron—. En su gran ignorancia, tus semejantes nos toman por resucitados, muertos dispuestos a atormentarles. Otros ven en nosotros a extraterrestres, lo que no deja de ser otra completa idiotez. No somos ni lo uno ni lo otro.
—Entonces, ¿qué sois? ¿Cómo hay que llamaros? —preguntó Peggy Sue.
—«Invisibles» o «Transparentes», ambos términos nos complacen. «Fantasmas» nos horripila, es absolutamente vulgar.
El jefe de estudios condujo a Peggy Sue al despacho del psicólogo. No era la primera vez, ya había tenido que recorrer los pasillos del centro bajo la mirada burlona de los estudiantes apelotonados en las taquillas.
Se acurrucó en uno de los sillones forrados de plástico de la sala de espera. La criatura que causaba sus desgracias había desaparecido un momento antes, dejándola con un palmo de narices.
Peggy Sue se quitó las gafas para limpiarlas.
La causa de su miopía era un maleficio de los Transparentes.
—No queremos testigos cuando hacemos nuestras bromas —le había gritado uno de ellos—. No nos gusta que estés siempre ahí, espiando. Ya sé que nadie cree lo que dices, ¡pero resulta desagradable!
Y lanzó un rayo luminoso que dañó a Peggy Sue en las retinas. Desde aquel encuentro, la vista de la muchacha se había ido debilitando. Todos los años tenía que graduarse las gafas. Los chicos la apodaban «la Topo». A pesar de su amabilidad no tenía un solo amigo y nadie la invitaba nunca al baile de fin de curso. Lo cierto es que ningún chico se habría dejado ver en compañía de aquella chica extraña que se pasaba la vida escudriñando el paisaje como si pudiera ver en él sucesos invisibles para el común de los mortales.
Peggy se puso las gafas y se dirigió a la ventana. Más allá del jardín se extendía la ciudad de Chatauga, antiguo territorio indio donde aún subsistían algunos tótems casi devorados por las termitas. Allí fuera la gente creía llevar una existencia normal cuyas decisiones les correspondían solo a ellos.
Se equivocaban…
Los Invisibles estaban en todas partes. En ese mismo instante Peggy Sue les veía atravesar los muros de las casas, aparecer en la carretera entre la marea de coches, Estaban en el origen de las desgracias de los humanos. Peggy les sorprendía con frecuencia afanados en provocar un accidente. Se colocaban en un cruce, saltaban a un coche y se apoderaban del volante colocando sus manos sobre las del conductor. El automovilista perdía entonces el control del vehículo y chocaba contra un árbol o atropellaba a un peatón. Luego no paraba de balbucir:
—No lo entiendo… De pronto, el volante se ha puesto a girar solo.
Y nadie creía en su declaración. Excepto Peggy Sue.
Los Invisibles tenían absoluto poder sobre la materia. Podían hundir la mano en el pecho de una persona sin que esta se diera cuenta. Luego, con agarrarle el corazón y apretar, podían provocarle un ataque cardíaco.
«Son asesinos», se repetía Peggy. «Todos los días cometen miles de crímenes perfectos y nadie sospecha su existencia».
Nadie salvo ella. Y aquella responsabilidad cada día se le hacia más pesada de llevar.
Apoyó la frente contra el cristal. Se debatía entre la rabia y la desesperación. La rabia de ver el mundo en manos de aquellas criaturas malvadas, de risa malévola, y la desesperación de no poder remediarlo.
Ella era su bestia negra. La detestaban. Ella era el único testigo de sus fechorías. Cuando un asesino loco salia a la calle y apuñalaba a los viandantes, en la mayoría de las ocasiones un Invisible guiaba sus actos.
—¿Peggy Sue? —oyó a sus espaldas la voz del psicólogo—. Me han dicho que ha habido un incidente. ¿Quieres que hablemos de ello?
Peggy Sue meneó la cabeza con los ojos bajos. No había que desalentar a los adultos, tan ignorantes de la realidad. El peligro estaba en que llegaran a pensar: «Es irrecuperable, lo mejor sería internarla antes de que se vuelva peligrosa».
Eso era lo que los Invisibles querían conseguir.
Tres minutos más tarde el psicólogo le firmó una autorización para que se pudiera marchar a casa. Peggy Sue se lo agradeció. Después de lo que había pasado, no estaba para aguantar las burlas de sus compañeros.
