11

Richard estaba con James en el salón de la mansión ducal. Judith se mantenía ocupada con asuntos de la casa, y había dejado a Alexander al cuidado de su marido. El niño se lo estaba pasando en grande. Sin la supervisión de la madre, padre y tío estaban lanzándose al pequeño el uno al otro. El bebé no paraba de reír y de agitar los bracitos, pidiendo más. Ambos caballeros estaban en mangas de camisa, y riendo también con el juego.

Un golpe en la puerta les interrumpió. La niñera de Alexander entró en el comedor. Al verlos, trató de ocultar su sonrisa. Era obvio lo que ambos lores habían estado haciendo. Hizo una ligera reverencia antes de hablar.

—Disculpe, excelencia. Su excelencia la duquesa me ha pedido que me lleve al pequeño. Es hora de que coma, y dado que su esposa está ocupada todavía, lo llevaré arriba y le daré un poco de consomé, si me lo permiten.

Ambos adultos miraron al niño, que fruncía el ceño a la espera de que se iniciara de nuevo la actividad. James, en un acto sin precedentes, se decidió.

—Eso no será necesario. Pida a cocina que traigan aquí todo lo preciso para dar de comer a mi hijo. Yo mismo me encargaré.

La cara de la muchacha reflejó su sorpresa, pero salió de la estancia sin discutir. Richard, en cambio, no fue tan educado. Mirando ceñudo a su amigo, le preguntó a bocajarro.

—No quiero dudar de tus aptitudes como padre, Stanfort, pero ¿estás seguro de que sabes lo que haces?

James era un duque, y no pensaba que hubiera algo que pudiera dársele mal. Richard rio mentalmente ante su arrogancia.

—Por supuesto. No puede ser tan complicado, cuando la mitad de la población es capaz de hacerlo. —Había suficiencia en su voz.

—Ya, viejo, pero esa mitad tiene algo en común: son todo mujeres —insistió, viendo lo que podía ocurrir, y tratando de refrenar la ilusión que le hacía a él también dar de comer al pequeñín.

El duque sonrió, restando importancia al detalle.

—Bien, pues tú y yo seremos los primeros hombres en hacerlo.

—¿Yo? —preguntó Richard, al tiempo que se acercaba a la mesa, encantado ante la idea, pero haciéndose el hastiado—. Y pensar que estoy buscando una esposa para que se encargue de todo…

James se mofó.

—Descubrirás que las esposas se encargan exactamente de lo que les da la gana.

En ese momento entró Tunewood, el mayordomo, estoico como siempre, seguido de la niñera y dos doncellas. Colocaron frente a su señor un mantel de hilo, un plato de fina porcelana a rebosar de caldo de pescado, una cucharilla de plata y un pechito de lino. Salieron en cuanto terminaron de emplazarlo todo, aunque a James le pareció ver una sonrisilla sospechosa en el rostro de Tunewood.

—Una mesa digna de un marqués, sí señor.

Richard no parecía tan seguro como James. Quizá después de todo iba a resultar que él era el más realista de los dos.

—Veremos si sus humildes servidores son también tan dignos… —murmuró, mientras se acercaba a la mesa.

Media hora después, ninguno de ambos estaba seguro de si había más comida en el estómago del pequeño o esparcida por el mantel, la mesa, las sillas y la alfombra aubusson que Judith había encargado tres meses antes. Alexander había decidido que no quería la sopa, sino seguir jugando, y había derribado casi todos los intentos de cucharadas que su padre y su padrino habían hecho.

Ellos, en cambio, estaban más contrariados que enfadados. Sus camisas y pantalones estaban manchados ahora, y el pelo de James también estaba empapado de un grasiento mejunje. Aun así, sonreían.

En ese momento la puerta se abrió y entró Judith hecha un basilisco. Se encontró a dos hombres hechos y derechos con cara de bobalicones.

—¿Pero se puede saber qué narices está pasando aquí?

La voz de ella los puso a ambos a la defensiva.

—Estamos dando de comer a este pequeñín, ¿a que sí? —dijo James, mientras acercaba una cucharada a la boca de su hijo, mirándole suplicante para que colaborara.

