16

El día amaneció lluvioso, casi como si no diera su beneplácito al matrimonio que iba a celebrarse. La antigua habitación de Nicole vibraba de actividad frenética. Mientras una de las doncellas le aplicaba diligente las tenacillas en el cabello, otra buscaba las joyas que le habían ordenado. Dos doncellas más estaban retirando la tina de agua ya fría, tras el baño que se había dado, tratando de calmar sus nervios. Una última muchacha la aguardaba al lado de la cama, donde la ropa que luciría ese día estaba esperándola, planchada y almidonada con esmero.

Del vestido color beis destellaban pequeños brillos de luz, uno por cada perla cosida a su vestido. Habían sido necesarias cientos de las pequeñas piedras para cubrir la totalidad de la falda. Nicole había hecho deshacer el collar de perlas de seis vueltas que heredara de su abuela, pieza que después volvería a montarse. Afortunadamente su madre aprobaba el atuendo, a pesar de no haberlo elegido personalmente, y por tanto no había sido motivo de lamento. Aunque a juzgar por su gesto, sí tenía queja de otras cosas que, en un arranque de prudencia sin precedentes, parecía guardar para sí. Lady Evelyn seguía debatiéndose entre el fastidio de no celebrar una boda por todo lo alto, como correspondía a la hermana de un duque, y la satisfacción de saber que, por fin, su hija se casaba, y que también —a pesar del pequeño escándalo— lo hacía muy bien, con una de las familias más antiguas y respetadas del reino, además de adinerada.

Por suerte para Nicole, su madre todavía no se movía con agilidad, y aunque se había sentado en el centro exacto de la habitación, el lugar más molesto de todos, estaba quieta. Su cuñada, bendita fuera, no se encontraba allí. En un par de ocasiones había asomado su sonrisa por el quicio de la puerta, preguntándole silenciosamente si todo iba bien. Nicole estaba convencida de que todo no podía ir bien, pues se sentía desbordada. Tenía la sensación de que todo lo que ocurría a su alrededor era irreal. Que en cualquier momento todos los presentes desaparecerían y quedaría ella sola, en un día cualquiera.

Pero sabía que no iba a ser así. Aquél era el primer día de su nueva vida. Era el día de su boda.

Suspirando, dejó hacer a las doncellas, manteniéndose quieta y en silencio. Acabaron de peinarla y procedieron a vestirla con reverencia. Cuando finalizaron y la giraron para que la duquesa viuda diera su consentimiento, su madre derramó un par de lágrimas al verla, ya preparada, y la abrazó efusivamente.

—Mi niña es ya una mujer.

Fue todo lo que dijo, pero la congoja de su voz contagió a Nicole, que de repente se sintió insegura, aunque por motivos diametralmente opuestos.

No había hablado con él. No dejaba de repetírselo. Había logrado tranquilizarse al respecto, convenciéndose de que todo estaba solucionado. Habían hecho el amor, y Richard la había tratado con dulzura. Si estuviera enfadado todavía por lo sucedido, estaba segura de que la otra noche habría tomado un cariz bien distinto. Sin embargo las dudas habían abierto un pequeño resquicio en su seguridad, y la asaltaban cruelmente.

Trató de centrarse en lo que ocurría a su alrededor, dejando su mente en blanco. Le acercaron un espejo de cuerpo entero y se maravilló con el resultado, tratando de reconocerse en la belleza que veía reflejada. Estaba hermosa, con las capas de seda y tul cayéndole en cascada. Judith le había regalado las esmeraldas de los Stanfort, una joya antiquísima de la familia compuesta por perfectas piezas engarzadas con diamantes y oro. Nicole se había emocionado con el presente, que recibiera la noche anterior en privado. Ambas amigas habían pasado varios minutos abrazadas, embargadas por la emoción del momento.

Su cuñada le había explicado también que tenían que irse a América al día siguiente de la boda por problemas con la herencia de su difunto esposo. Le dijo que solo irían si ella estaba segura de que no iban a necesitar el apoyo de ambos. Nicole la tranquilizó enseguida. Probablemente Richard y ella irían a algún sitio de viaje de novios, así que no importaba dónde estuvieran los duques, pues igualmente no se verían en un tiempo.

Todo a su alrededor se detuvo, devolviéndola a la realidad, y sintió que le dejaban espacio. Bien, había llegado la hora. Nunca estaría más preparada.

