A la mañana siguiente Nicole se levantó temprano y se dirigió a lomos de su caballo hacia Hyde Park por primera vez ese día. Más tarde volvería, pero en un cómodo carruaje. El parque estaba prácticamente vacío, pues la mayoría de sus visitantes habituales debía de estar durmiendo a esas horas, tras haberse acostado tarde por trasnochar en alguno de los bailes que se habían celebrado la noche anterior. Ella había decidido descansar, y madrugar al día siguiente para salir a montar. Hacía días que no cabalgaba, y echaba de menos la ropa cómoda, la velocidad y sentir el viento frío azotarle la cara mientras olía la hierba, empapada de rocío. Llegó hasta el serpentine, donde Richard le había enseñado a manejar su carruaje. Aquel día, tan lejano ahora, le prometió que le dejaría intentarlo con el tílburi… o tal vez fue ella quien se lo pidió, ya no se acordaba. Pero sí recordaba lo bien que se sintió aquella tarde. ¿Le permitiría Kibersly hacer algo similar? Lo dudaba. Pero, se dijo, no le importaba. Richard ya no era el modelo con el que comparar a otros hombres, sino alguien a quien tolerar.
Y de quien reírse. Y con quien disfrutar de una buena guerra de intelectos. Negándose a dejarse dominar por sus recuerdos, se preguntó qué tal iría la cita de ese mediodía.
Había quedado para almorzar con lord Preston, el marqués. No lo había visto en la velada musical, pues tenía negocios que atender, según le había explicado.
La tarde anterior había recibido un ramo de rosas arrogantemente grande con una nota de él disculpándose por no poder acudir a oírla tocar por la noche, e invitándola a tomar un picnic con él en Hyde Park. Solos.
Lo había pensado mucho, pues eso era casi como reconocer que el interés era mutuo. Pero en eso consistía buscar esposo, ¿no? En mostrar interés. Desde luego saldrían con la señora Screig, pero tendrían la oportunidad de conocerse mejor.
Al regresar de la mansión de los Foxford, había tachado a dos candidatos más de la lista. El primero no había aplaudido ni una sola vez durante las actuaciones de las muchachas, lo que consideraba una falta de respeto y educación imperdonable. El segundo había bebido en exceso durante el refrigerio, y después también.
Pero todavía quedaban en la lista una veintena de candidatos.
Al volver de Hyde Park, de su cabalgada matutina, dio cuenta de un buen desayuno. Ésa era la comida favorita del día para Nicole, y se la tomaba muy en serio. Si salía a montar temprano apenas tomaba un té antes, pero a la vuelta se despachaba con más té, tostadas, huevos, ahumados, salchichas, tarta de manzana, y cualquier otra cosa comestible que encontrara en la mesa. James siempre bromeaba con ella sobre la cantidad de alimentos que podía ingerir nada más levantarse. Decía que no entendía cómo lograba mantenerse delgada.
Mientras desayunaba le echó un vistazo rápido al Times, deteniéndose en la sección de cotilleos para ver si se había anunciado algún compromiso. El primero de la temporada aún no había llegado, lo que no era extraño, dado que algunos padres preferían esperar hasta mediados de mayo para anunciar cualquier enlace, dejando que sus hijas disfrutaran un poco más de algunas atenciones antes de entregarlas, literalmente. Ése parecía ser el caso de Elisabeth Thorny con Richard, según ella le había insinuado. Algo se removió en Nicole.
Obviando la desazón, siguió pasando las páginas, algo más bruscamente de lo necesario. Le gustaba la idea de leer el diario tranquilamente, sin que James o su madre le pidieran una parte. No entendía por qué nunca habían comprado dos periódicos en casa. La tradición tan británica de repartírselo a trozos era odiosa. Bueno, reconocía que por las mañanas todo era odioso para ella.
De ahí que valorara la paz matutina desde que su madre se fuera. Así sería la vida de casada, supuso. Ella sería la dueña de la casa, y, dentro de unos límites, podría decidir a su antojo.
