El salón de baile de los Guestens estaba desbordado. Más de trescientos invitados se movían por él, saludando a los conocidos y charlando sobre el devenir de la temporada. El primer gran baile no parecía estar decepcionando a nadie. Cientos de velas iluminaban el salón, haciendo que los trajes de las damas, ataviados con finos abalorios, lanzaran miles de coloridos destellos.
Como en otros bailes, había una sala con pequeñas exquisiteces para aquellos que tuvieran apetito durante la noche, y una segunda sala con mesas y sillas donde los invitados de más edad, y algunos jóvenes poco interesados en el baile, pudieran jugar al faraón. Pero el grueso de los asistentes estaba en el salón, donde la temperatura, a pesar de la altura de los techos, era demasiado elevada. Afortunadamente la gran estancia daba a una terraza porchada que se mantenía abierta, bajo el pretexto de dar a los caballeros un lugar resguardado en el que fumar, y que constituía un vano intento de orear el enorme aposento.
Durante el día el cielo había ido cubriéndose, y esa noche había empezado a llover, impidiendo a los asistentes salir a los jardines de la casa. El ambiente estaba tan cargado que la anfitriona se había visto obligada a abrir las estancias de la planta baja de su casa, para repartir así a los invitados, antes de que alguna dama pudiera desvanecerse consecuencia del hacinamiento. Eso supondría el fracaso de la fiesta, y las críticas serían despiadadas durante ese año y los siguientes.
James y Judith estaban en una de esas salas, con los condes de Bensters, Julian y April. La condesa estaba embarazada de nuevo. Judith y ella charlaban animadamente, mientras sus esposos presumían de sus respectivos vástagos a apenas unos metros de ellas. Otras parejas paseaban por la estancia también, huyendo del sofocante calor de la sala de baile. Judith se alegraba de estar allí, a pesar del ambiente casi asfixiante. Era la primera vez que acudía a una velada desde que naciera Alexander. Adoraba a su hijo, pero necesitaba también relacionarse con adultos de vez en cuando. Y con ese baile, pensó irónica moviendo con elegancia su abanico, probablemente acabaría hastiada de ellos hasta el final de la temporada.
Sonrió. Lástima que April no estuviera en Londres de forma regular. Desde que ella se casara con James había coincidido con la condesa apenas una docena de veces, pero disfrutaba mucho de la compañía de aquella mujer. Era la esposa de Julian, amigo íntimo de su esposo, y por ende de su hermano. Se habían casado cuatro años antes, tras un pequeño escándalo, que quedó redimido con el matrimonio. Pero no se renunció a la curiosidad por conocer las circunstancias del enlace, que no habían sido esclarecidas. Se hablaba de un duelo, y eso no se olvidaba fácilmente. Desde entonces vivían en el norte, donde estaba situada la finca familiar de los Bensters, un lugar que antes Julian procuraba evitar como al mismísimo infierno, y del que ahora parecía casi imposible apartar. A pesar de la distancia, mantenían su amistad intacta, y las dos mujeres habían llegado a apreciarse sinceramente. A Judith le encantaba la personalidad de April, tan poco artificial. La condesa había sido criada en un internado prusiano, y según ella misma decía, se había convertido en una superviviente que no se dejaba intimidar por quienes dictaban las normas sociales, ni por esas mismas normas en sí.
Media hora antes los duques habían dejado a Nick en el salón con el marqués de Kibersly. En cuanto fueron anunciados y hubieron saludado a los anfitriones, James había escoltado a su hermana hasta un grupo de jóvenes, y había ofrecido galante bailar a Judith. Ella había declinado, prefiriendo la tranquilidad de una buena conversación en un lugar más tranquilo.
Era consciente de que difícilmente podría hacerse una opinión propia al respecto de su cuñada y el marqués sin estar en el salón. Quizá después se acercaría a bailar una pieza con James, un vals a ser posible. Se había fijado, eso sí, en que la cara de Nick no había reflejado genuino placer al tomar la mano de su pretendiente, pero aun así sí se la veía contenta. Y el marqués desde luego parecía encantado.