Bajó las escaleras de la casa. James la esperaba abajo, orgulloso. Sería él quien la entregara a Richard. Su hermano vestía de azul marino, y representaba la elegancia personificada. Sostenía para ella un precioso ramo de orquídeas diminutas, entaipadas con sobriedad. Vio cómo Judith, que estaba detrás de él, se acercaba y la besaba con emoción en la mejilla.

—Te espero en la iglesia, Nick.

Besó suavemente a su esposo y salió. Del mismo modo que James sería el padrino y acompañaría a Nicole, Judith actuaría como madrina y estaría con Richard en el altar.

—¿Preparada, preciosa?

Ella asintió, tomó el ramo que su hermano le ofrecía y se encaminó hacia la puerta. Tunewood la sostenía, sobrio como siempre. Al pasar, ella se detuvo y le besó la mejilla con cariño. Nunca había visto al viejo mayordomo de la familia perder la compostura, y aquel gesto del hombre que la conocía desde niña la emocionó. Tanto como encontrar a todo el servicio de la casa fuera, esperando para despedirla. Con lágrimas en los ojos, tomó la mano que le ofrecía su hermano y subió al carruaje, ataviado con flores para la ocasión, mientras con la otra mano se despedía de todos ellos.

Richard esperaba en el altar de la pequeña capilla, a solas con sus pensamientos. En el primer banco descansaba su padre. Detrás de él, Julian y April le sonreían. Tanto su padre como Julian se habían acercado a hablar con él, intentando hacerle la espera más llevadera, pero había pedido que le dejaran solo. Asociándolo a los nervios por la inminente boda, bromearon y lo dejaron en paz.

En otro de los bancos se encontraban un amigo de su padre, y un par de amigas de Nicole, a las que apenas conocía. ¿Cómo iba a conocerlas a ellas, si apenas conocía a la que iba a ser su esposa? Había creído que sabía de ella, de su honestidad y su inocencia, pero la noche anterior había descubierto que la joven con la que iba a casarse no tenía nada que ver con la muchacha virtuosa que él pensó que era.

Richard se concentró en el lugar, apartando de sí sus recientes descubrimientos. Los altos techos, cerrados sobre tres alturas, se veían iluminados a pesar de la incesante lluvia, por la hilera de ventanas de piedra que daban luz a la estancia. Era un templo vetusto, cuyos muros encerraban prácticamente tanta historia como la capilla de la Torre, la más antigua de la ciudad. Muy a su pesar, por una pequeña rendija de sus pensamientos se coló la que iba a ser su esposa en menos de una hora. Y de nuevo sintió cómo la humillación lo paralizaba.

Aquella noche apenas había logrado conciliar el sueño, pues una y otra vez le venía la maldita lista a la cabeza, y se levantaba para analizarla, como si por leerla y releerla su contenido fuera a hacerse más agradable. No tenía que ver con las sandeces que había al lado de su nombre a modo de absurda explicación, que le habían herido el orgullo pero nada más. Era su nombre tachado lo que le había atravesado el alma, como un frío puñal. Sabía que el dolor era mayor porque realmente amaba a aquella mujer. Nicole se le había metido bajo la piel y no podía sacársela. Había tratado de encontrar cualquier explicación menos ignominiosa a sus anotaciones, toda la noche había buscado cualquier pretexto para olvidar lo que había leído decenas de veces, pero solo cabía una interpretación posible. Ella no lo había considerado lo bastante bueno.

Apretó las uñas contra las palmas de las manos hasta casi hacerse sangre, tratando de calmarse. Tampoco él la había considerado una candidata, básicamente porque jamás pensó que algo como lo que iba a ocurrir, que la corriente de pasión que sentía cada vez que estaba con ella fuera recíproca y terminara por comprometerles, fuera una cuestión posible. Pero eso no significaba que no la hubiera deseado. Ni que no hubiera tratado de cortejarla si las cosas hubieran sido distintas entre ellos. Si la temporada anterior no hubiera existido, si ella no le hubiera mostrado el consecuente desprecio tras sus actos, Nicole hubiera sido la primera candidata a esposa. Tal vez la única. Se hubiera dedicado con esmero a conquistarla.

Si su nombre no hubiera estado entre los aspirantes de la lista de ella, lo habría entendido. Pero verlo tachado, saber que había sido tenido en cuenta y rechazado, lo había destrozado.