La pregunta era, se dijo mientras acababa de desayunar, quién fijaría esos límites.
Con el estómago lleno ya se sentía persona. Se fue al estudio, a contestar algunas misivas y a ojear las invitaciones que habían llegado. Al pasar por la entrada vio varios ramos de flores nuevos. Sin demasiado interés, pensó en mirar luego quién los enviaba, para poder agradecerlos correctamente.
Una hora antes de su cita, subió a asearse y a cambiarse de ropa. Se inclinó por el azul celeste. Cogió el sombrero a juego, sonriendo al oír tintinear la licorera al fondo del armario, una sombrilla adecuada, y bajó de nuevo al estudio a continuar con el libro mientras esperaba que se hiciera la hora.
Cuando el reloj dio las doce sonó la puerta principal, y el marqués entró. Nicole esperó a que el mayordomo le anunciara la visita para salir a recibirle. Le gustó que lord Preston fuera puntual. Ella era demasiado impaciente como para saber esperar. Anotó mentalmente otro punto para él. Lo encontró en el vestíbulo, con un ramo de rosas en la mano. Vestía de verde. El color era un poco llamativo de nuevo, pero no chillón, y debía reconocer que acentuaba su apostura.
Haciéndole una reverencia, tomó las flores y se las dio a una doncella, para que las pusiera en agua.
—Me mimáis en exceso, milord.
Él le besó la mano que ella le ofrecía y sonrió seductor.
—Lord Preston, por favor.
—Lord Preston, pues —accedió Nicole.
—Y no son nada comparadas con vuestra belleza, si me permitís decirlo, que no por ser una frase frecuentemente utilizada, es menos cierta en vuestro caso, milady.
No terminó de disfrutar con la galantería. Una vez Richard le había dicho que nunca le regalaría flores, pues tendría que decirle que se marchitaban frente a su belleza, y que era absurdo regalar flores marchitas. Sonrió con tristeza. «Maldito seas, Richard, sal de mi cabeza de una buena vez».
Tomando el brazo de Kibersly, se disponían a salir y disfrutar de la tarde sin recordar a cierto vizconde, cuando de nuevo se oyó la aldaba. El mayordomo se espantó al ver al autor de la llamada. Era un muchacho que debía de hacer recados para algunas tiendas. Entregó para ella un enorme envoltorio de una de las pastelerías más famosas de Londres, la del principio de Bond Street. El mayordomo tomó el paquete y se lo pasó a Nicole, mientras amonestaba al pillastre por no acudir a la puerta de servicio. Soltando el brazo de lord Preston, tomó la caja, de al menos cuarenta centímetros de ancho, y se sorprendió por su ligereza. Parecía no contener nada. «Qué extraño», pensó.
No llevaba nota alguna, pero al abrirla, supo de inmediato quién la enviaba. Sunder había puesto en ella una única onza de chocolate. Aun a su pesar, hubo de reconocer que era hábil. Después de su disertación sobre el dulce, no podía esperar una caja llena. Sonrió, embriagada de felicidad.
—¿Una única onza? Poco os admira quien sea, milady, o poco tiene para gastar. Cuidaos de él. ¿Le conozco? —El tono de su acompañante era desdeñoso.
Nicole no supo qué le había molestado más, si que curioseara en algo que no le incumbía, que le pidiera explicaciones sobre su emisor, o que menospreciara el regalo de Richard.
Decidida a no dejarse llevar por el mal genio, se llevó la onza a la boca —que resultó exquisita— y sonrojada por su falta de decoro, tomó de nuevo el brazo del marqués, y comenzaron la comitiva, ellos, la señora Screig, la cocinera con una cesta donde habría más comida de la que dos personas podrían ingerir, y dos lacayos que les atenderían. Fuera esperaban el cochero del marqués y otro mozo, en un landó de seis plazas.
