19

Nicole deslizaba las manos por el teclado de su piano, arrancando a las cuerdas una triste melodía. Se sentía melancólica, y apenas era consciente de lo que estaba haciendo. Conocía la partitura de memoria, y sus dedos funcionaban como autómatas. Se alegraba de que su hermano, que había regresado la víspera, hubiera dado orden desde Londres para que trasladaran su instrumento a la casita del leñador, porque necesitaba la soledad y la paz que esta le brindaba.

Hacía una semana que había vuelto de América, y nada había cambiado. Richard y ella apenas coincidían durante el día. Solo una vez habían desayunado juntos, y por primera vez en su vida, a Nicole le había molestado el silencio absoluto bien temprano. Las demás mañanas, para cuando ella llegaba a la mesa él ya se había ido a los campos, donde permanecía el resto de la jornada.

Nicole pasaba las mañanas cabalgando y tocando el piano en la casita, a falta de un entretenimiento mejor, y las tardes con el ama de llaves, la señora Growne, conociendo mejor la casa, al servicio, preparando menús, y en definitiva, adaptando su nuevo hogar a sus gustos y necesidades. Las noches, en cambio, eran largas y silenciosas.

A las siete en punto se servía la cena, y a diferencia de Stanfort Manor, en Westin House solían ser actos muy informales. En casa de su madre las comidas eran casi de etiqueta, independientemente de que hubiera o no invitados. La mesa debía estar vestida con sus mejores galas, al igual que sus comensales. Y el tablero era tan largo que dificultaba cualquier charla. Allí, en cambio, Richard bajaba incluso sin chaleco a cenar, y ella había dejado de ponerse joyas el segundo día. La mesa era redonda, y la cercanía era tal que se podía conversar sin necesidad de levantar la voz en absoluto. Si es que se quería hablar, claro.

La primera noche Nicole había preguntado por el transcurso de su día, pero él había sido muy vago en su respuesta, apenas un par de gruñidos. Ella pasó a relatarle los cambios que había planeado para la casa, deseosa de dar normalidad a su vida cotidiana, pero lo dejó a la mitad, consciente de que no la estaba escuchando. Él ni siquiera se dio cuenta de que había abandonado su explicación a medias.

Cada noche, después de la cena, Richard se retiraba a la biblioteca, donde pasaba horas. Nicole iba a una pequeña salita de color azul, donde se sentía cómoda, y leía un rato. Había conseguido una botella de whisky que escondía, todavía por abrir, en el fondo del mueble bar. Cuando subía a dormir, todavía veía luz por el resquicio de la puerta de la biblioteca, y por más que se esforzara nunca se mantenía despierta el tiempo suficiente como para oír a su esposo entrar en la habitación de al lado.

Lo único bueno de dirigirse apenas la palabra era que no discutían en absoluto. Parecía que, al menos hasta ese momento, habían acabado los reproches y las suspicacias, pero Nicole no era capaz de adaptarse a tanto silencio. Era una mujer de naturaleza alegre y espontánea, y tener que medir lo que decía o hacía en su propia casa la hacía sentirse triste. En realidad, como no dejaba de recordarse, estaba en una casa que le era ajena, con un marido al que apenas veía, y sin nadie a quien poder pedir consejo.

No sabía qué podía hacer para cambiar la situación. Se había disculpado por su precipitada marcha, había obviado el tema de su infidelidad, o al menos había renunciado a discutirlo con él, trataba de aparentar normalidad y se mostraba cordial, e incluso, interesada, en la marcha de la hacienda. Pero Richard apenas le decía nada, y para ser sincera, tampoco estaba segura de saber qué quería oír de los labios de él. Exigía una disculpa, eso seguro, pero desgraciadamente que le dijera que lamentaba haberla humillado públicamente de la forma más cruel, y que le pidiera que le perdonara por haberle sido infiel en su primera noche de casados, si bien aliviaría un poco su orgullo, no cambiaría los hechos. Él la había tratado de la peor forma posible, y eso era algo con lo que tendría que aprender a vivir durante todo su matrimonio.

Temía tener que volver a mezclarse con otras damas, temía la llegada de su madre, prevista para la semana próxima, temía la llegada de su suegro, que no tenía, al parecer, interés alguno en reconocerla, y temía sobre todas las cosas que Richard volviera a hacerle daño.