Como para dejar clara su postura, Alexander dio un manotazo a la cuchara, que salió despedida. Richard la atrapó al vuelo, y se puso la mano, con cubierto incluido, detrás de la espalda, disimulando.

—Permitidme dudarlo, por el lamentable estado de mi alfombra nueva. —Se hizo el silencio. Miró a su hermano, divertida—. Y Richard, pedazo de tonto, te he visto atraparla y esconder la cucharilla.

Judith cogió al niño, extendió la mano para que su hermano le pasara la cuchara, tomó un poco de sopa y se la dio a su hijo, que la aceptó a regañadientes.

—Traidor —murmuró James por lo bajo.

Al ver la cara de aflicción de ambos, especialmente de su marido, ella le quitó hierro al asunto.

—Es cuestión de práctica. —Le sonrió, orgullosa—. Hagamos un trato, yo le daré de comer y tú, querido, le enseñarás a montar.

James asintió, encantado.

—Trato hecho.

Ella le besó en la cabeza, y se llevó al niño hacia la salida, donde le esperaba Tunewood, demasiado cerca de la puerta, en opinión del duque. Cotilla. Seguro que se había estado riendo de ambos un buen rato.

Judith subió al bebé a la segunda planta, donde le podría dar la comida sin interrupciones.

Una vez solos, los hombres volvieron a sentarse, ajenos al desastre de su alrededor.

—Parece que tu esposa te ha dado una clase magistral de por qué los hombres no dan de comer a sus hijos.

—Parece que tu hermana nos lo ha explicado a ambos.

Richard le concedió el punto. Reconocía que le había encantado el intento, pero que no pensaba repetir.

—Hablando de hermanas, Sunder. —Ahora su amigo se mostraba serio—. Necesito que me ayudes con la mía.

Richard levantó una ceja, a la espera. Stanfort carraspeó.

—Necesito que le hables mal del marqués de Kibersly.

El vizconde se encogió de hombros.

—Puedo hacerlo encantado, y ni siquiera tendría que esforzarme. La pregunta es: ¿por qué no lo haces tú?

La voz de James sonó afligida.

—Le prometí que respetaría su decisión, si no encontraba nada inconveniente en ella.

—¿Qué decisión? —Richard se alarmó. Sospechaba lo que iba a oír.

—La elección de su esposo.

—¡¿Tu hermana va a casarse con el marqués de Kibersly?!

Su voz salió mucho más aguda de lo habitual, pero su mejor amigo estaba tan ensimismado en sus lamentos que pareció no darse cuenta, afortunadamente.

—Eso parece. Todavía no he recibido ninguna petición por parte de él, pero si ella lo ha elegido, poco podrá hacer el tipo.

Richard sintió que caía. No quiso indagar por qué, pero supo que las cosas no iban nada bien.

—Pero ese hombre tiene un montón de puntos inconvenientes, empezando por la puntilla de los puños de sus camisas…

—Y continuando por el tamaño de su ego, lo sé. —Realmente se veía a James frustrado—. Pero Nick también, y aun así cree que será un buen marido. Y por más que he investigado, no juega en exceso, no bebe en exceso, le gustan las mujeres, pero sin estridencias, tiene una posición más que aceptable…

—¡Pero es un imbécil! ¿Me vas a obligar a comer con un imbécil todos los años por el cumpleaños de Alexander?

El duque parecía no haber pensado en que el matrimonio de su hermana le obligaría a coincidir a menudo con Kibersly. Su disgusto se hizo más patente al instante. Se atusó el cabello.

—Mierda, Richard, pues ayúdame. Dile lo que sea, lo que te parezca, pero hazle cambiar de idea. Miente si es necesario.

Chasqueó la lengua.

—Si le miento yo, me odiará a mí y no a ti.

—Será una mentirijilla piadosa, no irás al infierno. O no por eso, al menos. Además, Nick ya te odia.

—Eso no es cierto. Hicimos las paces, ¿recuerdas?

«Las paces y muchas otras cosas, por cierto».

—¿Qué te importa lo que mi hermana piense de ti, Sunder?

Cierto, ¿qué le importaba a él? Pero le importaba, y mucho.

—No son sus pensamientos, sino cómo los exterioriza —se justificó—. Lamento ser yo quien te diga que Nicole tiene un carácter de mil demonios.

