9

Richard vislumbró a James a un lado del salón, con cara de pocos amigos. No necesitó dirigir su mirada hacia el lugar al que miraba el duque, pues sabía perfectamente qué le molestaba. El joven marqués estaba acaparando deliberadamente a Nicole, como si tuviera algún derecho sobre ella.

Había acudido al baile de máscaras con intención de danzar un par de veces con lady Thorny, a lo que ya había puesto remedio anotando su nombre en el carné de baile de ella. Tal vez dar un pequeño paseo, robarle si se terciaba un beso o dos, y volver a casa. Incluso puede que hiciera caso también a alguna otra dama, evitando ser excesivamente obvio.

Se acercó a su amigo, dándose cuenta no sin cierta ironía de que ambos vestían igual, completamente de negro. Llegó a su lado.

—Stanfort.

—Sunder.

La voz de James delataba que no estaba de humor para nada. Prefirió no ahondar en el tema de su disgusto. Si él quería contárselo, ya lo haría. Deliberadamente optaba por no saber nada que se refiriera a Nicole.

—Bonito disfraz.

Obtuvo un gruñido por respuesta. Lejos de amedrentarse, siguió pinchando.

—No sé si me gusta tu compañía, la verdad, James.

Silencio.

Vaya, vaya. Quizá sí ahondara en el tema, solo para fastidiar a su mejor amigo.

En ese momento se acercó lady Elisabeth, reclamando su baile. Era absolutamente excepcional que fuera la dama la que acudiera en busca de su compañero de danza. Entre divertido y escandalizado ante tal muestra de descaro, se dejó llevar.

Llevaban un par de minutos bailando cuando ella había decidido romper el silencio y reprenderle.

—Milord, debería reñiros por la falta de originalidad en vuestro atuendo. De hecho ni siquiera vais disfrazado.

—Os equivocáis, querida. Soy Mefistófeles, de Fausto.

Le guiñó un ojo, sabiendo que ella conocería la obra de Goethe, tan en boga entre las damas, por ser considerada una hermosa historia romántica. Él personalmente no veía nada de encantador en la historia del pobre Fausto, pero se abstuvo de comentar nada.

—Parece que vuestro amigo, el duque de Stanfort, ha tenido la misma idea.

Él sonrió ante el tono molesto de ella. Aplacó su enfado con facilidad.

—Vos, en cambio, estáis magnífica. Una hermosa Afrodita, sin duda.

Lady Elisabeth le sonrió con picardía, se acercó más a él y le miró a los ojos, coqueta. Bajó la voz.

—Hay tanto escándalo aquí que apenas os oigo, milord. Quizá podríamos buscar un lugar más tranquilo en el que poder hablar.

El tono de la dama sonaba casi como un ronroneo. No había duda de sus intenciones.

Richard perdió el paso ante la licencia de ella. Pero no se sintió molesto, solo sorprendido. Si ella quería algo más de intimidad, él estaba más que dispuesto a dársela, siempre que encontraran un lugar discreto para ello, por supuesto.

Una vez finalizada la danza, le ofreció el brazo, fueron abriéndose paso entre la gente que abarrotaba el salón, hasta desviarse con disimulo por una puerta lateral que daba a los pasillos de la planta baja. Conocía la casa, pues en alguna ocasión había estado con cierta viuda allí, también en un baile, y también en busca de intimidad. Sabía que la biblioteca era un lugar poco transitado, y que el pomo tenía pestillo. No es que pensara llegar tan lejos, desde luego, como para necesitar cerrar con llave, pero toda precaución era poca.

Le cedió el paso a la dama, y una vez dentro, cerró la puerta, comprobó que las cortinas de los ventanales que daban al jardín estuvieran echadas, y se cruzó de brazos, esperando el siguiente movimiento de ella. Ya que había tomado la iniciativa, la dejaría hacer, a la espera de averiguar hasta dónde llegaba su bravuconería.

La muchacha pareció contrariada ante su pasividad. Tras meditarlo un poco, se acercó a él y pegó sus labios a los de Richard, rodeándole el cuello con las manos.

