Nicole aceptó el brazo del marqués de Kibersly y se dirigió a la pista con él. Era un hombre muy guapo, rubio y con ojos verdes. No tenía una altura importante, aunque sí medía bastante más que ella, que, como acostumbraba definirse, no era especialmente alta. Dotado de un cuerpo atlético y una sonrisa de jovenzuelo pillastre, tenía un toque infantil que le infundía encanto. Lástima que su ropa fuera más llamativa de lo que ella prefería. Aunque, en su favor, debía decir que no parecía un pavo real, como otros jóvenes del salón.
—Me alegra verla de nuevo en Londres, milady.
Lo dijo mientras giraban. La tenía tomada por la cintura, guiándola al compás de la música compuesta por el joven Lanner. Los valses todavía eran considerados indecorosos por las mujeres más conservadoras de la alta sociedad, pero eran tolerados en todos los salones, pues eran la garantía de que la juventud acudiría. Él la miraba como el año anterior, como si ella le perteneciera. No le gustaba, pero se debía también a su fuerte sentido de la independencia. Si dejaba a un lado ese hecho, el marqués era un hombre que bien podía cumplir los requisitos de su lista. Bueno, en lo referente al deseo no estaba segura, pero esa sería la prueba de fuego de cualquier candidato. Y no iba a comprobarlo en público.
Siguieron bailando. Ella debía mostrarse más comunicativa. Se obligó a seguirle la corriente.
—Yo también me alegro de estar de vuelta, su gracia. Parece que este año va a ser, de nuevo, una temporada ajetreada.
—Mucho. Pero confío en que, a pesar del ajetreo, encontremos el tiempo para conocernos.
Eso sí era ir directo al grano. Una parte de ella se sintió muy halagada. Otra comenzó a dar la voz de alarma. Demasiado directo. Fingió no entenderle.
—Para eso se crearon estos acontecimientos, para que todos pudiéramos conocernos mejor.
—Por supuesto.
Él aceptó su evasiva con elegancia, y siguió conduciéndola entre las otras parejas. La llevaba cogida en el límite justo que marcaba el decoro. Las cuantiosas capas de tul de su falda rozaban el tejido del pantalón de él. Un poco más cerca daría que hablar. Pero un poco más lejos tampoco habría estado mal.
Nicole se quedó en silencio, tratando de ignorar las miradas ardientes que el marqués de Kibersly le prodigaba, y que no sabía cómo manejar, y a cierto vizconde y cierto duque que parecían mirar con demasiada atención sus movimientos desde un lateral de la sala. Se fijó en su pañuelo, elaboradamente anudado. El marqués, pensó de nuevo, era un poco exagerado en lo que a su indumentaria se refería. Si bien no iba ataviado con colores chillones, como otros varones de su edad, sí iba un poco… recargado. El rubí del alfiler del pañuelo, demasiado ostentoso, el nudo, el encaje de los puños. Era excesivo, pero probablemente porque ella estaba acostumbrada a la sobriedad de su hermano. Y de Richard. Tenía que reconocer que eran estos últimos los que no seguían el dictado de la moda, que proponía cierto boato.
No había podido evitar fijarse en las ropas de Sunder, como habían hecho casi todas las damas presentes. Era obvio que a pesar de todo seguía sin ser inmune a sus encantos. Esa noche el vizconde iba con un pantalón y una chaqueta marrones, del mismo color que sus preciosos ojos, y un pañuelo tan blanco como su camisa, con una pequeña pieza de ámbar en él. Nada en su vestimenta era llamativo, ni falta que le hacía. Su presencia era más que suficiente.
Maldición. Había acabado la melodía, y había estado comparando al marqués con Richard, en lugar de tratar de averiguar cosas nuevas de él. Tendría que estar más atenta la siguiente vez. Afortunadamente todavía bailaría otra pieza con él más tarde. Estaría más alerta entonces, se prometió.
Al igual que el resto de las parejas, comenzaron a moverse hacia los laterales del salón. Nicole pidió al marqués que la acompañara hasta su hermano. Tomó su brazo y se dirigieron hacia allí, despacio.
—Con gusto, lady Nicole. Pero por favor, llámeme Preston, como hacen mis allegados.
Era excesivo, y ambos lo sabían.
—Eso no sería adecuado, milord.
—¿Lord Preston, entonces?
El hecho de que le preguntara, y la mirada con la que lo hizo, convenció a Nicole.
—Lord Preston, entonces.
Sonrientes, llegaron hasta donde se encontraba James. El duque estaba serio. No le gustaba ese tipo. No sabría decir por qué, pero no era santo de su devoción en absoluto. Y a juzgar por la mandíbula apretada de su amigo durante todo el baile, Richard opinaba exactamente lo mismo.
