Hacía dos días que estaba prometida, ¡dos días enteros!, y todavía no había visto a su futuro esposo. Según le había dicho su hermano, había ido a Westin House a anunciar a su padre la inminente boda.
James había hecho lo propio, mandando un aviso urgente a Bath con la misma noticia, para que su madre regresara a Londres tan pronto como le fuera posible.
Desde la noche del baile las visitas para felicitarla no habían dejado de sucederse. Muchas jóvenes y sus madres habían tratado de sonsacarle información sobre su relación con Richard, de la que, aunque ningún noble dudaba abiertamente, pues hubiera sido una ofensa a la casa Stanfort, sí cuestionaban en pequeños círculos. Nadie se explicaba que el vizconde hubiera permitido el cortejo a Nicole, estrecho y público, del marqués de Kibersly, hasta la misma noche del baile de los Guestens, si tenía un acuerdo con la hermana del duque. Ni siquiera Sunder podía ser tan permisivo.
La protagonista de las pesquisas prefirió ignorar con elegancia las preguntas indiscretas, sabiendo que la boda acallaría a las chismosas.
De las innumerables visitas, la más emotiva fue, tal vez, la de las hermanas Sutherly. Se deshicieron en disculpas por haberla sorprendido en flagrante delito. Se las veía realmente afligidas, y Nicole terminó por restar importancia a su obvia participación en lo ocurrido. El alivio de todas ellas fue más que evidente al saberse perdonadas. Apreciaban sinceramente la amistad de Nicole, una de las pocas damas que las había aceptado sin reservas desde el principio. Si bien no eran amigas íntimas, sabían que ganarse la estima de lady Nicole Saint-Jones era importante, y no solo por los beneficios que socialmente les pudiera reportar.
Le explicaron que aquella noche, poco después del vals, un lacayo les había estregado una nota sin firmar citándolas en la salita, y que habían acudido, junto con el resto del grupo, creyendo que se trataba de algún juego.
Una vez resuelta la controversia, la abrazaron y felicitaron profusamente. Las tres parecían de acuerdo en que sería un buen matrimonio, y que sería dichosa con Richard Illingsworth a su lado.
Ella misma deseaba fervientemente que así fuera, y tiempo atrás pensó que, efectivamente, con Richard tendría una vida maravillosa, pero tras la conversación de dos noches atrás su sentido común comenzaba a dudarlo seriamente. Richard no la había visitado antes de irse, ni había enviado nota alguna explicando su marcha. James y Judith habían justificado la reacción de él y la habían animado a que no se preocupara. Y así lo hacía durante el día, pues la vorágine previa al enlace no le permitía detenerse a pensar ni un segundo. Pero por la noche su cabeza no dejaba de pensar en que él tenía razones, aunque infundadas, para sentirse engañado. Deseaba hablar con él antes del enlace. Necesitaba explicarle lo que había ocurrido realmente, lo extraño de la misiva a las Sutherly y lo inconveniente del resto. Pero para contárselo él tenía que aparecer, y según estaba viendo su prometido no tenía intención de hacerlo.
Poseía el traje perfecto para la boda, uno de los vestidos de noche que todavía no había estrenado. Le habían cosido a la seda decenas de pequeñas perlas hasta conseguir un efecto soberbio. Pero era necesario encargar ropa nueva dada su inminente condición de casada, especialmente ropa interior.
Se sonrojó pensando en ello. Había aspectos de su matrimonio que no temía, y uno de ellos era la noche de bodas. Esperaba que su madre, que debía haber llegado esa tarde pero inexplicablemente se había retrasado, le explicara algunas cosas, pero estaba convencida de que con Richard todo iría bien.
Aquella noche tampoco iba a salir. Había declinado todas las invitaciones que habían ido llegando los dos últimos días, pues no se sentía con ánimos de soportar más escrutinios. Estaba agotada tras el ajetreo de la mañana y la tarde, y además la ausencia de su prometido daría que hablar.
Se encontraba sentada en el comedor de su casa, tomando un ligero refrigerio, y tratando de resolver el pequeño misterio de la fatídica nota. ¿Quién la habría enviado? ¿Quién podía saber lo que iba a ocurrir? Ella no había contado a nadie sus planes, desde luego.
