—Es hombre muerto.
Judith miró a su esposo, preocupada de repente. En todos los años que lo conocía, nunca había visto a James así. Estaba iracundo. En un momento leía la prensa mientras terminaba de desayunar, y al siguiente todo su cuerpo estaba en tensión.
—¿James?
No pudo decir más. Justo entonces entró su cuñada como un vendaval en la sala. El duque abrió los brazos y ella se lanzó al cobijo que él le ofrecía, mientras estallaba en llanto. James la alzó con suavidad y la acercó a la silla, donde se sentó con ella. El servicio, discreto como siempre, salió, dejándolos solos.
—¿Nicole? —probó de nuevo, con ella.
Tampoco obtuvo respuesta. James acariciaba el cabello de su hermana mientras le susurraba palabras de cariño. Ella seguía llorando sin consuelo. Judith se sintió ajena a lo que sucedía. De repente los dos hermanos estaban en un círculo en el que ella no cabía. Su esposo le indicó el diario e, inquieta, se acercó y lo miró. Estaba abierto por la página de sociedad. Había un artículo dedicado a la boda celebrada el día anterior. Lo devoró, temiendo no sabía exactamente qué, pero no halló nada de malo en él. Era halagador, de hecho. Alzó la vista, pero los dos hermanos estaban centrados el uno en el otro. Con el alma en vilo, siguió buscando entre los artículos.
Y entonces lo vio, y el horror se filtró en su mente.
—Debe… debe de ser un error. —Quería creer que no era cierto, de veras que quería, aunque era difícil que fuera el caso.
Ninguno de los presentes le hizo caso.
—¿Nick?
Al oír su nombre, esta lloró más fuerte. Judith se acongojó.
«¿Qué demonios has hecho, Richard?».
Richard se despertó, sintiéndose todavía ligeramente borracho. Miró a su alrededor, y reconoció el mobiliario de su alcoba de Westin House, lo que le sorprendió tanto como las dos botellas vacías, en el suelo. ¿Qué narices hacía allí, como una cuba? En cuanto trató de incorporarse y poner a funcionar su mente, su cuerpo se lo impidió. Se sentía enfermo. Le vino justo echar la cabeza a un lado y vomitar.
Asqueado, se levantó como pudo y se acercó a la jofaina, desorientado. ¿Qué se le escapaba? Su mente se retorció por el simple intento de recordar. El sol entraba a raudales por la ventana. Debían de ser más de las doce. Se lavó la cara y la boca, y se acercó a la campanilla, que atizó con debilidad.
Pidió un baño y se dirigió al vestidor, donde había un mullido sillón en el que esperar mientras limpiaban su desaguisado. Se sintió avergonzado de sí mismo. Nunca, en todos los años que había pasado allí, ni en sus momentos de mayor disipación, había vomitado en su propia alcoba. La humillación le mantuvo escondido. Debió de quedarse dormido unos minutos, pues un lacayo le despertó, casi con temor, indicándole que su solicitud estaba preparada. Pidió que le dejaran solo, y se metió en la tina.
Cuando el agua comenzó a hacer efecto, una frase le llenó la mente, y se sintió morir.
«Richard, cariño, ¿pero qué has hecho?».
Nicole se obligó a tranquilizarse. Llevaba más de una hora abrazada a su hermano, llorando. En el momento en que había leído el periódico había sentido que todo aquello en lo que creía se venía abajo. Sus esperanzas, sus sueños, su orgullo, su amor. Completamente humillada, había querido huir, y no se le ocurrió un lugar mejor que su hermano y su casa. En cuanto su madre se levantara y leyera la prensa, estallaría, y Nicole no quería estar cerca para verlo. No estaba segura de que no la culpara por lo ocurrido. Y ella no podría soportar ningún reproche. Solo quería quedarse allí, entre los brazos de su hermano, escondida para siempre.
Muchos miembros de la nobleza, si no todos, la culparían de aquello. Creerían que había algo malo en ella si en la noche de bodas el marido huía con su amante. Sería el hazmerreír de las mujeres casadas y un ejemplo de escarmiento para las solteras.