Si al marqués le molestó su actitud desafiante, fue lo suficientemente inteligente como para abstenerse de hacer comentarios. En tenso silencio, esperó que fuera él quien iniciara la conversación sobre lo que quisiera.
Pasaron el trayecto hasta Hyde Park hablando del tiempo. Ella esperaba que la conversación mejorara una vez a solas. Quería un marido con quien poder comentar las últimas leyes del Parlamento, que seguía con avidez, pues había descubierto un inusitado interés por la política. O de las cosechas, o de lo que fuera, excepto de algo tan formal y británico como el tiempo. Si iba a pasar el resto de su vida con ese hombre, quería asegurarse de que no tendría que estudiarse la previsión meteorológica todos los días.
El landó aminoró al entrar en el parque. Se detuvieron a saludar a otros coches descubiertos, cuyos ocupantes los miraban especulativos. A diferencia de aquella mañana, Hyde Park era en ese momento un hervidero de paseantes y coches de caballos. Cuando encontraron un lugar más tranquilo, el carruaje se detuvo y Nicole descendió de él, ayudada cortésmente por su acompañante.
Mientras los sirvientes extendían una manta, sobre la que colocar la mantelería, la vajilla, el vino, y todas las exquisitas viandas que la cocinera había preparado, miraron a su alrededor. Hacía todavía frío para que muchos hubieran optado por un picnic, pero como lucía el sol unos pocos jóvenes habían decidido comer al aire libre, todos en grupo. No sin cierta sorpresa, vio a las tres hermanas Sutherly con los sosos del reino, y pensó con regocijo que ahí podía haber tres magníficos matrimonios. Sería fantástico que aquellos seis unieran sus destinos para siempre. Suspiró, romántica. El marqués tenía la mirada puesta en el mismo grupo, pero parecía devaluar lo que veía.
No le gustó ver que él parecía ser de los que ignoraba a esas tres damas, siendo que ella las apreciaba sinceramente. Se sintió un poco decepcionada al saber que Kibersly era uno más en la larga lista de los que rechazaban a las jóvenes por no tener una dote suficiente. Detuvo sus pensamientos, no queriendo precipitarse en sus conclusiones. Quizá fuera alguno de los sosos del reino quien no le gustara, tal vez tenían algún asunto pendiente. O quizá estuviera pensando en otra cosa. Sería mejor dejar que la tarde transcurriera, antes de juzgar nada.
Se sentaron a comer, con la señora Screig a unos metros de distancia, donde podía vigilarles pero no escuchar lo que decían si hablaban en voz baja. Tendrían que conformarse con eso.
Para sorpresa de Nicole la compañía resultó ser de lo más agradable. El marqués se mostró encantador. Si bien la conversación no se salió de los estrictos límites del decoro, permitió que fuera ella quien eligiera los temas sobre los que quería charlar, y se dedicó más a escucharle que a intervenir. Pareció prestar especial atención a sus opiniones, y Nicole se encontró relatándole cosas sobre ella y su familia que jamás hubiera pensado contarle.
Cuando la dejó en casa, entrada ya la tarde, le besó la mano y se la apretó suavemente. Ella evaluó lo que había sentido ante la caricia. Si bien su cercanía no la sacudió como hubiera querido, sí le agradó bastante.
Lord Preston la confundía. En un momento se mostraba frío y arrogante, y al siguiente era atento y considerado. Parecía que, a diferencia de otros pretendientes, este no iba a tener un sí o un no rápido, sino que ella se iba a ver en la necesidad de hacer muchas consideraciones. En cualquier caso era guapo, tenía fortuna y título, y Nicole empezaba a creer que tenía más virtudes que defectos. Estaba convencida de que el caballero bien podía merecer el esfuerzo. Ojalá no se equivocara.
Algo contrariada, entró en casa. Descansaría un rato y después se acercaría a visitar al pequeño Alexander. Nada la calmaba más que eso.
Richard mecía a su ahijado suavemente. Judith y él estaban en el cuarto del niño, charlando. Habían pedido a la niñera que les dejara solos.
