Todavía no era la hora del almuerzo cuando Richard entró en el White’s. Había quedado para jugar una partida de billar con James, y comerían juntos después. Saludó al conserje, dejó en la entrada el abrigo y el sombrero, y se dirigió a una de las salas, donde el duque se encontraba ya, embadurnando de tiza su taco.
Richard entró mirando su reloj intencionadamente, pues sabía que él haría alguna referencia al hecho de estar esperándole.
—Llegas tarde, Sunder. —Había un tono entre reprobatorio y jocoso en su voz.
—De eso nada, Stanfort. Estoy siendo rigurosamente puntual.
—En cualquier caso, deberías disculparte por hacer esperar a un duque —le dijo James en broma, mientras le lanzaba un taco.
Richard lo atrapó al vuelo y lo dejó apoyado sobre el verde tapete, mientras se quitaba la chaqueta y se aflojaba el nudo del pañuelo. Con total parsimonia, destinada principalmente a exasperar a James, tomó la tiza y preparó su taco. Una vez a punto, empezó la partida.
—Mi hermana me ha contado lo que pasó anoche —le dijo James.
Richard prefirió no recordar todo lo que había pasado la noche anterior con Nicole Saint-Jones. Se colocó en un lateral de la mesa, y apuntó hacia la bola roja, haciendo una triple carambola.
—Esa zorra me asustó de veras, James. Por un momento me vi casado.
El aludido sonrió, mientras esperaba su turno apoyado en una de las paredes recubiertas de madera. Imaginaba el apuro de su amigo, y se alegraba de que no hubiera sido atrapado por semejante arpía. Pero no sería su mejor amigo si no se burlara un poco de él.
—Ya. Creí que estabas interesado en casarte. —Se calló un segundo, antes de enfatizar—. Y con esa dama en concreto, por cierto.
Sunder estaba tirando en el momento que oyó su respuesta. Erró. James, satisfecho, se dispuso a jugar. Richard, ignorando su treta para hacerle fallar, continuó con la conversación.
—Me equivoqué, eso es obvio. De todas las zorras que puedas haber conocido…
—Lady Elisabeth Thorny es la más artera, envidiosa, malintencionada…, ¿continúo? —replicó el duque, dándole impulso a la bola blanca.
—Vaya, gracias por avisarme cuando te hablé de ella, amigo. —Casi masticó la palabra «amigo».
—No hubiera dejado que te casaras con ella, Richard. Pero me apetecía verte hacer el tonto un rato.
Richard gruñó por lo bajo algo sobre amistades de demasiados años. James siguió con la partida, riendo abiertamente.
—Reconoce, viejo, que ha sido divertido.
—Pues tu diversión, Stanfort, casi me casa. Si no llega a ser por tu hermana…
Esta vez fue James quien erró el tiro. Richard sospechó que era la mención de Nicole la que le había descentrado. Se colocó rápidamente para continuar jugando, tratando de abortar cualquier intento de James de hablar al respecto del papel de su hermana en lo que había ocurrido la noche anterior. Pero fue en vano.
—Qué suerte que te estuviera prestando tanta atención, ¿no?
Richard levantó la cabeza y miró serio a James, que también estaba tenso.
—¿Vamos a discutir?
James se relajó al punto.
—No. Y en realidad era a lady Elisabeth a quien vigilaba. Creo que si mi hermana pudiera, la despellejaría viva.
Richard se relajó también. Al parecer estaba exonerado de que Nicole vigilara a lady Elisabeth. Aunque algo le decía, algo que por cierto le hacía sentir ufano, que era a él a quien Nicole controlaba, y que se había inventado una excusa para James.
—Mujeres —dijo, encogiéndose de hombros.
Finalizaron la partida en silencio, que ganó el duque. Sonrió significativamente. Richard se burló.
—Regodéate con esta victoria, ya que no puedes ganarme a boxeo, esgrima, ni ningún otro deporte que requiera esfuerzo físico.
James alzó la ceja con insolencia.
—¿Me estás llamando viejo, Sunder? —Ante la callada de su cuñado, sonrió—. Pregúntale a tu hermana cuán en forma estoy.