Cuando hubo acabado de leer el artículo se había levantado, corrido a las caballerizas, montado ella misma a su yegua y, subiéndose la falda, enseñando los tobillos y parte de sus pantorrillas, escapado a casa de James. Afortunadamente no había tenido que explicar nada. Su hermano la estaba esperando con los brazos abiertos, y la estaba abrazando. Era un pequeño remanso de paz dentro del caos que eran su corazón y su mente.
Pero tenía que detener el llanto y tranquilizarse. No podía pasarse el día gimoteando. Su madre la buscaría, y no quería que la encontrara, y menos así. O quizá alguien iría a visitar a los duques de Stanfort, y repararían en ella. O peor todavía, quizá Richard regresara a casa, y al no encontrarla fuera a reclamarla allí. Se negaba a que la viera en ese estado. O en cualquier otro.
Se separó poco a poco del resguardo de su hermano, y levantó la vista. Lo que vio en su rostro la calmó. Él se ocuparía de todo. James no dejaría que las cosas quedaran así. Miró a Judith, que estaba espantada, y no pudo evitar sentir cierta antipatía hacia ella. Estaba claro que dudaba de la crueldad de su hermano. Reprochándose su rencor, se levantó del regazo de James, y tomó un vaso de agua, dándose tiempo antes de hablar. Bebió primero y mojó una servilleta limpia después, frotándose la cara y tratando de borrar cualquier huella física de sus sentimientos. Ojalá el alma pudiera repararse del mismo modo.
Nadie dijo nada. Esperaban que fuera ella quien contara lo ocurrido. Pero no quería explicarles que había escrito una lista, ni que Richard la había encontrado y había pensado lo peor, ni que le había dicho que le amaba y él se había ido con otra mujer. No quería explicar todos los pormenores de su infierno.
—Anoche no durmió en casa.
Simplemente confirmó la noticia. No hacía falta más.
De los ojos de Judith vio brotar sendas lágrimas. Se sintió mal por su cuñada. Sabía que amaba mucho a su hermano, y conocer lo que había hecho, asumir que era un canalla, debía de ser también muy difícil para ella.
Fue James quien habló.
—¿Qué quieres hacer, Nick?
Con ello, su hermano le estaba dando carta blanca. Si le decía que quería mudarse allí para siempre, la apoyaría. Si le decía que quería el divorcio, pues la nulidad estaba fuera de opción aunque él no lo supiera, la apoyaría. Si le decía que quería huir al fin del mundo… Eso era exactamente lo que quería, y tenía la oportunidad perfecta. Saber eso, saber qué era lo que necesitaba en su futuro más inmediato, hizo que la invadiera una sensación de paz, después de la tormenta de incertidumbre.
—Llevadme con vosotros a América.
James la miró pensativo unos instantes. Después asintió. Judith, en cambio, no estaba segura.
—Nicole, lo que ha ocurrido es… ni siquiera sé cómo describirlo. Pero huir no es la solución. Tienes que hablar con él.
Sabiendo que tenía la atención de ambos, Judith continuó.
—La vuestra ha sido una historia complicada, y la hemos complicado más todavía forzando la situación y no permitiendo que os conocierais primero. Debes hablar con él —sentenció—, aunque sea para decirle a la cara que es un malnacido.
Nicole sabía todo eso, era consciente de que lo que decía su cuñada tenía sentido, pero no se sentía con fuerzas para enfrentarse a él, ni a la sociedad, ni a sí misma. Sobre todo a sí misma.
—Lo sé, Judith, pero no puedo. —Sollozó de nuevo, y de nuevo se obligó a serenarse—. No ahora. Solo necesito estar sola y lejos, sin presiones externas, durante un tiempo. Necesito pensar, y aquí me temo que no va a ser posible.
Ahora sí, Judith también asintió, con el alma rota. James salió de la sala, y comenzó a gritar órdenes. Todos partirían al anochecer.
Richard regresó a Londres esa madrugada. De nuevo viajaba a horas intempestivas. No debió haberse ido al campo, debió quedarse en Londres. Y debió quedarse con Nicole en su noche de bodas. Debería haber hablado, en lugar de dejarse llevar por su mal genio. ¿Es que nunca aprendería?