Si volvía a confiar en él, si lograba superar lo ocurrido y le entregaba de nuevo su corazón y su cuerpo, y este volvía a desdeñarla, no lo resistiría. Se iría de allí para siempre, con el alma desgarrada e insanable.

Detestaba tener que ser ella, la víctima, quien hiciera algo para que su matrimonio saliera adelante. Ella, que había soportado la peor de las vejaciones, que había confesado su amor, para que él lo ignorara. Pero no tenía otra opción, pues al parecer a su esposo le importaban bien poco las circunstancias, y no eran precisamente los hombres quienes sufrían las consecuencias de un mal matrimonio. Necesitaba que su unión funcionase, aunque solo fuera para poder seguir viviendo en paz.

Y su matrimonio iba a funcionar, estaba empeñada en ello. No podía afrontar lo que estaba por llegar si no pensaba que todo saldría bien, y no se refería únicamente a lo socialmente establecido. Superaría lo que fuera necesario para ser feliz. Quería ser feliz, y quería serlo con Richard. Tal vez si tenían un hijo…

Aunque para eso era necesario intimar, y al parecer él tampoco tenía ningún interés por ella en ese aspecto. Quizá debiera seducirlo. Ese pensamiento la animó, pero enseguida su corazón le dijo que había dos cuestiones insalvables en su plan.

Una era su orgullo. No podía tratar de embelesar a su esposo después de saber que había estado con otra. Tenía que ser él quien diera el primer paso. Nicole se merecía ser cortejada y seducida de nuevo. No era pedir demasiado, según su criterio.

El otro problema eran sus conocimientos en las artes amatorias, o más bien su falta de ellos. Si bien ya no era virgen, y tenía una ligera idea de cómo funcionaban las cosas entre un hombre y una mujer, no sabía cómo hacer que su marido la deseara. Una cosa era flirtear con otros jóvenes en un salón de baile, y otra muy distinta provocar a un hombre con la experiencia de Richard, y en su propia casa.

Bueno, pues si su esposo no hacía nada por acercarse a ella, y ella no podía hacer nada por acercarse a él, la cuestión se complicaba. Quizá debiera manifestar el deseo de ser madre. Richard no le negaría eso. Y su orgullo no saldría tan malparado si pedía hacer el amor con él para darle un heredero, ¿no?

Decidió darse unas semanas de plazo, y si no daba ningún paso hacia ella, le forzaría un poco. En su actual situación, era más fácil que la cosa mejorara que que pudiera empeorar.

Richard cabalgaba hacia el molino. Lo habían reparado un par de años atrás, tras una riada. Estaba por tanto en perfectas condiciones, pero quería hablar con el molinero y asegurarse de que todo estaría en orden para cuando llegara parte del grano. Además de servir a todos sus arrendatarios, ese molino era utilizado también, a un precio algo mayor, por los arrendatarios de las tierras de Stanfort, que eran limítrofes. Era tanto un proveedor de servicios como de ingresos, de ahí su capital importancia.

Esa mañana tampoco había coincidido con Nicole. El primer día ella durmió hasta tarde, fatigada, supuso, del largo viaje trasatlántico. Pero al siguiente había madrugado y ambos habían coincidido en la mesa del desayuno, lo que fue bastante violento. Seguía sin saber cómo tratar con ella, y hasta que no lo supiera, no pensaba hacer ningún movimiento en falso. Ella apenas le dirigió la palabra, y él había hecho lo mismo, jurándose que no volvería a coincidir con ella a esa hora.

Las cenas, en cambio, eran inevitables. Nicole le preguntaba sobre sus actividades del día, pero apenas le contaba nada de lo que hacía ella. Y eso era lo que más le importaba a él, saber de su esposa. Solo el primer día había comenzado a contarle los cambios que tenía planeados, como pidiéndole permiso, pero lo había dejado antes de terminar, intimidada, imaginó, por su falta de respuesta.