Richard no podía haber tenido tiempo, y su actitud no parecía indicar que fuera precisamente el artífice del compromiso.
Y el marqués estaba descartado también, por motivos igual de obvios. Al margen de que deseara o no casarse con ella, no había tenido ni idea de sus intenciones hasta que ella se las había expuesto.
La única persona que la odiaba lo suficiente como para tratar de perjudicarla era lady Elisabeth, pero por muy mezquina que pudiera ser, no haría algo que pudiera beneficiar a Nicole. Y casarse con el vizconde de Sunder era, se mirase por donde se mirase, un privilegio.
Por tanto, no tenía ni idea de quién podría haber sido. Y las hermanas Sutherly estaban muy convencidas del anonimato del mensaje.
Terminó de cenar y se dirigió directamente a su dormitorio. Una vez dentro y a solas, se sirvió una pequeña cantidad de su reserva de whisky, que empezaba a mermar escandalosamente, y se sentó delante del secreter, tratando de solucionar el enigma.
Algo pequeño impactó contra el cristal, sacándola de sus pensamientos. Esperanzada, dejó la copa y se acercó al balcón.
Richard regresaba a galope tendido. Veía a lo lejos las luces de Londres. Era tarde, y una persona más calmada habría esperado al día siguiente. Pero él no estaba precisamente calmado.
Hacía dos días había decidido salir de la ciudad. La mañana siguiente al compromiso había acudido a White’s a desayunar, pero cinco minutos en el club le habían bastado para saber que tenía que salir de allí.
Las palmaditas en la espalda, las sonrisas falsas, los comentarios jocosos, le habían agobiado más de lo que esperaba. Y eso que era con Nicole con quien estaba comprometido. No alcanzaba a imaginar cómo se hubiera sentido si se hubiera tratado de otra mujer. Así que había tomado su caballo y había huido, sí, huido, a la tranquilidad de su finca en Berks. Bajo el pretexto de tener que anunciar las buenas nuevas a su padre, lord John, conde de Westin, dejó intempestivamente su casa de la ciudad mandando una sencilla nota a la mansión de los Stanfort, con sus intenciones para los siguientes días.
El campo le relajaba, aunque no siempre había sido así. Hubo un tiempo en el que las obligaciones de su título le atosigaban, y trataba de esquivarlas viviendo en Londres casi todo el año. Pero dos años antes, coincidiendo con la llegada de su hermana, la paternidad de Julian y el giro en la vida de James, algo en su interior le había impulsado a seguir el camino de la responsabilidad. Había tomado las riendas de su patrimonio, había dejado de lado la vida disipada, y había comenzado a buscar a la que sería su esposa.
Y ya la había encontrado. Nicole. Como cada vez que imaginaba su vida con ella, su corazón se templó.
En su fuero interno reconocía que era afortunado a pesar de las circunstancias. Ella sería una magnífica vizcondesa, y una esposa aún mejor. No era una de esas insulsas damas sin personalidad. Nicole era una leona, como ya le dijera James una vez. Si bien la vida no sería tranquila a su lado, sí sería… emocionante.
En el sosiego del campo, y tras dos días, su enfado había mermado hasta desaparecer. Le costaba creer que Nicole fuera tan ladina. Quizá ambos habían sido víctimas de su propia pasión. Aunque no le gustaba que ella hubiera estado tonteando con Kibersly de forma tan evidente, sabía que le deseaba a él. Y solo a él. Y eso le henchía de orgullo. Ella era suya. Probablemente tanto como él era de ella.
Atónito ante esa conclusión, casi cae de su montura. Se obligó a centrarse de nuevo en Fausto, su caballo castaño, y en el camino.
Era cierto, esa pequeña fierecilla le había conquistado poco a poco. La temporada anterior con su carácter confiado, que él había traicionado miserablemente, y ese año con su genio, su honestidad y su pasión. Amaba a la muchacha, pero se cuidaría muy mucho de que ella lo descubriera. Por primera vez en su vida estaba enamorado de verdad. Y por primera vez no pensaba reconocerlo. No hasta que ella se lo confesara primero.