Le pilló desprevenido, y algo le dijo que las cosas se estaban precipitando. Una dama no actuaba así, a no ser que fuera ya experimentada, y ella no lo parecía dada la torpeza de su beso, o a no ser que estuviera tratando de forzar un compromiso. Las palabras de Nicole le vinieron a la mente. Lady Elisabeth Thorny haría cualquier cosa para conseguir lo que se le metía entre ceja y ceja. Una voz incesante le advertía de que se librara cuanto antes de ella.

Decidió terminar el beso con suavidad. Era obvio que la muchacha no tenía demasiada práctica en ese tipo de interludios, pues apenas se mantenía pegada a la boca de él, sin saber muy bien qué hacer. Richard movió sus labios suavemente sobre los de ella, para separarse después con delicadeza, cuando oyó el pomo de la puerta, afortunadamente cerrada.

La apartó bruscamente y todo su cuerpo se puso en tensión. La mirada de ella no era de pavor al haber sido sorprendida. Parecía esperarlo, incluso.

La muy zorra le había tendido una trampa, y él había caído como un estúpido.

—Quizá debiéramos abrir, lord Richard. —La voz de Elisabeth tenía un deje triunfal.

El pomo seguía moviéndose, y unos golpes sonaron contra la madera maciza.

Se acercó a los ventanales, apartó las cortinas y trató de salir. Empujó. Mierda. Alguien había cerrado los pestillos por fuera. Parecía que la muy desgraciada había pensado en todo. Ella sonreía, sabiéndose vencedora.

—¿Lord Richard?

La desesperación le invadió. El pomo seguía moviéndose, y los movimientos que se hacían desde fuera eran cada vez más bruscos. Era cuestión de tiempo que el endeble pestillo se rompiera.

—¿Hay alguien dentro? Abran, por favor. —Ninguno de los dos contestó.

Otra voz habló. Al parecer había un pequeño grupo allí fuera.

—Que alguien vaya a buscar la llave de la puerta, por favor.

Dios, era cuestión de dos minutos que le atraparan, eso si la puerta no cedía antes. Volvió a intentarlo con los ventanales, cosechando el mismo fracaso. Resignado, se apoyó contra el escritorio, esperando lo inevitable.

Estúpido, estúpido, estúpido.

Nicole vio a Richard salir del brazo de lady Elisabeth por uno de los laterales. Conocía bien la casa, pues en alguna ocasión había sido besada en los jardines, y sabía que todas las estancias de esa planta tenían unos enormes ventanales que daban al formidable patio sembrado de plantas exóticas.

Una extraña premonición la invadió. Algo tramaba la hija del marqués de Bernieth, algo que probablemente pondría a Richard en un aprieto. Pero, recordó, ese no era su problema. No tenía por qué preocuparse por la mirada que Elisabeth había echado a la señorita Delwase antes de salir del salón, ni del asentimiento de comprensión de dicha señorita. Se repitió que no era cuestión suya. Aun así, cuando, unos minutos después, y aprovechando un descanso de la música, la señorita Delwase salió en la misma dirección, llevando consigo a un grupo de jóvenes, decidió intervenir, por si acaso.

Se disculpó de inmediato ante Kibersly, aduciendo que necesitaba ir al tocador de señoras, y siguió al grupo manteniéndose a una discreta distancia. Al entender lo que ocurría, entró en acción, convencida de que Richard había caído en una trampa tan antigua como el mundo. Se apresuró a entrar en la habitación contigua sin ser vista, agradeciendo que estuviera abierta, y salió a los jardines a través de los ventanales que todas las habitaciones de esa ala tenían. Una vez fuera, giró a la derecha y se apresuró a los portones acristalados de la biblioteca que, descubrió con sorpresa, tenían los pestillos echados por fuera. Los descorrió y entró en la habitación casi de un salto, sorprendiendo a ambos ocupantes.

—Señores, disculpen la interrupción —dijo, casi sin resuello.

Richard nunca se había alegrado tanto en su vida de ver a alguien. Saltó del escritorio donde había estado apoyado esperando su sentencia de muerte, se acercó a una estantería y tomó un libro al azar, al tiempo que la puerta se abría y varias damas y caballeros entraban en la habitación precipitadamente, excitados por la morbosa curiosidad.