Richard sabía que pasaba las tardes en casa, familiarizándose con el servicio y la propiedad. Y por lo que la señora Growne le comentaba, estaba esforzándose mucho por ganarse a todo el mundo y por poner concierto en la casa, que tras la marcha de Judith, estaba falta de una mano femenina que la guiase. Según su ama de llaves, el funcionamiento del servicio doméstico iba a mejorar mucho, y tanto él como lord John, cuando regresara, iban a estar muy agradecidos a la nueva vizcondesa.

Pero lo que no sabía era qué hacía por las mañanas. Tomaba su caballo y salía, para no regresar hasta la hora de comer. Sabía que ella era una magnífica amazona, que gustaba de montar a diario, pero no podía creer que lo hiciera durante tantas horas. Si hubiera habido alguien en el vecindario, quizá podría haber estado visitando a sus amistades, pero todos estaban en Londres, acabando la temporada. Y tampoco estaba visitando a las esposas de los arrendatarios ni al vicario, pues él, que pasaba el día entero moviéndose por la finca, se habría enterado.

Así pues, ¿dónde se escondía? No quería pensar que estuviera con alguien. Nicole no iba a traicionarle. O al menos eso esperaba. Era una mujer que afrontaba sus problemas, no una arpía que planeaba cómo serle infiel.

A diferencia de él, se reprendió severo, que parecía no ser capaz de enfrentarse a su esposa. Desde luego que ella era mejor persona, y eso le hacía sentirse poco merecedor de tenerla.

Tras el fiasco de la primera noche, cuando fue a visitarla y la halló dormida, se había asegurado de no volver a cometer el mismo error. Después de cenar, se encerraba en su estudio, se tumbaba en el sofá y se tapaba con una manta, esperando que su cabeza dejara de analizar todo lo que estaba ocurriendo en su matrimonio para poder conciliar el sueño. Pasada la medianoche, cuando se despertaba, escondía cualquier indicio que delatara que había estado pernoctando allí y subía a su alcoba y a su cama, donde volvía a caer dormido casi al instante.

La cercanía de ella y su insomnio parecían ir parejos.

Estaba llegando al molino cuando distinguió la figura de James allí. Mierda, no tenía conocimiento de que hubiese regresado ya de Londres, y no le hacía demasiada gracia su llegada. En el muelle, la semana anterior, los duques se habían mostrado conciliadores. Bueno, era Judith quien se había mostrado conciliadora, James apenas le había dirigido la palabra, a pesar de que al irse le había tendido la mano a modo de despedida. Pero no estaba seguro de qué actitud tomarían ahora, y no quería sumar más problemas a su existencia. Con Nicole tenía más que suficiente.

Se acercó a él despacio, y atisbó a escuchar que hablaba con el molinero de la capacidad y rendimiento del molino, pensando también en la cosecha que estaba a punto de comenzar. Se colocó a su lado y escuchó las explicaciones de aquel al respecto. Dejó que fuera su cuñado quien manejara la conversación, pues era tan válido como él mismo en ese tema. Satisfechos ambos tras el informe del arrendatario, lo dejaron ir y se mantuvieron callados un rato.

Richard, más harto que James de los silencios, habló primero.

—Stanfort.

—Sunder.

—No sabía que hubieras llegado.

Su tono sonó perfectamente neutro.

—Anoche. Tu hermana se ha quedado organizando algunas cosas, yo he preferido salir a cabalgar, y dejarla a sus anchas en casa.

En circunstancias normales hubiera bromeado sobre el hecho de que hubiera huido de su esposa, pero las circunstancias no eran ni remotamente normales.

—Todo en orden con el molino, por lo que he oído. Venía hacia aquí con la misma intención. El trigo empezará a llegar en breve, y no quiero complicaciones.

James asintió, y ninguno de los dos dijo nada más. Arrancaron sus monturas al paso, dirigiéndose hacia el río. Esta vez fue James quien rompió el silencio.

—¿Y mi hermana?

—En Inglaterra, de momento. Ahora que has llegado tendré que asegurarme de que sigue en el país.

James acusó el golpe. Rebajó el tono, contrito.

—No debí interponerme entre vosotros. Pero ella estaba desolada, Sunder, debiste verla. —Bajó más la voz, y evitando cualquier matiz acusatorio prosiguió—. Quizá así te lo pensarías dos veces antes de repetir.

Afortunadamente no la había visto, pensó. Pero las palabras de su amigo no justificaban sus actos.

