18

Diez semanas después

Ella le había denostado. Él la había humillado. Hubieran quedado en paz, si su esposa no hubiera huido. Se suponía que le debía una afrenta, pero estaba dispuesto a pasarla por alto si ella no se lo ponía demasiado difícil. Tras mucho reflexionar, había decidido que esperaría una explicación y una disculpa por la lista, que había encontrado el día de la huida en su alcoba, arrugada, y que había memorizado, y lo dejaría correr.

Richard esperaba en el puerto la llegada del Princesa de los Océanos, que traería a Nicole de regreso a casa. Lady Evelyn le había avisado de la llegada de ella. Y para mayor confirmación, dos carruajes con el blasón de la casa de Stanfort esperaban en la calle, detrás del suyo.

La duquesa viuda había sido de gran ayuda durante aquel tiempo. No solo le había mantenido informado sobre el viaje de sus hijos. Había mandado además todas sus cosas al campo. Sus ropas, sus cuadros, sus antiguas muñecas… todo estaba ahora en Berks.

Cuando supo de la huida de su esposa, regresó a su casa de Londres, mandó recoger sus pertenencias y se refugió en Westin House. Poco le importaba si su padre decidía regresar también. Quería olvidar todo lo que había ocurrido entre él y ella, y la forma más sencilla era irse de la ciudad. Si fuera posible, querría olvidar, incluso, que se había casado.

Su estancia en Westin House había resultado tranquila, pero intuía que con la llegada de la nueva vizcondesa esa tranquilidad se esfumaría. Porque daba por sentado que viviría con él, y que no pretendería esconderse en casa de James. Derribaría Stanfort Manor piedra a piedra si era necesario para llevarla al lugar al que pertenecía desde que se casaran.

Su padre había vuelto a la finca familiar dos días después de que él mismo se instalara. Tras tres días de silenciosos reproches y desplantes, la discusión había sido inevitable. Todo el servicio había oído las exigencias de lord John a su hijo, reclamándole su falta de piedad en su primer día de matrimonio, su desprecio hacia la que era su esposa, así como su pasividad ante la huida de ella. Le había increpado, incluso, el estar arrastrando el apellido de la familia por el fango, permitiendo que sus pares inventaran historias escabrosas sobre lo ocurrido aquella noche. La negativa de Richard a dar explicación alguna sobre el motivo de sus acciones había hecho estallar a su padre, quien, lejos de echar a su hijo de casa, y sabiendo que, a pesar de estar en su derecho, crearía un cisma insalvable entre ambos, había decidido ir a visitar a un amigo en Cambridge, por tiempo indefinido.

Richard sabía que el conde tenía razones de sobra para estar enfadado con él. Él mismo estaba furioso con lo que había ocurrido. Quizá, si sus sentimientos hacia Nicole no fueran tan intensos, habría actuado de otra forma. Pero el dolor y la traición todavía martilleaban su pecho cuando recordaba aquella lista, a pesar de la declaración posterior. Si ella le amara de veras, no habría huido, sino que se habría quedado a intentar salvar su matrimonio, ¿no? Seguía amándola, y ese amor le dolía más que nada en el mundo. Ojalá ella se hubiese explicado. Ojalá él no se hubiera dejado llevar por su dolor. Ojalá ella no se hubiera marchado. Ojalá lamentarse sirviera de algo.

Agradeciendo la misericordia de su padre, que había preferido darle tiempo e irse, Richard había pasado los días dedicado a sus negocios. La cosecha de los cereales estaba a punto de comenzar, y había que coordinar todo el trabajo. A pesar de que no solía encargarse él directamente de ello, ese año quería ocuparse de cualquier cosa que le distrajera de la realidad que le acechaba. Había pasado sus días entre arrendatarios, comerciantes y criadores de ganado, tratando de que la compañía de aquellos aliviara su soledad.

La madre de Nicole había acudido a verle también. Pero lejos de reprocharle su maldad, se había disculpado en nombre de su hija por cualquier falta que pudiera haber cometido el día de su boda. Le había implorado, incluso, que la perdonara y la aceptara de nuevo.

Aquel día había entendido el peso de su afrenta. Si la propia duquesa viuda atribuía a su hija lo ocurrido, no quería ni imaginar qué se estaría diciendo de ella en Londres. La culparían de la falta de deseo de su marido hacia ella, eso seguro. Dirían que había algún defecto en Nicole que había hecho al vizconde de Sunder correr la misma noche de bodas en brazos de su amante.

