La luz del sol, que entraba a raudales por los ventanales de su estudio, le despertó. Desorientado, trató de levantarse, y un dolor lacerante en todo el cuerpo le recordó dónde estaba. Se quedó completamente quieto, con la esperanza de que la inmovilidad le calmara, aunque sabía que no iba a ser el caso. La noche anterior había bebido en exceso, como hacía meses que no hacía. Y ahora debía pagar las consecuencias. ¿En qué estaba pensando para castigarse así?
La imagen de Nicole Saint-Jones cruzó veloz por su mente, y su desastrosa actuación también. Mierda. Había hecho el ridículo. Y eso por decirlo de una forma suave. Ella debía pensar que era el hombre más engreído y condescendiente que hubiera tenido la desgracia de conocer. Trató de levantarse, y de nuevo sintió mil agujas clavándosele en los músculos. Se incorporó despacio, y una vez que le pasó el mareo, se puso en pie, agarrándose al respaldo de la butaca, pues el malestar le dificultaba incluso mantener el equilibrio.
Pasaron unos minutos hasta que estuvo seguro de tener fuerzas suficientes para llegar hasta sus aposentos, en la segunda planta. Solo entonces se puso en camino. Al salir al largo corredor, cubierto de paneles de roble y tapices que daba a la escalera principal, notó que la casa estaba especialmente silenciosa, a pesar de que a esas horas el servicio ya estaba en movimiento. Supuso que Nodly habría dado aviso a los criados de su estado. De nuevo se sintió avergonzado, lo que era ridículo, pues no tenía que darles ninguna explicación de su comportamiento. Únicamente su padre, el conde de Westin, podía hacerle algún comentario reprobatorio al respecto, pero seguía en Berks, por lo que nadie juzgaría sus excesos.
Llegó arriba respirando con dificultad, como si hubiera escalado el Scafell Pike. Para ser un hombre que se mantenía en una forma excelente, su cansancio resultaba patético. Entró en su alcoba, una sobria estancia decorada en combinación de marrones y negros, muy masculina, y pidió que le prepararan un baño. Mientras esperaba, se dispuso a afeitarse, confiando en que su pulso se mantuviera firme. Le gustaba rasurarse y vestirse él, le hacía sentir más independiente. Por descontado, tenía un ayuda de cámara, como cualquier otro caballero que se preciara de serlo. Era, además, necesario para poder vestirse correctamente. Pero en la medida de lo posible le gustaba no tener que pedir asistencia para algo que muchos hombres podían hacer solos.
El espejo le devolvió el reflejo de un rostro demacrado y con ojeras. Tendría que descansar un rato después de comer, pues esa noche pensaba ir a una audición en casa de los Foxford. Algunas de las debutantes estarían allí, y quería saber cómo se desenvolvían en público, siendo ellas el centro de atención. El año anterior ni siquiera se habría planteado acudir, no en semejante estado, pero esa temporada había decidido otear el mercado matrimonial, y lo haría de forma disciplinada. No se agarraría a cualquier excusa para evitar cumplir con su farragoso propósito. Aunque quizá sí pudiera llegar un poco tarde…
Demonios, a veces tenía la sensación de que encontrar una esposa era similar a comprar un caballo. Pero debía aplicarse con diligencia. Ya que iba a casarse, lo haría bien. Nada de saltarse veladas o actuaciones. Su futuro dependía de su esmero.
Los sirvientes terminaron de llenar la tina y salieron. Él acabó de afeitarse, pidió a su ayudante que le dejara solo, se quitó el batín y se metió en el agua humeante. Al instante sus músculos doloridos comenzaron a relajarse. Gimió de placer.
Unos años antes, se habría ido directo a la cama, sin tener en cuenta ya no solo la velada musical de esa noche, sino olvidando también el trabajo que tenía planeado para la mañana, relacionado con las inversiones bursátiles de la familia. Ahora la mera idea resultaba impensable.