Demasiado encantado, en realidad. No era habitual que un hombre fuera tan evidente en sus intenciones, pero aquel hombre en concreto estaba siendo una excepción. Judith sonrió a la baronesa de Standwich, que se había acercado a saludar a la condesa de Bensters, y aprovechó para excusarse y buscar una copa de cava. James, atento, le miró por si necesitaba algo. Declinó su ofrecimiento con la cabeza y salió al pasillo simulando buscar a un lacayo. No quería tomar nada en realidad, pero necesitaba pensar, y el bullicio lo hacía difícil.
Según James, no había razón alguna para pensar que el marqués tuviera necesidad de casarse con Nick, o ninguna otra dama, más allá del deseo de hacerlo. Sin embargo había algo en su comportamiento que hacía dudar a Judith, pero no era capaz de definir qué.
Ese hombre le daba mala espina, y no quería exteriorizar sus reservas sin tener una explicación para ello. No debía influir en su cuñada gratuitamente.
Quizá le preguntara a Richard. James llevaba casi un año alejado de la vida más disoluta de los solteros, y no contaba con información de primera mano sobre algunos asuntos. Su hermano, en cambio, sería una buena fuente de información. Probablemente a su marido ya se le habría ocurrido, pero aún así decidió que hablaría con Richard en cuanto tuviera una oportunidad.
Resuelta, se relajó unos minutos y volvió a la sala, donde April se había unido al grupo de su esposo, huyendo de los dragones que la acechaban. Riendo interiormente ante su astucia, pues no sería interrogada sobre su estado, ni sobre ninguna otra cosa referente a su matrimonio, estando acompañada de aquellos dos, se acercó a ellos y tomó la mano de James, más animada.
Richard entró en la mansión de los Guestens a disgusto. No quería estar allí. Solo el hecho de que Julian estuviera presente le había arrastrado hasta el baile. James le había avisado de que el conde de Bensters y su esposa asistirían, así como su hermana y él mismo, y dado que no habían coincidido todos juntos desde el bautizo de Alexander, decidió acudir, a pesar de que no tenía ningunas ganas de asistir a la velada.
Volverían a estar los tres amigos juntos, James, Julian y él mismo, como en los viejos tiempos. Los tres mosqueteros, como solían llamarles. Solo que ahora dos de ellos estaban casados y ya eran padres.
«Paciencia», se reprendió.
El asunto del matrimonio le estaba empezando a fastidiar de veras. Creía haberlo solventado con lady Elisabeth, y ahora tenía que volver a empezar desde cero. Miró desde lejos a las damas congregadas en el salón con desánimo. Ninguna de ellas le interesaba en lo más mínimo, lo que le parecía increíble. Él amaba el amor, vivía enamorado la mayor parte del tiempo. La apatía que le anegaba en aquel momento le era totalmente ajena. Y tenía que llegarle precisamente en ese momento, en que estaba predispuesto a enamorarse. Maldita fuera su suerte.
Vio de soslayo una melena del color del fuego meciéndose al compás de la música, pero, tras admirarla apenas un segundo, sus ojos se posaron con disgusto en la pareja que le acompañaba en el vals. Nunca le había gustado el marqués de Kibersly, y en ese momento le gustaba todavía menos. El muy cretino estaba demasiado cerca de Nicole, y la trataba como si fuera de su propiedad. Ese estúpido necesitaba que alguien le parara los pies. Se dio cuenta de que estaba apretando los puños con fuerza y se obligó a relajarlos y a sonreír. Nicole Saint-Jones no era cosa suya. Y además se mostraba receptiva a los avances del marqués. Eso lo enfureció más allá de lo razonable.
Quizá después de todo sí le interesara una de las damas de la sala. Pero como había dicho, ella no era cosa suya. O no podía serlo, más bien. Por un momento se imaginó pidiendo a James permiso para cortejarla. La sola idea le hizo sentirse estúpido.