James se echó a reír.

—Bueno, entonces tal vez debiera dejar que se casara con ese tipo, y que le haga la vida imposible al pobre diablo.

Ambos se quedaron en silencio un rato. James fingía estar especialmente interesado en el frutero que había en un extremo de la mesa, pringoso también, a la espera de saber si había encontrado en el vizconde un aliado o no. Richard, por su parte, se estaba poniendo enfermo solo de pensar en Nicole con semejante hombre, con cualquier hombre, en realidad. ¿Y ella decía que él era un asno? ¿Y entonces qué era el marqués, el rey de los asnos? Sabiéndose atrapado, accedió.

—De acuerdo, viejo, cuenta conmigo. Pero me debes una. Y grande.

Stanfort le miró, sinceramente agradecido.

—Sea.

Nicole se dirigía a pie, acompañada como siempre de la severa señora Screig, a casa de su hermano. Había estado más de una hora con las hermanas Sutherly, hablando de la comida del día anterior. Y efectivamente no se había equivocado, pues las dos hermanas mayores estaban interesadas en Stevens y Marlowe. La pequeña, por su parte, todavía no pensaba en matrimonio, pero no parecía desaprobar a Hanks. A Nicole le encantaba la idea de que las tres hermanas contrajeran buenos matrimonios, y que lo hicieran ilusionadas, además.

Ojalá ella estuviera en la misma situación.

Decidida a no dejarse llevar por el pesimismo, aceleró el paso hasta llegar a su antigua casa. Tunewood abrió la puerta antes de que le diera tiempo a rozar la aldaba siquiera.

—Milady, bienvenida.

—Gracias, Tunewood, ¿se encuentran los duques en casa?

Algo brilló en la mirada del viejo mayordomo.

—La duquesa debe de estar dando de comer al joven marqués. El duque debe de estar dándose un baño.

Nicole se moría por preguntar algo más sobre el enigma que el anciano le planteaba, pero sabía que sería gastar saliva inútilmente. Tunewood solo contaba lo que quería contar. Intrigada, subió directa al cuarto de los niños, donde encontró a su cuñada dando un caldo a Alexander. Cuando ella la vio la saludó con la cabeza y la invitó a entrar, mientras dirigía otra cucharada a la boca del niño, que parecía un poco reticente.

—Hola, precioso. —Besó la cabeza de su ahijado y saludó también a su cuñada—. Parece que no tiene demasiada hambre. ¿Le están molestando los dientes?

Oyó que su cuñada soltaba un bufido muy poco elegante.

—Si dices eso es porque no te has cruzado con mi hermano ni con el tuyo, ¿verdad?

Intrigada, negó con la cabeza. Judith abandonó la apostura y soltó una carcajada.

—Deberías haberlos visto. Estaban intentando darle de comer ellos solos. ¿Te imaginas? Para cuando he llegado estaban empapados de sopa, y este duendecillo se lo estaba pasando en grande. Me he llevado a Alexander y los he enviado a los dos a darse un baño.

Nicole rio, imaginando la escena. Vaya par de cuñados estaban hechos aquellos dos.

—Ya. Pues mejor, así nos quedamos al niño para nosotras solas.

Pasaron un buen rato en silencio, Judith dando de comer a Alexander y Nicole entreteniéndole. Una vez que lo hubieron acostado, bajaron al salón azul, el favorito de ambas, y pidieron un té.

—¿Sabes que mañana acudiré al baile de los Guestens?

Ella profirió un gritito y la abrazó, encantada.

—Qué maravillosa noticia. Me alegro muchísimo. Creo que será divertido que volvamos a estar juntas en un baile. La última vez James y tú la armasteis y luego os fuisteis de viaje por Europa, dejándonos el pastel a los demás. Confío en que esta vez seáis más moderados.

Ambas sonrieron recordando aquella noche.

Después la estuvo poniendo al día de las nuevas debutantes, los posibles compromisos, los comentarios más jugosos… no era concebible que la duquesa de Stanfort volviera a la alta sociedad sin saber exactamente cómo estaban las cosas.

Judith, no encontrando un momento sutil para preguntar, habló directamente.

—¿Y qué hay de ti, Nick? ¿Alguien a la vista?

