21

Dos golpes suaves en la puerta la sacaron de su ensimismamiento.

—Nicole, ¿puedo pasar?

No esperaba que la buscara, no después de lo que acababa de ocurrir. Sin saber cómo interpretar su visita, lo invitó a entrar.

Richard asomó por la puerta con una pequeña sonrisa, que sus hoyuelos remarcaban, y ambos vasos de whisky en la mano. Le devolvió la sonrisa tímidamente, y le enseñó el que portaba ella. El gesto de Richard se ensanchó, y se acercó a la cama, donde Nicole estaba reclinada, con un sencillo camisón de batista blanco puesto.

—¿Puedo? —Señalaba el otro extremo de la cama.

Ella asintió de nuevo, y vio cómo se acomodaba enfrente. Tomó los vasos que él le ofrecía, y los dejó en la mesita de noche, donde se encontraba también el suyo. Él la miró largamente. Vio sus ojos enrojecidos por el llanto, y alargó la mano para rozarle las mejillas, en un ligero toque que ella casi hubo de imaginar.

—¿Qué te pasa?

La preocupación en la voz de él la emocionó. Se encogió de hombros, incapaz de hablar o de explicarle lo que sentía. Richard esperó paciente a que ella respondiera. Al ver que eso no sucedería, pero que no huía del contacto de su caricia, presionó un poco más.

—Cariño, si no sé cómo te sientes, si no lo hablamos, no podremos solucionarlo. Y yo quiero superar esto, Nicole. De veras que quiero.

La delicadeza de sus palabras y sus sutiles caricias la animaron a declararle sus anhelos.

—Me siento vulnerable, Richard.

Volvió a callar. Esta vez él no presionó. Esperó con calma a que ella supiera cómo continuar.

—Lo que ocurrió la noche que nos casamos fue horrible. —Hizo acopio de voluntad para no llorar—. Y no quiero volver a pasar por algo así.

Richard apartó la mano de su mejilla. Sabía que le había hecho daño con sus acciones, pero oírselo decir así, con la voz rota, le afectó en lo más profundo de su corazón.

—Ojalá pudiera cambiar lo que ocurrió, Nicole. Actué como un estúpido. Me sentí dolido y no pensé en nada que no fuera hacer que tú te sintieras igual. Lo siento.

La disculpa, que por fin llegaba, la consoló un poco.

—Puedo garantizarte que lograste tu objetivo. Dolió.

Él se encogió ante sus palabras.

—Solo puedo decirte, aunque sirva de poco, y rogándote que me creas, que no te fui infiel. Aquella noche llevé a Marien a la ópera y luego la dejé en casa, pero no ocurrió nada. Desde aquella noche en los jardines contigo, cuando subimos juntos a tu alcoba, no he vuelto a estar con una mujer, no he deseado estar con ninguna mujer.

Richard no esperaba que la creyera. Sabía que no merecía su confianza, pero era imprescindible para él que ella supiera que solo deseaba estar con ella. Nicole lo miró directamente a los ojos.

—Lo sé.

La aseveración le sorprendió. No había dicho que le creyera, sino que lo sabía.

—¿Lo sabes? —repitió tontamente.

Ella se lo confirmó de nuevo.

—Marien. —Vio que él la miraba intrigado—. Estaba en la biblioteca, recogiendo tu pluma de debajo del escritorio, cuando os vi entrar.

Él profirió una risotada, en parte de alivio, en parte al imaginarla allí, agazapada. Ella le dirigió una mirada seria, justificándose.

—Ya te he dicho en más de una ocasión que escuchar a escondidas tiene sus ventajas.

Él tomó una mano entre las suyas, y se la besó con ternura.

—Ya te di la razón una vez sobre eso. Me reafirmo.

Entonces fue a ella a quien le tocó reír.

Se mantuvieron sin hablar otro ratito.

—Richard, sé que no volverás a hacerme daño, sé que no me herirías de nuevo a propósito. Pero no logro alejar de mi mente la certeza de que dependo enteramente de tu voluntad, de tus arranques, de tus sentimientos. Y eso me hace sentir débil.

Él comprendió a qué se refería. Desgraciadamente tenía razón, y no sabía cómo tranquilizar sus reparos. La sinceridad era sin duda la mejor vía.

—Ojalá pudiera prometerte que no volveré a enojarme contigo, Nicole, que no volveré a dudar. Pero soy de naturaleza impulsiva, y sé que ocurrirá. —Hizo una pausa, buscando cómo continuar—. Lo que sí puedo prometerte es que trataré de confiar en ti, que hablaré contigo cuando eso ocurra, en vez de huir como un toro en estampida. Quiero ser digno de tu confianza, Nicole.