Richard se envaró al punto, pero no quiso entrar en polémicas. En ese tema tenía todas las de perder. Había cosas de su hermana y su mejor amigo que prefería no saber. Y estaba seguro, pensó no sin cierto regocijo, de que había cosas que era preferible que James y su esposa no supieran sobre la hermana de este y el propio Richard.
Nicole se estaba preparando para salir. Había quedado a comer con lord Preston. Acudirían a un picnic con las hermanas Sutherly, y con Stevens, Marlowe y Hanks, los sosos del reino. La mayor de ellas había pedido a Nicole que las acompañara. Intuía que algo se cocía entre aquellos seis. Tal vez las hermanas le pedían que acudiera para no levantar demasiadas sospechas. O tal vez para poder charlar después con alguien que no fuera de la familia.
Cuando le había propuesto la compañía a Kibersly, este no se había mostrado demasiado satisfecho. Pero cuando ella se lo había pedido por favor, él no se había podido negar.
Ella estaba muy satisfecha con lord Preston por eso. Le parecía muy positivo que el marqués tuviera en cuenta sus peticiones, y cediera. Solo esperaba que, una vez casados, él siguiera respetando sus deseos, y no fuera simplemente una estratagema para que ella le diera el sí.
Se puso un vestido especialmente favorecedor, en tonos lila, pues era uno de los colores que Kibersly también solía utilizar. A él le gustaría ver que ella se conjuntaba con su estilo de vestir. Darían la apariencia de pareja compenetrada.
A la hora convenida bajó al vestíbulo, no queriendo hacerle esperar. Si él era extremadamente puntual, se merecía que ella también lo fuera. Como cada mañana, había nuevos ramos de flores con su nombre en un sobre, emplazados en el hall. El marqués no traía flores esta vez, sino una caja de bombones. Se la entregó, haciéndole una reverencia.
—Para compensar la racanería de tus otros admiradores…
Se refería al regalo de Richard, sin duda. Nicole asintió, pero no se llevó ningún dulce a la boca, como hiciera con el único bombón que Sunder le había regalado. Agradeciendo el detalle con una radiante sonrisa, más forzada que real, tomó el brazo que él le ofrecía y salieron hacia el carruaje.
—Por favor, querida, explíqueme de nuevo por qué vamos a comer con tan selecto grupo.
Sabía que el marqués estaba bromeando, aunque había algo de protesta en su tono.
—Las hermanas Sutherly me caen bien.
Lord Preston asintió, antes de añadir:
—Creo que a vuestro hermano y a lord Richard también. Bailaron con todas ellas en distintas ocasiones durante la temporada pasada. El éxito social de esas damas radica en esas atenciones.
Había cierto deje desdeñoso en su voz que molestó a Nicole, pues había sido ella quien había instado a su hermano a que bailara con las damas, que pasaban más tiempo sentadas en un lado de los salones de baile que emparejadas en la pista. James había referido al vizconde de Sunder que hiciera lo mismo. Y el hecho de que dos de los solteros más codiciados vieran algo especial en las muchachas hizo el resto. Muchos jóvenes les imitaron, espoleados por la curiosidad y por la frecuente emulación que de ellos hacían.
¿Por qué lord Preston no podía ser agradable todo el tiempo? Le acompañaba a una comida que no le apetecía especialmente, pero al mismo tiempo hacía comentarios innecesariamente desagradables. No queriendo dudar de su decisión, lo dejó correr.
El tono que había empleado al referirse a James le hizo recordar que aún no había preguntado a su hermano si había averiguado algo sobre el marqués. Sabía que tal vez aún fuera pronto, pero tenía ganas de eliminar cualquier incertidumbre y acabar con ese asunto de una buena vez.