¿Dónde estaba aquel encantador granuja que vivía únicamente para sí mismo? ¿El hedonista que solo pensaba en divertirse? Dos años atrás, con la llegada de su hermana, los planes de matrimonio de James, y la paternidad de Julian, su perspectiva sobre la vida había empezado a cambiar. Ahora era un aristócrata comprometido, que acudía a su escaño con regularidad, se preocupaba de sus propiedades, y del bienestar de su familia. Se gustaba más así, desde luego. Pero en días como aquel añoraba al viejo e irresponsable Richard…
Comenzó a frotarse vigorosamente las piernas, los brazos y el torso, tratando de alejar los signos de la resaca que padecía con el jabón. Se lavó la cabeza, restregándose con las yemas de los dedos y masajeando el cuero cabelludo, en busca de alivio. Una vez bien enjabonado, se aclaró con el agua fría de los cubos que alguien había dejado al lado de la tina, según su costumbre. Salió de la bañera y se secó con idéntico brío. Eligió unos pantalones marrones, una camisa blanca, que no terminó de abrochar, y, sintiéndose cómodo, se dirigió a su estudio, famélico. No se sentía un hombre nuevo, pero sí un hombre, al menos.
Mientras él se había adecentado, alguna doncella había ventilado la estancia, puesto orden, repuesto el licor, que no pensaba tocar en, al menos, tres días, y encendido el fuego. No había signos visibles de su paso. Se acercó a la chimenea para calentarse las manos. Esperaba que mayo trajera mejor tiempo, pues aún hacía frío, a pesar del sol que iluminaba la estancia a través de los ventanales que daban al jardín de la casa. Lo que más le gustaba de la temporada era el buen tiempo.
Y tal vez las juergas.
Sonriendo, tiró de la campana, y pidió un desayuno contundente. La comida siempre le hacía sentir mejor. Mientras este llegaba, comenzó a mirar las invitaciones para esa noche. Una vez que finalizara la audición, acudiría a alguna de las muchas fiestas que se celebraban en la ciudad. ¿A cuál acudiría Nicole? Aunque no sabía si estaba intrigado por su deseo de verla, o por huir tras su actuación privada. ¿Deseo de verla? Recapituló. ¿Desde cuándo? Bueno, tenía que reconocer que la muchacha le gustaba, desde un punto de vista objetivo, desde luego. Pero querer verla… mejor no, no mientras ella pudiera recordar lo ocurrido la noche anterior. ¿Sería posible provocarle una amnesia selectiva?
Entró una doncella pelirroja, dejando en una mesa auxiliar comida para alimentar a un regimiento entero. El olor de la vianda lo devolvió a la realidad más inmediata. Le dio las gracias y se acercó. Té, huevos revueltos, beicon, salchichas, ahumados y alubias. Si eso no le despejaba por completo, nada lo haría. Dio cuenta de todo ello, se sirvió otra taza de té bien caliente, se sentó en su escritorio de nogal, y empezó con la distribución de sus finanzas.
No supo cuánto rato llevaba mirando al vacío, cuando unos ojos verdes se cruzaron en sus pensamientos. De nuevo le invadió el bochorno.
La noche anterior bien podría pasar a los anales de su historia personal. Recordó la cara de espanto de ella cuando había empezado a hablar. Él había creído que era porque había descubierto su secreto, pero no había sido el caso. La cara de estupefacción de la joven era consecuencia del horror que le estaban causando sus palabras. Casi agradecía que ella hubiera optado por la zozobra y no por la risa. Aunque si en algo conocía a Nicole, las mofas no iban a tardar en llegar.
Bien, debía reconocer que se lo tenía bien merecido, por engreído. Y una parte secreta de él esperaba sus chanzas, pues disfrutaba del ingenio de ella. Su sentido del humor era tan afilado como una daga, pero sin ser hiriente. Solo esperaba que fuera discreta. Una cosa era que Nicole supiera de su desliz, por decirlo de una manera diplomática, y otra que su hermana y su cuñado estuvieran al tanto. Eso sería sin duda peor que un dolor de muelas. James no sería sutil ni afilado, sino brutalmente despiadado. Ni siquiera la compasiva de su hermana podría poner freno a sus chistes.
Desechándolo de la mente, se concentró de nuevo en las pilas de números que tenía delante. Aconsejado por su hermana y su cuñado había invertido algo de su capital en Estados Unidos, un país floreciente donde la guerra no había causado estragos. Y sus consejos estaban dando magníficos rendimientos. Repasó las columnas de sumas hasta que las cifras comenzaron a bambolearse.
Así que lady Nicole Saint-Jones no estaba enamorada de él, ¿verdad? Mejor. Debería sentirse aliviado por ello. Otra virgen persiguiéndole hubiera sido una incomodidad. Tenía más que suficiente con las hordas de madres que le servían a sus hijas en bandeja, y con las muchachas en cuestión. Como si él, o cualquier otro soltero, necesitara que las pusieran en un escaparate para poder decidir. Aunque a él no le vendría mal una ayudita, pues ninguna de las damas que hasta el momento había conocido le interesaba especialmente.