Contempló la portada, Imperio Azteca. Inspirado, se volvió a mirar a Nicole.

—Me temo que tengo que daros la razón, milady. Efectivamente, el chocolate fue traído a Europa tras colonizar el imperio azteca. No fue importado, pues, del continente africano, como yo pensaba.

Los presentes estaban estupefactos. Todos excepto lady Elisabeth, a quien se veía furibunda, y apenas era capaz de mantener la compostura. Nicole sonrió.

—Os lo dije, milord. Soy una experta en chocolate.

Satisfecha por haber interpretado correctamente la situación, por haber fastidiado los planes de Elisabeth, y por la broma secreta que ambos estaban compartiendo, Nicole se permitió disfrutar del momento.

—No sé cómo pude dudarlo…

—Sunder —los interrumpió uno de los miembros del grupo que permanecía en la puerta, sin saber si entrar o irse—. Disculpe, llamamos, y al ver que nadie contestaba y que estaba cerrada, creímos que podía haber algún problema.

Richard miró con impertinencia al joven petimetre que le hablaba, convencido de que no era la heroicidad de socorrerles lo que les había impulsado a entrar en la biblioteca a toda costa. Éste se encogió ante la mirada del vizconde.

—Ningún problema, como pueden ver. Estábamos tan enfrascados en nuestra discusión que no les oímos. Lady Nicole y yo no nos poníamos de acuerdo sobre la procedencia del chocolate, y lady Elisabeth tuvo la amabilidad de acompañarnos a la biblioteca, para poder averiguar cuál de ambos tenía razón. Me temo que la dama estaba en lo cierto. —Puso cara de compungido, aunque la mirada que le dedicó era intensa, entre agradecido y orgulloso—. Me rindo ante vuestros conocimientos, milady.

Ofreció el brazo a Nicole y ambos salieron, majestuosamente, por entre el público allí congregado.

Todavía no habían llegado al final del pasillo cuando vieron a James acercarse, con cara de pocos amigos. Nicole y Richard le advirtieron con la mirada que se mantuviera en silencio. Una vez que le alcanzaron, Nicole tomó el brazo de su hermano y los tres se dirigieron al salón, como si nada.

Apenas un minuto después, Nicole y el duque de Stanfort recogían sus abrigos y salían de la residencia de los Storne en silencio. Casi inmediatamente, Richard haría exactamente lo mismo.

De allí, el vizconde se fue directamente a casa de Marien. Había acordado verla la noche siguiente, no ésa. Pero era tal su enfado que poco le importaba lo mucho que ella le gritara, insultara o recriminara. Una parte de su mente le decía que aquel no era el mejor momento, pero otra le animaba a verla y dejar las cosas claras. Esa misma noche pondría fin a su relación de una buena vez. Era imposible que en ese instante se sintiera tentado de acostarse con ella. Ni con ninguna otra, ya que estaba. Malditas mujeres.

Se había librado por los pelos. Si no llega a ser por Nicole, ahora mismo estaría recibiendo felicitaciones por su compromiso. Lo único positivo era que había descartado definitivamente a lady Elisabeth Thorny. Antes se casaría con una serpiente de cascabel.

Tan sumido estaba en sus pensamientos que apenas se dio cuenta de que había llegado a su destino. Bajó del carruaje de un brinco, sin esperar a que colocaran la escalerilla, y se dirigió al edificio en el que Marien vivía. Una vez dentro, saludó al ama de llaves, que siempre se asomaba cuando veía un carruaje con blasón dibujado en la puerta, y subió hacia la tercera planta.

Su todavía amante vivía cerca del teatro en el que trabajaba, en un edificio con la fachada desconchada, bastante viejo, pero habitado por gente honrada y trabajadora. Subió los escalones sin pensar siquiera en lo que le diría. La dejaría, eso era lo único que sabía a ciencia cierta.