—Excelencia —saludó el marqués a James, ignorando descaradamente al vizconde, con un rango inferior al suyo. Nicole supo que, de haber podido, lord Kibersly habría ignorado también a su hermano. Anotó mentalmente preguntar al respecto después.
—Marqués —contestó James, cortante.
El aludido besó la mano de Nicole, y sin más se fue.
Durante varios segundos nadie habló. Nicole estaba algo confundida, y esperaba una explicación. James y Richard taladraban la espalda de Kibersly, con sendas gélidas miradas.
—Vaya, vaya, ¿qué ha sido eso, James? —La voz burlona de Richard tenía cierto tono amenazante.
—Me temo que no le gustas, Sunder.
No parecía compungido en absoluto. Ninguno de ambos lo parecía.
—Y me pregunto por qué será.
Nicole puso los ojos en blanco, pero se abstuvo de hacer comentarios. Se dirigió a Richard, sonriente.
—En breve se inicia nuestra cuadrilla, milord. Si no habéis cambiado de idea, claro. —Trató de resultar chistosa, y que él notara que intentaba relajarse en su presencia.
—Lo cierto es que sí, he cambiado de idea.
Vaya, él parecía hablar en serio. Nicole se quedó completamente descolocada. No sabía qué decir. Y él parecía no ir a decir más.
—Quiere hablar contigo aparte, en la terraza —explicó su hermano, ante el silencio de Richard, que se alargaba demasiado—. A la vista de todos, eso sí. ¿Quieres ir, Nick, o prefieres bailar? La decisión es solo tuya.
Eso tampoco se lo esperaba. No sabía si fue la curiosidad o la sorpresa lo que la impulsaron a aceptar, pero antes de que se diera cuenta de lo que iba a hacer ambos estaban a un lado de la terraza, a la vista de un grupo de caballeros que allí se encontraban, fumando sus puros, a pesar de que la noche era bastante fría. Estaban a distancia suficiente para poder hablar sin ser escuchados. Al fondo, se abría el hermoso jardín de la casa.
Mientras él parecía poner en orden sus pensamientos, ella lo miró con detenimiento. Su frente ancha, las cejas rectas, la nariz perfecta y los labios daban a su cara un halo de perfección. Sus altos pómulos, de los que surgían unos seductores hoyuelos cuando sonreía, y su mentón cuadrado, dotaban al rostro de una apariencia muy masculina. Pero lo que, según Nicole, lo hacía irresistible, eran sus ojos. Eran del color del chocolate líquido. Resultaban hipnóticos. Cuando él la observaba fijamente, ella no podía bajar la mirada.
Y así le había ido. Nada de chocolate. Desde ese momento estaba a dieta.
—En primer lugar, Nicole —su voz la devolvió a la realidad—, quiero agradecerte que me hayas dado la oportunidad de hablarte a solas.
La estaba tuteando, pero eran casi familia, así que lo dejó correr. Ella también pensaba en él como Richard, y no como lord Illingsworth. Además él parecía arrepentido, casi contrito. Aceptó su agradecimiento sin mofarse, tuteándolo a su vez.
—No hay de qué, Richard.
Él pareció pensar cómo proseguir.
—Quería disculparme por lo que ocurrió el año pasado. Me temo que aún no había tenido ocasión.
Qué elegante, al no mencionar que no había tenido ocasión porque ella se había negado a recibirle. Le gustó que no la acusara directamente de algo que, ambos sabían, era culpa de ella.
—Mi comportamiento, a pesar de las circunstancias que me impulsaron a actuar así, fue imperdonable en lo que a ti se refiere. Mi única pretensión fue proteger a mi hermana, y lamenté profundamente haber de lastimarte para conseguirlo. Confío en que aceptes mis más sinceras disculpas.
Desde que llegaran a la terraza había supuesto que era eso lo que él iba a decirle. Pero igualmente le satisfizo oírlo. Y quizá era el momento de que ella sacara a relucir su también horrible comportamiento para con él.
O mejor no. Ése era su minuto de gloria, y no pensaba desperdiciarlo. Además, él era un caballero, y no esperaría que una dama se disculpara. Asintió con elegancia, esperando que él entendiera el esfuerzo que ella hacía por dejar correr lo ocurrido. Y así debió ser, a tenor de sus siguientes palabras.
—Gracias por tu comprensión.
De nuevo la voz de él pareció sincera, pero indecisa. Richard se mantenía callado, pero parecía obvio que quería decir algo más. Algo que no sabía cómo abordar.