—Tú tampoco viste a mi hermana cuando le dijiste que la dejabas, James. Y créeme, fue dantesco. —Dejó que James recordara aquellos días antes de continuar—. Pero no por eso me la llevé lejos de tu alcance, por cierto.

De nuevo James hubo de disculparse.

—Lo sé, y de veras lo siento.

Ambos sabían que su arrepentimiento era sincero. A pesar de todo lo ocurrido, Richard había confiado más en James dos años antes, y eso le dolió.

Continuaron hasta llegar al arroyo, donde se detuvieron de nuevo. Bajaba bastante corriente para ser julio. Las lluvias de los últimos días habían aumentado el caudal considerablemente. Miraron hacia el puente, para asegurarse de que no se rompería, como ya ocurriera dos años antes. Estaba claro que la nueva construcción, más sólida que su predecesora, aguantaría sin problemas.

—Nicole nos ha pedido a tu hermana y a mí que no interfiramos, Sunder, pero si vuelves a…

—Pues haz caso a tu hermana y no te metas, Stanfort.

Su tono no admitía réplica. No iba a permitir amenazas de ningún tipo. Era su mejor amigo, comenzaron juntos en Eton, por el amor de Dios. Le conocía lo suficiente como para saber que, a pesar de su última estupidez, fruto de un arranque que ni él mismo podía justificar ya, se hacía cargo de los suyos. Y Nicole era suya. Por si acaso lo había olvidado, se lo recordó.

—Ella es mi responsabilidad ahora, James.

Su cuñado sonrió triste ante esa verdad. Siempre había sabido que Nick se casaría y se iría, pero jamás pensó que tendría que dejar de ocuparse de ella.

—Solo quiero que sea feliz, Richard.

Sonriendo tristemente también, dijo en voz baja, casi más para sí mismo que para su acompañante, lo que su corazón anhelaba.

—Yo también quiero que sea feliz.

Pero James sí le oyó. Y se quedó mucho más tranquilo. Richard lo arreglaría. Ninguna mujer se le resistía durante demasiado tiempo. Así había sido siempre. Aun así confiaba en que su hermana le presentara una fiera batalla antes de sucumbir.

Volviendo a aguas menos profundas, le advirtió de las intenciones de Judith.

—Pretende que cenemos juntos mañana por la noche. Los cuatro solos. Va a enviar una nota a tu casa. Y ya sabes que cuando a tu hermana se le mete algo entre ceja y ceja es imposible hacerla cambiar de opinión. Así que, ¿dónde crees que sería más conveniente que quedáramos, en Westin o en Stanfort?

Le gustó que le consultara. A pesar de que esas cuestiones eran cosa de mujeres, le pareció importante que se celebrara en Westin House, donde él, y Nicole, podrían tener el mando. Agradeció que su amigo, que también habría tenido en cuenta dónde estaría más cómoda su hermana, le permitiera elegir.

—Venid a casa mañana por la noche, ¿de acuerdo?

—Así será. Hasta mañana, Sunder.

—Hasta mañana, entonces, Stanfort.

Y cada uno espoleó a su caballo en dirección a su propia casa.

James volvió silbando, convencido de que Richard estaba realmente interesado en que lo suyo con Nick funcionara. En que funcionara de verdad. Y Sunder no lo sabía, pero acababa de ganar un aliado, convencido como estaba de que su hermana amaba a aquel cabeza hueca. Y de que el maldito cabeza hueca estaba enamorado de Nick, a su vez.

Cuando Richard dejó a Fausto en las caballerizas y llegó a la mansión, le aguardaba una desagradable sorpresa. Enfundada en una capa negra, le esperaba en la terraza su antigua amante.

¿Qué diablos estaba pasando? ¿Por qué se presentaba Marien en su casa, y más aún sin avisar? ¿Es que quería acabar de hundirle? Si Nicole se enteraba lo mataría. Peor aún, si Nicole llegaba a sospechar siquiera que la mujer con la que, en teoría, había pasado su noche de bodas, estaba en Westin House, sufriría muchísimo, y Richard ya la había hecho infeliz sin ayuda de nadie. No quería estropear sin remedio lo que fuera que tenía con ella.

