Pretendía que fuera un contacto suave, que de paso borrara el beso del otro hombre. Pero en el momento en que rozó sus labios, y ella abrió su cálida oquedad, supo que estaba perdido. Aumentó la presión de su boca, y su lengua aceptó la invitación de la de ella, iniciando un baile lento y sensual.
Y aun así no parecía ser suficiente. Nicole se acercó más a él, y sus pequeñas manos le tomaron del cabello y comenzaron a acariciarle. Richard la besó con pasión, como hiciera en casa de los Guestens, y se dejó llevar. Sus manos vagaron por la espalda de ella, con suavidad al principio, con urgencia después. Subió la palma por un costado hasta su pecho, y ella se volvió un poco, justo lo suficiente para recibir mejor la caricia. La mano de él rozó la suave turgencia por encima de la tela, sintiendo cómo el pezón se erguía. Soltó el pecho, y sintió contra sus labios el gemido de pérdida de ella. Sonriendo interiormente, comenzó a desabrochar los botones de la espalda del vestido, sin interrumpir el tórrido beso. Una vez finalizada la tarea, tiró del corpiño hacia abajo, y dejó que solo la camisola de fina batista se interpusiera entre sus manos y su deseo. La acarició de nuevo.
Ella se sentía lánguida y excitada al mismo tiempo. Acariciaba el firme torso de él al tiempo que recibía sus caricias. Sus caderas, con voluntad propia, se mecían contra él, sintiendo la excitación de su virilidad en su propio centro. Nicole no era una completa ignorante sobre lo que ocurría entre un hombre y una mujer, y sabía qué podía ocurrir si seguían por ese camino, pero no le importó. A fin de cuentas estarían casados en dos días, y por tanto lo que estaba ocurriendo no podía estar mal. El crujido de la tela de su camisola al romperse quebró el hilo de sus pensamiento. Estaba desnuda de cintura para arriba, y él había dejado de besarla y la estaba mirando. En realidad, la estaba devorando con los ojos.
—Eres hermosa —le dijo, casi con reverencia.
Y ella se sintió la mujer más hermosa del mundo. Richard acarició casi con postración sus pechos, y volvió a besarla. Sus labios fueron dejando una estela de fuego por su mandíbula, su cuello, sus orejas y su clavícula hasta llegar al nacimiento de sus senos. Bajó un poco más y tomó uno de los rosados botones que los coronaban en la boca y succionó son suavidad. Como premio a su audacia, ella gimió y se derritió un poco más contra la dureza de él. Sintió que le clavaba los dedos en la espalda e intensificó su dulce tortura.
Nicole sintió que la sexualidad de ambos la inundaba. Los movimientos de sus manos se tornaron más urgentes, y en un arranque tiró de la camisa de Richard para poder sentir su piel. Pudo notar cómo el cuerpo de él se tensaba, y sus labios se volvían más exigentes, lo que los colmó de placer a ambos.
Richard volvió de nuevo a la boca de ella, tan suave y llena, y la tomó en brazos. Se acercó al banco que había apenas a unos metros, sentándose con ella encima. Nicole buscó más proximidad y se sentó a horcajadas sobre las piernas de él, levantado su falda para poder sentir sus poderosos músculos contra sus muslos, más suaves. Le desabrochó la camisa y sus manos vagaron a placer por el pecho de él, rozando el vello que lo cubría y que le provocaba un dulce cosquilleo. Se separó para mirarle. Era perfecto. Su ancho torso, sus planos pezones, su ombligo. Bajó la mirada hasta el bulto que asomaba, enorme, en su bragueta. Sus manos, ignorantes pero llenas de ansiedad, volaron hasta allí y acariciaron. Richard gimió y la besó salvajemente. La reacción de él la hizo sentirse poderosa como nunca, mientras una sensación de calor se aglutinaba entre sus piernas. Necesitaba sentir el tacto de Richard allí, y le dirigió la mano por debajo de su falda.
Él supo que tenía que detenerse. Si seguía un poco más, ya no podría parar. Y a pesar de que era cuestión de días que se uniera a ella, y por más que lo deseara, sabía que el banco de un jardín no era el lugar adecuado para desflorarla. Quería que la primera vez de Nicole fuera perfecta. Que fuera especial para ambos. Haciendo acopio de una fuerza de voluntad que ignoraba tener, se separó y la apartó ligeramente.