—Esa muchacha es horrible, Richard, no puedes estar hablando en serio.
El vizconde se armó de paciencia. Ya sospechaba que a Judith no le haría ninguna gracia su elección, pero parecía que la cosa era peor de lo que había imaginado. Su hermana estaba escandalizada ante la idea de que se planteara cortejar a lady Elisabeth Thorny. A él mismo tampoco le seducía la idea, pero tenía que decidirse por alguna dama, aunque solo fuera para empezar a tantear a las muchachas casaderas, y esa parecía la más adecuada. Esa mañana lo había resuelto, harto de pensar en la única dama a la que no podía tener.
—Es hija de marqueses, Jud —se justificó—. Educada, culta, hermosa… Sería una magnífica vizcondesa.
Vio dudas en la cara de su hermana, pero pareció que esta decidía reservárselas, pues no entró en detalles sobre lady Elisabeth, a la que ella conocía mejor que él por haber coincidido en las dos temporadas anteriores.
—Por supuesto que lo sería. Pero también muchas otras damas, como la señorita Stingleir, o esa muchacha escocesa, McDonald.
Puso cara de escéptico. Aun así le respondió, apaciguador.
—Lo sé, sé que casi todas las damas en edad casadera serían aceptables. Pero debes reconocer que la mejor cualificada es lady Thorny. Y no es una elección definitiva, pues antes de decidir quiero conocerla mejor.
Le pareció que su hermana refunfuñaba por lo bajo algo sobre la idoneidad de Nicole, pero prefirió no preguntar, por si acaso.
Sabía desde hacía tiempo que lady Elisabeth Thorny bien cumplía los requisitos que buscaba en una esposa. Y ahora había resuelto que quería saber más de ella. Se lo había contado a Jud en un impulso, que ahora se reprendía por haber seguido.
Alexander dio un gritito, reclamando más atención, y Richard se puso a ello.
—Bien, solo trato de decirte que no te precipites —le decía su hermana, dudando todavía si explayarse más en sus opiniones.
—Ya, pero este asunto, cuanto antes me lo quite de encima, mejor.
Judith ahogó un grito.
—¿Este asunto? ¿Así defines el que será tu matrimonio? —Había indignación en su voz—. Richard, ¿se puede saber qué te ha pasado? Tú eres un enamorado del amor, según James. Te enamorabas y desenamorabas todos los años un par de veces. ¿Por qué enfocas este asunto de un modo tan frío?
Anotó mentalmente agradecer a su mejor amigo que contara sus intimidades a su esposa.
Respecto a la pregunta de su hermana, ni siquiera tuvo que pensarlo.
—Porque ninguna de ellas me gusta especialmente.
Ésta pareció preocupada por esa aseveración. Sabía que a Judith no le gustaría la idea de que su hermano se casara con una mujer a la que no pudiera amar. Ella había vivido un matrimonio así, y por lo poco que había hablado con él al respecto, había sido muy duro. Y al parecer no deseaba de ningún modo que se casara con Elisabeth Thorny.
Richard solo podía sospecharlo, pero Judith estaba convencida de que la muchacha era mezquina, superficial, y cosas peores. Pero también sabía que no era quien debía decírselo. Richard la apoyó mucho cuando supo lo suyo con James. Ahora su hermano merecía el mismo respeto. Aunque secretamente confiaba en que se percatara de la perfidia de la joven en una sola cita.
En ese momento, para sorpresa y alivio de ambos, entró en la estancia Nicole, interrumpiendo cualquier palabra que tal vez después pudieran haber lamentado. Ataviada con un elegante vestido de tarde y unos discretos pendientes, estaba sobria pero hermosa. Richard no pudo evitar darse cuenta.
—Buenas tardes a los dos.
Parecía estar de buen humor. No había hablado con ella desde su desastroso monólogo en el baile de los Restmaine. Deseaba y temía oír lo que ella tuviera que decir al respecto. Su hermana se adelantó en el saludo.