Era exactamente lo que estaba haciendo ahora, pensó Nicole. Ella se había ido espantada, y él la había seguido, con genuina preocupación y buscando aliviar el sufrimiento de ambos. Eso la animó.

—De tu confianza, y del amor que una vez me ofreciste —prosiguió él.

Apartó la mirada, sonrojada. No quería recordar que le había dicho que le amaba. Su esposo la había ignorado entonces, y su reacción había sido, también, un insulto hacia ella.

Richard vio que sufría, y no insistió. Siguió con la conversación, con tiento. Tenía la sensación de que todo estaba yendo bien, que se hallaba ante una oportunidad única de mejorar lo que había entre ellos de forma sustancial.

—¿Cómo acabó mi nombre tachado en aquella lista?

Ella lo taladró con la mirada. No estaba segura de que fuera el momento de hablar sobre eso. Le había dicho que solo se lo explicaría una vez. Atenta, estudió su rostro. Parecía abierto a escuchar lo que fuera, incluso deseoso de creerla y pasar página. Esperanzada, decidió contárselo.

—Redacté aquella lista justo antes de que empezara la temporada. —Su mente se trasladó a aquellos días, en que todo estaba por ocurrir—. Hablé con James y le prometí que antes de que acabara la temporada encontraría un marido, aunque no tenía ni idea de quién sería. Fue el día que tú y yo discutimos durante la comida.

Él sonrió, recordando cómo le había espetado que no eran familia. Ahora entendía el estallido de furia. Si había prometido casarse, sin tener un candidato claro, debía de estar irascible. Él lo estaría en su misma situación, eso seguro.

Sin reparar qué pensaba él, continuó.

—Cuando llegué a casa esa noche, decidí ordenar mis ideas sobre mi futuro esposo en una lista. Fue esa una de las páginas que encontraste.

No pensaba contarle que él había sido su parangón. Eso sería humillante.

—Luego decidí redactar otra lista con todos los hombres que pudieran buscar esposa. Ésa fue la segunda página. Y no te incluí en ella, por cierto. Entenderás que en aquel momento tú no eras precisamente mi persona favorita.

Él sonrió. Desde luego, por aquel entonces ella tampoco era la persona favorita de él.

—Pero la noche de la terraza, cuando me dijiste que lamentabas haberme cortejado hasta que me enamorara de ti… —vio con satisfacción que él se ponía rojo como la grana—. Bien, cuando llegué a casa me di cuenta de que efectivamente jamás entrarías en mi lista de candidatos, y no solo por todo lo que había sucedido entre nosotros el año anterior. La razón principal por la que jamás podría considerarte un candidato era que tú nunca me tendrías en cuenta como esposa.

Él asintió, siguiendo la línea de su lógica. Lo cierto era que él había pensado exactamente lo mismo en aquellos días.

—Bueno. Pues ante tal evidencia me sentí ninguneada. Y me molestó que, después de tu engaño del año anterior —de nuevo él se sonrojaba— fueras tú, además, quien me rechazara. Así que añadí tu nombre solo para darme el gusto de tacharlo.

Él rio, imaginando perfectamente a su pequeña fiera anotando su nombre completo, y el placer que debía de haber experimentado al tacharlo. Le guiñó el ojo.

Nicole se sintió más tranquila al ver que él no se molestaba con su historia.

—Por eso tu nombre estaba el último en mi lista. Y por eso estaba diligentemente tachado. Las explicaciones que seguían…

Divertido como jamás pensó que lo estaría sobre nada que se refiriera a aquella condenada lista, la tomó por las mejillas y le dio un sonoro beso en la boca. No quería saber nada sobre poner cara de besugo.

Ella rio ante su reacción.

—Ojalá hubiera preguntado aquel día —dijo impulsivamente.

—Aquel día no hubieras creído nada de lo que te hubiera podido decir.

Él asintió, contrito.

—Eso es cierto. Y probablemente en el futuro ante una situación similar, tampoco creeré nada. —Ella le miró, decepcionada—. Pero he prometido que esperaré hasta calmarme, y que te preguntaré antes de cometer otra estupidez. Y eso sí sé que puedo hacerlo.

Ella no se atrevió a besarle, aunque le apeteciera más que ninguna otra cosa en ese momento. Sentía que, a pesar de la gravedad de todo lo ocurrido, acababa de pasar página. El tiempo, y lo que construyeran a partir de entonces, haría el resto. Tímida, cogió el vaso de la mesilla de noche, tratando de mantener su mente entretenida con cualquier otra cosa. Al ver que ella se retraía de nuevo, se arriesgó.

—¿Podrás perdonarme algún día, Nicole?

La preocupación de él, la súplica en su mirada, le infundieron seguridad. De repente se sintió importante para él, casi imprescindible. Valiente, bromeó.