Cambió de tema para evitar estropear el día, y le preguntó por sus pasiones menos conocidas. Le habló de los combates de boxeo, deporte en el que afirmaba destacar, considerándose un gran pugilista. Aunque, eso sí, no quiso darle detalles por no herir su sensibilidad. A ella no le gustó demasiado que la sobreprotegiera en algo tan banal, pero prefirió escuchar lo que él le quisiera contar. Sí le habló el marqués, en cambio, de su gusto por las carreras de caballos, comprometiéndose a llevarla a la Royal Ascot ese mismo año. Estuvo hablando de los mejores jinetes, de las grandes sagas equinas, y de los mejores criadores.
El hermano de Nicole bromeaba sobre que ella había aprendido antes a montar que a caminar. La joven atendió encantada al monólogo del marqués al respecto.
Cuando llegaron a Hyde Park encontraron al grupo de amigos fácilmente, en un pequeño claro entre dos parterres. La manta ya estaba extendida y algunas cestas habían sido abiertas. No obstante, por deferencia, no habían empezado sin ellos, que habían sido especialmente puntuales. Parecía, pensó Nicole, que los otros seis habían llegado pronto. Quizá estaban impacientes por verse. Se sentó en un extremo, intentando averiguar quién estaba interesado en quién. El marqués entregó a su lacayo la cesta de Nicole, y se sentó a su lado.
Mientras comían la conversación versó sobre temas generales. Nicole prefirió mantenerse un poco al margen y observar a las otras tres parejas. Evaluando, le pareció que existía un interés romántico en al menos dos de ellas. La menor de las Sutherly no parecía prestar demasiada atención a Hanks, pero solo tenía diecisiete años. Si sus dos hermanas mayores se casaban con Stevens y Marlowe, seguro que Hanks pediría la mano de la menor y los padres de esta aceptarían encantados.
Le gustó la idea de que las tres hermanas se casaran con tres hombres que eran amigos íntimos. De ese modo no se verían separadas unas de otras. Se preguntó qué ocurriría con ella si se casaba con Kibersly. Era obvio que no mantenía una buena relación con James.
Sintiéndose optimista, decidió que James, que tanto la quería, haría a un lado sus reservas para acercarse a su cuñado. Y seguro que lord Preston estaría encantado de emparentarse con un duque, y el de Stanfort, nada menos. Fantaseó con que lo haría también movido por el amor que sentiría por ella, y que trataría de granjearse la amistad de su hermano exclusivamente por hacerla feliz.
Estupefacta, se preguntó de repente si el marqués estaría enamorado de ella. Había estado tan concentrada en sus sentimientos que no había tenido en cuenta los de él. No sabía si deseaba una declaración de amor por su parte. Quizá sería hermoso que la amara y ella, con el tiempo, se enamorara también.
Tan ensimismada estaba que no se dio cuenta de que reinaba el silencio y todos la miraban expectantes hasta que fue demasiado tarde. Parecía obvio que le habían hecho una pregunta, y no tenía ni idea de cuál. Azorada, se disculpó.
—Espero que disculpen mi falta. Estaba pensando en el baile de pasado mañana, el primer gran acontecimiento de la temporada, y me he abstraído —improvisó.
Todos asintieron, considerando plausible su excusa. El baile de los Guestens era el más importante a celebrarse hasta ese momento. Acudirían más de trescientos invitados.
—Le preguntaba, lady Nicole, por sus conocimientos sobre el chocolate. Según comentó el vizconde de Sunder, es usted una eminencia.
Sintió cómo Kibersly se tensaba a su lado. No había preguntado al respecto, pero suponía que no le había gustado nada que se excusara para ir al tocador y apareciera en la biblioteca con Richard y lady Elisabeth Thorny.
—Bueno, me encanta el chocolate, lo que es un fastidio dado lo mucho que engorda. —Cuando vio que todos iban a decirle que ella no necesitaba privarse de nada, negó con la cabeza—. Todavía. Veremos más adelante si tengo que dejarlo. En cualquier caso es mi pasión y mi enemigo más acérrimo. Y ¿no dijo Wellington que había que conocer a fondo al enemigo para combatirlo? Pues eso hago, estudiarlo detenidamente.
Todos celebraron el chiste con aplausos. Para aplacar a su acompañante, prosiguió:
—Afortunadamente cuento con la inestimable ayuda de lord Preston, que esta mañana me ha traído una gran cantidad de ejemplares a los que pienso dedicarme con fruición en breve.