Cuando llegó al rellano vio un haz de luz deslizándose por debajo de la puerta, y se alegró de saber que estaba en casa. Solo esperaba que ella estuviera sola. Había seguido un impulso sin pensar que Marien podía no encontrarse en su residencia, o que podía estar acompañada por alguna amiga, dado que no le esperaba. Llamó a la puerta, y oyó cómo unos pasos se acercaban.

Cuando abrió quedó patente que la mujer no esperaba visita. La sorpresa se reflejó en su rostro, demacrado sin las cremas y el maquillaje que ella utilizaba habitualmente. En apenas un segundo recompuso su gesto, dedicándole una mirada que pretendía ser seductora.

Malditas fueran todas las mujeres. Malditas las zorras manipuladoras. Marien sabía por qué estaba allí, y aun así pretendía alargar la agonía. ¿Por qué ella no se resignaba a lo inevitable? ¿Por qué tenía que hacerlo más difícil? Richard trató de mantener la calma. Sabía por experiencias anteriores que cuando se enfadaba era un vendaval, que no dejaba títere con cabeza, y que después se arrepentía de sus actos. Respiró hondo.

—Querido, qué sorpresa. No te esperaba, pero pasa, por favor, avivaré el fuego.

—No te molestes, no me quedaré mucho tiempo —dijo mientras entraba en la pequeña estancia.

Una gran cama con dosel, que él le había regalado hacía tiempo porque en la que ella tenía no cabían bien, un pequeño tocador, una mesa y dos sillas componían todo el mobiliario, apenas iluminado por las brasas de la chimenea. Sonrió con tristeza al mirar el lecho, recordando que se decidió a comprarlo la tercera vez que cayó del camastro, en un momento álgido.

Marien malinterpretó su sonrisa y su mirada. Juguetona, se quitó la bata y se colocó estratégicamente frente a la lumbre, dejando que la luz del fuego traspasara la tela de su fino camisón, delineando su figura.

En otro momento Richard sabía que se habría excitado, y que habrían acabado indefectiblemente acostándose juntos, pues él era un hombre de grandes pasiones. Pero esa noche no. El recuerdo de lady Elisabeth Thorny estaba demasiado reciente en su memoria. Convencido como nunca de que estaba haciendo lo correcto al estar allí, a pesar de su tremendo enfado, y convencido como nunca de dejarla, se dispuso a hacerlo de la forma más rápida posible.

—Marien, como bien sabes tengo que casarme, y pretendo que sea en breve. Quiero darle una oportunidad a mi matrimonio, para lo que creo justo empezar de cero con la que será mi esposa.

Ella se puso la bata y le miró, enfadada. A pesar de que se había prometido mantener la dignidad cuando llegara el momento, la congoja no se lo permitió. Estalló.

—¡Qué loable! Déjame adivinar, vas a dejarme para ser feliz con una mojigata que ni siquiera sabe lo que tienes debajo de los pantalones.

Mientras le hablaba, se acercó a él y le puso la mano sobre su miembro, dando mayor énfasis a sus palabras. Le estaba provocando, pero no pensaba discutir con ella. Y desde luego el jueguecito no le estaba excitando en absoluto. Tomó la mano de ella y la retiró de su bragueta.

—Bien, me alegro de que lo entiendas. Han sido dos años maravillosos.

Ella le dio una sonora bofetada. El rostro de Richard se tornó pétreo. Marien debió de darse cuenta de que se había propasado, pues dio un paso atrás, asustada. Aunque sabía que no debía temer de él. El vizconde jamás le había levantado la mano a una mujer. Envalentonada de pronto por esa revelación, le propinó otra.

Richard dio un paso atrás al recibir el segundo impacto.

—Bien, creo que con eso estamos en paz, querida. Espero que te vaya bien. O no. En realidad me importa una mierda.

Ella trató de golpearle de nuevo. Esta vez él interceptó el golpe sin dificultad, asiéndola por la muñeca. La soltó cuando estuvo seguro de que ella no volvería a tratar de abofetearle.

—Maldito bastardo. ¿De veras crees que una pequeña damita va a satisfacerte?

Impotente, Marien vio cómo su amante se ponía el abrigo y se dirigía hacia la puerta.