Lo que había sentido por otras mujeres, mujeres que ya no parecían existir en su mente, no era comparable a lo que sentía por ella. Era, además, una mujer a la que admirar y respetar. Definitivamente era un hombre afortunado. En cuanto aclararan el tema del marqués, y ella se disculpara convenientemente, empezarían de nuevo.
Se sentía optimista. Y al parecer no era el único. Su padre se había mostrado encantado con la noticia. A pesar de las circunstancias poco aconsejables que habían impulsado el matrimonio, estaba convencido de que sería una unión magnífica. La dote de ella y el linaje eran perfectos.
Lord John Illingsworth se estaba haciendo viejo, y saber que su hijo continuaba con la estirpe familiar, le tranquilizó lo indecible. Abrazó a su hijo y lo miró con orgullo. Richard todavía tenía que reprimir la emoción al recordar la cara de su padre en el momento del anuncio. Jamás le había visto así. Parecía orgulloso de él como nunca.
Contento, tiró de las riendas de su zaíno y aminoró la marcha. Acababa de entrar en la ciudad. Dirigió a su semental directamente a Grosvenor Square, con idea de darse un baño, tomar algo y quedarse en casa. No le apetecía en absoluto salir y encontrarse con algún indeseable.
Atravesó el camino de grava y lanzó las riendas a uno de los mozos de cuadra, que había salido a recibirle al oír los cascos del caballo. Nodly le abrió la puerta, atento como siempre, y le miró con reproche.
Genial. Al parecer su mayordomo había decidido juzgarle. Algún día despediría a ese viejo tunante.
—¿Algún problema durante mi ausencia, Nodly? —le preguntó con intención.
—Ninguno, señor.
Richard aprovechó la extraña contención del mayordomo y avanzó hacia la escalera, antes de que el sirviente cambiara de idea. No llegó al primer escalón.
—Aunque… me temo que circulan terribles rumores sobre usted. —Con fingido horror continuó—: Se habla de una boda, milord.
Él se volvió y miró al viejo con cariño.
—¿Tan terrible será un matrimonio con lady Nicole Saint-Jones, Nodly?
El mayordomo sonrió ante la confirmación de la noticia, y le miró con orgullo, mientras en sus ojos aparecía un brillo sospechosamente acuoso. De nuevo, como ocurriera con su padre, una potente emoción le embargó. Lo que le faltaba, pensó con fastidio, se estaba volviendo un blando.
Nicole se asomó al balcón y la incipiente ilusión fue sustituida por la decepción. No era Richard quien esperaba en su jardín, sino lord Preston. No tenía ni idea de qué hacía el marqués allí, pero le hizo señas indicándole que bajaba en un minuto. Era consciente de que acudir a hablar con él no era la mejor idea, pero sentía que le debía algo a ese hombre, después de lo ocurrido en casa de los Guestens.
Con un echarpe sobre los hombros, salió de su habitación, tomó la escalera de servicio y accedió a las cocinas, vacías en aquel momento. Por la puerta de atrás, llegó al jardín, tal y como hiciera la noche en que Richard la visitó. Pero esta vez no le esperaba Sunder, sino Kibersly. Tratando de simular su disgusto, se acercó a él.
—Excelencia, no le esperaba.
El caballero se volvió al oírla, mientras fruncía el ceño ligeramente.
—¿Excelencia? Creí que habíamos acordado que sería lord Preston, milady.
Le lanzó una mirada destinada a atraparla, pero ella era inmune a los encantos del marqués, tal y como había descubierto dos noches antes. Con tiento, respondió:
—Me temo, milord, que ahora ya no sería adecuado.
Él asintió, contrito.
—Entiendo.
Se hizo el silencio. Nicole se estaba poniendo nerviosa. ¿Qué hacía allí? Si alguien los descubría, malinterpretaría la situación, y sus problemas se multiplicarían. Quizá debiera ser directa, resolver el asunto que hubiera llevado al marqués a su jardín, y regresar a la seguridad de su alcoba. Seria, preguntó:
—¿A qué habéis venido, milord?