Se obligó a moverse y se dirigió directamente a las estancias abiertas en la planta de abajo, ignorando el baile, convencido de que sus amigos habrían huido de la multitud. Eran varias, pero solo cuatro de ellas estaban ocupadas. Otras tres, más dos salitas menores, permanecían vacías.
No hubo de buscar demasiado. En la segunda habitación en la que se asomó divisó a ambos matrimonios. Al igual que los duques, los condes hacían una magnífica pareja. Bensters tomaba a April de la cintura, en un contacto íntimo poco habitual en los cónyuges de la nobleza inglesa. Se les veía felices. Richard se sintió orgulloso. Se sabía responsable directo de esa unión, aunque por poco le cuesta, si no la vida, sí un balazo en algún lugar incómodo. Afortunadamente era James quien se había llevado la peor parte de aquello.
Sintió una punzada de envidia. Él quería un matrimonio como el que sus amigos tenían. E, infantilmente, pensó que lo merecía más que ellos. Julian había jurado no casarse jamás, y James no creía en el amor. Y allí estaban los dos, perdidamente enamorados y plenamente correspondidos. De los tres, él era el que creía en el amor, y en la felicidad conyugal, y en cambio era el único que permanecía soltero, y sin cambios a la vista. Tal vez debiera tomárselo con más calma y esperar un poco más, a ver si alguna muchacha despertaba su interés.
«Alguna otra muchacha», su conciencia parecía no dejar de burlarse de sus deseos.
Esquivando sus propios pensamientos, se acercó a saludar a sus amigos, sabiendo que solo así su mente se mantendría alejada de Nicole.
—Stanfort, Bensters.
—Sunder —contestaron ambos al unísono, con la misma solemnidad.
Las damas se miraron y pusieron los ojos en blanco, en señal de burla. Siempre el mismo ritual. Un saludo frío utilizando el título, como si fueran casi desconocidos. Judith ofreció la mejilla a su hermano, sonriente, y April hizo lo mismo. Ambas fueron recompensadas con un beso.
El conde de Bensters no permitiría a ningún otro hombre besar a su esposa, quizá ni siquiera a Stanfort. Pero Sunder había sido un buen aliado de la condesa contra él mismo en el pasado, y a pesar de ello, o tal vez por ello, le estaría eternamente agradecido. Fue, de hecho, el vizconde quien le entregó en el altar a April. Y ello a pesar de aquella aciaga noche en que se batieron en duelo.
—¿Podré contar contigo para un combate mientras estés en la ciudad, Julian? James ya no sirve ni de sparring. Desde que se casó…
Dejó la frase inconclusa, a la espera de que empezaran las bromas, que no se hicieron de rogar. Al minuto los hombres se estaban lanzando afiladas chanzas, para deleite de la condesa.
Su hermana, en cambio, no dejaba de mirarle, suplicante. Richard no sabía bien qué estaba ocurriendo, y ante los reproches silenciosos de ella, estalló.
—¿Qué, hermanita?
Todos le miraron, entre divertidos y escandalizados por su falta de diplomacia. Judith se puso colorada. James intervino.
—Creo que quiere hablar contigo en privado, Sunder.
—Si quisiera hacerlo, solo tendría que pedirlo, en lugar de mirarme con ojos de loca. —Todos rieron.
—Te lo estaba pidiendo, Richard, pero de forma discreta e inteligente. Tal vez por eso eres el único que no se estaba enterando —aportó Julian, para regocijo del grupo.
Judith resopló de forma poco femenina, y Richard se sintió arrastrado hacia la salida. Mientras se alejaba, preguntó con sorna.
—Nos disculpáis, ¿verdad?
Se metieron en una pequeña sala un par de puertas más allá. Era una estancia pequeña, en la que apenas cabía un escritorio, tres sillas y un par de estanterías. Debía de ser el despacho del secretario de lord Guesten, pensó. Su hermana la sacó de sus cavilaciones.
