Esa noche, mucho más tarde, Richard estaba con Marien, en la cama de ésta. Había acudido con la intención de hablar con su amante respecto de su futuro juntos, o más bien de la falta de futuro, pero, aún no sabía muy bien cómo, había acabado acostándose con ella. Aquella mujer le enredaba.
Era una beldad, con su larga melena rubia, sus labios rojos y llenos, y su curvilíneo cuerpo. Si bien su cutis ya no era inmaculado, como cuando se la presentaron, un poco de maquillaje corregía las señales de una vida dura. Aun así, a sus treinta y un años, Marien seguía siendo una mujer hermosa.
La había conocido en el teatro. Había acudido a la representación de una obra en la que ella trabajaba, y se prendó en el mismo instante en que la vio. Poco después se coló en su camerino y le pidió que fueran amantes. Ella ni siquiera fingió sopesar su propuesta haciéndose la interesante. Aquella misma noche iniciaron una relación que perduraba dos años después.
Al principio Richard no le había guardado fidelidad, ni ella a él, según sospechaba. Inicialmente había sido una unión cómoda basada en el deseo mutuo y circunscrita a la habitación de la actriz.
Pero con el transcurso de los meses fueron conociéndose mejor, y, aun sin traspasar ciertos límites, Richard le habló de la historia de amor de sus padres, y de sus mejores amigos, Julian y James. Y Marien le contó que no tenía padre, que su madre había muerto cuando ella contaba cuatro años, y que había sido confinada en un orfanato. Richard sabía que callaba más que contaba sobre aquellos años, extremo que en parte agradecía. No soportaba pensar a qué vejaciones habría estado expuesta.
Le contó que en cuanto tuvo edad suficiente, y sabiendo que su belleza era su mejor arma, se escapó y acudió al teatro, en busca de trabajo. Había estado en compañías itinerantes durante mucho tiempo, antes de labrarse una pequeña reputación para poder quedarse en Londres.
Marien no era muy buena actriz, pero era inteligente, se aprendía los papeles, nunca faltaba a un ensayo, y era hermosa. Suplía su falta de talento artístico con ambición y perseverancia. Ayudaba también, en sus ratos libres, con la aguja, para el vestuario de las representaciones.
Al año de estar juntos Richard se había sentido locamente enamorado de ella, y así se lo había manifestado. Ella había jurado corresponderle, y Sunder estaba seguro de que había sido sincera, de que seguía siendo sincera cuando le decía que le amaba. Por un momento incluso se planteó desposarla. Pero entonces Judith regresó de América, James comenzó a buscar esposa, Julian anunció que iba a ser padre, y el momento pasó. Las responsabilidades se impusieron, no solo en lo que a Marien se refería, sino también sus propiedades y obligaciones familiares, y la idea se enfrió, así como sus sentimientos hacia ella.
Le profesaba un gran afecto, que perduraría siempre, pero durante el tiempo que había pasado en el campo sin verla se había dado cuenta de que no la añoraba como debiera, y cuando descubrió el amor que existía entre James y Judith, lo que él sentía empequeñeció.
Ella se había dado cuenta del cambio experimentado en su amante en los últimos seis meses. Sabía de los rumores que afirmaban que él estaba buscando esposa, y sabía también que ella no era una opción. Lo lamentaba profundamente, pero siempre había sabido que sería así, él nunca le había hecho pensar lo contrario. Y, conociendo a Richard, esperaba que en poco tiempo la dejara. El vizconde no buscaría esposa mientras tuviera una amante. La ambigüedad no iba con él. Ésa era una de las razones de que le amara, su honradez. Era un poco tarambana, y a veces no contaba con las consecuencias de sus actos, pero nunca hería a nadie a propósito, ni utilizaba a los demás. El Richard que ella conocía empezaría su matrimonio desde cero, sin lastres, con la esperanza de que todo saliera bien.
La decisión de él ponía a Marien en una mala posición por dos razones. La primera, porque le quería, y la ruptura iba a ser dura, por más que él intentara suavizarla. Y la segunda, porque su trabajo pendía de un hilo. Su edad ya no era la mejor para una actriz de su calidad, muchas jóvenes llegaban al teatro y desplazaban a las más maduras. Y estaba llegando el momento de dejarles paso.
