23

El día más temido de Nicole había llegado. Estaba en la catedral de Saint Paul, esperando que llegaran los condes de Bensters para el bautizo de la recién nacida.

Richard acudiría con los padres y la madrina, una amiga de April del internado prusiano donde estudió, y que la ayudó a huir a Inglaterra.

Nicole había llegado con tiempo de sobra. Iba con Judith y James, quienes en ese momento la custodiaban. A su izquierda estaba su hermano, que colocaba el brazo posesivamente sobre sus hombros, mostrando a todos a quién protegía. A su derecha estaba Judith, cuyo embarazo era ya patente, y que no le había soltado la mano desde que llegaran a las puertas de la catedral. Dejaban muy claro que cualquier comentario desafortunado sobre lady Nicole Illingsworth no ofendería únicamente a la casa de Westin.

Y así iba a ser durante toda la jornada, según le había prometido Richard. Estaría escoltada en todo momento por los duques, los condes, o él mismo, evitando de ese modo cualquier insulto directo. Los cuchicheos, en cambio, iban a ser inevitables.

A pesar de que habían llegado media hora antes de lo previsto, ya encontraron gente congregada en la entrada. Se había hecho un silencio casi fúnebre al verla llegar. Una vez que había traspasado a la multitud, los zumbidos de las lenguas malintencionadas se estaban sucediendo sin piedad.

Estaban sentados en la primera fila, y el banco de detrás quedaría vacío, por deferencia a los invitados más importantes. Desde luego la familia de April no aparecería, y el padre de Julian, el marqués de Woodward, no había sido invitado, como ya no lo fuera a la boda de los condes ni al bautizo del heredero.

Así, ellos tres eran las personas más próximas al matrimonio. Lo que les daba un banco de protección ante las burlas de todos.

A pesar de sus miedos, Nicole supo que había hecho bien en acudir. Era obvio que para Richard aquello era importante, y a tenor de las vestimentas de su hermano y su cuñada, ataviados con lujo, también para los duques era una ocasión muy señalada.

Ella misma, siguiendo las instrucciones de Judith, se había engalanado con especial cuidado.

Pero ni con sus mejores joyas y vestidos podía sentirse bien. Notaba cientos de ojos taladrándole la nuca. La catedral se había ido llenando, y sabía que la mayoría de las miradas iban dirigidas a ella. No se había girado en ningún momento, a pesar de ser consciente de que varias mujeres la habían señalado antes de hablar a escondidas tras sus abanicos.

Trató de abstraerse sin éxito. Los treinta minutos que estuvo allí, plantada, se le hicieron eternos. Por fin, sonó el órgano de la catedral y entraron Julian y April, con la pequeña en brazos, seguidos de Richard y una distinguida dama. Al pasar por su lado Richard la miró, inquieto. Ella le sonrió, pues no quería estropearle el día. Su esposo había estado muy emocionado toda la semana con el bautizo, y transmitirle su desesperación no serviría de nada.

Ya lo habían hablado. Incluso Judith le había dicho lo mismo que el resto. Era cuestión de tiempo. Debía estar por encima de ellos, y no permitir que le afectara.

Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Se sentía empequeñecida. Ella siempre había sido adulada, imitada por muchas otras jóvenes, y en apenas unos meses todo el mundo parecía reírse a su costa.

Concentró sus esfuerzos en no llorar. Sabía que tenía que demostrar fortaleza. Así que se mantuvo quieta toda la ceremonia, mirando al frente, y haciendo como que no oía las risitas tontas en que otras damas prorrumpían de vez en cuando.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando se dio cuenta de que todo había acabado. No podría haber contado qué había ocurrido, pues no se había enterado de nada. Aun así, felicitaría a los condes por la hermosa ceremonia.

Llegaba el momento de salir. Si lo hacían justo detrás de los padres y padrinos, tal como debía ser, estaría expuesta a todo el mundo. Pero si esperaban a que el resto de los invitados saliera, corrían el riesgo de que alguien se acercara a saludarles.

James ofreció un brazo a cada una. Judith dijo que quería felicitar al párroco por el sermón, y los dejó solos. De ese modo, ambos hermanos salieron majestuosamente de la catedral, rodeados de silencio.

Fueron los primeros en felicitar a los orgullosos padres, y acto seguido James la acompañó al carruaje, antes de volver a entrar en busca de Judith, que se había quedado dentro esperando que los dragones acudieran a ella, y no a Nicole.