La sensación de pérdida de ella fue atroz. Alzó la cabeza para mirarle, insegura.
—¿Richard?
Él la besó de nuevo, y una vez más se obligó a separase.
—Shhh, cariño, es mejor detenernos ahora. —Había ternura en su voz—. Si no lo hacemos, luego ya no podremos parar.
—Pero es que yo no quiero parar. —El tono lastimero de su prometida le llegó al alma.
—Cariño, no estoy seguro de que sea buena idea continuar.
—Nos casaremos en apenas dos días.
Mientras trataba de convencerle con palabras, volvió a acercarse a él, y se meció contra su virilidad. Richard gimió.
—Preciosa, de veras que este no es un buen lugar.
—Ah. —La decepción de ella le resultó arrebatadora. Se separó un poco para mirarla a los ojos—. ¿No es posible hacerlo aquí?
Él rio, una carcajada gutural cargada de sensualidad.
—Desde luego que sí, cariño, pero no sé si es lo más conveniente en tu primera vez.
La mano de ella, audaz, volvió a situarse entre ambos cuerpos y le desabrochó el botón del pantalón. Antes de cohibirse, metió la mano dentro y sintió toda la longitud del miembro de él, que anhelaba la atención de la joven.
—Hazme el amor, Richard, por favor.
¿Quién podía resistirse a semejante ruego? Él no, desde luego. A fin de cuentas solo era un hombre.
Apartó la mano de ella, temeroso de precipitarlo todo y acabar antes siquiera de haber comenzado.
Si iba a hacer el amor con Nicole, lo haría como una doncella se merecía hacerlo en su primera vez. Se abrochó el pantalón, la levantó de su regazo con ternura y le tendió la mano. Nicole vio su gesto y le tomó de la mano que le ofrecía. Sabía que él había claudicado.
—Subamos. —Su voz estaba cargada de promesas.
Ella asintió, y se colaron, como dos furtivos, por la puerta de servicio. Casi corrieron hasta la habitación, de pura impaciencia. Una vez dentro, Nicole cerró con llave y le miró, ardiente, soltando su mano del corpiño desabrochado, dejando su cuerpo a la vista de Richard.
Él respiró hondamente, calmando su pasión, y se centró en darle placer, en prepararla. Cerró la distancia que los separaba y la besó durante unos minutos. Su boca, desobediente, bajó por el cuello de la joven y atrapó de nuevo uno de sus pezones, y su mano, ajena también al control que él pretendía establecer, inició un sensual recorrido por su pierna derecha, elevándola a su cintura y abrazándose con ella. Su tacto comenzó desde el bien delineado tobillo, subiendo por las pantorrillas, las rodillas, que se detuvo a perfilar, sus muslos, hasta que llegó al centro de su cuerpo. Apartó la enagua y acarició el arrugado botón de su sexo, que encontró húmedo. Ella gimió largamente. Se separó unos centímetros para verla. Estaba preciosa, saqueada por la pasión. Introdujo un dedo en su cálido interior y Nicole se arqueó contra él.
«Pronto», se dijo. Siguió acariciándola rítmicamente hasta que supo que ella estaba al límite. La tomó en brazos y la depositó en la cama con infinito cuidado. Le quitó el vestido, la camisola, los zapatos y las medias, y la contempló, maravillado. Era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto. Y era suya.
—¿Richard?
La urgencia de su femenina voz le acució a desvestirse. Se quitó los zapatos y las medias de una patada, y los pantalones y sus calzones siguieron el mismo camino. Su virilidad se irguió, orgullosa. Casi se arrancó la camisa, con las prisas. Parecía un adolescente, no un hombre de vasta experiencia. Pero con ella se sentía como si todo le fuera revelado por primera vez. Subió a la cama, la cubrió con su cuerpo, y la miró a los ojos con pasión.
—¿Estás segura? —Sabía que debía volver a preguntar, a pesar de que temía que ella recuperara el sentido común y se apartara.
Nicole apenas oyó su pregunta envuelta en una bruma de sensualidad. Se sentía presa de un dulce tormento, y necesitaba redimirse.
—Richard, por favor, haz algo.
