Pasaron los días, las semanas, y los meses. El verano llegaba a su fin.
Los duques acudían con regularidad a Westin House, y también ellos se acercaban a Stanfort Manor de visita. Pero esta era la única compañía que Nicole toleraba.
Habían llegado invitaciones del vecindario, y solicitudes de recepción para felicitar al nuevo matrimonio, pues la nobleza rural quería acudir a Westin House a honrar a la vizcondesa de Sunder, pero las había rechazado de plano. Richard, que sabía cuál era el motivo de ella, prefería no hablarlo todavía. Cuando su esposa estuviera preparada, habría visitas. No antes.
El conde sí había estado unos días en casa. A pesar del temor inicial de la joven a ser rechazada por las circunstancias que incitaron el matrimonio, lord John se mostró encantado con ella. La conocía desde siempre, y no hubiera deseado una nuera mejor, según le dijo en varias ocasiones.
Para sorpresa de Judith y Richard, su padre se afanó en regresar a Cambridge. Hablaba de la posibilidad de comprar allí una pequeña propiedad, e instalarse de forma permanente. Para ser un hombre de arraigadas costumbres, que se había negado a relacionarse con otras personas durante años, tantos cambios resultaban extraños. Lord John decía haber desarrollado en poco tiempo un apego importante a la vida académica. Algunos de sus compañeros de estudios de la juventud habían vuelto allí, a escribir o investigar sobre cualquier cosa. Y él quería hacer lo mismo.
Los hermanos Illingsworth se mostraron encantados con la idea, y desearon que con el tiempo alguna mujer tentara también a su padre y cambiara su arraigada costumbre de permanecer viudo.
Por lo demás, la vida transcurría tranquila para ambos. Nicole era ya una más en la casa, tratada con cariño y respeto por el personal. Todo el servicio la conocía y se había adaptado sin problemas a sus costumbres. Richard, por su parte, se encargaba de administrar las propiedades. Ella le había pedido que le enseñara cómo funcionaba el entresijo de su patrimonio. Había quedado muy impresionada con los conocimientos de Judith, y quería aprender también ella lo básico. Además, era otra forma de pasar más tiempo juntos.
Hubo una pequeña crisis el día que lady Evelyn, harta de las renuencias de su hija a recibirla, apareció por sorpresa a tomar el té. Richard, y la propia Nicole, sabían que era cuestión de tiempo que algo así ocurriera, pero fue todavía peor de lo que hubieran podido imaginar.
Durante el té la duquesa viuda se mostró encantadora con su yerno, pero no así con su hija. A pesar del buen ambiente reinante entre ambos, perceptible para cualquiera que pasara más de cinco minutos en presencia de los cónyuges, la madre de Nicole no estaba satisfecha con su hija, y no tenía ningún reparo en demostrarlo, aun sin atacarla verbalmente.
Acabado el té, Richard se vio despedido por su suegra.
—Imagino que tendrá asuntos que atender, lord Richard. No se quede por mi causa, por favor.
Nicole le lanzó una mirada implorante, pero debía dejarlas a solas, ambos lo sabían. Lady Evelyn insistiría, y lo sacaría a rastras si era necesario.
Una vez que se cerró la puerta, su madre no se anduvo con rodeos.
—Y bien, señorita, ¿se puede saber en qué estabas pensando cuando permitiste que tu esposo se fuera con otra la noche de bodas, y te embarcaste rumbo a América al día siguiente? ¿Acaso pensabas que encerrándote aquí el resto del mundo lo dejaríamos correr?
Sí, eso era exactamente lo que había pensado. Pero la duquesa viuda acababa de enviarlo todo al traste.
Oír de la boca de su propia madre los reproches la puso en lo peor. Si ella la culpaba de lo ocurrido, y se lo echaba en cara a la primera ocasión, el resto de la sociedad sería mucho más cruel. Así se lo confirmó al momento, impenitentemente, su madre.
—¿Sabes lo que se dice en Londres de ti, Nicole? —Lady Evelyn estaba enfadada, odiaba el escándalo—. Se dice que todo es culpa tuya, que atrapaste un esposo para dejarlo marchar el mismo día de la boda. Que no estuviste a la altura, que…
Su madre siguió reprochándole su calidad, o su falta de ella más bien, como esposa. Con cada palabra, con cada frase, iba hundiéndola un poco más. Nicole supo que no podría resistirlo, que jamás podría volver a enfrentarse a todos ellos sabiendo que siempre hablarían de aquello.