Se acercó a la mujer, y le preguntó sin ambages.

—¿Qué haces aquí, Marien?

La vio dudar. Por un momento sintió que ella titubeaba, y supo que iba a mentirle, fuera lo que fuese lo que le dijera a continuación. La conocía demasiado bien.

—Richard, estoy embarazada. Vamos a tener un hijo.

En ese instante el tiempo se detuvo. Pero recordó sus vacilaciones, y supo, o quizá deseó con todas sus fuerzas, que lo que le decía no era cierto. La miró fijamente durante más de un minuto, sin hablar, esperando a que ella continuara con su embuste, y diciéndole con los ojos que no la creía. Marien era una buena persona, ¿qué la impulsaba a hacer algo así? Finalmente ella habló.

—Parece que no me crees.

Estaba más enfadada que desesperada. Eso le terminó de convencer, y respondió confiado.

—Conozco tus ciclos. No estás embarazada. No de mí.

Por supuesto no era cierto, pero uno no jugaba al póquer en el Emperor’s si no sabía echarse un buen farol. Marien se derrumbó ante él, confesando:

—Lo siento, Richard. No quería, pero he dejado el teatro, y no tengo adónde ir.

Las palabras de ella, sinceras sin duda, lo desarmaron. Dubitativo, la tomó del codo y la dirigió hasta el ventanal que daba a la biblioteca. Nicole pasaba las mañanas fuera, con suerte no se enteraría de la visita. Y Marien merecía, tras tanto tiempo juntos, algo de su tiempo.

Nicole había dejado el piano y había vuelto a Westin House. La música la estaba poniendo triste, así que decidió dejarla por ese día. Encontró en la bandeja de la entrada una carta de Stanfort Manor, donde Judith le pedía que cenaran juntos los cuatro la noche siguiente. Animada por la visita, que tal vez traería una tregua a su casa, acudió a la biblioteca a buscar pluma y papel para contestarle de inmediato, invitándolos a ambos a cenar allí, pues le parecía más seguro dada su situación con Richard. Admiró el magnífico escritorio, acariciando la superficie con los dedos. Tan ensimismada estaba, imaginando allí a su esposo todas las noches, solo sin ella, que rozó la pluma, dejada de cualquier manera en el borde de la mesa, cayendo esta al suelo. Se agachó con fastidio a recogerla de debajo del escritorio, y justo en ese momento oyó las puertas de la terraza que se abrían, y vio por la rendija que había entre la tabla de sujeción y el tablero cómo Richard y una mujer rubia entraban en la estancia.

Enfadada, pero prudente, se agachó, dispuesta a escuchar lo que tuvieran que decirse aquellos dos. En más de una ocasión escuchar a escondidas, por muy reprobable que pudiera ser, le había resultado productivo. Como Richard estuviera planeando serle infiel, lo mataría ella misma, poquito a poco.

La acompañó al sofá, se sentó él en un sillón justo enfrente, y esperó a que hablara. Marien se tomó algo de tiempo para poner en orden sus pensamientos antes de comenzar. Richard se impacientó.

—¿Estás embarazada, Marien?

Nicole hubo de ponerse la mano en la boca para ahogar un grito. Afortunadamente no la oyeron, tan enfrascados estaban el uno en el otro. Así que aquella era la famosa Marien, la amante de su esposo. Tuvo que contenerse para no salir a enfrentarla.

—Ya me has dicho que sabes que no, ¿por qué preguntas, ahora?

—Sé que no estás embarazada de mí, Marien. Pero ¿lo estás?

Ella pensó antes de concederle la verdad.

—No, lo cierto es que no.

La mujer hablaba en voz baja. Nicole hubo de agudizar el oído para poder seguir sus palabras.

—Pero pensé que si te decía que estaba embarazada me ayudarías, por miedo a un escándalo mayor. La noche de la ópera…

—Aquella noche no ocurrió nada —la interrumpió—. Ambos lo sabemos bien.

—Sí, ambos lo sabemos. Pero no el resto de la sociedad, Richard. Pusiste mucho empeño en conseguir que todos pensaran que aquella noche habíamos estado juntos.

Había reproche en su voz. Él se sintió culpable por utilizarla.