—Nick, buenas tardes. Estás preciosa.
Nicole besó a su cuñada, y saludó a Richard, que tenía al pequeño en brazos.
—Venía a ver al niño, pero parece que se me han adelantado.
Fingió severidad en la voz, pero era obvio que bromeaba. Judith aprovechó su compañía para abordar el tema de lady Elisabeth. Ella no debía criticarla, pero si Nicole lo hacía…
—Qué bien me viene tu presencia, Nick. Mi hermano me decía en este momento que pretende cortejar a lady Elisabeth Thorny.
—¡¡Jud!!
El grito de Richard asustó a Alexander, que rompió a llorar. Judith lo tomó de inmediato en sus brazos, y lo arrulló, advirtiendo a su hermano con la mirada para que no asustara al bebé de nuevo.
Así que era cierto lo que Elisabeth le había contado la noche anterior. Parecía que la cosa iba en serio. Le costó ignorar la tristeza que la abrazó de repente. Su corazón dejó de latir por un momento.
—Judith, no creo que a Nicole le interese en lo más mínimo a quién cortejo. —Richard parecía querer cambiar de tema.
—Bueno, tal vez, pero no pasa nada por comentárselo. ¿No dijiste el otro día que era de la familia?
Ambos, Nicole y Richard, enrojecieron al recordar el estallido que siguió a esa afirmación.
—Bueno, ya, pero…
—Pero nada, Richard. ¿Qué te parece, Nick? ¿Crees que es acertado?
Ella se mostró contrita.
—Algo había oído al respecto —dijo en voz baja—. Y deben ser ellos quienes decidan lo acertado de la relación, sin que las opiniones de terceros les influyan.
No terminaba de convencerle su propio argumento, pero sabía que de poco servirían sus impresiones sobre la muchacha. Richard ya había decidido.
Judith maldijo su suerte. Ahora resultaba que su hermano y su cuñada habían hecho las paces, y la joven no iba a criticar nada de lo que Richard hiciera. Pues qué bien. Contaba con que le hubiera dicho cuatro verdades sobre la dama en cuestión.
En ese momento entró el ama de llaves, solicitando hablar con ella sobre un altercado doméstico. Pasó a su hijo a los brazos de Nicole y la siguió. Ya saliendo, y viendo el buen ambiente reinante, decidió bromear sobre su antagonismo.
—¿Puedo confiar en dejaros solos sin que intentéis morderos?
Nicole sintió que se sonrojaba levemente. Richard sonrió, bromista.
—¿Ni tan siquiera un mordisquito inocente en la oreja?
Esta vez su sonrojo fue violento. Y, evocando la imagen que él proponía, un pequeño latigazo de deseo descargó en su estómago.
Judith salió riendo, ajena a las sensaciones de su cuñada.
Estaban solos. Nicole mecía al pequeño en sus brazos. Richard, a espaldas de ella, dejó vagar su mirada por la curva del cuello de ella, tan apetecible, por sus hombros y la estrecha cintura, que él casi podía abarcar con ambas manos. Y en cómo la caída del vestido moldeaba su trasero. Qué curioso. Nunca se había fijado en esa parte de su anatomía. Y era perfecta.
Ella se volvió. Richard apartó rápidamente la mirada, sin estar seguro de que no le hubiera sorprendido admirando esa parte en concreto de su cuerpo. Cuando alzó los ojos hacia el bello rostro de Nicole, supo por su sonrisa que la primera de sus chanzas estaba al caer.
—Perdona si no desfallezco de amor por ti en este mismo momento, Sunder. Pero es que llevo a Alexander en brazos, ya sabes.
Muy ingeniosa.
—Disculparé tu falta de consideración, dado que anoche cuando me viste erraste una nota en casa de lady Foxford.
Contraatacar era siempre una buena opción.
¡Sería canalla! Hacer semejante observación.
—No deberías ser tan exigente, siendo que tú erraste a lo grande en la terraza de lady Restmaine.