Sabía que otras compañeras del teatro pedían a sus amantes joyas, e incluso viviendas, para garantizar su futuro cuando las abandonaran. Ella nunca se había conducido así. Se respetaba demasiado, y también a Richard, como para hacer de su relación un negocio. Pero sabía que el tiempo se le agotaba, y la vida le había enseñado de la peor forma posible que los principios no daban de comer. Hacía unos pocos meses que había comenzado a pedirle presentes caros, pero él la había ignorado con diplomacia. Últimamente discutían con frecuencia por sus peticiones, pues a Marien le superaba la frustración de saber que no lograría nada. Le quedaba tan poco tiempo…
Sospechaba que él había ido a verla con la intención de poner fin a la relación, pero ella le había sorprendido con un ataque sensual.
Richard se sentía físicamente saciado, pero su mente no estaba tan cómoda. Esa noche había ido con el propósito de despedirse, pero la había visto tan hermosa, con un negligé casi transparente, que había sucumbido a sus encantos. Ella estaba ahora a su lado en la cama, acariciándole de nuevo. Después de tanto tiempo sabía dónde presionar para excitarle, pero él solo quería salir de allí. Tenía claro lo que tenía que hacer, pero también sabía que sería de muy mal gusto romper con ella tras el sexo. Maldita fuera su lujuria, que le obligaba a volver en otro momento.
Romper con Marien iba a ser difícil para ambos. Había estado todo el día buscando la forma de amortiguar su ruptura. Resignado a su propia estupidez, se puso en pie y comenzó a buscar su ropa. ¿Sabría ella que buscaba esposa? ¿Habrían llegado los rumores a Covent Garden? Quizá por eso se la veía más susceptible.
Haciendo un sonoro mohín, ella le increpó su marcha. Intentó parecer mimosa, pero su tono fue duro.
—No irás a irte ya, cariño.
Él hizo como si no lo hubiera escuchado. No quería iniciar una discusión. Antes era más discreta en sus lamentos. Últimamente, en cambio, se enfadaba en cuanto se sentía contrariada, lo que parecía ocurrir cada vez que estaban juntos.
—Te estoy hablando. ¿Qué crees que soy, una furcia a la que visitar cuando te pones caliente, y a quien despreciar cuando te has enfriado? Soy tu amante, Richard, desde hace más de dos años. No tu puta.
Él centró entonces toda su atención en ella, alzando la ceja. Estaba muy enfadado.
—¿Mi puta, dices? Nunca, en todo este tiempo, te he tratado como tal. ¿Es ese el problema, Marien? ¿Te gustaría que te tratara como a una vulgar mujerzuela? ¿Por eso me pides regalos caros, para poner precio a lo que hacemos?
Ella profirió un grito, y le lanzó un jarrón en un estallido de mal genio. Él lo esquivó con facilidad. El sonido del cristal al romperse en mil pedazos dejó la estancia en un frío silencio. Ella se envalentonó.
—Maldito seas. Maldito seas mil veces, Richard Illingsworth.
La lámpara parecía ser la próxima en salir despedida. Él alzó los brazos, tratando de tranquilizarla.
—Marien, por favor, olvídate de lo que he dicho. Solo estoy de mal humor.
Ella soltó la lámpara, pero no rebajó el tono.
—¿Es porque no encuentras una damita lo suficientemente buena para ti, acaso?
Confirmado, pues. Ella sabía de sus intenciones.
—Son muchas cosas, Marien. —No pensaba mentirle—. Entre otras, sí, estoy buscando esposa, y eso me absorbe bastante tiempo.
Ella le miró con rencor.
—Ninguna de esas sosas calentará tu cama como yo, ¿sabes? Por eso los hombres como tú venís a buscar a mujeres como yo, para estar con hembras de verdad.
De repente la encontró soez, deslucida. Una profunda lástima le invadió. Nunca quiso que las cosas acabaran así. Quería recordar a la Marien divertida que tanto apreciaba, y que ella recordara al Richard más encantador. Esperaba no estropearlo todo al final, con reproches inútiles. Decidido a romper con ella en su próxima cita, se puso la chaqueta.
—Debo irme, mañana temprano he quedado con mi administrador. —Lo que no era cierto, pues iba a practicar boxeo con James—. No podré volver hasta de aquí a tres noches. ¿Me esperarás?
Ella, más tranquila al saber que él pensaba volver, le miró juguetona.
—Bueno, es posible. ¿Compensarás mi espera con algo bonito?