La aludida apenas se sorprendió. Suponía que su hermano ya habría comentado a su esposa cuáles eran los planes de ella.

—Bueno, tal vez. Creo que el marqués de Kibersly podría ser un buen esposo.

Su cuñada se mantuvo impasible. Era obvio que tenía una opinión, y que no quería que ella la conociera. Una vez más, se vio obligada a justificar su decisión.

—Lo sé, pero creo que es la mejor opción. O la menos mala, si quieres verlo así.

Judith siguió en silencio, básicamente porque no sabía qué podía decir.

—No sé, Nick, ojalá… —balbució.

—¿Ojalá contara con más tiempo? ¿Ojalá tuviera un matrimonio como el tuyo? —Sorbió el té, tratando de aclararse—. Ya. Pero eso no parece posible. Así que tendré el término medio, ni lo que tuvieron mis padres, ni lo que tiene mi hermano contigo.

Judith le tomó las manos. Como amiga, debía aceptar las decisiones de ella y animarla.

—Me gustan poco los términos en los que expones tu matrimonio, imagino que tan poco como te gustan a ti. Pero Nick, Kibersly es un buen hombre, apuesto e inteligente, que todavía tiene que madurar. Estoy segura de que el tiempo y la convivencia harán el resto. Mereces ser feliz, así que lo serás. Simplemente lo sé.

Nicole sintió un alivio casi físico ante las palabras de su amiga. Sabía que Judith la entendería y sabría animarla. Ahora solo esperaba que tuviera razón.

Una vez lavado y aseado, Richard volvió a casa de su cuñado. La batalla campal con Alexander, primero, y el favor que James le había pedido, después, habían hecho que se olvidara del motivo de su visita. Y tenía unos asuntos de negocios que quería comentar con él, referente a sus inversiones en Estados Unidos. Sería interesante viajar allí y estudiar más de cerca el mercado americano. Tal vez más adelante, ya casado, se lo planteara. O tal vez intentara convencer a James para que viajara él. Confiaba ciegamente en sus opiniones.

Traspasó el umbral de la puerta, evitando la mirada del mayordomo, demasiado afectada incluso para él, y se dirigió a la biblioteca, cuando una figura envuelta en azul apareció en su campo visual. Sin pensárselo, se dirigió a ella, la agarró del brazo y la empujó hasta la puerta más cercana, que resultó ser una diminuta estancia con un ventanuco que hacía las veces de pequeño almacén.

—¿Pero qué demonios…?

Nicole había sentido que alguien tiraba de ella y la metía en el cuarto donde se guardaban las vajillas y cristalerías que se usaban en las reuniones multitudinarias. Vio la cara de pocos amigos de Richard, y compuso exactamente la misma expresión.

—¿Qué mosca te ha picado, Sunder?

—Tú.

Se cruzó de brazos, apoyó el hombro contra la pared de al lado, bloqueando la puerta, y la miró. Estaba preciosa, envuelta en seda azul, con la melena rizada apenas recogida. El tono seco de ella detuvo su examen.

—Será mejor que te expliques, y que lo hagas en otro lugar. Esto supera cualquier límite del decoro. Incluso tus límites del decoro —puso especial énfasis al referirse a sus límites.

—Explícate tú, porque yo no pienso moverme. —Ante el silencio de ella, siguió—. ¿Qué tal si me cuentas que la otra noche, cuando me dejaste que te besara, ya estabas prometida a otro hombre?

Nicole se envaró ante el comentario. Parecía que su hermano había puesto un maldito pregón. También ella se cruzó de brazos, y levantó la voz sin quererlo.

—Yo no estoy prometida, milord, y no tengo por qué darle explicación alguna, simplemente porque, como usted ha tenido la bondad de definir, la otra noche dejara que me besara.

Richard alzó una ceja. Y también la voz.

—Prácticamente prometida, pues.

Ella se empecinó todavía más.

—Me temo que no sé de qué me está hablando, caballero, pero le agradecería que se hiciera a un lado y me dejara salir.

Richard la miró, furibundo.

—Hablo de la otra noche, cuando te besé. Y de Kibersly.

Maldito fuera. Se suponía que los caballeros no acorralaban a una dama. En ningún sentido.