—Te dije que solo iríamos a la ópera. Debiste creerme.

—Lo recuerdo —admitió ella—. Pero jamás pensé que fuera cierto.

Ambos se mantuvieron en silencio unos segundos, sumergidos en sus propios pensamientos. La cabeza de Nicole, en cambio, era un hervidero. Por un momento había creído lo peor, que su esposo iba a tener un hijo con otra mujer, y ahora no cabía en sí de euforia. ¡Él no le había sido infiel! La voz de ella la devolvió a la conversación.

—No debiste hacerlo, Richard. Los rumores que circulan en Londres son terribles.

—Me importa una mierda lo que digan.

—Pero a tu esposa sí le importará. —Calló, para medir su reacción. Ella lo conocía tan bien como él a ella—. ¿Qué te hizo, para que reaccionaras tan cruelmente? Tú solo atacas cuando algo te hiere. Supongo que debes amarla mucho, si tanto te ha hecho sufrir como para que la ridiculices de esa forma y para siempre.

Richard se encogió de hombros, consciente de su error. No quería hablar de su matrimonio con nadie, y menos con Marien.

—Dime a qué ha venido la historia del embarazo y porqué te han echado del teatro.

Ella replicó airada.

—No me han echado. Me he ido. Estaba cansada de ese mundo, y de la ciudad. Así que cuando el dueño anunció que cambiaba de representación, y me ofreció un papel menor con un salario exiguo, decidí que era el momento de buscar algo nuevo. —Su actitud cambió entonces, volviéndose suplicante—. Pero no tengo adónde ir, Richard. Busqué trabajo en varias modistas. Sabes que me encanta coser y se me da bien la aguja. Pero no me aceptaron, debido a mi anterior empleo. Hace dos semanas que no pago el alquiler, y me han echado del apartamento. Sé que no debí venir, pero no tenía otra opción.

Richard le tomó las manos, tratando de infundirle ánimo. Prosiguió, más calmada.

—Por supuesto, había otras opciones… —No hacía falta mencionar la prostitución para saber que hablaba de ella—. Pero no quise tenerlas en cuenta. Tú nunca me trataste como una furcia, y me niego a sentirme como tal.

Richard asintió, aprobador.

—También podría vender todo lo que me regalaste. Nunca me diste nada de valor excesivo, y sé que lo hiciste porque me respetabas demasiado para comprar mis favores. —Levantó la vista, y sabiendo que a él le gustaba lo que estaba escuchando, se permitió bromear—. Ojalá hubieras sido menos caballeroso conmigo.

Él sonrió, también.

—No fui precisamente caballeroso el día que te dejé.

—No importa, tampoco yo estuve a la altura.

Aliviados ambos por haber quedado en paz, volvieron a quedarse en silencio.

Nicole, debajo del escritorio, seguía memorizando cada palabra, ávida de más. Así que Marien era, después de todo, una mujer decente. A pesar de detestar a aquella actriz, por conocer a su esposo mucho mejor que ella, en todos los sentidos, y por haber participado en su caída, no pudo dejar de sentir cierta admiración por su coraje.

—¿Por qué no has vendido lo que te regalé? No te retiraría de por vida, pero sí te podría permitir montar un modesto negocio de costura en algún pueblo.

Ella sacó de su enorme bolso una caja, y la abrió. Dentro estaban todos los presentes de él. La puso en sus manos.

—Lo sé, pero me daba pena deshacerme de ellos. Cada pieza es un recuerdo hermoso. Así que había pensado vendértelas a ti —contestó con timidez.

Richard rio, medio escandalizado.

—¿Y qué pretendes que haga con ellas? Desde luego, no puedo regalárselas a mi esposa.

«Eso, desde luego». Nicole quiso gritar. Afortunadamente Marien pensó lo mismo.

—¡Eso, desde luego! Ni tú eres tan burro, Richard —rio—. Pero quizá podrías comprárselas a una vieja amiga necesitada, y donarlas después a algún orfanato. Bien sé la falta de fondos que tienen siempre esas instituciones.

Richard cerró el cofre con cuidado, y se lo devolvió.

—No puedo quedármelas, Marien, sabes que no puedo.