Decepcionado, asintió. Quizá sí le comprara algo, después de todo. Y sin decir más salió de allí.
Su cochero le esperaba en la calle. Subió y partieron rumbo a casa.
No quería pagarle con un collar de diamantes, sería deslucir su historia. Pero sabía que lo que para un hombre de su posición y fortuna era apenas una baratija, para una mujer como Marien podía suponer unos meses de supervivencia económica.
No, no le pagaría nada, convino. Pero se preocuparía de que ella estuviera bien. Contrataría a alguien que supiera de su situación en el teatro, que sospechaba, comenzaba a ser mala, y le buscaría otro empleo digno. Estaba convencido de que ella lo aceptaría. Marien no era de las que se prostituía. Y él se aseguraría de que la vida no la obligara a hacerlo.
Al margen de sus planes, y en cualquier caso, la noche siguiente al baile de máscaras la visitaría y rompería con ella definitivamente. No quería sentirse anclado al pasado cuando se casara. No sabía si sería fiel o no a su esposa, pero no iba a empezar su matrimonio teniendo una amante.
Ya en su cama, supo que, fuera como fuese su matrimonio, le daría una oportunidad para que funcionara. De nuevo se acordó de Elisabeth Thorny. Parecía que con ella no tendría que esforzarse demasiado, si al final era la elegida. Según le había contado a Nicole, la joven quería casarse con él.
Nicole. Menuda fierecilla. Y parecía no ignorarle tanto como pretendía. Sonriendo, se quedó dormido.
Marien se echó a llorar, sobre la cama. Se sentía como una estúpida. No debió provocarle. Era la peor manera de terminar. Le estaba dando motivos más que suficientes para que la dejara sin remordimientos, con sus exigencias y sus arranques de mal genio.
Sintió que la desesperación se apoderaba de ella. Sus compañeras de tablas le habían aconsejado que cambiara de amante, que buscara otro hombre más lucrativo. Pero ella no había querido escuchar. Algunas amigas del orfanato eran prostitutas, muchas otras habían muerto. Pocas eran las opciones que tenía una mujer pobre en Londres. Su propia madre había sido prostituta. Ella había deseado una vida mejor, y la había conseguido en el teatro. Pero no era un trabajo para siempre, y no había podido ahorrar prácticamente nada, pues su salario era exiguo. Quizá debiera irse al campo cuando las cosas se complicaran. Tal vez podría encontrar empleo de ayudante de costurera. Le encantaba coser, y se le daba bien. Solía encargarse de parte del atrezo. Su mayor deseo hubiera sido tener su propia sastrería.
Guardaba los regalos que Richard le había hecho, podría utilizarlos para iniciar su propio negocio cuando su vida en Londres se acabara. Pero no quería venderlos. Eran recuerdos del primer hombre que la había respetado, el primer hombre al que había amado.
No es que no hubiera tenido otros amantes, desde luego que así había sido. Pero Richard era, y siempre sería, especial. Y lo estaba perdiendo.
A la mañana siguiente Richard salía con James del gimnasio de lord Jackson algo magullado, pero contento. Stanfort y él habían practicado un buen rato, sin hacerse demasiado daño, según su costumbre. Se sentía muy vivo, mientras se dirigía al White’s a comer. Un poco de competición deportiva siempre le animaba.
En cuanto entraron en el distinguido club, y sin necesidad de pedirlo, fueron conducidos hacia un reservado, cuyo uso era casi exclusivo. Era una de las ventajas de tener un amigo duque. Todo era más sencillo si Stanfort estaba cerca.
Pidieron, y James se puso a la carga.
—Y bien, ¿hay fumata blanca?, ¿habemus esposa?
—Solía recordarte más sutil, Stanfort.
—Es el matrimonio. Cambia a los hombres.
—Ya, y les hace más blandos. Hoy te he vuelto a ganar en el cuadrilátero. Envejeces rápido, y seguro que eso es también consecuencia de estar casado con mi hermanita.
—Muy gracioso. Pero te concederé la victoria solo para que no me cambies de tema. ¿Qué hay de la esposa, Sunder?
Acorralado, se preguntó si quería hablar del tema con su mejor amigo, o dejarlo correr. El duque le respetaría si lo ignoraba una segunda vez.
Pero ¿quién mejor que él, que el año anterior había pasado por el mismo trance, para aconsejarle? Se decidió.
—No. Al menos no definitivamente. Pero hay alguien que gana enteros.