Con los libros apretados contra el pecho abandonó el colegio. En seguida los Transparentes se reunieron a su alrededor para darle escolta. La insultaban, se burlaban de ella. Atravesaban los muros de las casas, salían bajo las aceras. Algunos eran tan pequeños como ratones, otros grandes como elefantes. Unos adoptaban forma humana, otros flotaban como globos, aunque todos tenían en común la misma textura lechosa. Para «divertirse» agarraron a Peggy Sue por las muñecas y la obligaron a gesticular con los brazos en todas direcciones, como si cazara avispas imaginarias. Cayeron al suelo libros y cuadernos que Peggy Sue no pudo recoger porque los Invisibles la empujaban hacia delante. Los curiosos, incómodos, simulaban no ver a aquella chica con alucinaciones que andaba moviendo las manos sobre su cabeza como si se creyera una enorme mariposa, demasiado pesada para volar.
—Otra vez la pequeña de los Fairway —murmuró una dependienta de la tienda—, la pobre chiquilla va a terminar perdiendo la chaveta.
—El caso es que sus padres son gente de lo más sensata —suspiró su colega del mostrador.
Los Transparentes escoltaron a Peggy Sue a través de la ciudad. Aunque estaba acostumbrada a sufrir aquellas humillaciones, tenía tantas ganas de llorar que le escocían los ojos.
Para provocarla, una de las criaturas le mostró cómo dos Invisibles se disponían a provocar un incendio en un garaje. Una vez les había visto sujetar el cañón de una carabina con la que un muchacho tiraba a unas latas de conserva y obligarlo a apuntar el arma contra sus amigos. Aquel día la «broma» había costado un muerto.
—¿Por qué sois tan malvados? —preguntó por enésima vez Peggy Sue a los Transparentes, mientras ellos se alejaban después de dejarle por fin en paz.
—No somos malvados —le respondió una de aquellas criaturas—. Nos aburrimos y necesitamos distraernos. ¿Tenemos la culpa de que nuestro sentido del humor sea diferente al vuestro?
—Pero vuestras bromas nos provocan la muerte —protestó Peggy Sue—. ¡Sólo os hacen gracia a vosotros!
—¡De eso se trata! —dijo estallando en carcajadas el duende blancuzco antes de hundirse en el Suelo.
La chica suspiró. Había perdido los libros por el camino, pero no tenía valor para volver a recogerlos.
Había llegado a las afueras de la ciudad. Los campos de maíz bordeaban Chatauga como una corona dorada que el viento agitaba con un rumor continuo. Allí estaba el campamento de caravanas, rodeado de una cerca desdibujada. Había caravanas estacionadas de todos los tamaños; algunas, roídas por la herrumbre, ya nunca volverían a la carretera. Las habitaban gente muy diversa. Para algunos era su única vivienda, aunque también había quienes, como los padres de Peggy Sue, iban de obra en obra por todo el país siguiendo al padre, que era carpintero.
En realidad Peggy Sue no tenía ninguna gana de volver a su casa. Probablemente el psicólogo habría llamado a su madre y no habría manera de zafarse de los chillidos de desesperación habituales. Por retrasar lo más posible el momento, se adentró en el maizal. Aquella era una hermosa tierra, una hermosa región, ¿por qué tenía que ser todo tan complicado? Habría querido ser sólo una chica como las demás, corriente, que un chico con granos y un poco bruto estuviera por ella y hubiera intentado besarla cuando la acompañara a casa después de la previsible invitación al cine… Habría querido no tener otra preocupación que elegir un vestido para el baile de graduación, a juego con el adorno del pelo y los zapatos. Era demasiado joven para afrontar semejantes problemas. A menudo envidiaba la tranquila felicidad de sus compañeros, que, como era natural, se sentían desgraciados. ¡Imbéciles! ¿Qué dirían si, como ella, hubieran tenido que aguantar la humillación permanente de los Transparentes?
Escuchó el murmullo de las hojas segura de que aquel momento de paz duraría poco. Y no se equivocaba. Una bola blancuzca se hizo visible a ras de suelo, como si fuera un champiñón. Después el champiñón creció, palpitó hasta tomar la forma de un doble exacto de Peggy Sue.
—¿Es duro, verdad? —dijo la criatura—. ¿Note cansas de ser nuestro juguete? Sabes que la gente empieza a impacientarse con tu comportamiento. Les das miedo.