—Mis intenciones con el marqués no son de su incumbencia. —Le empujó, pero ni siquiera logró moverlo un milímetro. Molesta, dio un paso atrás, lo miró a los ojos y le habló con su deje más duro—. Apártate, Richard.

—No hasta que me digas en qué estabas pensando. Yo nunca toco lo que no es mío.

Ella volvía a gritar, exasperada ahora.

—¿Acaso pensabais la otra noche que era vuestra, señor?

—No, maldita sea. —Se explicó, contrariado—. Quiero decir que no toco lo que es de otro.

—No es eso lo que tengo entendido. Si queréis os hago una lista de las damas casadas que no son vuestras, aunque hayáis podido pensar en algún momento que sí lo fueran.

Él se picó ante lo incontestable de esa afirmación. Contestó con otro golpe, y cumpliendo de paso su compromiso con James.

—O mejor podríais explicarme qué pretendéis comprometiéndoos con el capullo de Kibersly.

Ella ahogó un grito a duras penas.

—¿Cómo os atrevéis a hablar así de mi prometido en mi presencia?

—Así que es cierto, después de todo.

Ambos gritaban ya.

—Aunque no sea de vuestra incumbencia, no, no se ha realizado ninguna petición.

—Todavía. Si has decidido que lo quieres, poco puede hacer, el pobre tonto.

—Maldito seas, Richard… —gritó, perdida ya toda la paciencia.

No supo qué iba a decir, pues en ese momento se abrió la puerta de par en par, y la cabeza de su hermano apareció por el quicio.

—¿Se puede saber qué diablos…?

Nicole estalló.

—Cállate, James. Y ni se te ocurra insinuar que aquí sucedía nada indecoroso, o no respondo de mí.

James la miró como si estuviera loca. Observó también a Richard, al que se veía sulfurado. Se colocó entre ambos, apaciguador.

—Ni se me ocurriría pensar en nada deshonesto con el escándalo que estabais armando.

Richard sabía que era una bocazas, todos los presentes lo sabían. Así que no reprimió la broma.

—Bueno, en realidad a veces se puede armar mucho escándalo…

—¡Cierra la boca, Sunder! Y que alguien me explique por qué tanto alboroto.

Nicole, al sentir los ojos de su hermano clavados en ella, pasó la responsabilidad a Richard.

—Pregúntale a él.

James le miró. Richard se alzó de hombros.

—Le he dicho que su prometido es un capullo.

—¿Pero cómo se te ocurre, Richard? —La voz del duque era exageradamente inocente.

Cabrón.

—¡No es mi prometido! —espetó ella casi a la vez que su hermano.

—Todavía —dijeron ambos hombres a la vez.

Nicole se cruzó de brazos. Estúpidos. Los dos.

—¿Y para eso era necesario meterse en un armario?

—Bueno, tu hermana tiende a levantar la voz cuando se la contraría.

Ella trató de esquivar a su hermano para saltar sobre Richard y golpearle, sin éxito. El muy canalla parecía estar disfrutando con los intentos frustrados de ella.

—Tranquila, fierecilla.

De nuevo hubo un forcejeo. James, medio divertido medio enfadado, decidió poner paz.

—Basta. Richard, deja de insultar al prom… casi prometido de mi hermana. Y, Nicole, reconoce que tal vez Kibersly… —ante la mirada de ella, iracunda, se arrepintió—. Déjalo, Nick, no reconozcas nada. No hay nada que reconocer. Nada en absoluto.

Se hizo el silencio. Nicole esperaba una disculpa. Bien, pensó Richard, pues que esperara sentada.

—Será mejor que salgamos de aquí. Si esperáis, milady, que llegue una disculpa por llamar capullo a Kibersly, el armario podría quedarse sin aire.

Y dicho lo cual, salió del pequeño cubículo, y se dirigió sin mirar atrás hacia el fondo del pasillo.

—Stanfort, cuando cierres la boca y reacciones, te espero en tu biblioteca, quiero preguntarte unas cosas sobre la fábrica de envases de vidrio.

Nicole dio un empellón y salió en dirección contraria. James se quedó todavía unos segundos dentro del cuartucho, sin estar seguro de lo que acababa de ocurrir.