Vio llegar un carruaje y a su hermana saliendo de él. El momento estaba cerca. Presta, Judith se acercó al altar y le besó amorosamente. Richard no podía hablar. Sabía que su voz delataría el rencor que sentía, así que la besó también y se quedó callado. Ella, nerviosa, le colocó de nuevo la flor en la solapa, flor que ambos sabían que estaba perfecta tal como estaba.

—Ella no tardará, salían justo detrás de mí.

Era obvio que la duquesa malinterpretaba su silencio, como los demás. Él asintió sin atreverse a mirarla. Todavía estaba a tiempo de olvidar la nota y seguir con su plan inicial, desposarse y conquistarla. Todavía estaba a tiempo de no fastidiar su matrimonio desde el principio. Sabía que si llevaba a término sus planes de venganza, antes de que acabara el día ella lo aborrecería, lo odiaría con todo su ser. Cínico, pensó que qué más le daba. Entre la indiferencia y el odio, prefería el odio, que al menos significaba algo para ambos.

Triste, pero convencido, apretó la mandíbula y esperó. Un minuto después, se detenía el carruaje ducal, y James ayudaba a bajar a su hermana. Desde lejos pudo ver cómo brillaba el vestido de Nicole, y algo se encogió dentro de él. Se obligó a permanecer impasible mientras su prometida se acercaba. Estaba preciosa. Dios, era la novia más hermosa de toda Inglaterra. De nuevo se emocionó, y de nuevo reprimió el sentimiento. Sabía que su hermana le estaba observando, pero no le importó. No quería sentir nada. Solo quería acabar cuanto antes, devolverle el golpe esa noche, y seguir adelante con su vida, con o sin ella.

Cuando James le ofreció la mano de Nicole, evitó mirar directamente a ninguno de ambos. Se volvió hacia el sacerdote, quien inició la ceremonia.

Nicole nunca había estado tan nerviosa. Richard estaba evitando mirarla de frente. Necesitaba ver sus ojos, leer en ellos que todo saldría bien. De repente eso se había convertido en lo más importante de su vida, más allá de lo que estaba ocurriendo. Pronunció sus votos en voz baja y escuchó los de él, y entonces los declararon marido y mujer. Richard se volvió, y el ánimo de ella se derrumbó. La miraba casi con odio. Depositó un beso en su mejilla, que tal vez para el público congregado pudo resultar decorosamente casto, pero que a ella le supo a traición, y tras intercambiarse las alianzas, le ofreció el brazo para recorrer de nuevo el pasillo, hacia el exterior, esta vez juntos y casados. «Hasta que la muerte nos separe».

Fuera les esperaban los escasos invitados a la celebración. Les lanzaron pétalos de flores en un ambiente festivo. Llovieron abrazos y besos. Pero Nicole no supo de quién ni por qué. Solo podía sentir la presencia ajena de su esposo, que parecía estar a millas de allí, de ella.

Cuando subieron al carruaje, poco después, sus sospechas se vieron confirmadas. Solo unas frases salieron de los labios de Richard, dichas con crueldad.

—Sé que nunca creíste en mí como marido. Lamento decirte que estabas en lo cierto: seré un pésimo esposo.

Ella se pasó el resto del camino, hasta la casa de él, tratando de contener el llanto, mientras buscaba una explicación a las reacciones de Richard. De su esposo. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

El banquete fue un infierno. Todos los invitados se sentaron juntos en una sola mesa redonda. Richard se mostró encantador con todo el mundo excepto con ella. La ignoró deliberadamente, sin importarle que el resto de los comensales pudiera darse cuenta de la tirante relación entre los recién casados. Tras los más de media docena de platos que había preparado la cocinera de los Illingsworth, pues el ágape se estaba celebrando en la mansión de él, o en la casa de ambos, se corrigió, sirvieron una selección de postres y oporto, madeira, brandy y whisky. Aprovechando que estaban prácticamente en familia, las damas y los caballeros no se separaron para la sobremesa, como era habitual, sino que disfrutaron de su mutua compañía, a pesar de impedir así que los hombres pudiera gozar de un buen habano.