Una vez más el rostro de Nicole se cruzó por su mente. Ya, se dijo, pero esa dama no estaba interesada en él, tal y como había tenido el detalle de aclararle la noche anterior. Ni él en ella, ¿no era cierto?
Con desasosiego, volvió a sus inversiones, que tan pacientemente parecían esperarle.
Aquella noche acudiría a la velada musical de los Foxford. Interpretaría una pieza para piano de Chopin, que se había preparado a conciencia. Muchas otras señoritas tocarían o cantarían también. Ella odiaba esas veladas. No porque no le gustara la música, pues era una melómana declarada, y además se le daba muy bien el piano. De hecho su profesor le había dicho de niña que tenía un don para la música, y que con dedicación llegaría a convertirse en una virtuosa. Por supuesto la duquesa había desechado la idea. Una mujer no debía despuntar en nada, pues no estaba bien visto que una dama destacara en materia alguna. En cualquier caso en las veladas musicales había que oír a otras damas ejecutar también sus piezas, y muchas de las jóvenes no eran tan aptas como ella. Y otras eran directamente nulas, pero sus madres, o las propias muchachas, se empeñaban en mostrar públicamente su falta de dotes musicales.
Ésa era la otra cosa que le molestaba tanto. Aquello era una competición. Aunque siendo egoísta, mejor que fuera una pugna de armonías. Si fuera de costura, por ejemplo, sería ella la que molestara al resto, pues detestaba la aguja, y sus pespuntes eran siempre desiguales.
Pero que se midiera su validez como mujer por si entonaba mejor o peor, la calidad de sus puntadas, su destreza con las acuarelas, y otras técnicas más que se consideraba que cualquier dama bien educada debía dominar, le resultaba indigno.
Resignada, se miró en el espejo. Otra de las condiciones imprescindibles en una dama de bien era lucir siempre perfecta. El vestido color crema de corte imperio con flores bordadas en amarillo le sentaba bien, sin resultar ostentoso. Prefería llamar la atención en los bailes, y ser más discreta en el resto de las veladas. Y esa noche, cuando acabara la actuación en casa de los Foxford, regresaría a Grosvenor Square. En el último momento se cambió los pendientes por otros algo más llamativos, cogió los guantes de cabritilla y se dirigió hacia la planta baja, donde su acompañante, la señora Screig, la esperaba.
Completamente vestida de negro, y con cara de perpetuo malhumor, su dama de compañía le hizo una reverencia.
—Cuando deseéis, milady, podemos partir.
Incluso su voz era severa. Nicole nunca agradecería lo suficiente a James que la dispensara de la compañía de la señora elegida por su madre en los bailes.
Dentro del carruaje reinaba el silencio. La señora Screig nunca iniciaba una conversación si no era estrictamente necesario, pues consideraba la cháchara una mala consejera. Nicole era una parlanchina, pero con ella siempre prefería mantenerse callada. Dejó volar su imaginación.
¿Vería esa noche a Richard? Sonrió involuntariamente. Sería divertido ver su reacción si coincidían. Ella le había perdonado dignamente, y, justicia divina, él le había dado munición para volver a la carga durante los siguientes diez años, si quería. ¿Sería exagerado fingir un desmayo en su presencia? Probablemente, pero a él le molestaría muchísimo que lo hiciera, sabiendo que la causa de su actuación sería el teórico amor que sentía por él. Dios, iba a ser muy divertido. Ojalá apareciera.
Reflexionando, se dio cuenta de que, por unos motivos o por otros, hacía mucho tiempo que deseaba ver a Richard allá donde acudiera, ya fuera para mostrarle su enfado, para pincharle, como pensaba hacer a partir de entonces, o para disfrutar de los mejores momentos de su vida, como ocurriera durante las dos semanas que ocuparon su breve cortejo el año anterior.
Con ese extraño pensamiento entró en el salón de la señora Foxford. Su marido había salido a una reunión de negocios urgente, según comunicaba con evidente enfado la matrona a cualquiera que quisiera escucharla, y en la sala había una clara falta de caballeros, para desazón de la anfitriona. Lo correcto en cualquier acontecimiento era que el número de hombres y mujeres fuera parejo, pero en las veladas musicales eso era sencillamente imposible. Solo algún esposo o hermano obligado, y aquellos que examinaban a las mujeres del mercado matrimonial, acudían. Volvió a preguntarse si Richard asistiría.