Se sintió un canalla, y deseó poder hacer marcha atrás en el tiempo. Hubiera buscado una forma menos notoria de devolver el daño. Había lastimado el orgullo de Nicole, lo único a lo que una mujer podía aferrarse, y ahora se detestaba por ello.

Tras explicar a lady Evelyn que no había nada malo en su hija, e inventar una riña de enamorados para explicar su marcha, le había pedido su colaboración. La duquesa viuda había estado encantada de poder ayudar, y le había mantenido al día de las novedades que su hija le contaba por carta. La última de las cuales era, por cierto, que volvían a Inglaterra.

Así que allí estaba, en el puerto, esperando a una esposa que le despreciaba más que nunca, sin saber exactamente qué le diría.

Su mayor deseo era que ambos fueran capaces de olvidar lo ocurrido, y pudieran empezar de cero. Pero sabía que eso sería, sencillamente, imposible.

El barco fondeaba a apenas dos millas del puerto de Londres. Nicole estaba en cubierta, impaciente por desembarcar y afrontar todo lo que allí la esperaba. Aquel viaje había resultado un bálsamo para ella. La primera semana había sido dura. Se avergonzaba de todo lo ocurrido. Había sido una estupidez besar a Kibersly. Y una estupidez mayor aún ser sorprendida con Richard. Todo se había precipitado. Y ella lo había acelerado más al elegir una boda rápida.

Si hubieran tenido más tiempo para conocerse, para hablar, quizá todo habría sido diferente. Aunque, tras la noche con Richard en los jardines de su casa tras la visita de Kibersly, y en su alcoba poco después, sí hubiera sido necesario casarse en la mayor brevedad. Pero precisamente de aquello no se arrepentía en absoluto. No iba a renegar de la experiencia más increíble de su vida. Compartir una noche con él había sido maravillosamente íntimo. Solo por aquel momento de gloria, casi valía la pena el sufrimiento que había llegado después. Casi, mas no del todo.

Sabía que Richard habría pensado que Nicole no lo consideraba lo suficientemente bueno para ella tras leer su nombre, tachado, en su lista de candidatos. La propia Nicole habría llegado a la misma conclusión de haber estado en idéntica situación. Pero la reacción de su esposo había sido desmesurada. Y muy dañina. No podía creer que hubiera podido poseer tanta crueldad. Redimir el orgullo de él había supuesto hundir la dignidad de ella.

Había dado muchas vueltas a su situación. Sabía que la alta sociedad nunca olvidaría lo ocurrido, así que tendría que aprender a vivir con esa mácula en su imagen pública. Pero lo que realmente le preocupaba era su vida privada. Podría vivir exiliada de la alta sociedad, pero no exiliada de sí misma en su propia casa.

En Boston, donde nadie sabía de ella, habían sido invitados a muchos bailes. Todas las familias pudientes de la ciudad guardaban muy buen recuerdo de Judith, y habían acudido a numerosas fiestas durante su estancia en América. Lejos de Londres, entre extraños, se había sentido cómoda. Había podido olvidar sus circunstancias. Y sabía que con el tiempo lograría encontrarse bien de nuevo entre la gente de alcurnia de Inglaterra.

Su problema residía en lo que iba a ser de su vida mientras estuviera sola, en casa, con él. No se engañaba. Podía adoptar la misma actitud que su esposo, buscar un amante y lucirlo públicamente, humillarle y humillarse a sí misma yendo de escándalo en escándalo. Pero no era su naturaleza. Y además tenía mucho que perder y nada que ganar.

Las mujeres dependían de la benevolencia de sus esposos, era un hecho sabido tan antiguo como el mundo. Y ella tendría que buscar la de Richard, le gustara o no. Sería mejor congraciarse con él y tratar de encontrar un equilibrio sobre el que sostener su vida. Si él decidía crear más escándalos, ella no podría soportarlo.

Tras pensarlo mucho, su decisión había sido regresar con él. Iría a Westin House, y trataría de arreglar las cosas. En esa resolución habían pesado muchos sus sentimientos. Estaba enamorada de él. A pesar de que la había humillado públicamente, no podía olvidar los buenos momentos que habían pasado juntos. De lo mucho que había disfrutado de su compañía durante su breve tregua, cuando se habían pinchado como iguales, divirtiéndose y admirando el ingenio del otro.