Agradeciendo al cielo el carácter de ella, acercó la cabeza de su miembro a su cálida abertura y se deslizó apenas.
—Mi amor, esto va a dolerte.
Impulsó hacia dentro en un movimiento certero, y sintió cómo la resistencia de ella se rompía. Ella trató de moverse, molesta de repente por la sensación de escozor, pero él la sujetó con firmeza.
—Shhh, espera un poco, enseguida pasará —le susurró, tratando de darle aliento.
Nicole se quedó quieta, y tras lo que le pareció una eternidad sintió que él volvía a moverse dentro de ella. Esta vez no hubo dolor, sino un enorme placer.
Richard supo que no aguantaría mucho más. Bajó su mano hacia el centro de su joven amante, acariciando al tiempo que impulsaba sus caderas hacia Nicole, enterrándose profundamente en ella. Apenas unas embestidas después advirtió que ella estallaba de placer, y la siguió. En ese momento de gozo infinito todas las mujeres de su pasado desaparecieron y solo quedó Nicole, con su carácter indomable, con sus hermosos ojos, con su melena de fuego, con toda su pasión. Satisfecho como nunca, la acarició suavemente, dejando que volviera también ella a la realidad poco a poco, orgulloso de saber cuánto había disfrutado ella.
Nicole no estaba segura de seguir viva. En un momento su cuerpo se había tensado y al siguiente había estallado en mil pedazos, transportándola a un edén de placer. Lentamente volvió a la realidad de la mano de Richard, al dulce tacto que le acariciaba el cabello, al frío de la noche y la intimidad de su alcoba. Rio de felicidad.
A Richard el sonido de su risa le supo a gloria.
—Debiste hacerme caso cuando te di la oportunidad de subir —dijo mientras frotaba su nariz contra la de ella, cariñoso.
—Y yo te dije que no lo haría sin hablar antes contigo. —Lo miró a los ojos, todavía refulgentes de pasión, y le preguntó, mimosa—. Ahora dime, ¿quién tenía razón?
Él no contestó, no hacía falta. La besó con suavidad y después se separó, temeroso de aplastarla con el peso de su cuerpo. En silencio, le pasó el camisón que había debajo de la almohada por la cabeza, cubriéndola. Ella se dejó hacer, exhausta de repente. Una vez que terminó con Nicole, Richard se levantó, recompuso sus propias ropas, esparcidas por la urgencia en el suelo de la habitación, y se quedó un minuto en silencio, observándola a placer.
Preparado ya para irse, volvió a la cama, donde ella permanecía con los ojos cerrados. Le besó en la mejilla con dulzura.
—Buenas noches, preciosa.
Ella apenas contestó en un susurro.
Aquella noche ambos durmieron plácidamente.
La duquesa viuda llegó finalmente a la mañana siguiente, y con ella acabó la paz de Nicole. Lady Evelyn entró en su alcoba justo después de que esta terminara de bañarse, apoyándose en un bastón, entre reproches y felicitaciones por su compromiso.
Le costó más de veinte minutos aclarar la situación con su madre, que no dejaba de interrumpirla para reñirla o para quejarse de las prisas. Hasta tres veces tuvo que repetirle Nicole que no habían elegido la fecha tratando de evitar un escándalo, como ya ocurriera con su hermano James. Lo que, bien pensado, era rigurosamente cierto, pues cuando decidieron casarse por San Jorge todavía no había probado el placer que él le diera la noche anterior.
Mientras lady Evelyn hablaba y hablaba sobre los preparativos, ella dejó su mente divagar, asintiendo de vez en cuando para que su madre no notara que la estaba ignorando, si acaso se le ocurría fijarse en su hija por un casual. La noche anterior había hecho el amor con Richard, y había sido maravilloso. Nunca imaginó que ningún acto pudiera ser tan íntimo. Ni tan placentero. Todavía tenía ciertas molestias en esa parte concreta de su cuerpo. Había sentido dolor inicialmente, pero Richard había sabido mitigarlo y convertirlo en algo absolutamente delicioso. Estaba claro que debía de ser un hombre con una dilatada experiencia, pero no le importó. Solo deseaba que llegara la noche, convencida de que él volvería de nuevo a visitarla. Y esta vez no tendría que avergonzarse porque las sábanas estuvieran manchadas de sangre, pensó sonrojándose por la mirada de su doncella aquella mañana.