Recriminándose a cada milla su comportamiento, llegó a su casa, agotado. Había supuesto un esfuerzo enorme cabalgar, tal como se encontraba, pero tenía que hablar con Nicole, y se merecía un poco de dolor físico en comparación con el que le debía de haber causado a ella. No sabía bien qué le diría, pero tenía que aclarar la situación. Ella le había herido, y él había respondido con la misma fuerza. Quizá pudieran olvidarlo y seguir adelante. Ojalá ella fuera mejor persona que él…
Por primera vez desde que tenía uso de razón, hubo de llamar a la puerta de su casa. Golpeó la aldaba, extrañado por la falta de diligencia de Nodly. El mayordomo le abrió la puerta y lo miró con desdén. Mierda. Decidido a ignorarle, y a ignorar cualquier comentario que tuviera que ver con su matrimonio, subió a su alcoba sin preguntar siquiera si su esposa se encontraba en casa. Él mismo se encargaría de buscarla. Encontró los baúles, todavía por colocar. Pero no vio ni rastro de Nicole. «Mejor». Estaba aliviado de postergar un poco la pelea, y sorprendido por el valor de su esposa. Si hubiera estado en su piel, él no hubiera pisado la calle en las próximas semanas ni por petición real.
Dado que pretendía evitar a su padre a toda costa, se encerró en sus aposentos, decidido a esperarla, ensayando qué le diría.
Le confesaría su amor. No, primero le pediría que le explicara qué significaba la dichosa lista. Quizá sí hubiera una explicación, una tan sencilla que ni siquiera a él se le había ocurrido. Y después la perdonaría, le diría que anoche no le había sido infiel, y le confesaría sus sentimientos. Y le haría el amor durante el resto de la noche. Durante el resto de sus vidas.
Sabía que las cosas no serían tan sencillas, que su familia, la nobleza, y mucha gente los vilipendiaría, pero lo superarían. Tenían que hacerlo.
Desesperado como nunca por verla, esperó.
Nicole estaba en cubierta, sola. Decenas de marineros se afanaban en izar velas. Acababan de salir a mar abierto. No quiso volverse a observar las luces, ni ver cómo se alejaba de Inglaterra. Tenía que mirar adelante. Se sabía una privilegiada por haber podido huir. Porque no se engañaba, estaba huyendo de una forma cobarde.
Pero la tregua que James le había concedido no sería eterna, pues cuando regresaran a Londres, unas diez semanas más tarde, ella no podría seguir escondiéndose. Tendría que hacer frente a su matrimonio, y a los comentarios sobre ella y Richard. Con suerte la temporada habría finalizado, y tal vez podría retrasar su reaparición en Londres otros tantos meses, aunque estaba convencida de que la alta sociedad no olvidaría la afrenta. Ni ella tampoco.
Limpiándose con el dorso de la mano las rebeldes lágrimas que no obedecían las órdenes de su mente, se regodeó pensando en cómo reaccionaría Richard al saber que su esposa se había ido. Eso la hizo sentirse mejor al momento. Desde luego no era comparable a aparecer con tu amante en público el mismo día de tu boda, pero al menos le molestaría lo suficiente como para sentirse mal. Quizá no tan mal como ella se sentía, pero mal de todas formas. Tendría que conformarse con eso.
De nuevo la azotó la humillación. Todo el mundo habría leído esa mañana el Times. Incluso era probable que la noche anterior, mientras ella esperaba en la cama de Richard a que regresara, su ultraje fuera ya de boca en boca. Podía imaginarse a muchas damas riéndose de su suerte. Afortunadamente era la hermana de un duque… no, se corrigió, ahora era una vizcondesa. A pesar de que los Illingsworth eran una de las familias más antiguas y mejor valoradas de la nobleza, y de la importancia de la casa de Stanfort, su título no la protegería. Muchas condesas, marquesas, y algunas duquesas se divertirían a su costa, y ella no tendría más remedio que aceptarlo.