—¿Lady Elisabeth Thorny, tal vez?
El rostro de James mientras le preguntaba estaba serio, completamente neutro. Algo le dijo a Richard que no era casualidad, sino que su amigo había ensayado esa apostura en concreto para hablar de la dama en cuestión, pretendiendo no revelar sus pensamientos sobre ella.
No quiso darle demasiada importancia, pues sabía que James le diría lo que pensaba cuando él considerase. Agradeció, en cambio, que mostrara respeto por su decisión.
—Parece que cierta duquesa ha pecado de indiscreta.
Esperaba que el duque le dijera que su hermana no aprobaba su elección, tal y como ella ya le había dejado claro. De nuevo, James optó por la callada por respuesta. Quizá sí debía preocuparse un poco. Continuó, tanteando.
—Tu hermana Nicole me ha dicho que está interesada, así que parece que si al final me decido por ella, no me costará convencerla.
Recibió una mirada perpleja.
—¿Desde cuándo consultas a mi hermana sobre tus intenciones matrimoniales?
Era un bocazas. Lo era definitivamente. Pero era un bocazas que pensaba rápido.
—Desde que tu esposa me pidió que hiciéramos las paces, Stanfort.
James aprovechó para preguntarle al respecto, y saciar así su insatisfecha curiosidad.
—¿Cómo lo lograste? No es que dude de tu capacidad, Sunder, pero mi hermana es una especie de leona, y la aplacaste muy rápido.
Una leona. Le gustó saber que el hermano de Nicole la veía también como una fiera. Y leona le iba muy bien, pues refería bravura, pero también lealtad.
Aunque eso no significaba que fuera a contarle lo que le había dicho en aquella terraza. Antes muerto. Puso cara de interesante, y sonrió enigmático.
—¿No pretenderás que te cuente todos mis secretos, eh, viejo? Si no sabes cómo aplacar a tu esposa cuando se enfada, aprende tú solito.
James sonrió, convencido de que Richard no soltaría prenda.
—Si tu hermana se enfada conmigo por algo que hago, es tan sencillo como echarte a ti la culpa —dijo con tono inocentón.
—Maldito seas, Stanfort, si lo haces.
La alarma en el tono del vizconde le resultó desternillante. Su carcajada reverberó por todo el local.
Satisfecho James por haber fastidiado a su mejor amigo, siguió con la comida y la conversación alegremente.
Nicole se removía inquieta en su alcoba. Tenía la lista delante, pero solo un nombre le llamaba la atención. El marqués de Kibersly era todo un misterio, y eclipsaba el resto de los nombres. No sabía qué hacer. Si se centraba exclusivamente en él y al final no le gustaba, su interés habría sido contraproducente, pues apartaría a otros hombres, que buscarían a otras damas para satisfacer sus demandas matrimoniales. Lo que por cierto no era bueno.
Y además perdería un tiempo precioso. Sabía que aún quedaban semanas hasta julio, fecha límite para casarse, pero trabajaba contrarreloj.
Su instinto le decía que se decidiera por el marqués, pero su instinto le había fallado tanto con Richard, que no se atrevía a hacerle caso. Recordó lo ocurrido la temporada anterior.
Había estado convencida de que él estaba cortejándola realmente, y al final había resultado que sencillamente la había estado utilizando como instrumento de venganza hacia James. Y ella ni siquiera lo había imaginado. Toda la seguridad que tenía en sí misma había mermado considerablemente. Maldito fuera por eso.
Pero ¿qué intereses ulteriores podía tener lord Preston en ella? Su hermano no había ofendido a nadie de su familia, ¿verdad? Solo para asegurarse le preguntaría, y de paso le pediría que averiguara cosas sobre él, discretamente, por supuesto. «Y —se recordó—, averigua por qué hay tanta animadversión entre ambos».
Entendía que con eso cerraba todos los frentes abiertos, y podía centrarse, si James le confirmaba que todo era correcto, en las posibilidades de convertirse en marquesa de Kibersly.
Quedaba pues solo el tema del deseo. Pero eso era fácil de remediar. En el siguiente baile, aprovechando el relativo anonimato de las máscaras, le besaría. Y si su cuerpo respondía como había respondido con el vizconde, sellaría su destino.
Siguiendo un impulso, tachó los nombres de los otros caballeros, dejando solo el de Kibersly. Al parecer, la búsqueda había terminado.