—Esta noche dormiremos en casa de James, será lo mejor.
Eso la devolvió a la conversación de inmediato. Se negaba rotundamente a privarse de la oportunidad de pasar un rato con él aquella noche.
—Madre, no creo que sea necesario…
—Ni hablar, dormirás en tu cama de siempre, y saldrás con tu hermano del brazo hacia la iglesia. —El tono de su madre no admitía réplica. Derrotada, desistió.
La ceremonia se celebraría en Saint Bartholomew the Great, una hermosa capilla del siglo XII, en la zona de Smithfield. Apenas acudirían una docena de invitados, las familias y unos pocos amigos íntimos. Su madre continuó desgranando lo que ocurriría al día siguiente, como si hubiera planeado ella toda la ceremonia, y no la inestimable Judith. Nicole volvió a sus pensamientos, distraída. Con lo que tenían preparado era casi imposible que pudiera ver a Richard durante ese día, y ahora sabía que tampoco podría verlo por la noche. Los nervios le atenazaron el estómago. Hubiera preferido hablar con él antes de casarse, la hubiera tranquilizado saber que estaban bien, que él había abandonado cualquier reserva respecto del matrimonio y que tenía también ilusiones puestas en su próxima vida en común. Deseaba fervientemente empezar con buen pie su vida de casada.
El silencio de su madre la devolvió una vez más al presente. Inexplicablemente, ella estaba callada ahora, y evitaba mirarla directamente a los ojos. Nicole estaba segura de que no le había preguntado nada, pues su cara sería de exigencia, no de azoramiento. Se puso alerta. Lady Evelyn carraspeó.
—Hija, ha llegado el momento de que te explique lo que ocurrirá en tu noche de bodas.
Nicole se asustó de veras. ¿Iba su madre a explicarle detalles sobre lo que había experimentado la noche anterior? Entre escandalizada e hipnotizada, se mantuvo en silencio.
—Verás, hija, mañana por la noche lord Richard deseará hacerte suya.
El rostro de su madre se tornó escarlata. Por un momento pareció claro que no sabía cómo continuar. Tomó aire, apartó la mirada de la de Nicole y continuó.
—Él… te tocará… y…
Nicole casi se compadeció de su madre. Estaba realmente aturdida, y ella misma estaba empezando también a incomodarse. Ojalá pudiera decirle que no hacía falta que le explicara nada, que ya sabía lo que debía saber. Desgraciadamente para ambas, tenía que callar.
—Nicole, lo que quiero decirte es que es tu marido, y que debes dejarle hacer. Aunque te duela, aunque no te guste, aunque te pueda hacer sentir mal, él está en su derecho.
¿De qué hablaba su madre? Lo que había ocurrido entre Richard y ella el día anterior no había tenido nada de malo. Ni de incómodo. Había sido maravilloso, y estaba impaciente por que volviera a suceder.
—Cuando le des un heredero probablemente deje de ir a tu alcoba, y entonces todo será más fácil.
Ah, no, nada de habitaciones separadas. Su hermano y su cuñada dormían juntos, y ella pensaba hacer lo mismo. Y después de lo increíble que había sido la noche anterior, no pensaba permitir que él dejara de… bueno, de eso.
—Quizá el vizconde busque aliviarse en otra parte. Debes entender que él es un hombre de fuertes apetitos, Nicole.
Si su marido buscaba colmar sus apetitos, como decía su madre, en otra parte, ella se encargaría de asesinarlo personalmente. Y muy lentamente, por cierto.
Esperaba que Richard le fuera fiel. De repente la idea de él con otra mujer se le antojó inadmisible. Esperaba muchas cosas de su matrimonio, y por eso quería hablar con él. Pero parecía que no iba a ser posible porque tenía que ultimar compras, recibir visitas de felicitación y un montón de cosas más que definitivamente no quería hacer.
Su madre le apretó la mano, le sonrió con tristeza y salió de la habitación. ¿Eso era todo? Ahora era ella quien estaba confundida. ¿No iba a hablarle de los besos, de las caricias?
Bueno, pensándolo bien ella tampoco querría contarles a sus hijas lo que había experimentado con Richard, la víspera en que alguna de ellas se casara.