Una ráfaga de rebeldía la recorrió. Jamás, antes muerta. Nunca dejaría que todas las damas que la habían adulado antes por ser hija y hermana del duque de Stanfort se rieran ahora de ella por algo tan nimio como haberse convertido en vizcondesa. Encontrarían mucha resistencia, de hecho. Si pensaban que ella se lamentaría de sus circunstancias, que se avergonzaría de lo sucedido y agacharía la cabeza, violenta, cuando se cruzara con alguna de esas mujeres, estaban muy equivocadas. Por el amor de Dios, ella era una Illingsworth ahora, pero siempre había sido una Saint-Jones, educada para mantenerse en la élite. Volvería con la cabeza bien alta, y pobre de quien tratara de hacerla sentirse ridícula.
Y eso incluía a su marido. Aún no sabía qué cariz iba a tomar su matrimonio, ni tampoco cuál sería la postura de ella, pero sí sabía que no sería el conformismo ante una unión nominal y poco más. Había sido testigo de un matrimonio así por sus padres, y no lo quería para ella. Antes pediría el divorcio y se exiliaría por decisión propia. ¡Qué diablos! A pesar de todo estaba enamorada de Richard, y estaba casada con él, ¿no? Pues se esforzaría en atraparlo, y cuando lo tuviera en sus redes ya vería qué hacía con él. Pero sería algo que provocara sufrimiento.
Aunque eso sería mañana, pensó, cansada. Hoy solo quería sentir el viento azotándole la cara, y dejar que las lágrimas corrieran libres por sus mejillas.
Ajeno a las tribulaciones de su esposa, y también a su paradero, Richard entró en White’s. Se había cansado de esperar, y convencido de que ella estaría en algún baile hasta altas horas de la madrugada, había decidido salir un rato, huyendo de la opresión de su habitación y de los silenciosos reproches de su mayordomo, que podía sentir a través de la inactividad de la casa. Había hecho sonar la campanilla dos veces, pero nadie había acudido. Entró al club y pidió un reservado. Le informaron al momento de que no había ninguno libre. Maldito James, que conseguía siempre uno solo por ser duque. Tampoco quiso pensar en la reacción de su mejor amigo, que sería legendaria. Huyendo del comedor, demasiado lleno para su gusto y para su último escándalo, prefirió ir a las salas de billar. Encontró una vacía y entró, cerrando la puerta tras de sí. Colocó las bolas y jugó un rato. Uno de los camareros le ofreció una copa, pero la declinó, pidiendo en cambio algo de cena. No le convenía emborracharse, dado que esa noche sí dormiría en casa. Ni tenía tampoco cuerpo para ello.
Aún no sabía cómo enfrentarse a Nicole. Y reconoció para sí que se sentía un poco acobardado al respecto. No estaba seguro de soportar mirarle a los ojos y ver en ellos todo el odio de su traición. Saberse un miserable únicamente aumentaba su dolor, grande ya de por sí. Chasqueando la lengua, siguió haciendo carambola tras carambola, dejando pasar el tiempo, intentando no torturarse.
Debían de ser las dos de la madrugada cuando entró un grupo de jóvenes donde él se encontraba. A la cabeza iba el marqués de Kibersly, y se veía a la legua que estaba completamente borracho. Cuando el joven le reconoció, pidió a sus acompañantes que los dejaran a solas. Con fastidio, se preparó para lo peor. ¿Sería poco educado romper un taco de billar en la rubia cabeza del maldito petimetre? Probablemente, y además le costaría el carné de socio. Que te echaran del White’s una vez que adquirías la condición de socio era difícil, pero que te readmitieran si te echaban era prácticamente imposible.
Cuando todos salieron y solo quedaron ellos dos, miró al marqués alzando una ceja, a la espera de saber qué era lo que quería decirle. Éste alzó un dedo, intentando parecer amenazador, pero era tal su borrachera que apenas inspiraba risa.
—Señor, usted ha tirado todos mis planes de futuro por la borda, para después tirar los suyos también.
Su voz era gangosa, y costaba entenderle. Richard no pudo evitar encontrar el lado cómico de la situación. Después de todo lo ocurrido entre ellos dos y Nicole, parecía que solo pretendiera reprenderle. Cómico y patético, pues incluso el asno de Kibersly sabía que él había cometido una estupidez de consecuencias aún por descubrir.
—Venga, ya, Kibersly. Lady Nicole era el mejor partido de la temporada, pero no me diga que la quería por encima de todo. No me lo trago.