Eso no significaba, desde luego, que lo hubiera perdonado, ni que fuera a hacerlo en un futuro cercano. Richard iba a pagar por lo que le había hecho. Pero no quería abocarlo a los brazos de otra mujer mostrándole desprecio. Su infidelidad era una daga que no lograba arrancarse del corazón, y no quería que se le clavasen más.

Mostraría una actitud conciliadora, y esperaría a ver qué era lo que él pretendía de su matrimonio.

Vio acercarse a su hermano, y sonrió. Éste la miraba preocupado. Judith y él habían estado muy atentos a cualquier palabra o expresión de ella, deseosos de ayudarla a recuperarse del golpe. Nicole ya había explicado a ambos sus planes de irse con Richard.

—Estamos a punto de llegar, Nick. Te lo preguntaré por última vez, y luego te dejaré hacer lo que realmente desees. ¿Estás segura?

Ella ni siquiera tuvo que pensarlo.

—Sí.

—Bien. Estoy orgulloso de tu decisión. No me gusta la idea de que sufras más de lo necesario, pero debes afrontar tu vida con valentía. Y tu vida ahora está con él. No esperaba menos de ti.

No hizo falta que le recordara su promesa de que siempre tendría un hueco a su lado si era infeliz. Ambos sabían que siempre sería así.

—Quería pedirte algo, James.

—Lo que quieras.

Ella le miró, socarrona.

—Cuidado con lo que prometes.

—Más bien cuidado con lo que deseas tú.

Ambos se pusieron serios de nuevo.

—Es la cabaña del leñador, donde Judith y tú… ya sabes.

La antigua casita del leñador a la que ella se refería había sido la sede de muchos encuentros clandestinos entre James y Judith, antes de que se casaran. Situada a mitad de distancia de las fincas de ambas familias, había sido acondicionada para servir a sus propósitos.

—¿Sí? —Carraspeó, incómodo.

—Me gustaría que se convirtiera en mi refugio. —Viendo que iba a hablar, le interrumpió—. Ya sé que Stanfort Manor siempre será mi lugar de regreso, pero quiero un lugar donde estar a solas, donde poder pensar, desahogarme o llorar si todo sale mal, donde esconderme unas horas si el ambiente se vuelve irrespirable. Necesito un sitio que sea solo mío, donde encontrarme en paz.

Su hermano asintió, solemne.

—De acuerdo.

—Gracias. Pero el favor no es ése, siempre supe que me prestarías la casa. Lo que quisiera es que llevaras un piano allí. Mi piano, el de Stanfort Manor. Nada me relaja más que tocar.

James asintió de nuevo.

—Antes de que lleguemos, y todo se torne complicado, quiero agradeceros a Judith y a ti todo lo que habéis hecho por mí. —Vio que él se emocionaba—. Y quiero pediros de nuevo que os mantengáis al margen de lo que ocurra. No toméis partido por ninguno de ambos, apoyadnos y esperad a ver si somos capaces de resolverlo solos. Y rezad por que así sea.

Fue obvio que a su hermano no le gustó su petición de no interferir, pero supo que lo que ella le pedía era razonable, incluso conveniente, así que no tuvo más remedio que sucumbir.

—De acuerdo, Nick, pero con una condición.

Ella le miró, extrañada. No esperaba condicionamientos.

—¿Cuál?

—Prométeme que se lo harás pasar mal, muy mal.

Ella rio y le empujó levemente, con camaradería.

—Eso, hermanito, creo que puedo prometértelo.

Cuando Richard vio colocar la pasarela y a los viajeros comenzar a descender, los nervios le atenazaron. Deseaba verla, y en ese momento no pudo negárselo. La había echado de menos. Se moría por volver a ver a su fierecilla de ojos verdes. Su cuerpo se mantuvo en tensión hasta que la vio aparecer, escoltada por su hermano. El sol lamía su melena y le confería un brillo cobrizo que hizo que se desentendiese de todo lo que no fuera ella. Su belleza le impactó tanto que por un momento le robó el aliento. Obligándose a no dejarse llevar por sus sentimientos, se concentró en mantener su rostro impasible y esperar a que fuera ella la que llegara hasta él.

Si alguno de ellos le vio, no mostró signo alguno de reconocerle. Nicole bajó sonriente y esperó a que lo hicieran también Judith y James. Les seguía detrás la niñera con Alexander, y un par de doncellas. Algunos marineros se afanaban con varios baúles tras ellos. Una vez abajo, los lacayos que iban en los carruajes que les esperaban comenzaron a cargar, mientras el cochero les hacía una reverencia y les indicaba adónde dirigirse.