De nuevo todos sonrieron. El marqués, más relajado, le tomó la mano y se la besó con decoro.
—Estoy a su entera disposición, milady.
El resto de la sobremesa transcurrió con tranquilidad. Ya pasada la hora del té, Nicole volvía a casa escoltada por su acompañante, satisfecha por cómo había sucedido todo.
Y, tal como sospechaba, las hermanas Sutherly le habían pedido visitarla a la mañana siguiente. Hablarían de sus acompañantes, estaba segura. Había pensado visitar a Alexander temprano, pero bien podía retrasarlo un poco para departir con las muchachas. Ellas le gustaban cada vez más.
Aquella noche, en la tranquilidad de su alcoba, Nicole retomó sus reflexiones donde las había dejado esa tarde. ¿Qué esperaba que su esposo sintiera por ella? No le parecía justo exigir un amor que ella no sentía, aunque reconocía que le sería muy conveniente un marido enamorado. Quizá así evitaría infidelidades como las que su madre había tenido que sufrir durante años con estoicismo. No deseaba un matrimonio como el de sus padres, basado en la distancia y el desprecio.
A pesar de su optimismo inicial, consideraba complicado enamorarse de él. Tal vez el tiempo, la convivencia y los hijos crearan un vínculo fuerte entre ellos, suficiente para hacerlos felices a ambos. Pero ¿amor? Lo dudaba. Solo una vez había estado cerca de enamorarse, y lo que había sentido entonces no tenía nada que ver con sus citas con lord Preston. No había ilusión, ni anticipación, ni nervios. Quizá por eso seguía sin estar segura de si quería que él la amara.
Y todo ello suponiendo que él se le declarara, y que su hermano diera su beneplácito al compromiso. En el primer extremo estaba casi segura de que no encontraría problema alguno. Estaba convencida de que antes de que terminara la temporada el marqués haría una petición formal de su mano. Todo en su actitud, la forma en que la trataba, y la posición que ocupaba, siempre cerca de ella, era una declaración pública de sus intenciones.
James era quien parecía tener la clave. No tenía nada en contra del marqués de Kibersly, aparte de la antipatía que sentía por él. Él debía de estar haciendo averiguaciones al respecto, pero no le había dado todavía un veredicto. Debía de estar tomándose el asunto muy en serio. Bendito fuera.
Solo quedaba el detalle del deseo. En cuanto le besara el asunto quedaría resuelto.
Involuntariamente su cuerpo se tensó de pasión insatisfecha al recordar el beso de Richard. Todo su cuerpo había reaccionado a su contacto. Se había sentido viva, transportada a otro lugar, a un lugar donde solo ellos existían. Sus manos la habían acariciado allí donde nadie había osado tocarla jamás, y había sido como ser rozada por el fuego. Había sentido calor en su centro, y una languidez que se había extendido hacia sus extremidades, convirtiendo su cuerpo en gelatina.
Richard.
Aquel hombre era realmente como el chocolate. Su pasión y su acérrimo enemigo. Un hombre a tomar en pequeñas porciones, y del que cuidarse en los excesos.
No, un hombre al que no tomar en absoluto. No debía repetirse lo que había ocurrido en los jardines. No era decoroso, ni conveniente para su salud mental.
Tenía que sacárselo de la cabeza. Ya lo había tachado de su lista, en la que nunca debió estar. Pero había resultado tan placentero escribir su nombre solo para desecharlo, escribiendo un montón de estupideces sobre él… Había sido una niñería, pero le daba sensación de control. Era como si fuera ella quien le rechazaba, y no él quien no la cortejaba.
Control. Sería muy necesario con él. O tal vez con ella misma.
Mientras, apenas a unos cien metros de allí en línea recta, el objeto de sus desvelos estaba en la biblioteca siguiendo una línea de pensamiento muy similar.