Ella le miró, destrozada, pero asintió. Richard prosiguió:

—Ve al pueblo, y hospédate en la posada de El halcón y el jabalí. Mi administrador irá a verte esta tarde. Él se encargará de la cuenta, y de buscarte un pequeño local donde establecerte y un capital para iniciar tu negocio de costura. —Los ojos de ella brillaban esperanzados—. Pero tendrá que ser lejos de aquí, Marien. Muy lejos.

Ella le abrazó, llorando. Él le acarició el pelo unos minutos, despidiéndose para siempre de la que fue una gran amiga. Poco después se separaron, y la acompañó hacia la terraza de nuevo, recordándose y recordándole que su esposa no debía saber nada de lo ocurrido. Entre lágrimas y agradecimientos, Marien se despidió.

Richard salió por la terraza, dio la vuelta a la casa, y entró por la puerta principal, sintiéndose algo mejor.

Nicole salió de debajo de la mesa. Tenía lágrimas en los ojos, y no estaba segura de por qué. Todo lo oído le daba esperanzas. La noticia del embarazo casi le provocó un desmayo. Por un momento lo vio todo negro y creyó que perdería el sentido. Pero la respuesta de Richard le había devuelto la esperanza. Salió de la biblioteca corriendo, subió las escaleras de dos en dos, en un alarde de pésima feminidad, y se encerró en su alcoba, a ordenar sus pensamientos.

Miles de ideas se agolpaban en su mente, corriendo sin sentido. ¡Él no le había sido infiel! Había tenido la oportunidad, y la había desechado. Una gran dicha se apoderó de ella. No la había engañado.

Sabía que no podría publicarlo en el Times, y que para toda la alta sociedad ella habría sido repudiada por su esposo en la misma noche de bodas. Pero ella sabía que no había sido el caso. La humillación seguiría allí siempre, pero en su corazón sabía que él no había sido tan cruel como hubiera podido. No había sabido cuán importante era para ella la fidelidad de Richard hasta que la había recuperado.

De repente todo parecía más fácil, menos oscuro. Conseguiría sacar adelante su matrimonio. Buscaría la forma de superar el silencio que se había erguido entre ambos.

Ella debía de importarle un poco. Si Richard la hubiera odiado, o no hubiera sentido afecto por ella, habría pasado la noche de su boda con Marien. En cambio, solo había buscado hacerle daño en público.

No es que le pareciera poco. Pero tenía que quererla un poco si tanto le había afectado creer que ella lo había rechazado como esposo, y aun así no había podido consumar su venganza plenamente. Tal vez Richard sentía algo especial por ella. Quizá lo que movió sus actos aquella noche no fue solo el orgullo, sino también un corazón, si no roto, al menos sí bastante magullado.

Las dudas la asaltaron. Ya había pensado una vez que él estaba interesado, y había sido en realidad una artimaña contra James. Quizá volvía a esperanzarse infundadamente. Pero no, esa vez incluso Marien, que tanto parecía saber de él, había supuesto que Richard la amaba.

Se obligó a ser optimista. Su esposo sentía algo por ella, estaba convencida. Y pensaba averiguar qué era exactamente. Se pasó todo el día allí arriba, intentado trazar un plan para la cena.

No quería que supiera que había escuchado a escondidas y que ahora sabía que no le había sido infiel. Ése era su as en la manga. Esperaría que fuera él quien le confesara que no había llegado tan lejos como había pretendido aparentar.

Se mostraría más que cordial esa noche. Judith y James acudirían al día siguiente a visitarles. Quizá bromeara sobre retirar cualquier objeto punzante de la mesa.

Animada, se acicaló más que los otros días, y bajó a las siete menos cinco al comedor. Desgraciadamente, él no apareció.

Richard había visto a Nicole subir las escaleras a toda prisa poco después de que la visita se fuera. Maldita fuera su suerte. Seguro que su esposa se había cruzado con Marien y estaría pensando lo peor de él.

Agobiado ante la idea de cenar a solas con ella, sin saber si le creería o no sobre lo inocente de la situación, mandó una nota diciendo que esa noche cenaría fuera, y se quedó hasta altas horas en la taberna del pueblo.

Al día siguiente llegarían Judith y James. Se alegró de poder contar con compañía, aunque quizá los refuerzos no fueran para él.