Hijos. Con Richard. Se llevó una mano al vientre, soñadora.
Todo iría bien.
Mientras, en la residencia ducal James y Judith hablaban en el estudio. Habían recibido una carta de su abogado en Estados Unidos. Al parecer, el heredero de la fortuna de Terence Ashford, el difunto esposo de Judith, había fallecido, y había que poner en orden de nuevo el vasto patrimonio.
—No deseo ir, James.
—Lo sé, pequeña. Pero hemos de ir. Aprovecharemos para profundizar en algunas inversiones. Podemos llevarnos a Alexander.
—Desde luego que vendrá con nosotros —exigió ella.
James sonrió. Ésa era su Judith. El viaje a América era un contratiempo, pero tal vez sería bueno para su hermana y su cuñado que ellos estuvieran lejos durante sus primeras semanas de matrimonio.
No había querido hablar con Richard desde la noche del baile. Tenía mil reproches que hacerle, y que no podía lanzarle dadas las circunstancias de su propio matrimonio. Tenía también muchas reservas a corto plazo, a pesar de que estaba convencido de que a la larga el enlace sería un éxito. Pero tampoco podía expresarle sus dudas, dado que su mejor amigo había confiado en él en los peores momentos de su relación con Judith, poco antes de que finalmente se casaran.
Se sentía atrapado en ese sentido, atado de pies y manos. Nunca le había ocurrido que no pudiera hacer nada para cambiar las cosas a su gusto. Solo podía esperar, lo que se le daba francamente mal. Por eso pensaba que el viaje a Boston sería una buena opción.
—He mandado a uno de los mozos al puerto esta mañana temprano a buscar un barco —continuó—. El Sirena de los Mares sale pasado mañana, con la marea de la tarde. Es un barco cómodo. He reservado dos camarotes, uno para nosotros y otro para Alexander y la niñera.
Judith asintió, sabiendo que debían ir. Pero al contrario que su marido, no quería dejar a solas a su hermano y a Nicole. Temía la reacción de Richard ante un matrimonio forzado. La noche de los Guestens había dejado muy claro que no deseaba casarse. Y temía que cometiera algún error irreparable en su enfado. Cuando Richard se enfadaba no ponía freno a su ira. Y conocía a Nicole, y sabía de su orgullo, también.
Aquel matrimonio podía funcionar a las mil maravillas, o ser un completo desastre. Y Judith no podía quitarse de encima la sensación de que sería la segunda opción la que ambos tomarían.
Aquella noche Richard se dirigía con paso impaciente a casa de Nicole. Sabía que la duquesa viuda estaría allí, pero aun así quiso probar suerte. Se había pasado todo el día pensando en ella, recordando cada caricia, cada gemido. Quería… no, necesitaba volver a sentirla.
Nunca imaginó que se casaría con una mujer que lo igualara en pasión. En pasión, en carácter, en inteligencia. Sonrió. A pesar de las circunstancias, estaba encantado con la idea de casarse con ella. Si bien era cierto que no entendía qué había ocurrido exactamente la noche del baile, sí sabía que la noche anterior se lo había perdonado todo. Ella había confiado en él, y se había entregado con total abandono. Para Richard era más que suficiente. Era, de hecho, más de lo que jamás se atrevió a soñar.
Llegó al jardín trasero y vio la alcoba de Nicole a oscuras. Dubitativo, esperó.
Debía de amarle. Solo una mujer enamorada hacía el amor así. Bueno, y una mujer casquivana también, pero Nicole no entraba en esa categoría. Así que desde luego debía de amarle. Esta vez no cometería el mismo error que cometió en la terraza aquella fatídica noche. No le diría que sabía de sus sentimientos, sino que esperaría a que fuera ella quien le confesara su amor por él. Y entonces Richard le diría que también la amaba.
Sintiéndose un tonto romántico, tomó una piedrecita y la lanzó hacia la ventana de ella.