—Hummm, tendrás que convencerme de que lo haga. Creo recordar que en el jardín de Londres fuiste muy… convincente.

Él no esperó más insinuaciones. Se acercó a ella hasta casi tocarla con su propio cuerpo, le arrancó el vaso de las manos, lo colocó de nuevo en la mesita con un golpe seco, y la besó.

Abrió la boca para recibirle, ansiosa. Él aceptó su invitación y se sumergió en la boca de ella con pasión. Nicole le rodeó con los brazos y se pegó completamente a él, deseosa de recibir todo lo que quisiera darle, segura como nunca de lo que deseaba.

Richard quería ir despacio, pero había cierta urgencia en las maneras de su esposa que le impulsaban a acelerar sus movimientos, a ir más rápido de lo que quisiera. La tomó por la espalda y terminó de pegarla contra su pecho. Sintió cómo le aplastaba los pechos contra su duro torso, buscando instintivamente aliviar la necesidad de su cuerpo.

La soltó por un momento y se separó. Nicole abrió los ojos y protestó, sintiéndose perdida sin su cercanía. Él apartó con impaciencia las sábanas que la cubrían y volvió a cerrar el espacio que los separaba, casi con violencia. Ella se movió, tratando de sentarse sobre su regazo. Richard la asió por las caderas y buscó que nada los separara. Ella se sentía arder, sabía lo que quería, y toda la ropa de él era una barrera entre lo que tenía y lo que necesitaba. Tiró con fuerza de la chaqueta, y la lanzó con descuido. El chaleco corrió la misma suerte. Siguió con la camisa, pero se atascó con los botones. Sus dedos temblaban y era incapaz de separar la pieza del ojal.

Deseoso él también de sentir las delicadas manos de ella sobre su piel, se separó momentáneamente y se la sacó por encima de la cabeza. Trató de arrojarse de nuevo sobre la joven, pero Nicole se lo impidió con la mano. Aquella noche, en su alcoba, apenas había habido luz y habían permanecido prácticamente en la penumbra. Quería verle, satisfacer su curiosidad y disfrutar de su cuerpo con todos los sentidos. Pasó la palma de la mano por su pecho, sus hombros, sus abdominales, cada vez con mayor presión, fruto de la urgencia que la apremiaba, del calor que amenazaba con hacerla arder por completo. Fue ella misma quien volvió a pegar la boca contra la de él.

Richard, de nuevo con ella entre sus brazos, bajó las manos hasta sus pechos. Los pezones estaban ya enhiestos, y la sintió enloquecer ante la presión de sus dedos. Nicole gimió, suplicando más, y la complació al punto. Le sacó el camisón por la cabeza, tal como hiciera con su propia camisa, y la tuvo desvestida frente a él. Quería también mirarla, gozar de su gloriosa desnudez, pero ella no se lo permitió. Le cogió de las muñecas y volvió a dirigirlo hasta sus pechos, que exigían la atención de sus manos.

Richard mantuvo una allí, pero bajó la otra hasta los delicados rizos de entre sus piernas. Jugó un poco con el botón que escondían, antes de sumergir un dedo en el interior de ella, y sentirla preparada. Las caderas de ella ondularon sus movimientos hacia su mano, que la estaba transportando, como aquella noche en Londres, hacia las sensaciones más deliciosas.

Él tuvo que separarse. Quería desnudarse. Quería tumbarla y hacerle el amor con pasión. No quería amarla a medio desnudar y con ella encima, donde no tuviera ningún control sobre la situación. Y si no se detenía en ese momento y se quitaba la ropa, ya no podría hacerlo.

Nicole sollozó, frustrada. Richard lanzó sus zapatos, y en un solo movimiento se quitó medias, pantalones y calzones, dejando al descubierto su deseo, coronado por su erección. Ella absorbió todo lo que veía, y gimió de nuevo, pidiendo a su esposo que la tomara.

Richard la tumbó sobre la cama, abrió sus piernas, que colocó rodeando sus caderas, y la penetró. En su segunda embestida ella seguía los movimientos en sentido contrario, buscando acompasar su cuerpo al de él. Richard gimió de placer, temblando, sintiéndose al borde del abismo.

—Nicole —no reconocía su propia voz—, no podré soportar esto mucho más tiempo.

Ella sabía a qué se refería, sentía también su propia desesperación.

—Perfecto —su voz, ronca, sonó divertida—, porque yo tampoco aguantaré mucho más este tormento.

Aquellas palabras fueron la perdición de él. Se apuntaló sobre uno de sus brazos, mientras con el otro levantaba las caderas de ella, y se enterró con fuerza en su interior. Apenas dos acometidas después ambos alcanzaron el clímax.

Richard cayó sobre Nicole, quien recibió su cuerpo encantada.