Y se dirigían exactamente hacia donde él se encontraba, pues su carruaje estaba justo delante de los suyos. James iba al frente de la comitiva. Esperó hasta que le vieron. Por un momento todos se quedaron quietos. Una vez repuestos, reanudaron su marcha, pero en dirección a él. Cuando estuvieron frente a frente, se hizo el silencio. Nadie parecía querer decir la primera palabra, y ser quien asentara las bases de una relación que apuntaba a pésima. Fue Judith quien rompió la incomodidad del momento.

—Richard, qué detalle haber venido a recibirnos. ¿Has visto a Alexander? Él te ha echado mucho de menos.

Acto seguido puso al pequeño en sus brazos, asegurándose de que tuviera las manos ocupadas. Él miró al pequeño y se relajó. No pudo evitar exclamar lo mucho que había crecido. Eso los hizo sonreír a todos, y durante unos instantes pareció como si nada hubiera ocurrido.

—Lady Saint-Jones, ¿dónde debemos colocar su equipaje?

Aquello rompió el encanto, pues era a Nicole a quien se referían. Richard devolvió a su ahijado a los brazos de la niñera mientras contestaba.

—El equipaje de lady Illingsworth lo colocará en mi carruaje, por supuesto.

El lacayo, contrariado, miró al duque. Nicole posó el brazo sobre su hermano, con aire conciliador.

—Coloque mi equipaje en el carruaje de mi esposo, por favor, John.

Eso pareció calmar un poco a Richard, que abandonó su actitud beligerante. El silencio reinó de nuevo. Y fue Judith quien una vez más puso cordura al ambiente.

—Bueno, es obvio que no podemos quedarnos aquí como pasmarotes. Estamos llamando la atención. Richard, ¿os dirigís a Grosvenor? ¿Ah, no? Estáis en Westin House, entonces. De acuerdo. Nosotros partiremos hacia allí en una semana, más o menos, pero para quedarnos en Stanfort Manor, desde luego. Nos veremos entonces.

Besó a Nicole a modo de despedida, abrazó a su hermano, dándole un cariñoso apretón, y tomando a James por el brazo se fue hacia su carruaje, donde aguardaban listos para partir. James aceptó la orden. Besó a Nick, tendió la mano a Richard, quien la aceptó fríamente tras unos segundos de duda, y se fue.

Richard se sintió agradecido. A pesar de que se había llevado a Nicole sin pensar en él, había vuelto y la dejaba con él sin presentar batalla, y sin dañar, al menos aún, la amistad que les unía.

Ahora había que esperar a ver cómo se posicionaba su joven esposa.

Debían de llevar más de veinte minutos en el carruaje y ninguno de los dos había pronunciado palabra todavía. Suspirando, Nicole se preparó para disculparse por su huida. Odiaba tener que hacerlo, pero sabía que no había actuado correctamente, y si esperaba que él reconociera la culpa de sus actos, siendo justa sabía que ella debía hacer lo mismo. Eso sí, mantendría su orgullo intacto. Se dio ánimos y habló.

—Lamento haberme ido así, sé que no fue correcto. Y menos aún implicar en esto a nuestros hermanos.

Vio la sorpresa reflejada en la cara de él. Obviamente no esperaba encontrarla tan suave. Pero, pensó Nicole, si él creía que iba a entonar el mea culpa, no tardaría en descubrir que no iba a ser el caso.

—No pude soportar permanecer en Londres sabiendo que todo el mundo estaría despellejándome por tu comportamiento. Boston me pareció lo suficientemente lejano como para no oír los insultos.

La cara de culpabilidad de él le satisfizo muchísimo, y la ayudó a calmar su ego, aunque fuera solo una pequeña victoria. Bien, Richard no parecía estar orgulloso de sus acciones. Y eso era bueno por dos cosas. Por una parte porque significaba que su esposo sabía que había obrado mal, y le importaban las consecuencias. Y por otra, porque ella podría explotar su mala conciencia. Contenta, no dijo nada más.

Richard aún no sabía qué había ocurrido. ¿Por qué si era ella quien se disculpaba, el culpable parecía él? Ignorando el hecho de que un caballero nunca esperaba que una dama se disculpara por nada, ella reconocía que su marcha había sido un error sin que él le increpara nada, así que debía aceptarlas y dejarlo correr. Qué astuta.