Pero su decisión, lejos de tranquilizarla, la agitó. Pasó una noche inquieta, soñando con cabellos de color arena y ojos de chocolate.
A la mañana siguiente Nicole se encontraba en la mansión de su hermano, concretamente en la biblioteca, donde tenían lugar las conversaciones importantes en casa de los Stanfort. Sin querer replantearse su decisión de la noche anterior, y sin darse tiempo a hacerlo, había ido a hablar con James. Si seguía soñando con quien no debía, llegaría julio y estaría en el punto de partida.
Llevaba un alegre vestido de mañana. El calor comenzaba a hacerse notar y la ropa más colorida y ligera le subía los ánimos. Su hermano vestía muy informal con la camisa abierta por arriba, sin corbatín, y con el chaleco desabrochado. Habían hablado del pequeño Alexander, de lo hermosa que estaba Judith, de algunos chismes de la incipiente temporada, y de otras minucias mientras Nicole hacía acopio de valor para llevar la conversación hacia donde quería. Seguro que su hermano era consciente de que estaba dando un rodeo, pero solía seguirle la corriente hasta que ella se centraba. Suspiró audiblemente, señal que su hermano interpretó como aviso de lo que estaba por venir.
—¿Tengo que retar a alguien a duelo, Nick?
Ella sonrió, y parte de la tensión que sentía se relajó.
—Nada tan grave. Solo quería pedirte que recabaras información sobre cierto caballero. —La ceja de su hermano se alzó, señal inequívoca de que estaba sorprendido o no la creía—. Con discreción, desde luego.
—Desde luego —asintió, solemne.
Ya podría ayudar y preguntarle qué caballero. Pero no, su hermano era paciente, demasiado en opinión de Nicole.
—Quisiera saber si hay algo reprobable en lord Kibersly.
Esta vez no hubo dudas en su actitud. Era obvio por el rictus de su boca y su entrecejo fruncido que no le gustaba su elección. Pero de nuevo se abstuvo de hacer comentario alguno. Y su silencio obligaba a Nicole a seguir con su exposición. Maldito fuera su hermano, que sabía perfectamente cómo hacerla hablar.
—Soy consciente de que no es santo de tu devoción. —Ante la pregunta silenciosa de James, se explicó—: En el baile de la otra noche. Richard y tú lo fulminasteis con la mirada. Por cierto, me gustaría saber qué tenéis en contra de él.
De nuevo el duque permaneció en silencio. Nicole comenzaba a molestarse más de lo habitual ante su arrogancia, y no solamente porque no quisiera darle explicaciones sobre su antipatía hacia el marqués. Hablaban de su futuro, por el amor de Dios, no del precio del trigo.
—Soy consciente de que es un hombre arrogante.
James alzó la ceja, y eso desbordó la paciencia de Nicole, que no era demasiada, por cierto.
—¡Maldito seas, James! Si tienes algo que decir, hazlo y déjate de misterios.
El aludido pareció valorar sus siguientes palabras. Ella contuvo la respiración, entre temerosa y deseosa de que su hermano desechase a lord Preston.
—Nicole —hizo una pausa—, no maldigas delante de mí.
La sonrisa de él, a sabiendas de que la estaba fastidiando, la sacó de quicio.
—James Andrew Christopher Saint-Jones, tenga la amabilidad de no tomarse esto a broma. Estamos hablando del hombre que he elegido para pasar el resto de mis días.
Ahora su hermano se puso serio. La miró fijamente a los ojos, tratando de leer en ellos más allá de Nicole.
—¿Así están las cosas?
Ella suspiró de nuevo, obligándose a relajarse. Cuando estuvo segura de poder mantener la compostura, habló.
—Así están las cosas. Es joven, pero no un crío. Es apuesto, tiene título y fortuna, y está soltero.
Su hermano la miró concienzudamente. Sí, ella era sabedora de que parecía que estuvieran hablando de un caballo, no de su futuro esposo. Pero no podía evitarlo. Así era como había decidido abordar el tema de su matrimonio, descartada ya una unión por amor.
Afortunadamente James no bromeó al respecto. Midiendo su tono, solo dijo.
—No me gusta ese hombre.