—Desde luego, hermanito, a veces pareces haberte criado entre salvajes.
—Lo dices tú, que viviste seis años con ellos.
Ella respondió airada, de forma casi automática.
—Los americanos no son salvajes, Richard. En el tiempo que estuve allí…
Él simuló un bostezo, gesto que la hizo callar. Él la pinchó.
—No me has traído aquí para hacerme una disertación sobre las costumbres de Boston, ¿verdad?
Su hermana negó con la cabeza, y se puso seria.
—Es Nicole.
El estómago de Richard se contrajo al instante. Con estudiada indiferencia, preguntó.
—¿Le ocurre algo?
—No, no. —Ella movía las manos, tranquilizadora—. Es Kibersly, no me gusta.
Él soltó una carcajada seca.
—Deberás ponerte a la cola. Hay una larga lista de personas que lo detestan.
—Lo sé —asintió Judith—, pero ninguno de los miembros de tan selecta lista corre el riesgo de tenerlo que soportar en la familia. Solo James, tú y yo.
Richard levantó una ceja, al tiempo que negaba con la cabeza.
—¿Yo? A mí no me incluyas, querida.
—Lo invitaré a todas las reuniones familiares a las que tú acudas, a los cumpleaños de Alexander, lo instaré a que practique deporte contigo…
—No sigas, Judith, lo he entendido. —Puso cara de pocos amigos. Se negaba a dejarse manipular por su hermana—. ¿Qué quieres?
—Quiero que te asegures de que no es un capullo.
Se encogió de hombros, resignado.
—Lo siento, Jud, me temo que sí lo es.
Ella le miró frustrada.
—¡Pues haz algo! No puede casarse con Nick. Busca algo sórdido.
—Es James quien debe hacer eso, no yo.
—Ya lo ha intentado, sin éxito.
Ya, y también había intentado que fuera Richard quien se metiera, y había vuelto a discutir con la joven. Discusión de la que había disfrutado, al ver cómo se desbordaban sus pasiones e intentaba, incluso, golpearle. Insistió en su negativa, aun a sabiendas de que terminaría por ceder.
—No es mi hermana. —Le miró, serio como nunca.
—Pero yo sí, y te lo estoy pidiendo.
Ahí estaba. Judith le estaba poniendo cara de corderito, y él no podía resistirse a su hermana cuando le miraba así. Maldita fuera, bien que lo sabía.
Derrotado, asintió.
—Haré lo que pueda.
Se consoló con la recompensa, compuesta por un sonoro beso y una sonrisa deslumbrante. Por eso adoraba a su hermana. Las expectativas que depositaba en él eran enormes, y le hacía sentir casi heroico que le creyera capaz de cualquier cosa.
La acompañó de nuevo con el grupo, y se disculpó para buscar una bebida. Quizás hiciera algunas preguntas aquí y allá. Seguro que James ya lo había hecho, pero había dado su palabra. Otra vez.
Nicole estaba bastante nerviosa. Ésa era su gran noche. En apenas unos minutos besaría al marqués de Kibersly, y si todo iba como cabía esperar, se comprometería con él. Su vida iba a dar un giro, y aunque no se sentía preparada para ello, sabía que el tiempo reposaría sus inquietudes. O eso esperaba, al menos.
Estaba haciendo lo correcto. A pesar de las reservas que su hermano pudiera tener, lord Preston no tenía tacha, y era el mejor candidato. Eso seguro.
Se había acicalado especialmente. Llevaba el cabello recogido en lo alto de la cabeza y sujeto por dos peinetas de oro viejo, dejando que cientos de hebras onduladas le acariciaran la espalda. Unos llamativos pendientes de diamantes, con una gargantilla a juego, adornaban sus orejas y su escote. Un vestido de color crema, elegante en su sencillez, cerraba el conjunto. Estaba segura de que se la veía hermosa, y la mirada de muchos jóvenes así se lo había confirmado.