Una vez oculta, sollozó. Se obligó a serenarse, no iba a montar un espectáculo por la cura de humildad a la que estaba siendo sometida, no cuando era un día para celebrar la felicidad de los condes de Bensters.

Para cuando James y Judith subieron al carruaje, ella ya estaba recompuesta. Hicieron el trayecto hasta Hyde Park Corner en silencio.

James había pedido a su cochero que diera un rodeo, de modo que cuando llegaran la fiesta estuviera ya comenzada.

Era un evento concebido para estar de pie. Había sillas, pero no las suficientes para todos los invitados. Varias mesas, distribuidas en el salón y en algunas salitas, estaban a rebosar de ricas exquisiteces. Lacayos, engalanados con la librea del condado de Bensters, cargaban pesadas bandejas, mientras se aseguraban de que todo el mundo tuviera algo de beber.

Los invitados iban de aquí para allá, saludándose y comentando algún acontecimiento ocurrido durante el verano, y chismorreando sobre las pocas veladas que se habían celebrado desde que se iniciara esa segunda temporada del año.

Nicole seguía pegada a su hermano, que hablaba con un miembro del parlamento sobre la petición de Jorge IV de ver aumentada su partida presupuestaria. Judith se había acercado a saludar a la condesa viuda de Relsborough, lady Anne, con quien mantenía una hermosa amistad.

Creyó que todo iba bien, que sería capaz de superar la noche, hasta que vio, a lo lejos, al marqués de Kibersly y su nueva esposa, lady Elisabeth. Eran familia lejana de Julian, y habían sido inevitablemente invitados. Se quedó observándolos fijamente, como una presa encogida ante la mirada asesina de una serpiente de cascabel. Entonces lady Elisabeth la miró con malicia, hizo un comentario al oído de su esposo, señalándola, y este soltó una risotada.

La humillación fue insoportable. Necesitaba salir de allí. Sin mediar palabra, se soltó del brazo de su hermano, que la miró extrañado, y salió rápidamente en dirección al tocador de las damas. Entró como una exhalación y se resguardó en uno de los reservados, cerrando la cortina. Se concentró en respirar y en mantener las lágrimas a raya.

Varias mujeres entraron en ese momento. Rezó en silencio para que no se acercaran donde ella estaba.

—¿La habéis visto? —El tono de quien hablaba era virulento—. Tan digna que se creía, y allí estaba, en pie, alejada de su esposo, mientras todo el mundo la insultaba. Por un momento esperé que se echara a llorar allí mismo, delante de todo el mundo.

Oyó un coro de risas. Quiso desaparecer para siempre en ese mismo instante.

—Sé de buena tinta que, a pesar de lo hermoso de su rostro, tiene el cuerpo deformado. Al parecer hubo un incendio en su finca mientras estaba de luto por su padre, y se le quemó el pecho, la espalda, y las piernas. Sunder no lo supo hasta la noche de bodas, y le resultó tan repulsiva que hubo de huir y buscarse una amante.

Más risitas, que la seguían hundiendo. Podía oír cómo se retocaban el peinado y comprobaban el estado de sus ropas.

—Yo tengo entendido que ella podría ser… fría con los hombres. Según dicen —bajó la voz— él llevó a la actriz directamente de la ópera a casa, a ver si así ella se animaba…

Dejó la frase inconclusa, y un montón de grititos atónitos seguidos de risotadas pusieron fin a la conversación. Una tras otra abandonaron la estancia.

Dios, era peor de lo que imaginaba. Tuvo que meterse el puño en la boca para no gritar. Se dejó caer en el suelo, inmóvil, esperando a ver si todo se desvanecía.

Judith vio salir a Nicole casi corriendo del salón, y supo que algo iba muy mal. Había buscado a James con la mirada, pero se había encontrado con la de April, que también había presenciado la huida de ella, y le señalaba con la cabeza que salieran a buscarla. Se excusó con lady Anne Spencer y se reunió con la condesa en el corredor. Preocupadas ambas, se dirigieron al tocador.

Salían en ese momento un grupo de señoritas soltando risitas agudas y ridículas. Las dejaron pasar y entraron. Hubieron de agacharse para ver las zapatillas de raso de ella tras uno de los cubículos.