A quien encontró, en cambio, fue a Elisabeth Thorny. Ella también la vio, y apenas intercambiaron un saludo de rigor antes de buscar cada una el lugar más alejado de la otra. Su dama de compañía se había emplazado en un lado del salón, cerca de otras acompañantes, pero no lo suficiente como para poder cuchichear con ellas. Jamás pensó que echaría tanto en falta a su madre. Aunque la presionaba a todas horas para que encontrara un esposo, le hacía verdadera compañía.
Las hermanas Sutherly entraron también en la sala de música, y viendo a un lado a la hija de los marqueses de Bernieth, se sentaron prestas al lado de Nicole. De nuevo llevaban unos vestidos bastante favorecedores.
—Lady Nicole, qué placer volver a verla.
Sonriendo, les devolvió el saludo, y charlaron durante un ratito sobre las emociones que la nueva temporada seguro les depararía a todas ellas. Y, quién sabía, tal vez alguna de ellas encontrara esposo. Cuando la señora Foxford pidió silencio, la primera de las muchachas, la hija de un barón que debutaba esa temporada, se dirigió hacia el pianoforte, y comenzó la actuación. A cada pieza los presentes aplaudían con educación, pero en su mayoría con poco entusiasmo.
Llegó el turno de Nicole. Por acuerdo tácito, sería la última antes de un pequeño descanso para tomar algún refrigerio en el comedor adyacente y continuar con las jóvenes que faltaban. Era una pieza sencilla de Chopin, que había ensayado muchísimas veces en casa. A pesar de ser un autor poco conocido, le encantaba el sentimiento de sus melodías. Nicole estaba convencida de que con el tiempo sería uno de los grandes compositores. Con tranquilidad, posó sus manos sobre las teclas decidida a disfrutar de la música, y se dejó llevar. Apenas necesitaba mirar las notas del papel, y tal vez por eso, vio a Richard Illingsworth, arrebatador, apoyado en el quicio de la puerta. Sin poder evitarlo, su corazón dio un pequeño brinco, y sus dedos erraron. Fue en una corchea, apenas audible, pero fue un desliz, y eso la molestó. Disciplinada, volvió la vista a la partitura y finalizó la obra sin más contratiempos.
Para cuando acabó y recibió los pertinentes aplausos, la visión de él había desaparecido.
Quiso esperar un poco antes de conducirse hacia el salón con el resto de las damas, tomándose más tiempo del necesario para recoger sus partituras, y tranquilizando de paso sus nervios. Una vez que creyó que la sala estaba vacía, alzó la vista.
Lady Elisabeth Thorny la miraba fijamente, negando con la cabeza.
—¿El vizconde de Sunder, Nicole? —Chasqueó la lengua, sopesando su siguiente frase—. No es para ti, ¿lo sabes?
Otra persona que creía que estaba enamorada de Richard. A este paso, tendría que desmentirlo en el Times.
—Ni sé de qué me hablas, ni tengo tiempo para aclararlo, Elisabeth.
La rubia se interpuso en su camino, cerrándole el paso.
—¿Crees que no me he dado cuenta? Le has visto en la puerta y has fallado al piano.
Maldita fuera. Si alguien se había percatado de lo ocurrido ¿por qué tenía que ser precisamente ella?
—¿Y? —Había cierto desafío en su voz.
—No es para ti, ya te lo he dicho.
—¿Y para ti sí? Pero si solo es un vizconde.
La zahirió a propósito, aun sabiendo que no estaba bien. Ella le estaba haciendo sentirse acorralada, y devolver los golpes era su método para hacerse espacio. La otra no se amedrentó ante el insulto. Es más, le dio la razón con sus siguientes palabras.
—Será conde algún día. Y no cualquier conde, sino el de Westin, uno de los títulos más antiguos y respetados de la corona.
Así que por ahí andaban los tiros…
—Entonces repito. ¿Es para ti, Elisabeth?
La sonrisa de ella se tornó enigmática.
—Créeme, antes de que acabe la temporada, seré su vizcondesa.
Nicole lo dudaba, pero se abstuvo de decirlo en voz alta. Contraatacó.