Tentada estuvo de coger la licorera de whisky y beber directamente de ella, sin servirse siquiera en un vaso. Quizá así se relajara, o al menos lograra un poco de atención de su marido. El pavor ante la situación se estaba mezclando con el enfado. Si tenían diferencias, y a la vista estaba que así era, no había necesidad de hacer partícipes de ellas a los invitados. Solo conseguirían incomodar a algunos, y preocupar a otros.

Tras lo que le pareció una eternidad, James hizo un último brindis en honor de la pareja, de la que dijo sentirse especialmente orgulloso y a la que deseaba toda la felicidad posible, y los presentes comenzaron a despedirse, llenos de buenos deseos.

Una vez finalizado el ritual de despedida, Nicole quiso enfrentarse a Richard de forma inmediata, pero este acompañó hasta el carruaje a James y Judith. Resignada, subió a cambiarse de ropa, dilatando un poco más el momento de su conversación. Si tenían que discutir, lo que se le antojaba inevitable, mejor hacerlo con algo más cómodo.

Pidió a la doncella que la ayudara a quitarse el vestido, y que saliera justo después. Podía vestirse sola, y quería estar tranquila unos minutos. El négligé que había comprado para esa noche estaba sobre la colcha, iluminado por el fuego, retándola a que se lo pusiera. Nicole se sintió cobarde, sin fuerzas para usarlo, insegura de si a su esposo le agradaría que lo hiciera. Se puso una bata sobre su cuerpo desnudo, y se sentó frente a una mesa con un pequeño espejo. Todavía no habían llevado sus muebles. Echaba de menos su secreter y su tocador, donde podía pasar horas escribiendo o acicalándose. Tomó un cepillo de plata y pasó más de media hora desenredado y dando brillo a su melena, a la espera.

Estaba claro que su marido no iba a subir. Fuera ya estaba oscuro, y él seguía sin hacer acto de presencia. Dudaba mucho que su hermano y su cuñada siguieran allí, cuando lo lógico era despedirse rápidamente y dejar intimidad a los recién casados. Cada vez más molesta, se quitó la bata, se puso una camisola y un viejo vestido de día de uno de los baúles que habían llegado esa mañana desde su casa, y bajó a buscar a su esposo, sin importarle que su atuendo no fuera el más adecuado.

Lo encontró en la biblioteca, tan absorto que no la oyó entrar. Ella dudó antes de sacarlo de sus pensamientos.

—¿Richard?

El aludido se sobresaltó al verla. No se había permitido admirar a su mujer durante todo el día, pero su determinación acababa de irse al traste. Ella estaba en la puerta, con un vestido pasado de moda poco favorecedor, y todo el esplendor de su melena rizada desparramada sobre sus hombros. Estaba imponente. Nunca la había visto con el pelo suelto, y no le costó imaginarla con el cabello extendido sobre su almohada, mientras él le hacía el amor.

Su cuerpo, traicionero, respondió al impulso sensual, y su mente se enfadó todavía más por ello. No estaba seguro de poder mantener la calma con ella tan hermosa, así que prefirió ignorarla. En realidad no estaba seguro de nada.

Nicole no se dio por vencida. Al contrario, insistió.

—Richard, tenemos que hablar.

Insolente, puso cara de inocente sorpresa.

—¿Hablar, nosotros? ¿Acerca de qué?

Ella suspiró. Él se estaba poniendo difícil, y eso que aún no habían empezado a discutir. Aun así no se dejó amilanar.

—De tu comportamiento durante el día de hoy. Me has ignorado desde que me has visto. —Le pareció que era mejor ser directa.

—¿Ignorado? Difícilmente, dado que me he casado contigo, ¿no te parece?

El tono despectivo de su voz la encendió. Abandonó cualquier intención de mantenerse calmada.

—¿Y se supone que tengo que darle las gracias por ello, milord?

La mirada de él, gélida, la obligó a dar un paso atrás.

—¿Esperáis que os dé yo las gracias a vos, milady?

Se levantó y avanzó hacia ella. Nicole se encontró en el umbral de la puerta. Como no quería salir huyendo, por más que su mente le dijera que probablemente sería lo más conveniente dado el enigmático estado de ánimo de su marido, cerró la puerta y se apoyó contra ella.

—¿Se supone que debo caer rendido a vuestros pies porque hayáis decidido cazarme a mí como marido, y no a otro? —continuó, socarrón—. ¿Que debo agradeceros que no huyerais a Escocia con Kibersly?