April pidió a la doncella que se encargaba de reponer las toallas que saliera y dirigiera a cualquiera que quisiera entrar a los excusados de la planta de arriba. Con la intimidad asegurada, cerró con llave.

—¿Nick?

El sollozo desgarrado de esta las hizo actuar. Abrieron la cortina y la encontraron aovillada en el suelo, con el puño en la boca ahogando el torrente incontenible de su llanto.

La recogieron y la sentaron en una de las sillas, abrazándola mientras esperaban a que se calmara. Cuando Nicole pudo hablar, pidió su carruaje para marcharse a casa.

Sonó la puerta y se oyó la voz de James, exigiendo entrar. Judith abrió apenas y encontró a su esposo y a su hermano con cara de preocupación. Les pidió que volvieran al salón y dijeran a quien preguntara que las tres debían de haber salido a los jardines a pasear.

Cerró de nuevo.

—No sabéis lo que dicen de mí…

—Nick…

—Judith, dicen que soy deforme, que no me gustan los hombres. Dicen…

No pudo continuar, rompió en llanto de nuevo.

April tomó una toalla, la empapó en agua fría y la colocó sobre la cara de ella. Se calmó al instante. Judith la miró, intrigada.

—El internado era muy duro, y no había que mostrar debilidades.

Nicole, más calmada tras el brusco cambio de temperatura, se levantó y se miró en el espejo.

Ida, comenzó a colocarse los mechones de cabello que se habían descolocado por el efecto de la toalla, y a lavarse la cara para borrar cualquier rastro de lágrimas, como si no estuviera encerrada en un baño, muerta de miedo. Adecentada de nuevo, repitió su petición, con la arrogancia digna de la hija de un duque.

—Mi carruaje. Quiero irme. Ahora.

Judith intentó convencerla, pero ella se mostró inamovible. No pensaba soportar aquello nunca más. Se encerraría en el campo para siempre.

Fue April quien la encaró.

—Me temo que no puedes irte. Richard tiene que pronunciar un discurso.

Nicole se enfadó muchísimo.

—Si no estuviera su hermana delante, te diría lo que pienso ahora mismo sobre mi esposo.

April sonrió. Mejor enfadada que llorosa.

—Ya, pero es que tu esposo ha pedido al mío hacer una pequeña trasgresión durante ese discurso. Al parecer hablará poco de mi hija y mucho de otras cosas.

Nicole seguía sin querer saber nada.

—April —la tuteó por primera vez—, te lo agradezco, pero de veras no puedo seguir aquí.

La condesa se cruzó de brazos.

—Bien, obviando el hecho de que le debo una a Richard, que convenció a mi marido para que se casara conmigo, de que he organizado un baile en vez de una comida porque él así me lo ha pedido, para que los rumores que sea que va a extender corran más rápido, y de que huir es de cobardes —la miró fijamente—, está el obstáculo insalvable de que soy más fuerte que tú. Así que, sintiéndolo mucho, no saldrás de aquí si no es para ir a oír lo que sea que Richard tiene que decir.

Nicole la taladró con la mirada. Buscó apoyo en Judith, pero esta se encogió de hombros y le dijo.

—¡Que les jodan, Nick!

April aplaudió, repitiéndolo.

—Eso mismo, que les jodan.

Escuchar semejante vocabulario de la boca de tan grandes damas la impresionó, y la animó. De acuerdo, peor ya no podía ir. Pero más le valía a Richard tener en mente algo grande.

—¡Que les jodan! —gritó ella a pleno pulmón, desahogándose—. ¡Que les jodan mucho!

Y riendo, salieron las tres hacia el salón.

Tal y como entraron, Julian, atento, subió a la escalera y golpeando su copa con una cucharilla reclamó la atención de todos los allí presentes. April se colocó a su lado, con Richard escoltándola. Judith y Nicole se posicionaron a un extremo de la escalera, al lado de James, en un lugar privilegiado donde escuchar y ver sin que nadie les molestara.

Tras agradecer a los invitados su presencia, y brindar por su hija, dio la palabra al padrino. Se hizo el silencio. Cualquier cosa que dijera sería evaluada y comentada los siguientes días.

Richard habló alto y con claridad. Su hermosa voz hipnotizó a la congregación desde la primera palabra. Alzando la copa, comenzó.