Genial. Si iba a arrastrarse un poco más, no sería ella quien se lo impidiera. Calladita estaba más guapa. Decidida, esperó.
Él sopesó sus palabras, bajó la voz y continuó.
—En ningún momento fue mi intención que te enamoraras de mí, Nicole. Lamento que ocurriera.
¡¿Qué?! ¡¿Había dicho él lo que ella había oído?! Imposible.
Él vio la cara de espanto de Nicole, y se dio cuenta de que tal vez se había excedido. Ella podía haber malinterpretado el sentido de su lamento.
—Espera, no lamento que me ames. Creo que es… —No encontraba palabras, así que siguió, a pesar de que su buen juicio le decía que cerrara la boca de una vez—. Bueno, no sé lo que creo que es. Pero, en fin, son cosas que pasan. Lamento no corresponderte.
Genial, Nicole. Maravilloso. Estupendo. Había basado su lista de candidatos a esposo poniendo a Richard como paradigma. Si lograba sus propósitos, se casaría con un asno pomposo exacto a él.
Richard maldijo en su mente. La cosa iba de mal en peor, la cara de ella era ahora de incredulidad. Tal vez no se estaba explicando correctamente. No, se corrigió: seguro que no se estaba explicando en absoluto. Probó de nuevo.
—Bueno, no es que no seas digna de ser amada, que por supuesto lo eres —dijo tratando de halagarla— pero es que yo no… no estoy enamorado de nadie en este momento.
¿Podía ir a peor la situación? Dios, ¿qué le pasaba a ese hombre? ¿Era estúpido o qué? Siguió callada, demasiado estupefacta para hablar.
Condenación. Que dijera ella algo, lo que fuera, con tal de que dejara de mirarle con estupefacción. Debiera callarse y dejarla hablar, pero parecía que de repente tenía un ataque de incontinencia verbal. Siguió con el guión que había preparado la tarde anterior.
—Seguro que cuando lo superes, encontrarás a otro hombre y serás feliz. Tanto como te mereces.
Pues sí, parecía que podía empeorar. Le miró con incredulidad. Ese hombre era increíble, sencillamente increíble. Un auténtico asno.
Richard comenzó a preocuparse. Ella le miraba como si no se lo creyera. Decidió ser generoso.
—Seguro que será un hombre… un hombre mejor que yo.
Eso seguro. Sería inconcebible que se enamorara de algo peor que un asno estúpido y pomposo como Richard. ¿De verdad le había considerado un hombre inteligente? Tal vez se estaba riendo de ella. Agudizó la mirada, pero no parecía ser el caso. A él se le veía apurado, casi desesperado. Si no hubiera estado tan… no era capaz de definir su estado de ánimo. Pero si no hubiera estado tan así, hasta le hubiera resultado adorable.
La situación ya era desesperada. Así que él recurrió a medidas desesperadas.
—Nicole, por favor, di algo, lo que sea.
Richard vio que ella tomaba aire para hablar, y contuvo la respiración.
—No estoy enamorada de ti, nunca lo he estado.
Él sintió como si le echaran un jarro de agua fría por encima. Aunque el tono helado de ella había sido igual de efectivo.
¿Qué? ¿Qué decía? ¿Era broma, no? Tenía que ser una broma, o él acababa de hacer el ridículo más espantoso de su vida. Y si en algo conocía a la dama, se lo recordaría a menudo. Intentó hablar, pero ella levantó la mano, ordenándole que se callara.
—En serio, Richard, mejor no digas nada más. Tu discurso ha sido más que suficiente. —Estaba completamente seria, ahora. Se veía a la legua que estaba siendo absolutamente sincera—. Y de veras nunca me enamoré. Fuiste un cambio. Algo divertido, diferente. Aire fresco. Pero de ahí al amor, Richard, hay algo más que un paso. No sé si sabrás distinguir las sensaciones.
Él se quedó pasmado. Sin palabras. Trató de decir algo, pero solo lograba abrir la boca y cerrarla, como si fuera un pez.
Un besugo, el hermano de Judith era un besugo. ¿Sería hereditario? Esperaba que su ahijado no se pareciera a él.
—¿Aire fresco?
¿Quería explicaciones? ¿Era masoquista, o qué?
—Aire fresco, como… —ella buscó el símil perfecto— como el chocolate. Un poco de dulce viene fenomenal. Pero demasiado engorda, o hace que se estropee el cutis. Así que hay que tomarlo en pequeñas medidas. Es como mejor sienta.