Kibersly se envaró. Sobrio resultaba estirado cuando lo hacía. Ebrio, resultaba estúpido. Nicole debiera darle las gracias por librarle de semejante patán. ¿Y pensar que había encabezado su lista? Quizá se lo recordara. Aunque pensándolo bien, mejor no lo hacía.
—No es cuestión de lo que yo quería, Sunder, sino de lo que necesitaba. Y yo necesitaba casarme con lady Saint-Jones.
Intrigado, Richard calló. Tenía la sensación de que iba a descubrir el verdadero motivo del cortejo del marqués. El secreto que ni el mismísimo duque de Stanfort había logrado desvelar.
—Necesito una heredera, y casi la tenía, estuve así de cerca. —Intentó acercar sus dedos pulgar e índice, para mostrar un pequeño espacio, pero el alcohol no le permitía coordinar. Fastidiado por su poco éxito, continuó—: Incluso mandé una nota a las hermanas feas, para que nos sorprendieran en flagrante delito. Imagine mi sorpresa cuando la dama me pidió que nos encontráramos a solas.
Vaya, vaya, parecía que la historia de Nicole era cierta, había tratado de analizar su deseo por Kibersly, pero había sido este quien propiciara que fueran descubiertos. Bueno, el marqués, y su propia imposibilidad de estar cerca de Nicole y comportarse correctamente. O bien le hacía la puñeta, o bien la besaba hasta quitarles el sentido a ambos. De nuevo sus pensamientos se vieron interrumpidos.
—Y ahora tengo apenas cinco meses —alzó la mano, pero mostró solo cuatro dedos— para casarme, o lo perderé todo.
Así que era eso. Las finanzas del marqués no iban tan bien como parecía. Casi se compadeció del pobre tipo. Casi. No podía olvidar que había propuesto a Nicole dejarle a él plantado en el altar. Sabiendo que al día siguiente el pobre desgraciado recordaría poco de lo ocurrido, y con ganas de quitárselo de encima, se disculpó.
El otro, sorprendido con la disculpa, y atrapado en la caballerosidad de aceptarla y marcharse, cabeceó desorientado y salió por donde había entrado.
Poco después él mismo salía de White’s dirección a su casa, y a su esposa.
—Repita eso, Tunewood.
El mayordomo no se amedrentó, a pesar de la dureza del tono del hermano de su señora.
—Los duques, y la vizcondesa, han partido esta tarde para Boston, milord.
Estaba estupefacto. Había ido a casa, y su propio mayordomo le había informado de que esa mañana varias doncellas de la casa Stanfort habían entrado y recogido algunos baúles de lady Illingsworth. Cuando le inquirió por qué no se lo había dicho antes, el viejo le contestó que porque milord no había preguntado. Más fastidiado que preocupado, había acudido a la residencia ducal a por ella. Se enfrentaría a James, y al mismísimo diablo si era necesario, para llevar a su esposa a casa. No habría más interferencias que las que él permitiera. Bueno, reconoció, más bien que las que ella creara, pero ese no era el caso. Pretendía que la familia se mantuviera ajena a los problemas de ambos.
Y ahora el mayordomo le decía que habían tenido que salir de viaje por algo relacionado con la cuantiosa herencia de Judith, y que lady Nicole había decidido acompañarles.
Su esposa había huido, con el beneplácito de su hermana y de su mejor amigo. Como el año anterior, ante sus trifulcas se habían puesto del lado de ella. Solo que esta vez estaba convencido de merecer su falta de apoyo.
Aquella noche, en la biblioteca de su casa, solo y tranquilo, tomó lápiz y papel y escribió una nota a Kibersly.
Lady Elisabeth Thorny sería una magnífica esposa.
Y solventaría cualquier necesidad del marquesado.
Además, ella sería feliz casándose con quien no pudo lady Nicole, por lo que el éxito del cortejo está casi asegurado.
Suerte,
Un amigo
No pensaba firmar la carta, aunque el marqués probablemente imaginaría quién la enviaba.
Al menos algo bueno saldría de aquel desastre. Estaba convencido de que lord Preston y lady Elisabeth se merecían el uno al otro.