De nuevo, él compuso una expresión encantadora.
—Me temo que me siento responsable en cierto modo de lo que ocurrió la otra noche, Nicole.
No le gustó que la tuteara, pero no quiso entrar en debates superfluos, dadas las circunstancias.
—Creo que no le entiendo.
—La otra noche no debí dejarte a solas con Sunder. Me alejé de la puerta tratando de evitar un escándalo. —Hizo una pausa, pasándose los dedos por el pelo en un gesto teatral—. Jamás pensé que ese hombre abusaría de ti.
Era ensayado. Nicole estaba segura de que ese hombre estaba tramando algo, pero no sabía qué. En cualquier caso no estaba de humor para dramas.
—Olvide lo ocurrido, milord. No tiene sentido torturarse por algo que ya no se puede cambiar.
—Pero sí se puede. —El tono de él la puso alerta.
¿De qué iba todo aquello? Sin tiempo a reaccionar, él se le acercó y se arrodilló frente a ella, tomándole las manos.
—Te amo, Nicole. Te amo como nunca he amado a nadie. Deseaba que fueras mi esposa, y tras el beso que compartimos, mi mayor deseo era pedirte en matrimonio. Y, a pesar de que ahora estás prometida, sigo deseando ser tu esposo.
Violenta, ella trató de soltarse, pero él no se lo permitía, pues era mucho más fuerte y sus manos rodeaban sus muñecas como tenazas de hierro.
—Huyamos —continuó él, actuando claramente—. Tomemos mi coche y vayámonos a Gretna Green. Para cuando alguien quiera darse cuenta de nuestra ausencia, ya seremos marido y mujer.
Se levantó y trató de besarla. Ella se apresuró a retirarse. Comenzaba a preocuparle la situación. Ese hombre parecía desesperado. ¿Sería posible que tratara de llevársela a la fuerza? Trató de aportar cordura a la situación.
—Me temo que eso no será posible. Ya estoy prometida, milord. No avergonzaría a mi familia huyendo a Escocia.
«Ni casándome con un patán como tú».
—La gente lo entenderá, Nicole. —Su voz intentaba ser persuasiva—. Nadie esperaría que quisieras casarte con Sunder pudiendo casarte conmigo.
En ese punto la acercó hasta pegarla a él, y tomándola con fuerza por las mejillas, la besó.
Richard estaba en el balcón de su habitación fumando un puro, una costumbre poco habitual en él. Después del baño había bajado a cenar. A pesar de no haber advertido de su llegada, la cocinera se había esmerado. Una selección de fiambres fríos y quesos, pan recién horneado, patés y una tarta de frambuesa habían saciado su voraz apetito sobradamente.
Había declinado una copa en su estudio, a pesar de que debía de tener un buen montón de correo por revisar. No le apetecía leer las decenas de felicitaciones que seguro estarían esperándole encima de la mesa.
Subió a su habitación, tomó un pequeño habano y lo encendió con una de las brasas, saliendo al punto por los ventanales para evitar que el olor perdurase en la alcoba. La noche era fresca, pero no llovía. Vio luz en la habitación de Nicole, y sonrió. Tuvo que hacer acopio de su voluntad para no ir a visitarla. Si hubiera sabido qué decirle, habría recorrido la corta distancia que los separaba. Pero no estaba seguro de qué hacer. Debía pedirle explicaciones por lo ocurrido. Pero una parte de sí no quería conocer las respuestas. Ella podía decirle cosas que él tal vez no quisiera oír.
Al día siguiente se acercaría a hablar con ella. A la luz del día, y correctamente acompañados, todas sus emociones estarían bajo control. Tenían mucho que decirse, pero también algo que callarse. Sonrió de nuevo, optimista. Domaría a la pequeña fiera.
En ese momento la vio asomarse y hablar con alguien que, al parecer, la esperaba abajo. La sonrisa se borró de su rostro y todo su cuerpo se puso alerta. ¿Qué demonios estaba pasando allí? Reaccionó a toda prisa. Arrojó el puro al suelo y lo pisó con un pie. Entró en la habitación, tomó la chaqueta que había dejado caer de cualquier manera contra una de las sillas de su alcoba, abrió la puerta y bajó las escaleras tan rápido como pudo. Giró hacia el ala de servicio, saludó a una doncella que llevaba montones de sábanas, y que se afanó en hacerle una reverencia, y salió por la puerta trasera de la casa. Hecho una furia, agrandó sus zancadas, esforzándose en llegar cuanto antes al jardín de ella.