Lo del chocolate había sido espectacular. Inconmensurable. La metonimia perfecta. Como si sus preciosos ojos fueran lo que le definiera. Se estaba divirtiendo, pero desgraciadamente el baile estaba a punto de finalizar. De esa se libraba Richard. Ahora bien, iban a seguir viéndose, y ella no pensaba pasar por alto lo que acababa de ocurrir.
—En cualquier caso, te agradezco las disculpas, las merecía. Y supongo que también debo agradecerte tus buenos deseos. Lo de que encontraré a alguien mejor que tú, y eso —no pudo evitar reírse de él—. Yo también confío en encontrar a alguien mejor que tú, en verdad. En este preciso momento no te tengo muy bien valorado, si quieres que te sea sincera. Imagino que lo entiendes, ¿no?
Nunca había deseado que la tierra se lo tragara, pero en ese momento mataría por una pala, para cavar él mismo la zanja si era necesario.
Y seguía sin poder hablar. Aunque casi mejor parecer idiota, que hablar y seguir quedando como un idiota.
—Bueno, ha sido interesante. No me acompañes dentro, por favor.
Remarcando el por favor, entró en el salón y se dirigió hacia James, con una enorme sonrisa dibujada en el rostro. Ya no le apetecía estar allí, rodeada de gente. Quería estar sola en casa, y relamerse con lo que había ocurrido en la terraza. Iba a pasárselo en grande.
A pesar de que tenía varios bailes por delante, con algunos de los candidatos de su lista, decidió darse el capricho de ignorarlo todo e irse. Su siguiente pareja de baile estaba también esperándola. Se disculpó, alegando un agudo dolor de cabeza.
Pidió a su hermano que volvieran a casa. Éste, que no se había tragado lo de la jaqueca, viendo la sonrisa de su hermana, no se preocupó en exceso de lo que pudiera haber ocurrido. Ella estaba feliz. Fuera lo que fuese lo que había dicho Richard, había funcionado. Sunder era un maldito genio. Su encanto siempre le había funcionado en las situaciones más complicadas. Y estaba claro que Nick no había sido una excepción.
Se despidieron de los anfitriones y se marcharon.
Para cuando Richard salió de su estupefacción y entró de nuevo en el salón de baile, los dos Saint-Jones se habían marchado ya. Se despidió también él de los Restmaine, pidió su carruaje, y puso rumbo directo a casa, a por una botella de whisky. O dos. O las que hicieran falta para olvidar su actuación.
Chocolate. Le había comparado con el chocolate. Que en pocas cantidades era benigno, pero cuyo exceso era dañino. Que le comparara con el dulce preferido de todas las damas era casi tan humillante como la conversación de la terraza.
No era cierto. Nada podría ser más humillante que la conversación de la terraza.
Se sentía el tipo más estúpido de toda Inglaterra.
Y ella se encargaría de que se sintiera el tipo más estúpido del mundo entero.
Ése fue el último pensamiento medianamente coherente que tuvo, antes de caer en su butaca, completamente borracho.
A apenas cien metros de allí, Nick estaba sentada en la cama. No podía dormir, pero esta vez no sentía aprensión o enfado. Estaba animada. De hecho tenía una enorme sonrisa pegada al rostro, que ni podía ni quería rebajar. Seguía sin poder creerse lo que había ocurrido en la terraza de los Restmaine. Ni siquiera era capaz de valorarlo.
En cuanto su doncella la había ayudado a desvestirse y prepararse para ir a la cama, y se había marchado, ella había dado rienda suelta a su euforia.
Richard había creído que estaba enamorada de él. Debería sentirse avergonzada, humillada incluso, pero no lo estaba. Él la había creído cuando le había dicho que estaba en un error. Desde luego que la había creído. Su cara había sido un poema al darse cuenta de lo equivocado que estaba. Y era él quien se había sentido avergonzado.
Reconocía que tenía cierto encanto la preocupación de él por si había sido excesivamente embaucador con ella. En otro caballero hubiera parecido engreimiento, pero no en Sunder. Ese hombre tenía a todas las jóvenes, y no tan jóvenes, embelesadas. Ocurría a menudo que, sin que él lo quisiera, las mujeres se enamoraran de él y trataran de atraparlo. No así ella, que podría haber aprovechado la coyuntura del año anterior para exigirle matrimonio, y no lo hizo. Debería hacérselo ver en algún momento. Tal vez entre broma y broma. Porque no iba a desperdiciar la oportunidad de reírse de él, después de que se lo hubiera puesto en bandeja.
Podría seguir aguijoneándole a placer y sin parecer rencorosa. Y tenía la impresión de que, una vez que él dejara de sentirse azorado por lo ocurrido, sería un rival excelente. Estaba deseando volver a verle.