«Control, Richard, control. No puedes besar a la muchacha cada vez que se te antoje, y menos todavía dejarte llevar, como anoche. Si no llegas a detenerte cuando lo hiciste, el resultado de la incursión nocturna habría sido muy distinto».
Su miembro se estiró pensando en cuál podría haber sido ese resultado. Condenación, Nicole era exquisita, más aún de lo que hubiera podido imaginar. Puro fuego en sus brazos. Le había respondido con pasión. Había sentido sus manos alrededor de su cuello, en su torso. Y se había excitado como nunca lo había hecho. Ninguna mujer experimentada, cortesana o casada, había conseguido volverle loco hasta ese punto. Había tenido que ejercer sobre sí mismo un control que desconocía poseer.
Control. Todo se reducía a eso. Pero por si acaso sería mejor que no se quedara a solas con ella. Y que tampoco imaginara que lo hacía.
En ese momento sonó la puerta y entró en la estancia Nodly, el mayordomo.
—Milord, disculpe, pero hay una señorita en la puerta que pide hablar con usted.
Ilusionado ante la idea de que fuera Nicole, y reprochándose esa emoción, se dirigió hacia la entrada principal.
Su desencanto fue inmediato, y su confusión fue todavía mayor. Marien estaba en la puerta de su casa. ¿Cómo se atrevía a presentarse allí, lugar al que nunca antes había acudido? Desde el principio habían aclarado que siempre se verían en el pequeño apartamento de ella. ¿Habría ocurrido algo? Al acercarse, se enfadó. ¿Y cómo, además, llegaba de esa guisa? Vestía un traje casi indecente, tan escotado que dejaba poco a la imaginación. Iba excesivamente maquillada, buscando realzar sus rasgos. Pero sus labios, rojos de carmín, se le antojaron vulgares frente a la boca llena que había probado la noche anterior.
—¿No me invitas a pasar, mi amor? —preguntó con voz pastosa.
Genial, como guinda del pastel, Marien iba borracha. Le sorprendió, ya que no era dada a beber, pues recordaba a su propia madre más ebria que sobria. Las pocas veces que ella se excedía con el alcohol, se volvía agresiva, además. Pensó en avisar a uno de los palafreneros para que la sacara de allí, pues a él le arañaría, y no pensaba someter a semejante tortura a su fiel mayordomo. Pero la desechó. Marien bien merecía ser recibida correctamente. Le debía un poco de educación, al menos. Ella se adentró en el vestíbulo.
—Bonita choza. ¿Quizá quieras enseñarme la planta alta? Ahí es donde están las estancias de los aristócratas, ¿no? Quizá podría darte mi opinión sobre tu cama.
Nodly se atragantó, pero su rostro no demudó. Resignado, tomó el brazo de Marien y la dirigió a la biblioteca.
—Nodly, le agradezco su diligencia. La… señorita y yo mismo estaremos en mi estudio. Asegúrese de que no seamos molestados. Si oye gritos o cristales rotos, no se alarme.
El mayordomo asintió sin alterar su compostura. Ese hombre era definitivamente imperturbable. Con humor, volvió a llamarle.
—Ah, Nodly. —Cuando este se volvió, le sonrió con picardía—. Si lo que oye es un golpe seco y a continuación un cuerpo que se desploma, entonces sí, tenga la bondad de interrumpirnos con presteza.
El mayordomo volvió a asentir, inalterable de nuevo. Maldito fuera, algún día conseguiría sacarlo de su impavidez.
Se volvió dispuesto a iniciar una maldita batalla campal en la tranquilidad de su casa, cortesía de cierta actriz. Esa idea, y la imagen que se le presentó, le borraron la sonrisa de cuajo. Ella estaba sirviéndose una generosa copa de brandy. Él se acercó presto y se la quitó de la mano.
—Creo que ya has tomado más que suficiente, Marien.
Le habló con suavidad, sintiéndose responsable de su estado. Ella trató en vano de atraparla de nuevo. Al no conseguirlo, se cruzó de brazos enojada y se sentó en el sofá más cercano. Armándose de paciencia, le habló con cariño.
—¿A qué has venido?
—¿Así es como me recibes, querido? —Hizo un mohín muy femenino.