Ella sintió cierto alivio, a pesar de la furia de él. Así que ese era el problema. Seguía sintiéndose engañado. Se armó de paciencia, a pesar de sentirse molesta porque la noche anterior todo había quedado aclarado, al menos en apariencia.

—Ya te dije que yo no invité al marqués a que me visitara a altas horas de la noche en mi jardín, como tampoco te invité a ti, por cierto. Creí que ese punto había quedado olvidado aquella misma noche. —Vio que él se ablandaba ante la velada mención de su interludio amoroso. Esperanzada, continuó con voz más suave—. Y ya te expliqué que alguien mandó una nota a las hermanas Sutherly para que acudieran a la salita de los Guestens. No te engañé, Richard. Lo juro.

Le pareció que dar su palabra daría mayor credibilidad a su discurso.

Él dudó. Estaba preciosa allí plantada, tratando de entender su enfado. ¿De veras quería discutir con ella, precisamente esa noche? ¿De veras deseaba estropearlo todo? Amaba a esa mujer, y tal vez con el tiempo lograría enamorarla. Quizá todo tuviera una explicación inocente.

La lista de ella le quemó en el bolsillo. ¡Y un cuerno explicaciones inocentes! Había hecho bien cogiéndola para que le acompañara durante todo el día, como recordatorio del desprecio de su esposa hacia él y su casa.

Sí, definitivamente quería humillarla, tanto como ella le había humillado a él. Esa noche la dejaría en ridículo delante de toda la alta sociedad, y tal vez así estarían en paz.

—Richard —prosiguió ella—. Puedo explicártelo de nuevo, si quieres.

Él levantó una ceja, se echó la mano al bolsillo de la chaqueta y le lanzó la maldita hoja de papel.

—Tal vez podríais iluminarme sobre esto, querida, ya que te sientes tan proclive a dar explicaciones.

Conforme caía el papel reconoció su letra, y supo qué era. Se quedó sin palabras, incapaz de reaccionar, sabiendo sin género de dudas lo que él debía de estar pensando. Sintió que la desesperación se adueñaba de su corazón. Él prosiguió, malinterpretando el terror de su gesto.

—Aunque no es necesario que os expliquéis. Creo que está muy claro. Pobre lady Nicole, obligada a casarse con alguien a quien no quería desposar. Con un simple vizconde inepto que pone cara de besugo.

Nicole tenía los ojos abiertos de forma desmesurada, y unas lágrimas comenzaban a rodar por sus lívidas mejillas. Balbucía, pero era incapaz de articular palabra.

Asqueado consigo mismo por su crueldad, y con ella por provocarla, Richard se dirigió a la puerta, dispuesto a salir de allí para culminar su venganza. Y al día siguiente, que saliera el sol por donde quisiera.

Ella se interponía entre la puerta y él, impidiéndole la necesaria vía de escape. Le exigió con rudeza que se apartara. Ante la negativa de ella, repitió.

—Hazte a un lado, Nicole.

Ella abrió los brazos en cruz, tratando inútilmente de bloquear la salida. Volvió a negar con la cabeza, despacio.

—No —susurró con poca convicción.

Él tuvo que esforzarse para no arrancarla de la puerta con sus propias manos.

—Nicole, sal de mi maldito camino.

Estaba apenas a un palmo de ella. La cogió de la cintura y la apartó de la puerta como si no pesara nada, tratando de hacerla a un lado. Ella se aferró a las solapas de su frac, desesperada.

—Richard, espera, déjame explicarte…

—No quiero saberlo, Nicole.

Y le tomó las manos para separarla de su cuerpo y alejarla definitivamente. Ella dijo en apenas un susurro contenido.

—Richard, yo te amo.

Él supo que ese era el momento de despreciar su amor, como ella misma había hecho con el de él; el momento de reírse de sus palabras y hacerla sentir tan destrozada como él mismo se sentía. Pero no pudo. Algo dentro de él se rompió en mil pedazos con las palabras de ella. Su corazón, probablemente. Desesperado también, abrió la puerta y salió dando un portazo.

Huyó de casa a lomos de Fausto, sin dirección alguna. No quería ir a White’s, y soportar congratulaciones, pero era demasiado pronto para ir a buscar a Marien, a pesar de que ya había anochecido. Cabalgó por Hyde Park un rato, y se detuvo a orillas del serpentín buscando serenarse. La lluvia había cesado, y unos rayos de luz de la luna llena se filtraban entre los nubarrones.