Ahora que ya no se sentía crispada ni anonadada, se daba cuenta del lado cómico de la situación. Había resultado desternillante. La cara de Richard había sido de sincero espanto. Se había dado cuenta de la magnitud de su error cuando era demasiado tarde. Si solo hubiera pronunciado la primera frase, tal vez no habría sido así de embarazoso, pero el pobre hombre no había dejado de decir tonterías, una detrás de otra. Cuando ella estaba asimilando un desliz, él había cometido el siguiente. Aquello no tenía precio.
Todavía sonriente, se levantó y se acercó de nuevo al escritorio, donde había dejado la lista de pretendientes. Había intentado centrarse en ella y tachar a algunos de los nombres que tenía anotados, pero le había sido imposible. Las palabras de Richard le volvían a la mente y la desconcentraban.
Pero era hora de ponerse en serio con el tema, se dijo. Unas risas no le proporcionarían un marido, la lista sí.
Stevens había resultado tan aburrido como esperaba. Era una pena, pues el caballero le caía bien. Anotó al lado de su nombre la palabra «aburrido». Pero aún le quedaban los otros dos sosos… amigos. Los otros dos amigos. Lord Fischer también estaba descartado. Ese hombre olía mal. No es que no se lavara, parecía más bien algo inherente a él. Olía a rancio. Lo tachó también, presta. «Maloliente». Lord Spelman le había hablado como si fuera estúpida, con una pedantería digna del mismísimo rey. Fuera también. «Jactancioso».
Visto así, parecía demasiado exigente. Pero bueno, en eso consistía, ¿no?
Tachó un par de nombres más y se centró en lord Kibersly, o lord Preston, tal y como le había pedido él que le llamara. Seguía pareciéndole arrogante, pero su estilo directo, y su claro interés, le gustaban. Como él había dicho, iba a aprovechar la temporada para conocerle mejor. Era apuesto, agradable, con título y fortuna, y tenía encanto. Quizá le pidiera que la acompañara a un picnic en Hyde Park. Subrayó su nombre. Y se recordó preguntar a James por él. Con la diversión de la terraza, se la había olvidado inquirir a su hermano por la evidente antipatía.
Volvió a colocar el tintero, la pluma, la arena de secado y las listas para cerrar el secreter. Una de las dos hojas cayó al suelo.
Que me haga reír.
Sonrió, soñadora, mientras ponía la página en su sitio.
Desde luego que ningún hombre lograría hacerla reír jamás como lo había hecho Richard esa noche. Se dio cuenta de que ese día había descubierto una de las facetas ocultas de él, una que solo sus íntimos conocían. Lejos de su postura habitualmente afectada, y de su irónico humor, tras el que solía esconderse, había visto al hombre real, y le había resultado refrescante.
Parecía más joven, y más humano, también. Suspiró, fantasiosa. Aunque no debía perder el tiempo en esa línea de pensamientos. Richard no estaba en su lista, por motivos incontestables. Y además, aunque fuera cierto que él estaba buscando esposa, ella tampoco iba a estar en la lista de él, por cuestiones igual de incontestables.
En un impulso, tomó el listado de candidatos y añadió a lord Richard Illingsworth, solo para darse el placer de tacharlo inmediatamente. Aunque pareciera infantil, le daba la sensación de que era ella quien le rechazara, y eso la satisfacía. Anotó:
Richard Illingsworth: Es engreído, estúpido, egoísta, inepto, y feo cuando pone cara de pez. Y solo es vizconde. Ah, y no es de fiar.
Riéndose de sí misma y de su chiquillada, cerró la tapa con llave, dejándola puesta en la cerradura, según su costumbre. Nadie abría nunca el secreter sin su permiso.
Quizá se había pasado con lo de feo. Para ser sincera, Richard estaba guapo incluso cuando parecía un besugo. Y en lo de engreído también. Más de la mitad de las jóvenes casaderas andaban medio enamoradas de él. Que la incluyera en la lista de muchachas locas por él, dado su comportamiento desde el año anterior, tenía su lógica. Así que, a tenor de ello, quizá no era tan estúpido después de todo. Y en lo de que solo era vizconde, obviamente había exagerado. En realidad a ella eso le importaba bien poco.
Pero no pensaba cambiar ni una sola palabra, no después de lo a gusto que se había quedado. La lista se quedaría tal cual, siendo ella la que le ignoraba debido a sus múltiples defectos.
Se quedó dormida con una sonrisa pegada a los labios, y soñó con unos ojos de color chocolate, que la seguían con admiración.