«Juegas duro, fierecilla. Veamos cuánto».
—Ya. Te apuesto lo que quieras a que te hago desfallecer aquí mismo si sueltas a Alexander y nadie nos interrumpe en… digamos… un minuto.
No supo si eran sus palabras, su mirada, su sonrisa ladeada, o todo a la vez. Pero cientos de alarmas comenzaron a sonar al unísono en la cabeza de Nicole. El juego de la seducción era un campo en el que él siempre la vencería. Quizás era mejor una retirada a tiempo.
—Lástima que mi ahijado me guste más que tú.
—Cobarde. —Le sacó la lengua, juguetón.
Ella puso los ojos en blanco, y dejó al niño en la cuna, que se había quedado dormido. «Bendita inocencia», pensó.
Volviendo a aguas más seguras, trató de componer otra sonrisa.
—Por cierto, enhorabuena por lo tuyo con lady Thorny.
¿De qué estaba hablando ella ahora?
—¿Enhorabuena? No te entiendo.
El semblante de él se tornó serio al punto.
—Bueno —se sonrojó—, ella me dijo que por el momento queríais mantenerlo en secreto, pero como se lo habías contado a tu hermana, no pensé que te molestara que te felicitara. No pretendía ser indiscreta.
Una sospecha comenzó a formarse en su cabeza, pero quería que fuera la joven quien se la confirmara.
—Nicole Saint-Jones. ¿Tendrías la amabilidad de explicarme de qué narices estás hablando?
Ella se envaró.
—No hace falta que la tomes conmigo, Richard. Elisabeth me dijo que su padre y tú ya teníais un trato. Bueno, en realidad no me lo dijo así —rectificó, recordando las palabras exactas— pero me dio a entender que entre vosotros había algo, y que la cosa estaba hecha.
Si era cierto, lady Elisabeth era una artera de primera. Pero había algo que se le escapaba…
—¿Y se puede saber por qué lady Elisabeth Thorny te haría una confidencia así, siendo que no sois precisamente íntimas?
Ella se sonrojó y bajó la vista, confirmando sus sospechas.
—No tengo ni idea. —El azoro en ella era visible.
Así que la otra joven había creído ver cierto interés en él por parte de Nicole, y había tratado de apartarla. Vaya, vaya. Se sintió encantado con el giro de los acontecimientos. Incluso pensó en seguirle la corriente a lady Elisabeth para explorar más en su reciente descubrimiento, pero la posibilidad de un malentendido al respecto que pudiera hacerse público y lo comprometiera, inclinó la balanza hacia su sentido común. Quizá se fijara a partir de ese momento en las reacciones de Nicole mientras bailaba con lady Elisabeth. Desde luego que lo haría.
Se acercó a ella, le tomó la barbilla con los dedos con suavidad, alzándole la cara, y la miró a los ojos.
—Nicole, ella te mintió. No hay nada entre esa muchacha y yo. —Él necesitaba aclararle ese punto, a pesar de que no tenía por qué.
Un alivio que no tenía derecho a sentir la invadió. Richard prosiguió.
—Reconozco que es hermosa, y que sería una magnífica vizcondesa, pero de momento no me he interesado por ninguna dama en concreto.
Sabía que no estaba siendo sincero del todo, pues en realidad sí se estaba planteando seriamente casarse con lady Elisabeth, pero por alguna razón en la que no quiso profundizar no quería que ella supiera que estaba pensando desposar a otra mujer.
Un pequeño aguijón de competitividad espoleó a Nicole al oírle alabar a la bella rubia. Se apartó de él.
—No me importa en absoluto si tenéis interés en ella o no, milord.
Richard soltó una carcajada. Al igual que su hermano, Nicole hablaba de usted a su interlocutor cuando se enojaba. Lo increíble era que en ella, que apenas superaba el metro y medio, también resultara apabullante.
Molesta con la risa de él, se dispuso a salir de la habitación.