«Te amo». Las palabras resonaban en su mente una y otra vez, sin sentido. ¿Le amaba? Una parte de él quería creerla, la parte en la que él estaba enamorado de ella se moría por volver y solucionarlo todo. Pero su mente, la que rara vez fallaba, le decía que no se podía amar a alguien y tacharlo de una lista de pretendientes. No quiso ahondar en que ella le hubiera dicho que le amaba para manipularle. Eso sería horrible, y no podía pensar tan mal de ella. Quizá sencillamente había creído enamorarse de él tras hacer el amor la otra noche, y había hecho a un lado los reparos de su lista, una vez descartado definitivamente Kibersly.

En cualquier caso ya era tarde. Su orgullo no le permitía abandonarse a una mujer que lo había infravalorado tan desdeñosamente. Esa noche él le devolvería el golpe, y al cuerno con las consecuencias.

Se asomó la luna, su única compañía. Volvió a montar sobre su semental y puso rumbo a Drury Lane, deteniéndose frente a la fachada de ladrillo rojo. Su conciencia volvió a martillearle el corazón, sabiendo que sus arranques de furia le habían jugado más de una mala pasada. Ignorando de nuevo el impulso de volver a casa y hacer las paces con su preciosa esposa, buscó a algún muchacho con el que mandar el caballo de regreso a sus caballerizas. Para donde pensaba ir necesitaría un coche de alquiler.

Subió los escalones despacio. Sabía que Marien tenía libres los jueves, por lo que esa noche no debía trabajar. Y por lo que le había dicho su amigo Blackfield, todavía no había tomado otro amante. Llamó a la puerta y esperó que el destino resolviera su futuro. Si ella no contestaba, volvería a casa y hablaría con Nicole. Si Marien le atendía, seguiría con su plan.

Ignoró su desazón cuando oyó unos pasos que se dirigían a la puerta. Marien abrió, en bata.

—¡Richard! —La alegría en su voz era genuina.

—Marien. —Al ver que ella no abría la puerta de par en par, preguntó—: ¿Puedo entrar?

Ella se hizo a un lado, y lo dejó pasar. La habitación estaba hecha un desastre, pero a ninguno de ambos le importó. Ella estaba encantada de que él la visitara, esperanzada en que él no se hubiera casado, aunque sabía que eso era imposible. Tal vez fue esa certeza la que hizo que le invadiera una oleada de ira, al recordar cada palabra de su abrupta despedida. Le había jurado que le haría suplicar, y tenía intención de intentarlo al menos. Compuso el gesto.

Richard aborrecía el motivo de su visita, empezaba incluso a aborrecerse a sí mismo, ahora que veía con claridad lo que ocurriría en breve. A pesar de su alegría inicial, Marien le miraba en ese momento con estudiada indiferencia.

—Te dije que ella no saciaría tus apetitos. —Sonó presuntuosa—. Pero esperaba que mantuviera tu curiosidad al menos durante la primera noche.

Lo malicioso de su voz le molestó tanto como el comentario en sí. Quería largarse de allí, pero aun así se mantuvo firme.

—¿Te apetece venir a la ópera conmigo?

No pensaba rebatir ningún insulto dirigido a Nicole. Sería rebajar a su esposa al nivel de ella.

—¿Ahora? —La sorpresa era palpable.

Richard creyó imaginar lo que pensaba. Ser vista en la ópera con él le daría cierta notoriedad, lo que podría dar un gran impulso a su carrera, si no de actriz, sí de cortesana. Lamentaba que ella acabara así, pero no sería él quien la juzgara, dado que él pensaba utilizarla también. La vio elegir un vestido. Se desnudó frente a él, provocativa. Richard no sintió nada.

—Solo iremos a la ópera, Marien. Nada más.

Ella hizo un pequeño aspaviento, obviamente incrédula, convencida de que después de la representación volvería con ella allí, a su cama. Las razones que le impulsaban a abandonar a su esposa esa noche, y hacerlo además de forma pública, se le escapaban, pero no quiso tentar a la suerte preguntando. Richard, su amor, volvía a ella. Nada más importaba.

Para cuando llegaron a Covent Garden la actuación estaba a punto de comenzar. El vizconde la llevó directamente a su palco y esperó a que comenzara la función.