—Fabuloso. ¿Puedo darle ya la enhorabuena a él, o todavía no lo sabe?
La cara de la otra muchacha se tornó amarga.
—No, no puedes, porque todavía no queremos que se haga público. Te lo confío sencillamente para evitarte el ridículo que hiciste con él el año pasado, cuando dejó de cortejarte súbitamente y sin explicaciones. Considéralo un favor.
Dicho esto, dio media vuelta y se fue.
Nicole se quedó donde estaba, incapaz de ordenar a sus pies que se pusieran en marcha. Dudaba que fuera cierto que hubiera un compromiso. De ser así, ella se habría enterado de un modo u otro, dado que ambas familias estaban intrínsecamente unidas. Era posible que Richard estuviera interesado en aquella joven, pues tanto su abolengo como su dote eran importantes. Eso la molestó bastante, pero lo asoció a la idea de tener que coincidir con ella a menudo durante el resto de su vida, y no al hecho de que el vizconde prefiriera a su némesis. Su corazón se encogió un poco ante la idea de que él se casara.
La señora Screig la llamó, extrañada por su ausencia en la salita de refrigerios. Se dirigió hacia allí, recordando la cara de ella cuando afirmaba que el matrimonio era un hecho. Elisabeth lo había dicho en serio, como si creyera que era cuestión de días. Algo le daba mala espina.
Richard estaba en el White’s, con Blackfield y Schieffer, cenando. Los dos hombres iban ya algo ebrios, pero él había declinado el vino, con el recuerdo demasiado vívido de los excesos de la noche anterior. Ambos trataban de convencerle, sin éxito, de que fuera con ellos a Covent Garden después, a algún local donde divertirse.
Si iba a Drury Lane acabaría en casa de Marien. Se apenó. Odiaba lo que iba a ocurrir entre él y la actriz.
Hacía más de dos años que eran amantes, era de dominio público. De lo que nadie era consciente era de la buena relación que mantenían. Richard se prendó de ella en cuanto la vio, una noche que acudió a ver la obra donde ella actuaba, y esa misma madrugada comenzaron una relación que aún perduraba. Disfrutaban bastante de su mutua compañía, y mantenían una camaradería poco habitual entre un hombre y una mujer. Durante el primer año de estar juntos Richard se creyó enamorado, y se planteó incluso mandar al carajo las convenciones sociales y tomarla en matrimonio. Pero el tiempo, y las relaciones de Julian con April, y de James con Judith, le demostraron que el amor era algo más de lo que Marien y él compartían. Algo indefinible que todavía no había experimentado.
Marien también había notado que el interés de Richard decaía, y trataba de aferrarse a él. Sabía que ella sí le amaba, pero sabía también que Marien había pasado una infancia marcada por las penurias extremas, criada en un orfanato donde había sido víctima de la crueldad de la vida de los que no habían nacido privilegiados, y que Richard era su única posibilidad de una existencia mejor. En los últimos meses se había vuelto más exigente, pidiendo joyas caras y una vivienda. Richard se había negado de plano. Nunca había sido partidario de pagar a una mujer por acostarse con ella, ya fuera con dinero o con caprichos. Por supuesto le había hecho regalos, algunos extravagantemente valiosos, pero no iba a ceder a las reclamaciones de ella. Sería como tratarla como una furcia, y Marien no lo era.
No le acobardaba su arranque cuando la dejara, aunque sabía que sería duro. Ella era rencorosa, y su temperamento destilaba veneno cuando la contrariaban. Lo que realmente temía era el dolor que le iba a provocar. Nunca quiso hacer daño a Marien, pero las circunstancias lo hacían inevitable. Cuando Richard se desposara deseaba darle una oportunidad a su matrimonio, y para que eso fuera posible una amante era absolutamente contraproducente.
Volvió al presente. No tendría que haber ido a casa de los Foxford. A fin de cuentas a él le daba completamente igual si su futura esposa sabía cantar. Su plan había sido llegar tarde, ver si había alguna dama que le suscitara interés para comprobar cómo se desenvolvía teniendo toda la atención de los presentes en la sala, y si no, irse. La futura condesa de Westin debía tener un comportamiento siempre intachable, y una mujer insegura sufriría mucho con las obligaciones de su título. Pero había llegado justo para oír a Nicole.