Nicole sabía que él no le diría nada más si ella no preguntaba. James había prometido respetar su decisión salvo que hubiera una objeción importante, y al parecer no la había. Soltó aire. Por un lado había esperado que él le dijera que era un jugador empedernido, o un traidor, o lo que fuera, que imposibilitara su matrimonio. De ese modo la idea de casarse no sería tan amedrentadoramente real. Pero por otro lado se alegraba de que James no le dijera nada que lo eliminara como candidato, pues no había encontrado ninguno mejor.
Volvió a la conversación.
—Lo sé. Pero no sé por qué.
Él vaciló.
—No es nada en concreto, Nick. Nada en el marqués parece reprobable, pero me molesta todo en él.
Nicole asintió. Entendía perfectamente a qué se refería.
—Es su arrogancia, es superlativa.
La dichosa ceja se alzó de nuevo.
—¿Crees que estoy sorda y ciega? —respondió en tono burlón ante la mirada escéptica de su hermano—. Porque habría de estarlo para no darse cuenta de que es muy soberbio. Pero solo lo es en público. En la intimidad resulta encantador.
—Defina intimidad, lady Nicole.
Los ojos de su hermano desprendían fuego y hielo a la vez.
—Una comida en Hyde Park.
Silencio.
—Nada más.
Más silencio.
—Tienes mi palabra.
Eso lo tranquilizó del todo. Nicole nunca le mentía. Si no quería responder evitaba el tema o abiertamente se negaba a contestar. Pero nunca mentía a su hermano.
—De acuerdo. Déjame unos días para hacer algunas averiguaciones al respecto de tu marqués.
—No es mi marqués.
—Todavía. Si has decidido que será tu esposo, el pobre desgraciado no tiene nada que hacer. Antes de que sepa lo que está pasando, estará arrodillado ante ti jurándote amor eterno.
En un gesto poco femenino y muy infantil, le sacó la lengua. Acto seguido le besó la mejilla y salió de la estancia.
Subió a ver a su sobrino, con la extraña sensación de que las cosas en su vida se estaban precipitando.
Para cuando Nicole entró en el enorme salón, la noche siguiente, la fiesta bullía de actividad. Su hermano iba de riguroso negro con un pequeño antifaz, del mismo color, cubriéndole apenas el rostro.
Ella, en cambio, se había tomado muy en serio el baile de disfraces, y lucía una espectacular creación, basada en Titania, la reina de las hadas en El sueño de una noche de verano. Su modista se había superado. Capas y más capas de fino organdí del color del cobre se superponían confiriéndole una apariencia etérea. En el cuerpo, un ceñido corpiño anudado a la espalda realzaba la esbeltez de su cintura y mostraba generosamente su escote y sus hombros. Una máscara dorada completaba el conjunto. Incluso ella se sabía arrebatadora.
Y en caso de duda, el semblante de su hermano cuando la había recogido, entre admirado por su belleza y fastidiado por la cantidad de admiradores que atraería esa noche, le había confirmado lo acertado de su atuendo.
Apenas habían bajado la escalinata de mármol que daba al gran salón cuando varios caballeros se acercaron donde estaba, solícitos.
Su hermano se hizo a un lado y la dejó disfrutar de su popularidad, colocándose en un lugar estratégico en el que poder controlarla y donde todos los pretendientes de su hermana pudieran verle. Había prometido no presionar a Nicole en ningún sentido, pero si algún joven, o no tan joven, pretendía propasarse aprovechando lo desenfadado del evento, su amenazante presencia sería suficiente para hacerle cambiar de idea.
Nicole reconoció a lo lejos a lady Elisabeth Thorny, vestida con una túnica griega muy favorecedora, y la mirada que la rubia le lanzó, destilando veneno, le confirmó el acierto de su disfraz. Ella era, sin duda, la mujer más hermosa de la noche. Coqueta, sonrió y se dejó adular por sus acompañantes.
Aunque hasta las doce no se quitarían las máscaras, y teóricamente gozaban todos los invitados de anonimato, la realidad era que la práctica totalidad sabía quién era quién.
Lord Preston se mantuvo en todo momento a su lado, y aunque no bailó más de dos veces con ella, pues eso hubiera sido una declaración pública de compromiso, sí estuvo especialmente posesivo. Aunque a Nicole no le gustó demasiado su actitud, debía reconocer que ella misma la había incentivado al no apartarse. A fin de cuentas probablemente en breve tendría derecho a mostrar ese talante. Y, a pesar de todo, no estaba siendo demasiado indiscreto.
Le dejó hacer, asegurándose de que no se propasara en exceso.