—Basta.
Fue más una imploración que una orden. Su madre, que hasta entonces había estado increpándole sin misericordia todas las crueldades que se le ocurrían, se detuvo, indignada ante la interrupción de ella.
Pero la indignación le duró lo poco que le costó ver el rostro de su hija.
—Oh, cariño.
Trató de abrazarla, pero Nicole rehuyó cualquier contacto. La compasión era igual de dolorosa.
Salió corriendo del salón, y se encerró en su habitación.
Richard, que se había quedado en el vestíbulo por si acaso, miró su reloj cuando vio pasar a su esposa huyendo hacia la planta alta. «Cuatro minutos», reflexionó. En menos de cinco minutos la madre de su esposa, su madre, por el amor de Dios, había conseguido acobardar a alguien tan fuerte como su Nicole.
Maldita fuera su suegra, y maldito fuera él por haber propiciado toda la maldita situación.
Entró de nuevo en la sala, donde la mujer estaba sentada en el sofá, insegura todavía de lo que acababa de ocurrir.
—Oh, lord Richard, me temo que…
—Creo que será mejor que dé la visita por concluida, excelencia.
La estaba echando. Sabía que eso le traería problemas en el futuro, pero era necesario que esa mujer saliera de la casa cuanto antes.
—Me temo que —continuó ella con arrogancia como si él no hubiera dicho nada— mi hija se ha disgustado un poco, creo que subiré a hablar con ella.
—Debo insistir en que dé la visita por concluida, señora.
Ofendida como jamás la habían hecho sentir, recogió sus cosas y se marchó, directa a casa de su hijo James.
En cuanto estuvo seguro de que la dama se había ido, subió a la segunda planta, entró en su habitación y la encontró en la cama, echada y llorando.
Se sentó a su lado y le acarició la espalda. Ella no hizo ademán de volverse siquiera.
—Cariño, he pedido a tu madre que se marche.
Ella se levantó como un resorte, con los ojos iracundos.
—¿En eso va a consistir tu plan, Richard? ¿Echarás a todo el que me diga que fui repudiada por mi esposo el día de mi casamiento por no ser siquiera aceptable para él? —Aplaudió con desgana—. Pues los salones de Londres quedarán vacíos cuando lleguemos pues todo el mundo, y oye bien, Richard, todo el mundo —gritaba— opina lo mismo que mi madre.
Volvió a echarse en la cama, y siguió llorando.
Richard se sintió un inútil. No podía hacer absolutamente nada. Solo esperar a que pasara. Pero ella todavía no había acabado de escupir todo su veneno.
—Todo esto es culpa tuya. ¿Y me dices que lo hiciste porque me amabas? Eso no es amor, Richard, es odio. Tu odio, y tu dichoso orgullo, van a convertirme en el maldito hazmerreír de la sociedad. Muchas gracias, esposo.
Al menos mientras le reprochaba sus errores no lloraba.
—Cariño, yo…
—¿Tú, qué, Richard? ¿Lo solucionarás? Ilumíname, y dime cómo vas a hacer que todo el mundo olvide que el día de nuestra boda, en nuestra noche de bodas, en lugar de estar conmigo en la cama, consumando nuestra unión, te hallabas en el estreno de una ópera, con la mitad de la nobleza allí, y acompañado por una actriz de tres al cuarto.
Sabía todo eso. Y sabía que ella pensaba todo eso. Pero le dolía igualmente. La culpabilidad, y el patente dolor de ella, le estaban matando. Mas ella estaba en lo cierto. Poco se podía hacer.
—Lárgate, Richard, y déjame sola.
Eso sí que no lo haría. Haría todo por ella, excepto eso. No la abandonaría en su peor momento. Se levantó, se cruzó de brazos, y la encaró.
—No.
Ella se puso en pie, y trató de empujarlo.
—Lárgate, te digo —chillaba sin control.
—Lo lamento, cariño, pero no.
Se estaba poniendo histérica, pero se negaba a estar con él, se negaba a que la viera desesperarse por algo que él había propiciado. Empujó con más fuerza, pero no lo movió de su sitio.
—Una vez te dije que no huiría en las malas situaciones, que me quedaría contigo y lo hablaría. Y eso es lo que pienso hacer. Empújame, trata de golpearme, si quieres, pero no me moveré de aquí. No sin ti.