—Tres meses, Richard. En tres meses como máximo estarás de nuevo llamando a mi puerta, suplicándome. Y tendrás que suplicar mucho, querido, ¡muchísimo!

Él ni siquiera miró atrás. Salió cerrando con cuidado. No iba a darle el gusto de demostrarle su cólera dando un portazo.

Bajó las escaleras en silencio. Con un susurro dijo buenas noches al ama de llaves, que de nuevo se asomaba para verle salir, y esperó a que su coche se acercara.

Subió a su carruaje, dio un par de golpes al techo para que el conductor se pusiera en marcha y se quitó el abrigo. Bajo el asiento había un cajón con un compartimento acolchado. Lo abrió, sacó una botella de whisky escocés y se sirvió generosamente en una copa que había justo al lado de la botella. Estiró las piernas, dispuesto a relajarse.

Debería sentirse bien. Por fin había hecho lo que debía. Pero se sentía un miserable. No debió romper así con Marien. Había tomado el camino más fácil, y ella se merecía algo mejor. Debería disculparse, aunque eso solo dificultaría las cosas. Había sido un cerdo, vengándose de lady Elisabeth Thorny con Marien. Había tratado a la zorra como a una dama, y a la auténtica dama, aunque no lo fuera por nacimiento, como a una zorra.

Sabía que cuando su mal genio estallaba cometía las peores injusticias. Hacía mucho tiempo que era capaz de controlarse, pero esa noche se había excedido, y ahora su conciencia pagaría sus consecuencias. ¿Cuándo aprendería a controlar su ira? Pero cuando había visto la sonrisa triunfal de la joven Thorny…

La cara de Nicole Saint-Jones cruzó por su mente. Debía reconocer que más que por los pelos, se había librado por la astucia de la muchacha. Le debía una a esa fierecilla de ojos verdes. Y debía mostrarse de acuerdo también en que aquella noche la joven estaba arrebatadora con aquel disfraz de reina de las hadas, que le sentaba como un guante. Desechando fastidiado el recuerdo de la belleza de Nicole, pensamiento cada vez más frecuente, desvió su mente hacia otros derroteros.

Tomó otro sorbo de licor y repasó los incidentes de la noche. Aún no se explicaba cómo no se había dado cuenta de la estratagema de lady Elisabeth. Él se había dejado llevar, pensando que la dama quería divertirse un rato, y buscando también él intimar un poco más con ella. Pero la muy artera había estado intentando atraparle.

Y pensar que se había planteado seriamente hacerla su vizcondesa. Nicole ya le había advertido de la determinación de la muchacha. Debió haberle hecho caso.

Si James se había molestado mucho al verlos salir juntos de la biblioteca, había confiado en ellos y no había preguntado. Eso sí, se había llevado a su hermana a casa inmediatamente. Esperaba que ella no hubiera tenido problemas por su causa.

Seguía preguntándose lo mismo una vez en casa. Ya en su alcoba, se había desabrochado el pañuelo y quitado el chaleco, pero no así las botas. Seguía con la misma copa en la mano. Tomó nota mental de reponer la del carruaje al día siguiente. Salió al balcón, que daba al jardín interior que compartían las casas de la manzana. La noche no era especialmente fría. Todavía no había llegado mayo, pero el abrigo comenzaba a no ser necesario.

Relajando los músculos de la espalda, que descubrió tensos por los acontecimientos de la velada, dejó vagar su mirada por las distintas fachadas de las mansiones vecinas. Se fijó en la de la duquesa viuda de Stanfort, y descubrió luz en el segundo piso. Imaginó que debía de ser Nicole, pues era la planta destinada a las estancias de la familia.

Sin plantearse siquiera lo incorrecto de su comportamiento, se puso la chaqueta y se dirigió hacia la planta baja, para salir al jardín y saltar los pequeños muros.

Nicole estaba demasiado excitada para dormir. No dejaba de pensar en lo acaecido esa noche, y en las muchas explicaciones que había tenido que dar al respecto.