En cuanto habían llegado al baile, lord Preston la había reclamado para sí, y su hermano había aceptado, poco convencido, en dejarla a su cuidado. Aunque la posesividad casi arrogante que mostraba respecto de ella era una actitud que seguía molestándole, quería creer que cuando se casaran él sosegaría sus exigencias. Le había reservado un vals, y se había asegurado de tener los dos siguientes bailes libres para poder desaparecer discretamente con él. Tendría que pedirle que le acompañara a un lugar más íntimo. Solo esperaba que Kibersly no se negara. Sería bochornoso traspasar así los límites del decoro y ser tachada de descarada, en lugar de apreciar su invitación.
Era imposible que él se negara, se animó. No después de su actitud en las últimas semanas. En ese instante, las notas de su vals la sacaron de sus cavilaciones y vio al caballero rubio acercarse a ella. Sonriendo, se armó de valor y se dirigió hacia la pista de su mano.
Una vez que todas las parejas estuvieron preparadas, comenzó a sonar la alegre melodía. Ella se mantuvo callada, disfrutando de las atenciones del marqués. Éste respetó su silencio y se limitó a dirigirla por el salón mientras le lanzaba ardientes miradas. Después de lo que a ella le pareció una eternidad, finalizó la pieza. Aprovechó el pequeño caos que siempre se formaba tras el vals, mientras los caballeros buscaban donde dejar a sus parejas, para acercarse a él y susurrarle.
—Lord Preston, ¿le importaría que buscáramos un lugar más tranquilo, más íntimo? Me gustaría… eh… hablar con usted a solas.
Sintió que la mano de él se tensaba sobre la suya y por un momento pensó que se negaría. Apenas un segundo después el marqués asintió y la condujo con aparente serenidad hacia un lateral del salón, donde estaba su grupo de amigos habitual. Ella en cambio pudo notar que no estaba tan sosegado como pretendía aparentar.
—Déme un minuto, y volveré por usted.
La voz de él sonó inusitadamente ronca, y eso la tranquilizó. No era tan inocente como para ignorar el motivo de su tono agravado. Supuso que habría ido a otear la planta baja, en busca de un lugar donde poder hablar. Bueno, hablar no era lo que tenía en mente, se recordó. Y probablemente él lo sabría también. Atenazada de nuevo por los nervios, tomó una copa de champán de uno de los camareros y se la tomó prácticamente de un trago, tratando de calmarse. ¿Por qué no podía tomarse un maldito whisky? Estaba alterada, y apenas escuchaba lo que decían sus amigas. Era impaciente, y esperar la crispaba más todavía.
No había transcurrido ni un minuto cuando regresó Kibersly, y le ofreció el brazo. Con aparente impavidez, se disculparon y desaparecieron disimuladamente por el pasillo. Nicole se sentía flotar, apenas notaba el suelo contra sus zapatillas de baile. La condujo hasta una habitación pequeña, con tres sillas, una mesa y un par de estanterías. Debía de ser el despacho del secretario del anfitrión, pensó Nicole distraída. Oyó el chasquido de la puerta, aunque no el del pestillo. Pensó en pedirle que cerrara con llave, pero no se atrevió.
—¿Lady Nicole?
El tono de él era interrogativo, y destilaba cierta urgencia. Se sintió bloqueada, de repente no tenía ni idea de qué hacer. No era la primera vez que la besaban, pero este iba a ser sin duda el beso más importante de su vida. Notó el inicio de un ataque de pánico, y antes de que la paralizara se lanzó.
—Béseme.
Él reaccionó con sorpresa a su ruego. Probablemente esperaba besarla, pero no que ella se lo pidiera directamente. Más adelante se lo explicaría, tal vez cuando se casaran. Sería su broma privada, su pequeño secreto, pensó esperanzada.
—Béseme —repitió, con voz más firme esta vez.