—Quiero agradecer a mis estimados amigos, los condes de Bensters, el honor que me han concedido dejándome apadrinar a la pequeña May. Tengo grandes expectativas puestas en esta señorita. Estoy convencido que cuando tenga dieciocho años y debute, va a dar muchos quebraderos de cabeza a su padre. —El público rio—. Y créanme, el duque de Stanfort y yo mismo, lo celebraremos. Así que, por May, porque tenga una vida llena de felicidad y el debut más sonado que nadie recuerde en décadas.

Todos corearon el nombre de la niña y brindaron también.

Richard prosiguió, una vez que tuvo de nuevo la atención de todos. Se dirigió a la niña.

—Mi querida May, si entonces tienes dudas con los hombres, habla con tu madre. Ella sabe mucho de caballeros alérgicos al compromiso.

Julian alzó su copa hacia Richard, sonriendo. Éste correspondió su gesto.

—Y si April no sabe solucionar tus dudas, pequeña, acude entonces a tu tía Judith, que también entiende algo de hombres cabezotas que no atienden a razones.

De nuevo hubo risas, y James y Richard brindaron en silencio, a la vista de todos.

April y Judith reían abiertamente. Incluso Nicole sonreía.

—Pero, preciosa May, si tus problemas son tan complicados que dos mujeres tan sabias como tu madre y tu tía Judith no pueden resolverlos, acude entonces a la dulce Nicole.

El silencio fue instantáneo. Había cierta exaltación muda en la sala.

—Ella entiende mejor que nadie de hombres que no saben reconocer el amor cuando lo tienen delante.

Se acercó a Nicole, la tomó de la mano y la obligó a subir un par de escalones, hasta colocarla a su lado para tomarla de la cintura.

—Tu tía Nicole te enseñará a perdonar los errores más graves, a ser fuerte por dos personas. Créeme, pequeña May, no hay nada que tu tía Nicole no pueda arreglar. Yo, en un momento de ira, la puse en ridículo delante de la alta sociedad, haciendo creer a todos los presentes que le fui infiel en nuestra noche de bodas. Y ella, en lugar de envenenarme con arsénico, encontró la forma de perdonarme, y de que yo mismo me redimiera por mis faltas. Ha conseguido que yo, el hombre más estúpido sobre la faz de la tierra, me rinda a sus pies. Y me ha hecho prometerle que pasaré el resto de mis días compensándole lo que la he hecho sufrir.

Judith y April lloraban emocionadas. Nicole reflejaba, en la miraba que posaba en Richard, todo su amor.

—¿Pero sabes qué, May? No se me ocurre un plan mejor para el resto de mis días que amarla y honrarla hasta que la muerte nos separe.

Dicho esto, lanzó su copa hacia atrás, tomó a Nicole entre sus brazos y la besó con pasión, para pasmo de todos los presentes. No se dejó nada en aquel beso.

Ella le correspondió al instante, con la misma pasión.

«Que les jodan», se repitió en silencio.

Fue Julian quien puso fin a la escena poco después, acercándose y golpeando a Richard en la espalda, y hablando a los invitados, que miraban la escena estupefactos.

—Y ahora creo que puede comenzar el baile. Aunque creo que los vizcondes de Sunder no se quedarán a disfrutarlo.

Así fue. Richard tomó a Nicole de la mano, y se fueron hacia la puerta de salida, sonrientes, al tiempo que el público les abría paso.

Ya fuera, mientras esperaban el carruaje, Nicole no podía parar de reír.

—Dios, Richard, esta vez la has hecho buena. Van a hablar de esto durante meses.

—¿Solo durante meses? Después de lo mucho que me he esforzado para escandalizar a más de trescientas personas, confío en que hablen de ello durante décadas.

—No tenías que hacerlo. No era necesario. —Él se había humillado—. Pero gracias.

Miró a su esposa con pasión.

—Te amo, fierecilla.

Ella le respondió con otro beso, sellando su amor sin palabras. Sin rencores, sin miedos. Para siempre.

Richard acertó de pleno en su predicción. Por supuesto nadie olvidó lo ocurrido la noche de bodas de los vizcondes de Sunder. Pero prefirieron recordar año tras año el discurso de lord Richard Illingsworth durante el bautizo de su ahijada.

Básicamente porque era de infinito peor gusto.

Un miembro de la nobleza, ¿enamorado de su esposa? Rozaba la vulgaridad. Y para colmo, tenía la desfachatez de declararlo públicamente.

¡Hasta ahí podíamos llegar!