Y no tardó demasiado. Mientras la mezzosoprano cantaba en italiano sobre amores perdidos, que ahogaron más el ánimo de Richard, la gente reparó en ellos, y muchos espectadores comenzaron a dirigir sus prismáticos hacia donde se encontraban sin ningún disimulo. Se oyó un zumbido de rumores y algunos incluso los señalaron.

Ya era suficiente. Al día siguiente su escapada estaría en boca de todos, tal y como había planeado. Veinte minutos después de llegar, justo antes de que acabara el primer acto, la tomó del brazo y salieron de allí, tan sigilosamente como habían llegado. No quería cruzarse con nadie.

De nuevo en un carruaje de alquiler, Marien trató de acariciarle. Él frenó su avance tomándola de las manos. Pero debió de ser su gélida mirada lo que la hizo desistir. Al llegar a su edificio, la ayudó a bajar, le besó la mano y se despidió con un frío adiós.

Marien se dio cuenta de que él no había tenido ninguna intención de continuar su relación con ella, sino que él la había utilizado para dejar a su recién estrenada vizcondesa en ridículo. En lugar de enfadarse, se preocupó. Sabía que él no era un hombre cruel, y que solo cuando estaba herido actuaba como un desalmado.

Triste por él, por ella misma, y por la joven esposa, de la que ya se estaba compadeciendo, le acarició la mejilla al tiempo que le inquiría con preocupación.

—Richard, cariño, pero ¿qué has hecho?

Se apartó, asqueado consigo mismo como nunca, maldiciendo su dolor. Ofreció al cochero una suculenta cantidad de dinero para que lo llevara a Westin House, a cinco horas de camino en carruaje. Se sentía incapaz de volver a casa.

«Ojo por ojo», brindó en silencio, insolente.

Nicole se despertó sola. Había dormido en la cama de él, con la esperanza de oírle llegar. O bien no había regresado, o estaba en otra habitación. Tenía la lista en su puño todavía, completamente arrugada. Se había dormido dándoles vueltas a cómo resolver el entuerto, pero no había encontrado solución. La hizo a un lado, y buscó la campana para llamar al servicio. Tiró de la cuerda que había en la cabecera de la cama y ordenó a la doncella, que llegó poco después, que calentaran el agua de la jofaina y que le prepararan el desayuno.

—¿El señor ha desayunado ya? —preguntó como si tal cosa, tanteando.

La cara de la muchacha fue suficiente respuesta. Aun así le contestó, sin mirarla directamente.

—El señor no ha dormido en casa, milady.

Nicole le dio las gracias con voz ahogada y la despidió con la mano, tratando de no llorar. Abatida, buscó entre los baúles del vestidor, donde estaba su ropa todavía por colocar, a falta de decidir dónde dormiría ella, y sacó un vestido de muselina verde. Se aseó, se vistió y bajó a desayunar. Se encontró con varios sirvientes que la miraron casi con lástima. En ese momento odió a Richard con la misma intensidad con la que lo amaba.

Afortunadamente en la sala del desayuno estaba solo el mayordomo, quien le sirvió un poco de todo lo que había en las bandejas, y salió, dejándola a solas con sus pensamientos y el Times. Entendía el enfado de Richard. Siendo sincera consigo misma, si ella hubiera encontrado una lista igual, escrita por él, con el nombre de ella tachado, y un montón de insultos estúpidos justo al lado, se habría sentido igual de ofendida, o más. Reprocharle que hubiera hurgado entre sus cosas, dada la magnitud del problema que tenía entre manos, le parecía ridículo, a pesar de que algún día, cuando pudieran bromear sobre todo aquello, le amonestaría. Aún no había encontrado la clave para explicarle el porqué de su maldita lista. Le había dicho que le amaba, pero él no había respondido nada, lo que era mejor que haberse mofado de sus sentimientos. Aunque no mucho mejor, pensó con tristeza. Simplemente la había dejado sola, con su confesión en el aire, flotando entre ambos.

Tomó el Times y buscó directamente las páginas de sociedad, curiosa por saber qué habrían dicho de su enlace. Pero fue otra la noticia que llamó su atención. La noche anterior habían estrenado una nueva función en la Royal Opera, y entre los ilustres asistentes, destacaban la inusual presencia del vizconde de Sunder, acompañado por cierta actriz.