A apenas veinte metros vio a Kibersly esperándola, y una rabia furibunda se apoderó de él. Su primer impulso fue correr hacia allí y golpearle. Pero entonces apareció Nicole en el umbral de la puerta, y su gesto mostró un profundo disgusto. Si el marqués hubiera estado de cara a la joven, también lo habría visto, pero al estar de espaldas no se percató. Antes de llamarle, ella compuso una sonrisa forzada.
Nada que ver con la visita que él le había hecho unos días antes. Entonces, ella había mostrado sorpresa, e incluso un cierto placer al verle. Decidió confiar en ella, y se acercó sigiloso hasta uno de los pequeños muros de separación. Desde allí podría escuchar sin ser visto. Confiaba en ella, pero tampoco iba a desperdiciar la oportunidad de asegurarse de que su confianza era correcta, ¿verdad?
Cuando el marqués ofreció a la muchacha huir juntos, un sentido de posesividad que no sabía que tuviera se apoderó de él, y salió de su escondite sin apenas percatarse de sus actos. Pero tan concentrados estaban el uno en el otro que no repararon en su presencia. La última frase que pronunció el marqués, respecto a que nadie querría a Sunder pudiendo casarse con el muy engreído Kibersly, unido al beso que trataba de darle a Nicole, fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. Tiró del marqués con fuerza y lo empujó varios metros atrás.
Nicole dejó de sentir la presión en sus labios repentinamente. Aliviada, miró al frente y vio a Richard frente a ella, con cara de pocos amigos. Su alivio se esfumó tan rápido como había llegado.
—Será mejor que subas, Nicole. —La voz de él fue dura, apenas contenida.
—No.
Ni siquiera hubo de pensarlo. Si se iba en ese momento, si huía, no podría explicarle a Richard lo que acababa de ocurrir, y en su relación ya había malentendidos de sobra, no quería añadir uno más.
Richard se encogió de hombros, aceptando su decisión, al menos de momento, y encaró al marqués.
—Bien, Kibersly, ¿cómo se supone que vamos a resolver esto?
Había una clara amenaza en su voz. El marqués se envalentonó.
—Puedo presentarte a mis padrinos, Sunder.
Se oyó el grito de Nicole. Richard no estaba seguro de qué provocaba el chillido. Quiso pensar que se preocupaba por él. Aunque innecesariamente.
—Me temo que no habrá duelo. —Su último duelo acabó con un balazo a James, recordó irónico, aunque no fue con él con quien se batió. De todas formas, y por más que le apeteciera batirse en duelo con aquel imbécil, no sometería a Nicole a los rumores que se desatarían—. No permitiré que el nombre de mi futura esposa quede manchado por un pedazo de mierda como tú.
El marqués se enfureció, tanto por el insulto como por la negación.
—Resolvámoslo ahora, entonces.
Se quitó la chaqueta y alzó los puños.
Richard habló a Nicole, y esta vez su tono no admitía discusiones.
—Nicole, te he dicho que será mejor que subas.
—Richard, te he dicho que no lo haré.
O sí admitía discusiones, después de todo. Fastidiado, Richard centró toda su atención en el marqués, que iba cambiando el peso de su cuerpo de un pie a otro, preparado para atacar en cuanto Richard levantara los puños. Sabía que Kibersly presumía de ser un buen pugilista, pero Richard era más fuerte y corpulento. Y además, estaba furioso.
Alzó los puños, y esquivó el primer golpe del marqués al tiempo que le propinaba un fuerte puñetazo en la sien. De un solo impacto, el tipo cayó inconsciente. Richard lo miró, despatarrado. Si Nicole se acercaba a socorrerlo, se plantearía seriamente la estrangulación. Afortunadamente ella no hizo nada.