Nada. Repitió el proceso varias veces con idéntico resultado. Decepcionado, estaba a punto de irse cuando vio la puerta de servicio entreabierta. Sabía que no era buena idea entrar, pero él nunca había hecho demasiado caso a las buenas ideas. Con una sonrisa de depredador en el rostro, cruzó el umbral y se dirigió con sigilo a la segunda planta. Si le descubrían sería bastante bochornoso, pero al fin y al cabo iban a casarse en apenas unas horas, y ya habían sido descubiertos en una situación inconveniente. Más convencido, siguió avanzando hasta llegar a la habitación de ella.
La cama estaba vacía, y hecha. Mierda. Por lo visto ella no dormiría allí esa noche. Tal vez lo hiciera en casa de James y Judith. Pensándolo bien, tenía lógica. Echó un vistazo a la alcoba, en tonos ciruela. Era muy femenina, pero no era la habitación de una jovencita, sino la de una mujer. El secreter, una hermosa pieza en madera tallada, llamó de inmediato su atención, y se acercó. Abrió la tapa y encontró papel, pluma y tinta, secante, cera para lacrar, y un par de hojas. Muerto de curiosidad al ver la letra de ella, las cogió.
Requisitos para mi esposo:
Inteligencia.
Apostura.
Responsabilidad.
Honradez.
Respetabilidad.
Generosidad.
Título.
Fortuna.
Que me trate como a un igual.
Que me haga reír.
Que con él todo parezca más emocionante.
Deseo.
Así era su Nicole. Una lista de requisitos sobre su futuro esposo. Sonrió engreído, convencido de que los cumplía todos. Bueno, tal vez la respetabilidad no hubiera sido su fuerte, pero lo sería a partir de ahora. Iba a ser un esposo ejemplar.
Leyó la segunda página, y un mal presentimiento se apoderó de él. Había un montón de nombres escritos, posibles candidatos, supuso. Todos excepto uno estaban tachados. Miró algunos candidatos. ¿Los sosos del reino? ¿De veras se había planteado desposarse con uno de ellos? Ella ya no le pareció tan inteligente. El único nombre que no había tachado era el del jodido marqués. Más que molesto, se obligó a refrenar su enfado. Sabía perfectamente que ella había valorado seriamente la posibilidad de casarse con Kibersly. Y había decidido olvidarlo. Iba a dejar la lista y volver a casa cuando la última línea le atrajo poderosamente.
Lord Richard Illingsworth: Es engreído, estúpido, egoísta, inepto, y feo cuando pone cara de pez. Y solo es vizconde. Ah, y no es de fiar.
Un frío demoledor le atravesó el corazón. Nunca pensó que ella lo hubiera considerado un candidato serio. No después de lo que había ocurrido el año anterior. Pero sí lo había hecho. Le había puesto en su lista. ¡El último de su lista! Y le había desechado. Había tachado su nombre y se había quedado con el de aquel imbécil.
Y para mayor pecado añadía una lista de los defectos que la impelían a rechazarle. ¿Engreído? En absoluto, sencillamente realista. Muchas mujeres lo consideraban un buen partido. Quizá debiera hacerle ver cuántas. ¿Estúpido, inepto? No, eso seguro. ¿Egoísta? Quizá en algunos momentos de su vida, pero no desde que se hiciera cargo de sus responsabilidades. Lo de la cara de pez ni lo entendió. Y lo de que no fuera de fiar lo aceptó a regañadientes, dado su comportamiento del año anterior. Pero ¿que solo fuera vizconde? ¿Pero qué se creía, la muy niñata? Su título era tan antiguo como el de los Stanfort, e igual de respetado. Se negaba a que nadie, ni siquiera Nicole, la mujer a la que amaba, despreciara el apellido de los Illingsworth. De hecho, ella menos que nadie, dado que iba a adoptarlo al día siguiente, y debería hacerlo con orgullo, no con resignación. Maldita engreída.
Se sintió humillado. Maldita mil veces por engañarle. Ojalá no hubiera abierto el secreter. A veces era mejor no saber. Había llegado convencido de que ella se había entregado a él por amor. Y ahora descubría que se hubiera entregado a cualquier otro de la lista del mismo modo. Que su futura esposa era una… Prefirió no continuar. Dobló ambas listas y se las guardó en el bolsillo. Cerró el secreter y salió de la alcoba y de la casa con el mismo sigilo con el que había entrado.
Nicole iba a tener que darle muchas explicaciones. Pero eso sería después. Primero él se cobraría su venganza.