Ella hizo exactamente lo que él le indicaba. Trató de empujarle una vez más, y después intentó golpearle. Richard, pugilista de calidad, bloqueó todos sus golpes, pero dejó que siguiera intentándolo hasta que se agotara.
Unos diez minutos después Nicole se rindió. Richard la abrazó entonces, y ella estuvo sollozando sobre su hombro un buen rato. Cuando se calmó del todo, se apoderó de su cuerpo el cansancio. Él la acercó a la cama, la tumbó y se recostó a su lado.
—¿Qué haremos, Richard?
—Los ignoraremos, querida.
Ella suspiró. No tenían otro remedio, pero era más fácil decirlo que hacerlo.
—Me harán picadillo.
—Solo si les dejas. Ignórales. Tú eres la élite de esta sociedad. Eres una mujer respetada, con grandes amigas que estarán encantadas de ser tus aliadas. Haz tu propio círculo. Sí, tal vez en él hablen de ti, pero no lo harán en tu presencia. Y los que estén fuera del círculo, que te critiquen a sus anchas, si quieren. La realidad es que se sentirán inferiores por no poder estar contigo.
La idea era tan vigorizante como absurda. Efectivamente recibiría apoyos, había gente que la apreciaba de veras y no la juzgaría cruelmente, que le quitaría hierro al asunto cuando surgiera en boca de algún malintencionado.
Pero la inmensa mayoría, aunque no fuera bien recibida en la casa de Stanfort ni en la de Westin, se regodearía con la caída en desgracia de ella.
Cansada de pensar en ello, y sabiendo que no encontraría una buena solución, dejó de lado cualquier cosa que estuviera relacionada con lo ocurrido.
—Mi madre no te perdonará. —En parte le divertía saber que su madre martirizaría a Richard durante algún tiempo. «Justicia divina», pensó con sorna.
—Tú me has perdonado. Me basta.
Ella le besó, agradecida y enamorada.
—Lamento lo que te he dicho, Richard.
—Lamento haber hecho todas las cosas de las que me has acusado, Nicole.
Él se estaba comportando como un caballero, y ella no pudo dejar de apreciarlo. Se besaron de nuevo, e hicieron el amor lentamente, alargando la dicha de ese momento todo el tiempo que fuera posible.
A una milla de allí, lady Evelyn entró en la biblioteca donde se encontraba su hijo, enfurecida.
—¡Me ha echado de su casa! ¿Te lo puedes creer? ¡A mí! A la duquesa viuda de Stanfort.
James alzó la vista de los papales que tenía delante, y pidió al señor Croche que se marchara y regresara dos días después, según era su costumbre.
Una vez a solas, le preguntó.
—¿Nicole te ha echado? Ya te dije que no debías ir a verla, que no era buena idea. Judith y yo te lo advertimos en más de una ocasión.
—Siempre —enfatizó— es buena idea que una madre visite a su hija. Y no ha sido ella quien me ha echado, sino él. El vizconde de Sunder me ha pedido que me fuera. ¡Dos veces!
Richard había echado a su suegra de casa. Le reconoció el coraje. Y la estupidez. Su madre era, después de todo, rencorosa.
—¿Por qué?
Frente a su hijo James era de los pocos momentos en que lady Evelyn refrenaba su mal genio, temerosa de sacar a relucir el de él.
—Disgusté a Nicole.
Su madre no quería decir más, pero James, que sospechaba la dureza con la que la habría tratado, insistió.
—¿Por qué? —su ceja se elevó, a la espera de una respuesta concreta.
—Le dije que todo era culpa suya.
Su madre estaba avergonzaba. Ahora se daba cuenta del innecesario sufrimiento al que había sometido a su hija.
A James solo le preocupaba el alcance de la crueldad de su madre.
—¿Le contaste lo que se dice de ella en Londres?
Esta vez Lady Evelyn se ofendió.
—¡Por supuesto que no! Sería incapaz de repetir toda esa bazofia. —Arrepentida de su conversación con Nicole, sollozó—. Oh, James, me temo que tu hermana me odiará para siempre. No me permitirá volver a poner un pie en su casa.
James se levantó y se acercó a su madre. Estaba desconsolada. Pasando un brazo alrededor de los hombros de ella, la besó en la cabeza en señal de cariño.
—Sí lo hará. Entre otras cosas porque su esposo, el hombre que hoy te ha echado de Westin House, insistirá en que hagáis las paces.
Levantó la vista, esperanzada.