Su hermano James no había esperado a que ella hablara. La había dirigido directamente a la salida, asiéndola con implacable firmeza por el codo, y la había metido en el carruaje con pocas contemplaciones. Una vez dentro y en marcha, tampoco se había molestado en preguntar. Había levantado la ceja, dando muestra de su exasperante arrogancia, y había esperado, taladrándola con la mirada.

Molesta por tener que dar explicaciones sobre algo totalmente inocente, le contó de mala gana lo ocurrido. Tras su relato James pareció tranquilizarse, pero no dijo nada. Al llegar a Grosvenor Square, la acompañó hasta la puerta, le besó la mejilla y se fue, de nuevo sin mediar palabra.

Adoraba a James, pero en ocasiones detestaba que fuera duque. Los duques tenían un aura de superioridad, inculcada desde que eran niños, que la sacaba de quicio. Rara vez su hermano hacía gala de ella en su presencia, pero cuando se la dedicaba, la alteraba de veras.

Sentada en la cama, sostenía la copa, ya vacía, de whisky. Ni siquiera el alcohol había logrado templar sus nervios.

Dios, había llegado a la biblioteca justo a tiempo. Parecía casi un milagro que el vizconde de Sunder no estuviera comprometido con Elisabeth. Si no hubiera estado atenta… Y eso la despejó todavía más. No debía estar atenta a lo que Richard hiciera, sino a lo que el marqués de Kibersly, que no se había separado de ella en toda la noche, le dijera. Se mintió, diciéndose que en realidad era a Elisabeth Thorny a quien vigilaba. Pero ni ella misma se lo creyó. Maldito Sunder. ¿Qué tenía que atraía su mirada como un imán?

La respuesta le llegó sola. Sensualidad.

Y entonces se acordó de que su intención de esa noche no había sido la de librar a Richard de un matrimonio, que por otra parte tal vez él deseara, sino besar a lord Preston. Leches, con tanto ajetreo se había desviado de su objetivo principal: averiguar si el marqués la hacía sentir tan… etérea… sí, esa era la palabra, tan etérea como la había hecho sentir el vizconde la temporada anterior. Y no había podido hacerlo. Mierda.

Resignada, se levantó y volvió al armario, rebuscó por segunda vez esa noche tras las cajas de sombreros y se sirvió un poco más del licor ambarino.

Tal vez había exagerado en sus sentimientos sobre Richard. Quizá no había sido tan maravilloso como ella recordaba. A lo mejor no eran sus besos los que la habían embelesado, sino todas las situaciones nuevas que había vivido con él. Era el único hombre que la había tratado como una mujer. La había retado a conducir su carruaje, se había interesado por las opiniones políticas de ella, le había confesado su pasión por la geografía… Quizá todo ello, y que Nicole se hubiera dejado llevar, era lo que había aumentado la pasión, y no los besos en sí. Se sintió esperanzada.

Mientras departía consigo misma al respecto, oyó un suave ruido en el balcón, como una pequeña piedra contra el cristal. Extrañada, y curiosa por naturaleza, se levantó a mirar. Abrió la puerta del balcón y esquivó apenas otra piedra, que tenía el mismo objetivo que la anterior, o sea, hacerle saber que había alguien afuera.

Salió y apenas pudo creer lo que estaba viendo. El vizconde de Sunder, Richard, estaba abajo. Ella le miró admonitoria, sin caer en la cuenta de que a esa distancia él no podría amedrentarse.

—¿Se puede saber qué está usted haciendo, señor?

Richard sonrió. Estaba enfadada con él. Por la visita, suponía.

—Shh, baja la voz, a no ser que quieras que el ogro que tienes por dama de compañía se despierte y trate de dispararme.

Ella sonrió, evocando la imagen.

—Ronca como un elefante, y tiene mala puntería. Estás a salvo.

Desde abajo, él hizo un gesto exagerado de alivio. Nicole le siguió la broma.

—Pero mi hermano es un magnífico tirador, y podría tratar de dispararte mañana, si le hablo de tu visita. Así que será mejor que me digas qué estás haciendo bajo mi ventana a estas horas de la noche. —Fingió horror—. ¿No irás a cantarme una serenata, verdad?

La grave carcajada del vizconde se oyó perfectamente desde donde ella estaba.