—¿Por qué os ensañáis conmigo? —preguntó la muchacha.
—Porque tú nos ves —dijo con voz chillona el Invisible—. Tu mirada nos hace daño. Nos quema. No queremos que nos mires. ¿No has pensado que si dejaras de mirarnos tu vida se volvería normal?
Peggy se encogió de hombros.
—De cualquier modo sabría que estáis ahí —suspiró.
—Al principio —le corrigió la criatura—. Pero con el tiempo acabarías por olvidarlo. Llegarías a convencerte de que todo había sido un mal sueño. Si tú dejas de vernos, nosotros dejaremos de acosarte.
—Me estás proponiendo una especie de pacto, ¿no es verdad?
El Invisible empezó a contonearse. Aún conservaba la apariencia de Peggy y se divertía deformando sus rasgos, afeando el rostro de la muchacha.
«Es más fuerte que ellos —pensó—, no pueden evitar ser crueles ni cuando vienen como embajadores».
Se obligó a mirar las transformaciones a las que el Transparente sometía a su doble. Se le despegaban las orejas, la nariz se hacía protuberante. Luego la figura lechosa comenzó a envejecer por momentos, adoptando la apariencia de una anciana; Peggy Sue pudo ver cómo sería a los setenta años.
—No te hace gracia, ¿verdad? —rio burlón el Invisible—. ¡Sois tan frágiles los humanos! Cualquier nadería os puede matar.
—¿Qué me propones? —zanjó Peggy Sue—. Es para lo que te han enviado, así que habla.
La criatura se transformó en una masa de materia informe.
—Si pudiéramos asesinarte todo sería más sencillo; ya lo habríamos hecho hace mucho tiempo —dijo—. Pero mira por dónde te protege un poder mágico, así que tenemos que jugar a las diplomacias e intentar llegar a un acuerdo. El pacto se resumiría en una frase: si tú aceptas quedarte ciega, nosotros te dejaremos en paz. Nunca más oirás hablar de nosotros y podrás llevar la vida de una chica normal.
—Una chica normal ciega… —le corrigió Peggy.
—¿Y no es mejor que aguantar permanentemente nuestras bromas? —replicó el Invisible—. Deberías pensarlo. Allí, en la hierba, encontrarás un frasco con un cuentagotas. Es un elixir especial. Bastará con que te eches una gota en cada ojo para quedarte ciega, sin sufrimiento. Al instante dejaremos de perseguirte.
—¿Crees que el pacto es razonable? —dijo la muchacha riendo amargamente—. ¿No tienes la sensación de que me estás estafando?
—No —declaró la criatura—. Mejor quedarse ciega que pasar toda la vida encerrada en una celda acolchada, olvidada en un psiquiátrico. Que es lo que pasará si sigues espiándonos. Piensa en lo que te ha pasado hoy. Mañana podemos forzarte a empuñar un cuchillo y apuñalar a cualquiera. Tu madre, tu hermana…
(Mentía otra vez. El hechizo mágico que protegía a Peggy le impedía cometer semejantes atrocidades).
Peggy Sue dio algunos pasos rebuscando entre la hierba con la punta del zapato. Descubrió un frasco polvoriento que parecía de una época muy remota.
—Es el elixir —le dijo al oído el Transparente—. Una gota, nada más. No te dolerá. Una gota en cada ojo y te habrás librado de nuestra presencia. Piénsalo bien, merece la pena.
«Menuda engañifa», pensó Peggy alzándose de hombros. Y de un taconazo hizo añicos el frasco.
Cuando levantó la vista el fantasma había desaparecido, herido por su reacción. La muchacha decidió que era hora de volver a casa. Salía del maizal cuando se dio de bruces con su hermana mayor, Julia, que venía del campamento de caravanas. Julia tenía diecisiete años, tres más que Peggy Sue. Una diferencia de edad que le hacía sentirse una adulta y bombardear a su hermana menor con órdenes impertinentes.
—¡Ah! —exclamó—, estás aquí. El director del colegio acaba de llamar. Otra vez te han expulsado. Al parecer esta vez por escribir en la pizarra guarradas sobre tu profesora de matemáticas.