Bien, en cualquier caso se alegraba de que estuviera tan calmada. Se preguntaba hasta cuándo duraría su tranquilidad. Apostó consigo mismo a que antes de cruzar Aperfield ella le estaría gritando.

Pero llegaron a Aperfield, lo atravesaron, lo dejaron atrás, y ella seguía en digna calma. Y la falta de reproches le hacía sentir peor, a pesar de saber que parte de la razón estaba con él. Prefería discutir con Nicole a que no le hablara. Intentó que reaccionara.

—Me alegra de que no trates de inventar burdas excusas para justificar lo de la carta que encontré en tu secreter.

Nicole contó hasta diez antes de contestar.

—Nada más lejos de mi intención. Por supuesto que hay una explicación al hecho de que tu nombre aparezca tachado en mi lista. Que te la creas o no ya no es cosa mía.

Él la miró, esperando que continuara.

Pues que esperara. Si quería una explicación, que la pidiera.

Al ver que ella no proseguía, Richard se enfadó. Levantando la voz, le dijo que estaba esperando. Esta vez ella contó hasta veinte.

—Solo pienso explicártelo una vez, Richard. No voy a suplicar tu perdón por algo tan infantil como lo que significó tachar tu nombre de la maldita lista de candidatos.

Otra vez Richard esperaba oír su explicación. Y otra vez se quedaría con las ganas.

—Tendrás tu respuesta, Richard. Pero cuando estés preparado para oírla. No pienso tratar de razonar con alguien que me cree culpable de todos los males de la tierra sin haberme preguntado siquiera.

Y encima se creía con derecho a juzgarle por su actitud. Sintió hervir la furia dentro de él, más aún viendo la calma de ella. Quería cogerla por los hombros y zarandearla, quería enfadarla tanto como estaba él. Algo en su interior le dijo que lo dejara correr. Era preferible no forzar la relación, hasta saber en qué punto estaban.

Pero maldita fuera la lección de dignidad que ella le estaba dando.

Permanecieron el resto del viaje en silencio, ignorándose.

Llegaron a Westin House bien entrada la noche. El servicio, a pesar de las horas, y de conocer perfectamente a Nicole, esperó hasta que llegaron para recibir a la nueva señora de la casa. Afortunadamente Richard hizo las presentaciones pertinentes. Si hubiera llegado a hacerle un desplante delante del servicio… si lo hubiera hecho toda su calma y buena voluntad se hubieran ido al traste.

El ama de llaves dijo haber preparado sus habitaciones, con lo que supo sin necesidad de preguntar que no compartiría dormitorio con él. Algo decepcionada, se dejó conducir hasta ellas. No es que quisiera compartir el lecho con su esposo… bueno tal vez sí, aunque solo fuera para asegurarse de que no lo compartía con otra mujer. Ni ella misma se creyó la débil excusa. A pesar de todo deseaba a Richard. Tantas horas con él en el carruaje, sin hablar, y rozándose en cada bache, había encendido algo en ella. ¿Y qué? A fin de cuentas era su esposo, y mientras él no lo supiera su dignidad estaría a salvo.

En su alcoba le esperaba una tina y un pequeño refrigerio.

Cuando entró se enamoró de la estancia. Era muy femenina, en tonos salmón y dorado. Supuso que debía de ser la habitación de la madre de Richard, la difunta lady Anne. Una cama con dosel presidía la estancia. A un lado había un amplio corredor, donde suponía habría varios roperos. Al otro, una puerta lateral, que debía conducir a las habitaciones del conde.

Dios, esperaba que al otro lado no durmiera lord John. En todo aquel tiempo había estado tan centrada en su esposo que se había olvidado de su suegro. ¿Qué pensaría de ella? Nada bueno, de eso estaba casi segura.

Leyéndole el pensamiento, el ama de llaves le explicó que el conde había cambiado su dormitorio al otro lado del pasillo cuando su esposa murió, y que hacía varios años que la estancia contigua estaba ocupada por lord Richard.

Le dijo también que hacía semanas que el conde había ido a visitar a un amigo a Cambridge.

Aliviada, siguió apreciando los ricos muebles. Su secreter estaba allí también. Al parecer la duquesa viuda había mandado sus cosas a Berks. Prefería no saber qué más cosas habría hecho su madre durante su ausencia.