—Ni lo sueñes, fierecilla. Baja, anda, y te lo contaré.

Nicole no debía bajar. Sabía de sobras que no debía hacerlo. Pero también sabía que su sentido común tenía la batalla perdida. Asintiendo, entró en la habitación, cambió su camisón rápidamente por un vestido de mañana que se abrochaba por delante, pues de ese modo no necesitaba ayuda para ponérselo, se calzó las zapatillas de raso que había llevado esa noche, tomó un chal y bajó casi corriendo hasta la puerta trasera de la cocina, que daba al jardín. Esperaba que su cabello estuviera más o menos decente. Con las prisas no se había mirado al espejo.

Lo vio sentado en un banco, esperándola. Llevaba puestos los pantalones que había llevado esa noche, con la chaqueta a juego. Pero no había ni rastro del chaleco ni del pañuelo. Verlo con la camisa desabrochada le aceleró el pulso. Disimulando su estado arrebolado, puso los brazos en jarras y levantó una ceja, imitando a su hermano.

—¿Y bien, milord?

Richard sonrió y dio una palmadita en el banco, invitándola a sentarse con él. Ella negó con la cabeza.

—Antes contesta a mi pregunta.

Rio ante la determinación en la voz de la fierecilla.

—Una chica dura, ¿eh?

—Llámame precavida, mejor.

Richard alzó los hombros, indiferente, y se puso serio.

—Estaba en mi alcoba, vi luz en tu casa y decidí probar suerte.

—¿Suerte? Será mejor que te expliques, antes de que decida que debo hablar con el duque de Stanfort sobre esta entrevista.

Él sonrió, sabiendo que ella no le contaría nada a James, pues en ese caso tendría que explicar qué hacía ella en el jardín con él.

—Quería darte las gracias por lo de esta noche. Si no llegas a aparecer…

—Si no llego a aparecer, te hubieras comprometido con lady Elisabeth, lo que creo que era tu intención, al menos hace dos días. ¿Seguro que has venido movido por el agradecimiento, y no esperando una disculpa?

Aunque preguntó en broma se dio cuenta de que realmente le importaba la respuesta. Quería saber que no deseaba a Elisabeth Thorny. En ese momento le parecía la cuestión más importante del mundo.

—Seguro que vengo a darte las gracias, Nicole. Esa… —no quería insultar a nadie delante de ella— esa mujer me engañó, y casi me atrapa. Cuando oí voces en el pasillo, y vi que las puertas del jardín estaban cerradas por fuera, me di por vencido. La cara de esa… señorita lo decía todo. Daba por sentado que el compromiso estaba hecho. Cuando entraste, justo antes de que se abriera la puerta, fue… Jamás pensé que me alegraría tanto de verte.

Ella rio por el comentario. Socarrona, preguntó.

—¿No, eh?

—No, definitivamente no. —Richard también sonreía.

Nicole, juguetona, se acercó y comenzó a mirar alrededor de él, exagerando cada movimiento.

—Pues para estar tan agradecido, no veo ningún regalo.

Él chasqueó la lengua. En otra mujer hubiera odiado el comentario, pero era obvio que ella no lo decía en serio.

—Ya decía yo que se me olvidaba algo…

Se echó la mano a la frente. Se estaba divirtiendo muchísimo, lo que le parecía increíble, dado el humor que presentaba media hora antes. Ajena a sus tribulaciones, Nicole siguió.

—Improvisa, Richard, o no creeré que estés tan agradecido.

Él sonrió ante la idea que se abría paso en su cabeza. Era una estupidez, pero no sabía si era por la alegría de ella o por lo relajado de la situación, que se atrevió a decir.

—¿Un beso, tal vez?

Ella se sorprendió ante el descaro de Richard, pero recogió el guante.

—Eso, señor, sería un regalo mío hacia usted, y no al contrario.

El cazador que había en él se despertó. Poniéndose en pie se le acercó lentamente, dándole tiempo a que se apartara, si así lo deseaba. Una vez delante de ella, le acarició una mejilla con el dorso de la mano.

—¿Estáis segura, milady?