Sabía que tocaba como los ángeles, la había oído ensayar en ocasiones en casa de Stanfort antes de que este se casara con Judith y su hermana se mudara. Y también entonaba de maravilla, al menos, las canciones de cuna que interpretaba suavemente para Alexander, cuando creía que nadie la oía. Le encantaba escucharla a escondidas en esas ocasiones. Pero nunca la había observado tocar. Cuando lo hacía, parecía estar ida, como si todo su ser se hubiera transportado a la tierra de la música. No necesitaba mirar la partitura, y se mecía apenas al compás de las notas. Cuando Richard la vio no pudo evitar imaginársela dejándose llevar así por la pasión, y una incómoda erección le había hecho retirarse de la sala sin siquiera haberla pisado.
Pero ella le había descubierto. Y se había equivocado en una nota al verle. Lo sabía porque Chopin era uno de sus compositores favoritos. Solo por eso había valido la pena acudir. Ella no estaría enamorada de él, y tendría una buena razón para reírse cuando coincidieran, pero le deseaba. Estaba tan convencido de eso como de que él la deseaba a ella. De lo que no estaba seguro era de si ella era consciente de ese deseo. Las jóvenes virginales no sabían nada, o eso tenía entendido él. Él, desde luego, no sabía nada de vírgenes.
Uno de los camareros del club retiró los restos de la cena y sirvió una botella de brandy, a petición de Blackfield. Trajeron tres copas, pero Richard declinó la suya, indicando al lacayo que se la llevara.
—Venga ya, Sunder. —Era Schieffer quien le hablaba—. ¿Qué te ha pasado? Tus juergas son legendarias. Y eres el único de los tres mosqueteros que sigue en activo. Todavía se habla de aquella vez que Stanfort, Bensters y tú cabalgasteis desnudos por Hyde Park.
Condenada historia. ¿Todavía la recordaban? Debía de hacer de aquello unos cuatro años. Fue la noche en que Julian conoció a la que sería después su condesa. Sonrió al recordarlo. En realidad nadie les había visto, solo April. Y tampoco iban completamente desnudos. Pero la historia había degenerado y ninguno de los implicados se había molestado en negarla.
—¿Sunder?
Malditos fueran. No le apetecía nada emborracharse, de hecho a la mañana siguiente tenía intención de levantarse temprano para trabajar, y de paso enviaría una caja sin nota a su nueva vecina. Si él iba a soportar las pullas de ella, ella también sabría del humor retorcido de él. Iba a ser todo un reto. Además quería encontrar tiempo para visitar a su ahijado. Y si pretendía hacer todo eso, no podía trasnochar demasiado.
Sus acompañantes estaban en lo cierto, se había vuelto un aburrido. Fastidiado por darles la razón, se puso en pie, dispuesto a volver a casa.
—Discúlpenme, señores. Había olvidado que tenía una cita.
Y sin más, los dejó.
Blackfield y Schieffer quedaron convencidos de que había quedado con alguna cortesana, o con varias. Ninguna otra razón era posible para su desplante conociendo a Richard Illingsworth.
Tomó el sombrero y la capa, y subió a su carruaje, indicando al cochero que regresara a casa. Reflexionaba sobre su fama. Reconocía que se la había ganado a pulso. En los tiempos en que Bensters, Stanfort y él salían juntos, los llamaban los tres mosqueteros. Habían sido buenos tiempos, muy buenos. Pero le molestaba que lo creyeran un simple hedonista. En los últimos meses había cambiado bastante. Sí, era cierto que mantenía una amante, con la que iba a tener que hacer algo en breve, pues tampoco era justo prolongar algo que había llegado a su fin. Pero ya no era un tarambana. Julian y James se habían convertido en caballeros respetables a los ojos de cualquier matrona al contraer matrimonio. Pero claro, ellos se habían casado enamorados, y eso, en los tiempos que corrían, donde el romanticismo estaba en boga por su excepcionalidad entre cónyuges, lavaba cualquier imagen.
¿Se enamoraría él de su esposa? Eso esperaba, aunque empezaba a dudarlo.
Richard creía en el amor. Solo que era… inconstante. Se enamoraba con facilidad. Pero ¿querer a la misma mujer toda su vida? Bueno, sabía que era posible. Sus propios padres habían estado muy enamorados, y su padre, veintisiete años después, todavía amaba a su difunta esposa. Su hermana era otro ejemplo de amor en el matrimonio.
Optimista por naturaleza, creyó posible un final feliz para él.