Se dejó desvestir y se hundió en la tina. Le lavaron el pelo y la ayudaron a secarse. Una vez puesto el camisón, pidió cenar a solas y su nueva doncella y el ama de llaves se marcharon, reiterando su bienvenida.

Vio una licorera con lo que parecía oporto en su interior. Ojalá hubiera traído algo de bourbon de Boston. Se preguntó dónde guardaría su esposo el whisky. Su esposo. Había tenido más de dos meses para hacerse a la idea. Y aun así todo parecía tan reciente… Esperó que él no intentara visitarla esa noche. No es que sus atenciones no fueran a ser bien recibidas, es que no quería intimar con él. Bueno, sí quería, pero cuando supiera cómo iban a ser sus vidas. Era consciente de que en ese punto dependía totalmente de los deseos de él, como en tantos otros. Si él reclamaba sus derechos maritales, ella se vería obligada a prestarlos.

Estaba, reconoció, en una trampa insalvable. Si él acudía esa noche, ella se molestaría. Pero si no acudía, si la rechazaba, se molestaría también.

Fastidiada por no haberlo previsto, terminó de cenar y se metió en la cama, esperando dormirse antes de que él pudiera decidir algo. El cansancio del viaje, y el incómodo camastro de su camarote, en el que había dormido las tres últimas semanas, afortunadamente, hicieron mella en ella, y cayó rendida apenas su cabeza tocó la almohada.

En la habitación contigua Richard trataba de dormir sin éxito. De todas las reacciones que había imaginado de Nicole, y había imaginado muchas, la tranquilidad no había sido precisamente la prevista.

No estaba seguro de si le complacía o no. Durante el trayecto en carruaje ella no le había mirado ni una sola vez. Ni una sola. Pero algo le decía que eso no significaba que estuviera enfadada con él.

Le había reprochado veladamente estar en boca de todo Londres. Pero no le había amonestado. Y eso le había dolido todavía más. Ella había asumido que él era un canalla y que como esposa tendría que soportarlo. En qué mala hora se había dejado llevar por su rencor. Ella no iba a perdonarle.

Cierta desesperación le atenazó. Realmente no le perdonaría nunca. Iba a vivir el resto de su vida con su dignidad y su distanciamiento. No con su amor.

Trató de poner la situación en perspectiva, pero no pudo. Si él le hubiera lanzado la nota y se hubiera ido, pero no hubiera hecho público su malestar, ella no se hubiera marchado a América. Podrían haberlo hablado, ella podría haberle explicado eso que decía era tan infantil y revelaba que no lo hubiera tenido a bien como esposo. Y ahora estarían juntos. En la misma cama. Haciendo el amor.

«Perspectiva, Richard. Vamos, piensa algo».

Quizá si se disculpaba… ¿Pero por qué tenía que ser él quien se disculpara? Era ella la que tenía muchas cosas que justificar. Y que no le diría hasta que no estuviera preparado para oír. ¿Qué demonios se suponía que significaba eso? Esa mujer iba a volverlo loco. En qué mala hora se habían casado. No, se corrigió. Más bien en qué mala hora había abierto él su secreter.

Tal vez podría disculparse por eso. Ella se había disculpado por huir. Él podía disculparse por invadir su intimidad. Estarían en paz. Iría ahora mismo, de hecho. Tal vez ella le perdonaría, y en agradecimiento a su magnanimidad, le besaría y todo quedaría olvidado. Y harían el amor.

Richard se moría por volver a sentirla. En el carruaje se habían tocado en cada zarandeo, y había ardido en deseos de acariciarla. Animado, se puso en pie y abrió con suavidad la puerta que comunicaba los dormitorios de ambos.

—¿Nicole? —susurró.

No obtuvo respuesta. Se acercó a la cama y miró… ¡Estaba completamente dormida! Maldita fuera, si hasta estaría soñando con los angelitos. Él debía de llevar más de una hora tratando de solucionar su matrimonio, y ella estaba traspuesta en la cama, descansando tan plácidamente. Sintió unas ganas tremendas de despertarla para echarle en cara que pudiera dormir, dadas las circunstancias. Sabiéndose estúpido solo por el impulso, salió de la alcoba sin hacer ruido.

Muchas horas después, cuando despuntaba el alba, el cansancio le venció sin haber hallado el modo de derribar el muro de indiferencia que ella había levantado.