El marqués se le acercó, le tomó la cara con las manos con exquisita delicadeza, y cautivó sus labios, moviéndolos con suavidad sobre los de ella.
Nicole se concentró. Sentía los labios de él sobre los suyos batiéndose rítmicamente. Sentía el calor del cuerpo de él, tan cercano. Sentía la lengua de él, intentando traspasar sus labios con persuasión, sin insistencias.
Pero no sentía mariposas en el estómago, ni se le encogieron los dedos de los pies. Algo no iba bien. Quizá no había suficiente pasión, reflexionó. Richard había estado más cerca de ella, y la había acariciado.
Sacándose al maldito vizconde de la cabeza, le tomó de las solapas y lo acercó más a su cuerpo. El marqués no necesitó más estímulo. Imprimió más urgencia al beso, y posó sus manos en la espalda de ella, bajando suavemente hacia su trasero. Lo oyó gemir suavemente.
«Nada —pensó Nicole, fastidiada—. Es más. Nada de nada». Al parecer Kibersly sí estaba disfrutando, pero ella no sentía que el suelo temblara bajo sus pies. ¿Y ahora qué? ¿Se disculpaba educadamente y salía de allí? ¿Cómo se le decía a alguien que te estaba besando, a petición propia, «gracias pero acabo de descubrir que no me interesa»?
Richard salía a por una copa, tras comprometerse con su hermana a averiguar más cosas sobre el condenado marqués de Kibersly y haberla acompañado de regreso junto a Stanfort, cuando vio la melena que lo martirizaba a todas horas, dirigirse hacia la sala en la que poco antes habían estado Judith y él. Un caballero rubio la acompañaba, y no había que ser muy listo para saber quién era.
Se detuvo, tentado de interrumpir la cita clandestina. Pero se repitió que no era asunto suyo. Quizá debiera avisar a James. O quizá no, sería contraproducente. Si Stanfort los pillaba se armaría un gran revuelo, y antes de que acabara la noche habría compromiso, lo que sabía de sobras que no soportaba que pudiera ocurrir. Las amenazas de Judith resonaron en su mente, dándole un motivo más seguro para malograr la cita.
Tal vez podría quedarse en el pasillo y vigilar que nadie entrara. ¡Y una leche iba él a quedarse haciendo de carabina mientras la bruja pelirroja besaba a otro! Maldiciendo en voz baja, se encaminó a la salita en cuestión.
Una vez allí, abrió la puerta sin contemplaciones, y se encontró con una tórrida escena. Nicole estaba abrazada al petimetre, y este la tenía agarrada por… maldito cabrón. Sintió que la cólera lo invadía. Nicole era suya. Suya.
Ante la súbita interrupción, la pareja se separó bruscamente y miró hacia él. Nicole tuvo la honradez de sonrojarse. El marqués, en cambio, parecía encantado con la interrupción.
—Sunder, no le esperábamos.
Richard no se lo podía creer. La furia que sentía amenazaba con desbordarse.
—Fuera.
Le satisfizo ver que el muy estúpido se contrariaba.
—Por supuesto —le dijo el marqués, como si él no hubiera pronunciado palabra—, haré lo correcto.
Un grito ahogado salió de la garganta de Nicole. Ninguno de ambos le hizo caso. Estaban completamente concentrados el uno en el otro, midiéndose. Ella nunca había visto a Richard tan enfadado.
—Lo único correcto que harás, Kibersly —le habló en un tono engañosamente suave—, será largarte de esta habitación y mantener la boca bien cerrada.
El marqués quiso protestar, pero Richard no le dio opción. Se le había agotado la paciencia, así que lo tomó de la pechera, y lo lanzó fuera de la habitación sin contemplaciones, cerrando la puerta bruscamente, mientras trataba de serenarse sin éxito.
Acto seguido echó el pestillo, y se volvió para encararse con Nicole, quien le miraba como un cervatillo asustado. ¿Tenía miedo de lo que Richard pudiera decir o hacer?
Mejor. Chica lista.