Richard le debía una. Ya se lo haría saber, y encontraría un modo divertido de cobrársela.
—Pero James, la gente se está ensañando especialmente. Lo que ocurrió…
—Nadie sabe qué ocurrió realmente, madre, solo Richard y Nicole lo saben. Y ellos lo han superado. Son felices ahora. La gente hablará, hablará durante años, de hecho. Pero ellos están hechos de una pasta bien fuerte, y lo superarán. Juntos.
Lady Evelyn se vio obligada a justificarse.
—Solo quiero lo mejor para ella.
—Siempre has querido lo mejor para nosotros, madre —la consoló— pero a veces eres un poco excesiva en tus deseos.
Vio cómo se puso colorada, y cómo pareció prometerse no repetir sus errores.
—¿Sabes lo que se dice de ella en la ciudad? —preguntó en un susurro.
James asintió, cabizbajo.
—Es terrible, hijo, están diciendo…
La interrumpió. No quería oír de boca de nadie, y menos de su madre, las barbaridades que se habían dicho, y que seguirían circulando. Nicole, por fuerte que fuera, no iba a superarlo. Sería casi imposible que volviera a pisar la ciudad si se enteraba.
—No lo digas, madre. Y no se lo digas a ella. Nunca.
—Se enterará, James. Y no lo soportará.
Ése era el gran temor de ambos. Y su peor certeza.
Poco después, la duquesa viuda salía de Stanfort Manor hacia su casita, con la promesa de apoyar a su hija cuando regresaran a Londres.
En fin, quizá algo bueno saliera de aquello, si su madre se replanteaba verdaderamente sus intromisiones.
Fue a buscar a su esposa y al pequeño Alexander. Eso le animaría seguro. No quería pensar en cómo estarían las cosas ahora mismo en Westin House.
Nicole yacía en sus brazos, completamente dormida. Habían hecho el amor, habían imaginado las venganzas más ridículas para aquellos que les criticaran, como una plaga de almorranas, o costuras que se rompían en los peores momentos, y finalmente ella se había quedado dormida.
Él llevaba más de una hora acariciándole el cabello.
Nunca le perdonaría del todo. Sí, le amaba, y sí, aceptaba lo ocurrido. Pero siempre le culparía por su caída en desgracia. Y no era por su arrepentimiento, que era mayúsculo, por lo que no podía dormir. Merecía el rencor de ella. Era porque no quería que ella sufriera. E iban a ser las culpas de él las que ella pagara.
Escribir en el Times lo sucedido realmente solo aumentaría los rumores, y reafirmaría a los escépticos en los defectos de ella como amante.
Precisamente Nicole, que era la mujer más apasionada, curiosa, desinhibida, sincera en sus afectos, y generosa que jamás hubiera tenido el placer de conocer. Si incluso él a veces dudaba de estar a la altura de ella. Afortunadamente sabía que ella disfrutaba tanto como él.
La sociedad era injusta, realmente. Admiraba el deseo de Nicole de ayudar a Marien, a pesar de ser quien era, y que sintiera empatía hacia otra mujer que sería tratada injustamente también solo por no seguir las normas sociales establecidas por los hombres.
Siguió acariciándole el cabello hasta el amanecer, tratando de encontrar una manera de resolver el embrollo. Desgraciadamente, ninguna idea le llegó.
Dos semanas después todo parecía normalizado. Lady Evelyn había acudido a comer con Richard y Nicole un día, a instancias de su yerno, y todo había transcurrido en perfecta armonía. La madre se había mostrado satisfecha con todo lo que su hija había hecho en la casa. Había alabado sus gustos, sus ideas, y cualquier cosa que a ella se le ocurriera decir. Era obvio que sabía que había cometido un error, y trataba, a su manera, de arreglarlo. Cuando se fueron, Nicole la abrazó con cariño. Lady Evelyn le dijo.
—Me gusta tu esposo. Parece un buen hombre, y es obvio que te ama. Enhorabuena, hija, yo misma no hubiera elegido mejor.
Nicole estuvo radiante el resto del día. Y de la noche, recordó Richard con regocijo.
Tal vez un hijo pondría las prioridades en otro punto. Tal vez la maternidad hiciera que Nicole desechara los comentarios banales. Judith y April, desde que eran madres, ignoraban cualquier cosa, o persona, que las importunara. Y a pesar de ello cada vez que acudían a algún evento todo el mundo las elogiaba, tratando de conseguir sus favores.