—Espera, fierecilla. —El brusco giro de ella le indicó que no le había gustado el apodo. También lo anotó, para repetírselo de vez en cuando—. Lamento haberme reído. Por un momento me has resultado la versión femenina de tu hermano. Y créeme, eso es una alabanza.
Nicole se aplacó, pues también ella consideraba un cumplido parecerse a James. Preocupada por la seguridad que había mostrado lady Elisabeth, insistió en el tema.
—Richard, de veras que no tengo ningún interés por indagar en tu vida privada, pero Elisabeth lo decía en serio. Está convencida de que vais a casaros, y lejos de querer hablarte mal de ella, sí debo decirte que es capaz de cualquier cosa cuando se le mete algo entre ceja y ceja.
Él no pareció preocuparse.
—¿Y cómo crees que logrará arrastrarme hasta el altar, Nicole?
—Ni idea. Pero yo que tú me andaría con mil ojos.
En ese momento entró Judith en la habitación, encantada.
—Cuánto me alegro de que por fin hayáis aparcado vuestras diferencias. Así da gusto. ¿Os quedaréis a cenar? Creo que esta noche no hay nada interesante que hacer, pues todo el mundo está cogiendo fuerzas para el baile de máscaras de pasado mañana. Yo no podré ir, pero James te acompañará, ¿verdad, Nick? Oh, ¿el pequeño se ha dormido ya? Vaya, si no toma ahora me despertará bien entrada la madrugada, pero está tan dormidito que no quiero perturbarle. No sé qué hacer, la verdad.
Richard miró a Nicole y le indicó que guardara silencio.
—En realidad —susurró como si le contara un secreto, pero en voz lo suficientemente alta para que Judith pudiera oírle—, ella no espera ninguna respuesta. Habla, habla y habla y da por sentado que todo lo que dice se cumplirá. Así que si no quieres quedarte a cenar, sal corriendo, que yo te cubro.
Nicole se rio. Judith en cambio, le miró enojada.
—No es cierto, Richard. No espero que todo el mundo baile al compás que marco. Y no, no pongas esa cara de escéptico. Soy perfectamente capaz de pedir las cosas. Lady Nicole, ¿contaremos con el placer de su compañía esta noche durante la cena, por favor?
—Será un placer.
Vaya, parecía que lo de hablar de usted en un momento de enfado era contagioso. Ahora su hermana también lo hacía. Sonriendo, les ofreció el brazo a ambas y salieron de la habitación.
Esa noche, mucho tiempo después, los duques de Stanfort yacían desnudos en la cama, relajados después de hacer el amor. Judith acariciaba el pecho de su esposo, distraída.
—Parece que Richard y Nick por fin han decidido comportarse. Esta noche con ambos ha sido una delicia.
—Ciertamente así es. Ya te dije que era cuestión de tiempo que las cosas volvieran a la normalidad.
—Fui yo quien te lo dijo a ti, querido —le corrigió, con suficiencia—. Pero de todas formas ha sido sorprenderte. La última vez la comida fue una batalla campal, y esta noche en cambio eran todo amabilidad. Incluso han estado bromeando. ¿Te lo puedes creer?
—Ordenaste a tu hermano que lo solucionara, pequeña. ¿Te sorprende que te haya obedecido diligentemente?
Ella le pellizcó las nalgas.
—¿Me estás llamando déspota?
Él le cogió ambas manos, asegurándose de que no hubiera más ataques.
—Solo digo que eres… hummm… algo mandona.
—¡James Saint-Jones!
—¿Qué? Es cierto, pero no me quejo.
—No, porque tú haces lo que te da la gana —dijo, intentando liberar sus manos.
—Si quieres puedo hacer lo que te dé la gana a ti. Solo tienes que decirme lo que deseas.
Le ronroneó insinuante, mientras se movía hacia abajo en la cama, sin soltarla.
Bueno, quizá sí era un poco déspota, pensó mientras le dirigía hacia el centro de su feminidad, deseosa de nuevo de estar con él.
Pero James parecía encantado con su despotismo.