Trató de levantarse para abrazarlo, pero resultaba obvio que su estado de embriaguez no se lo permitía. Él se sentó a su lado, compadeciéndola.
—Marien, esta visita no ha sido buena idea.
—Te echo de menos, Richard. —Su voz delataba su tristeza. Y era real, ella no estaba actuando—. Creo que tal vez te precipitaste al dejarme. Entiendo tu postura, pero soy paciente, te esperaré.
Intentó echarle los brazos al cuello. De nuevo el alcohol le hizo errar el movimiento. Richard lamentó el dolor de ella, pero no quiso darle falsas esperanzas. Eso sería cruel.
—Mal que nos pese, hice lo correcto, querida. —Suspiró—. Será mejor que te lleve a casa.
—¿Te quedarás a pasar la noche conmigo? —Había anhelo en su voz.
Le recordó a la muchacha que conocía, de la que se enamoró. Triste, negó con la cabeza.
—Sabes que no puedo. —Trató de ser delicado con ella—. Si las circunstancias fueran otras, Marien… pero son las que son, y me temo que me es imposible acompañarte.
Ella asintió, sonriendo con tristeza.
Richard salió a buscar a un mozo que acompañara a su antigua amante a casa. Para cuando volvió de nuevo a la biblioteca, ella roncaba sonoramente. Rio, a su pesar, mientras la cogía en brazos y la depositaba en los de uno de los mozos del establo.
Apenado por cómo había acabado todo, indicó al muchacho que iría con ellos la dirección y se fue hacia sus aposentos en la planta alta. A la mañana siguiente hablaría con su abogado y aseguraría el futuro de Marien.
En Bekerley Square, en cambio, la conversación trataba de un tema bien distinto. James y Judith estaban en la sala de estar de ella, con un oporto en la mano.
—No me gusta ese tipo, Judith. No me gusta en absoluto. Pero no encuentro nada reprobable en él. Por más que he buscado, parece ser trigo limpio, el muy desgraciado.
Judith asentía. Entendía las reservas de su marido, aunque también sospechaba que para él ningún hombre sería lo suficientemente bueno para Nick.
—Quizás es trigo limpio, después de todo.
—Es un capullo —declaró James, frustrado.
Judith sonrió.
—De acuerdo, es un capullo trigo limpio.
El duque sonrió, a su pesar.
—No sé qué hacer.
Judith le acarició el brazo con suavidad, al tiempo que le respondía.
—Tendrás que confiar en el instinto de ella.
—El instinto de ella ya falló una vez.
Ella le besó suavemente, con cariño.
—Olvidemos eso, ¿de acuerdo? Ellos ya lo han superado. Hazlo tú también.
James la miró, arrepentido.
—Será la fuerza de la costumbre, supongo. —Volvió al tema que le preocupaba—. ¿Qué hiciste tú cuando Richard te dijo que pretendía cortejar a Elisabeth Thorny?
—Absolutamente nada —dijo, ufana.
James chasqueó la lengua, escéptico. Alzó la ceja, tratando de presionar a su esposa. Ella accedió a contestar, poco impresionada por su gesto, pero sí compadecida por su preocupación.
—Bueno, técnicamente no hice nada. Traté de que fuera tu hermana quien le hablara mal de él, pero la muy tunanta decidió lavarse las manos, como Poncio Pilatos.
El duque sonrió, y una idea comenzó a fraguarse en su mente. Tal vez Richard le hiciera el trabajo sucio. Su mujer era una fuente de sabiduría.
—De todas formas, había pensado acudir a algún baile en breve. Alexander ya toma un poco de caldo, no solo pecho, y me apetece bastante volver a la actividad, aunque en pequeñas dosis. Quizá podría acudir al baile de los Guestens, pasado mañana, y formarme mi propia opinión al respecto de ambos. ¿Qué te parece?
Besó a su mujer sonoramente en agradecimiento. Pero no contaba con que ella transformaría el beso en algo mucho más sensual y profundo. Encantado con los derroteros que estaba tomando la situación, se dejó hacer.