Ella estaba hipnotizada. Su proximidad, la leve caricia de su mano, la cercanía de sus labios, la tenían subyugada. No pudo contestar. Richard tomó su silencio como una invitación y la besó.

Pretendía que fuera un roce delicado, pero en cuanto acarició la boca de ella, y sintió cómo la dama se tornaba lánguida en sus brazos y suspiraba contra sus labios, supo que estaba perdido, tan perdido como ella. La abrazó, pegándola a su cuerpo, le instó a abrir la boca, aumentando la presión de sus labios, y se deslizó en su dulce cavidad, rozando la aterciopelada lengua, y sintiendo un tirón en la ingle ante la respuesta de ella.

Nicole sintió que caía en un abismo de sensualidad. ¿Cómo pudo dudar alguna vez que el hechizo de Richard era real? Ahí estaba, de nuevo, inundada por un cúmulo de sensaciones maravillosas, que la transportaban al país de la magia. Se aferró a él porque no pudo hacer otra cosa, porque sintió que necesitaba anclarse a algo, y supo que ese cuerpo cálido la mantendría sujeta para siempre. Bajó las manos hasta su pecho, y sintió la calidez que este emanaba. Se recreó siguiendo las líneas de sus músculos, sus costillas y su abdomen. Sintió la rigidez de él contra su estómago, consciente de lo que significaba, pero lejos de sentirse cohibida, el instinto la acercó más a su figura. Devolvió los envites de su lengua con avidez.

Richard, por su parte, se estaba volviendo loco. La había besado anteriormente, aunque siempre con contención, asegurándose de no llevar las cosas demasiado lejos. Pero esa noche no había represión alguna. Y ella se acomodaba a él como si su cuerpo hubiera sido moldeado para ello. Una creciente excitación le estaba anulando la razón. Sus dedos se dirigieron hacia los botones delanteros del vestido, que desabrochó con presteza. Apartó la tela y sintió la camisola de fina batista contra su piel. Tomó un pecho lleno y lo ahuecó con la mano. Al instante sintió el endurecido pezón contra la palma.

Nicole gimió y se revolvió contra él de puro deseo. Su mente estaba obnubilada, no podía pensar, solo sentir. Se arrastraba por una espiral cada vez más intensa, sentía una tensión que intuía que solo él podría relajar. Se hizo adelante, ofreciendo su cuerpo, y gimiendo de nuevo cuando sintió que él le pellizcaba la rosada cúspide, aumentando así el calor de sus entrañas.

Cuando ella suspiró de nuevo, entregada, él supo que si no paraba entonces, ya no podría hacerlo. Haciendo acopio de su experiencia y autocontrol, rebajó la intensidad del beso, tomó las manos de ella, que vagaban a placer por su cuerpo, y con suavidad la alejó, al tiempo que ponía fin al contacto de sus bocas.

La sensación de pérdida para ambos fue casi angustiosa. Richard le abrochó los botones del vestido mientras repasaba mentalmente los grandes ríos de Europa, tratando de ablandar su cuerpo.

Ella seguía con los ojos cerrados, intentando serenar su respiración. Cuando estuvo segura de que había dejado de temblar, abrió los ojos. Le gustó ver a Richard también alterado. Su cuerpo se mantenía rígido todavía, y sus ojos la miraban con una intensidad que la hacía arder de nuevo. Tenían el color más hermoso que jamás hubiera visto. Como para escapar de su hechizo, dio un paso atrás, y sonrió, vacilante. Richard habló.

—Creo, preciosa, que lo dejaremos en tablas.

Le tomó la mano, se la besó deslizando sensualmente la lengua por el dorso, y guiñándole un ojo la acompañó hasta la puerta de servicio, encarándola hacia la seguridad de la casa, alejando de él la tentación. Aun así, no pudo evitar darle una cariñosa palmada en el trasero, al tiempo que se despedía.

—Gracias de nuevo por lo de esta noche. Por todo.

Y sin más, dio media vuelta y regresó a su casa.

Nicole, en cambio, estuvo más de cinco minutos parada, tratando de entender qué había pasado. Abatida ante su propia ignorancia, entró en casa.