Cuando, minutos después, ambos recobraron la conciencia, y a ella comenzó a molestarle el peso de él, este se retiró y se quedó de lado, apoyándose sobre el codo, y mirándola, satisfecho.

Ella se estiró, presumida, ante él. Se sentía en paz, como nunca antes.

—Te amo.

Las palabras de él sonaron seguras. Ella le miró, incapaz de articular palabra. Sus sentimientos se quedaron atascados en su garganta, del júbilo que sentía. Richard, a pesar de su silencio, reconoció los sentimientos de ella en sus ojos, y sintió la felicidad más pura estallar en su pecho.

—Sé que no merezco tu perdón, y menos aún tu amor, Nicole. Pero lo recuperaré, y nunca te arrepentirás de habérmelo entregado.

Dos lágrimas acariciaron las mejillas de ella. Con voz entrecortada, se declaró:

—Ya lo tienes, esposo mío, es todo tuyo. Solo tienes que tomarlo, tomar todo lo que soy. Te amo, Richard.

Se besaron de nuevo, más reposados esta vez. Fue un beso sin reservas, sincero.

Se separaron de nuevo.

—Aquella noche fue más que orgullo herido, Nicole. Cuando creí que no me considerabas lo suficientemente bueno para ti, me estalló el corazón. Entonces ya te amaba, y fue el desgarrador dolor el que me impulsó a actuar como lo hice.

A Nicole le gustó saber que, cuando ella le declaró que le amaba aquella primera vez, aunque no lo hubiera reconocido, él también estaba enamorado de ella.

Se miraron otro rato, como si se conocieran por primera vez. Nicole cambió de tema.

—Me gustaría pedirte algo, como regalo de bodas.

Él sonrió, animado.

—Tú tampoco me has hecho a mí un regalo de bodas. ¿Podré pedirte algo yo después?

Ella le dio una palmada en el hombro.

—Tú no te mereces un regalo nupcial, Richard.

«Está bromeando», pensó maravillado. Su tono era indudablemente de chanza. Que ella pudiera hacer una pequeña burla sobre lo ocurrido era sin duda un gran paso. Dio gracias al cielo por haber sido bendecido con una mujer como ella.

—Ya hablaremos de eso. —Sonrió, feliz—. Bueno, dime qué es lo que quieres, mi pequeña fiera.

Ignorando el calificativo, prosiguió con su petición.

—Quiero algo confeccionado por Marien.

Él habría esperado joyas, muebles nuevos para la casa, cualquier cosa excepto eso. Sentía que era él quien recibía un presente. Emocionado, no atinó a decir nada.

—Me impresionó la fortaleza de esa mujer —explicó—. No creo que vaya a pasarlo bien exiliada en el campo, dada la vida a la que ha estado acostumbrada, y desde luego no quiero volver a verla. Pero tal vez si llevo ropa de ella, podré ayudar a arrancar su negocio.

—Eres una mujer maravillosa, Nicole. Siempre daré gracias por ello.

—Y yo te lo recordaré, te lo aseguro.

Sabía que era absurdo, pero la suerte de Marien, de las mujeres como ella, que no habían tenido la fortuna de nacer en el seno de una familia adinerada que velara por ellas, se le había hecho muy real la tarde que ella acudió a la finca. Debía de ser terrible no tener adónde ir. Y siendo justa, no era Marien quien la había traicionado.

Sería su expiación definitiva, su abandono total del rencor.

Richard la besó con cariño un par de veces, hasta que recordó cierta historia de Londres. Se apartó para poder mirarla.

—En realidad, mi amor, sí te hice un regalo de bodas.

Ella se incorporó, dubitativa.

—El matrimonio de Thorny y Kibersly.

Nicole seguía sin entender. Él sonrió, orgulloso.

—Encontré a Kibersly una noche, en White’s.

Y le relató con todo lujo de detalles lo ocurrido. Las finanzas de él, su necesidad de una heredera, y la nota que le había enviado. Cuando hubo finalizado ella seguía sin entender.

—Richard, ella es marquesa ahora. Tendré que hacerle una reverencia cada vez que la vea.

—Ya, cariño, pero ella va a tener que medir lo que gasta durante el resto de su vida, mientras que tú podrás gastar a placer y presumir de ello frente a ella, mientras la reverencias.

Ella lo pensó, y le gustó la idea de que ella no pudiera concederse todos los caprichos que se le antojaran. Satisfecha, se volvió a tumbar.

—¿Crees que somos muy malvados por regodearnos de sus estrecheces?

Él sonrió malévolo.

—Muy malvados. Pero ¿sabes? De repente me apetece ser muy, muy malvado.

Dicho esto, se dedicó a portarse mal, entre enredos de sábanas y susurros de amor.