Pensar en tener hijos con ella le llenó de gozo. No sabía si tenía derecho a ser tan feliz, pero sin duda lo era.
Estaba en su despacho, después de cenar, revisando el correo cuando una carta, recién llegada, llamó su atención, pues llevaba el sello de los Bensters lacrado.
La abrió, preocupado. Pero eran noticias maravillosas, las que llegaban desde las tierras del norte.
April había dado a luz a una niña, tal y como había sido su deseo más íntimo. Tras el heredero, la condesa tendría una mujercita a la que mimar. Explicaba Julian también en la misiva que dado que su boda había sido, como la de James y la de Richard, poco concurrida, y que a su hijo Julian lo habían bautizado con apenas una docena de invitados presentes, habían decidido, emulando a los duques de Stanfort cuando bautizaron al pequeño Alexander, hacer una multitudinaria ceremonia, que amenizara la pequeña temporada. En noviembre se celebraría el cristianar, en la catedral de Londres.
Pero fue el final de la carta lo que le llegó al corazón.
A April y a mí nos llenaría de orgullo que tú, nuestro estimado amigo, quisieras ser el padrino de nuestra hija, May.
Una oleada de amor y vanidad le recorrió el alma. Julian tenía dos hijos, uno apadrinado por James y otro por él mismo. El primer hijo de James lo había apadrinado él, y Julian sería, seguro, el padrino del que venía en camino. Nicole y él deberían tener dos hijos, al menos, para que se cerrara el círculo.
Salió de la biblioteca con la carta en la mano, en busca de Nicole, deseoso de mostrarle las buenas nuevas. La encontró en el salón azul, y le tendió la carta. Conforme ella fue leyéndola su rostro se fue demacrando. Al acabar, dejó caer el papel y le miró, lívida.
—No puedo hacerlo, Richard. No puedo ir a Saint Paul y sentarme allí, a la espera de que trescientas personas me despellejen. Lo siento pero no puedo. —La cara de él estaba tan blanca como la de ella—. Ve tú, cariño, y di que yo estaba indispuesta, pero no me pidas que vaya.
No pudo decir nada. Ni ella tampoco. Se puso en pie y salió de la habitación despacio, como si su cuerpo pesara tanto que los pies apenas tuvieran fuerza suficiente para desplazarle.
Aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, los vizcondes de Sunder durmieron en habitaciones separadas.
A la mañana siguiente Nicole se sintió estúpida. Antes o después tendría que enfrentarse a toda esa gente. No iba a pasar el resto de su vida exiliada en Westin House. Si tenía que ser en algún momento, el bautizo de la niña de los condes de Bensters era una ocasión tan mala como cualquier otra, con la diferencia de que a su esposo le haría feliz tenerla allí.
Lo encontró en su despacho, ya desayunado. Pidió que le trajeran té y pastas, se acercó a besarle la mejilla, y se sentó en una mesa contigua, a observarle mientras él trabajaba y ella esperaba su desayuno. Él la miró, tratando de evaluar su estado de ánimo. Como fuera, era mejor hablar con ella una vez que tuviera el estómago lleno. Sabía de sobras que su esposa odiaba las conversaciones antes de rendir cuentas a su desayuno.
Una doncella trajo la comida solicitada y salió. Debía de llevar ya cuatro o cinco pastelitos y un par de tazas de té cuando le habló.
—Dile a Julian que cuente con nosotros. Iremos.
Richard la amó más por eso.
—Estarás siempre custodiada por James, Julian, o por mí. Nadie se atreverá a insultarte.
—No directamente, Richard. Pero ¿qué más da? Que digan lo que quieran. Tú y yo sabemos qué pasó, y eso tendrá que bastar.
Él le agradeció su esfuerzo con los ojos, y se dispuso a escribir a Julian. Nicole le interrumpió una vez más.
—Anoche te eché de menos.
Bueno, tal vez la carta no era tan urgente, después de todo.
Se levantó, cerró con llave, y le demostró a Nicole lo mucho que él también la había añorado.
Mucho después, un Richard inspirado escribió a Julian confirmando la asistencia, agradeciendo y aceptando con orgullo apadrinar a la pequeña, y pidiéndole un pequeño favor. Necesitaba hacer una trasgresión en el brindis que haría como padrino, y esperaba poder contar con su permiso. Le pidió, también, que bautizara a la niña por la tarde y organizara un baile, donde todo el mundo tuviera que circular de un lado para otro, y las noticias se propagaran más rápido.