Suspirando, se acercó al cuerpo inerte y comprobó que respiraba correctamente. Apático, pensó que podría haberse divertido un poco antes de tumbarlo.
—Imagino que no vas a subir ahora, ¿verdad, Nicole?
Él sonaba resignado a lo inevitable. Ella se cruzó de brazos, retadora.
—No.
Richard puso los ojos en blanco.
—Lo sospechaba. Ahora vuelvo.
Recogió el cuerpo inerte, se lo cargó en el hombro, y salió por el lateral del jardín. Seguro que el coche del marqués no estaría lejos. Si estaba planeando huir a Escocia… En el momento lo recordó, le dieron ganas de dejarlo allí mismo, y que pasara la noche a la intemperie. Una pulmonía sería poco castigo. Pero él era un caballero, así que siguió adelante con desgana. Llegó al callejón y distinguió un carruaje negro con el blasón de los Kibersly en la puerta. El cochero, en cuanto reconoció el bulto que cargaba Richard, bajó del pescante. Se permitió el placer de dejarlo caer.
—Parece que se ha desmayado.
Sin más, se giró y volvió sobre sus pasos. Al día siguiente el marqués estaría bastante dolorido, pensó satisfecho.
Cuando regresó, Nicole estaba clavada en el mismo sitio, esperándole.
Él no sabía bien qué le diría. Nicole, en cambio, sí. Tenía que convencerle de que ella no había invitado allí a lord Preston, ni le había alentado para que la besara. Antes de que él dijera nada, se apresuró a explicarse.
—Richard, no es lo que parece, él vino aquí sin ser invitado. Sé que no debí bajar, pero lo hice porque me sentía en la obligación de disculparme. —Él la miraba, impertérrito—. Soy consciente de que no eran el lugar ni el momento adecuados, pero mi intención fue del todo inocente.
Él seguía sin decir nada. Nicole no sabía cómo interpretar su silencio. Continuó.
—Fue él quien me besó, me pidió que nos fugáramos, pero yo me negué. Y traté de esquivar el beso o de apartarme, pero él me tenía agarrada con fuerza. Traté de soltarme, aunque sin éxito.
Richard pensó que nunca la había visto tan adorable. Estaba sonrosada, le miraba con genuino pavor, casi suplicándole que la creyera, y hablaba cada vez más deprisa, delatando su nerviosismo. Sonrió con ternura.
—Lo sé.
Ella continuó su perorata, sin prestarle atención.
—No pretendía que esto pasara, ni sospeché en ningún momento de sus intenciones, tienes que… —Se detuvo—. Espera un segundo. ¿Lo sabes?
Él volvió a sonreír, y asintió a modo de respuesta.
—¿Cómo lo sabes?
Su tono ya no era lastimoso, sino exigente. Todo en su actitud había cambiado. Ésa era su Nicole.
—Estuve escuchando detrás del muro. Justo para oír que creía ser mejor partido que yo. Estúpido insufrible.
Le guiñó el ojo, pícaro. Ella se ofendió.
—Oh, muy bonito, milord. ¿No le explicaron de niño que es de pésimo gusto escuchar a escondidas?
—Lo cierto es que sí, pero recientemente alguien me mostró lo práctico que puede resultar oír sin ser visto, milady.
Ella sonrió a su pesar, recordando cuando fue ella quien escuchó tras la puerta del despacho de James, descubriendo las mentiras de él. Dado el buen ambiente reinante, decidió probar suerte.
—Richard, aquella noche no pretendía atraparte. No pretendía atrapar a nadie, de hecho. Las cosas sucedieron así.
Él se puso serio. No quería hablar de eso. Pero ella continuó, ajena a sus pensamientos.
—Parece ser que alguien mandó una nota a las hermanas Sutherly para que acudieran donde estábamos, pero yo no fui. Tienes que creerme.
Realmente no quería discutir sobre ello, no quería hablar de lo ocurrido. Se había propuesto empezar de cero con ella. A fin de cuentas ella también había dejado atrás su engaño del año anterior. Y Nicole ya se había disculpado. O algo parecido. Se dio por satisfecho.
—Richard, por favor…
La acalló de la mejor manera posible. La besó.