Una vez lanzada podía seguir hablando horas en el mismo tono. Le encantaba interpretar el papel de joven responsable. Le había dado por ahí desde que la habían elegido mejor empleada del mes en el fast-food donde trabajaba. A partir de entonces soñaba con fundar su propia empresa y aparentaba llevar el peso del mundo sobre sus hombros. Era una joven rubia a quien afeaba una nariz demasiado larga. Perdía los nervios con facilidad, así que ensayaba la sonrisa en el espejo para no disgustar a los clientes.
Peggy Sue la dejó explayarse. Sabía que sus padres se avergonzaban de su hija menor. Eran gente sencilla. Honrados y más bien convencionales. Su gran sueño era retirarse a Nebraska cuando sus hijas se hubieran casado y construirse un rancho donde pudieran terminar sus días Criando caballos. No sentían inclinación alguna por las extravagancias. Las «crisis» de Peggy Sue les dejaban desarmados.
—No entiendo por qué se comporta así —solía lamentarse la madre—. No anda con malas compañías. Aunque por lo que dicen sus profesores, tampoco tiene amigos.
—Esto no puede continuar —y Julia siempre dale que dale—. Va a crearnos una reputación espantosa… y va a arruinar mi carrera. ¿Cómo voy a montar una empresa? Ningún banco querrá prestar dinero a la hermana de una loca.
Peggy Sue sufría con esta situación. Se daba cuenta de que su madre evitaba mirarle a la cara y que para hablarla empleaba el tono con que se habla a los niños enrabietados.
El padre tenía menos paciencia. Era un hombre bueno aunque rudo, más acostumbrado a hacer equilibrios sobre una viga de acero a cien metros del suelo que a descifrar los estados de ánimo de los chiquillos. Las chicas le parecían «demasiado complicadas» en general. Habría preferido, con mucho, que su mujer le hubiera dado hijos con los que poder beber cerveza y hablar de béisbol. La inestabilidad de su hija menor le incomodaba. La gente de la ciudad hablaba. Hacía años que se había convertido en «el padre de la chavala chiflada con gafas de culo de vaso».
—¡Eres desesperante! —le gritó Julia.
Cuando se le venía encima el chaparrón, Peggy nunca se defendía. Hablarles de los Invisibles no habría servido más que para convencer a su familia de que definitivamente se le habían fundido los cables.
Agotada por su interminable discurso, Julia se calló por fin. Pasó un brazo por los hombros de su hermana menor y se la llevó al campamento.
—Vamos —suspiró—. Entra. Procura no hacer llorar mucho a mamá esta vez.
Las cosas fueron tan mal como cabía suponer. Maggy Fairway, la madre, estalló en sollozos cuando Peggy cruzó el umbral. Los incidentes se habían hecho tan frecuentes que ya no tenía fuerzas para enfadarse. Miró con desolación a su hija menor y murmuró:
—Hija mía, no sé que voy a hacer contigo.
—Ve a tu cuarto —le ordenó Julia, que iba tomando el relevo de la autoridad familiar cada vez con mayor frecuencia desde que el padre estaba ausente.
Peggy Sue obedeció. La caravana tenía la forma de un vagón de tren. Los «cuartos» parecían más camarotes de un submarino que auténticas habitaciones de una vivienda. Los chiquillos de la ciudad lo encontraban «super», pero Peggy hubiera preferido vivir en una casa con paredes de ladrillo y no de chapa oxidada.
Se aisló en su guarida, un estrecho cuadrado de un metro cincuenta de ancho. La cama era tan pequeña que para estar tumbada tenía que doblar las piernas.
Estaba inquieta. Retiró el visillo que cubría la ventanilla que le hacia de ventana. Los Invisibles estaban por allí, en el recinto del campamento. Se deslizaban en las caravanas a través de las chapas metálicas. La provocaban con insolencia. Uno de ellos le mostró lo fácil que le sería hacer caer un cable eléctrico en una piscina hinchable donde se divertían unos niños. Horrorizada, Peggy Sue le miró con una intensidad muy particular, esperando que su mirada quemara la «piel» de la criatura. Casi al momento sintió un olor a caramelo tostado, señal de que había herido al Invisible. Y lo cierto es que este salió de allí bufando.
«No estoy desarmada del todo», pensó. «Yo también puedo hacerles daño. Lo que me fastidia es que cada vez que intento quemarlos se me cansan los ojos».
Se quitó las gafas. Como un clavo sintió entre las cejas las primeras punzadas de la jaqueca. ¡Menuda cazadora de fantasmas estaba hecha!