4

Llegaban elegantemente tarde, según Nicole. Llegaban condenadamente tarde, según James. Pero él tenía que reconocer que la tardanza no había sido en vano. Su hermana iba preciosa, y así se lo había dicho. Llevaba un vestido verde musgo, un poco oscuro para la edad y soltería de ella, pero que le sentaba a las mil maravillas. Era obvio que su madre no había supervisado esa elección en concreto. Probablemente en la última visita a la modista la duquesa viuda ya había estado convaleciente, y su hermana se había tomado ciertas licencias. Pero él no pensaba llamarle la atención por esa pequeña trasgresión. Con el cabello recogido, y unas soberbias esmeraldas, estaba magnífica. Parecía que esta vez, a diferencia de las temporadas anteriores, tenía la intención de recibir la mayor atención posible. «Bien por ti, Nick».

Había dejado a Judith en casa. Ésta se incorporaría a la temporada hacia mayo, cuando estuviera en su punto álgido. Estaba amamantando a su hijo, y no quería dejarlo todavía. Pocas mujeres de la nobleza, y desde luego ninguna duquesa, daban el pecho a sus vástagos. Pero Judith no había querido ni oír hablar de buscar una madre de leche. Estaba encantada con alimentar personalmente a Alexander. Y a James le encantaba presenciarlo.

Había pensado en buscar una dama de compañía más adecuada para Nicole, y así no tener que ausentarse tantas noches de casa. Pero su esposa se había negado al punto. Mientras él salía, ella descansaría, y cuando llegara a casa, de madrugada, bien podía despertarle, a ver si se les ocurría algo que hacer. Rechazó profundizar sobre esa idea en un carruaje cerrado y con su hermana como compañía, y se dedicó a Nick.

La miró de soslayo. Estaba nerviosa, la tensión en sus manos la delataba. Pero intentaba mantener la calma. Se mantuvo en silencio, tratando de no interrumpir los pensamientos de ella, fueran los que fuesen. Nicole había aprendido a mantener sus emociones bajo control. Ya no era tan transparente como antaño. Ahora había que conocerla, y haber pasado tiempo con ella, para que esos pequeños detalles, como que apretara su ridículo en exceso, delataran lo que sentía.

—James, ¿te importaría que pasáramos unos minutos en la balaustrada, antes de ser presentados y bajar al salón de baile? Me gustaría saber a quién me voy a encontrar antes de que ellos me encuentren a mí.

A James le pareció una petición inofensiva, y accedió.

Ella siguió en silencio.

Dios, ni que fuera su debut. Estaba aterrorizada. Era consciente de lo mucho que se jugaba, y sabía que iba a tener que aprovechar cada momento, que planificar cada evento, para poder reducir su lista a un máximo de tres candidatos lo antes posible. Así podría concentrarse solo en ellos y, con suerte, hacer un buen matrimonio. Controlar el salón antes de zambullirse en él la ayudaría, y la tranquilizaría además.

Así que cuando entraron en la mansión, en lugar de dirigirse hacia la escalera de mármol donde se encontraba el mayordomo, perfectamente ataviado con la librea y una peluca blanca bien empolvada, para entregarle la invitación y que los anunciara, se apartaron hacia el lateral izquierdo, desde donde podían ver el salón de baile, abarrotado ya de gente, sin que nadie pudiera verlos, salvo que los buscaran expresamente.

James paró a un lacayo que llevaba al piso de abajo una bandeja llena de copas de cava, y tomó un par. Una para tranquilizarla a ella, otra para hacerle a él la noche más soportable. Tenía la vaga esperanza de encontrarse con Richard allí, aunque dudaba que el vizconde apareciera en la misma fiesta que Nick, a tenor de la tendencia del año anterior y de lo sucedido la pasada tarde. Bueno, aprovecharía él también para ver quién había en la sala, y encontrar a alguien con quien tomar una copa y departir un rato.

Nicole devoraba la multitud, esperando que algo la inspirara. El enorme salón estaba iluminado por decenas de candelabros de plata, colocados estratégicamente por la estancia. La luz de las velas, unida a los pesados cortinajes de terciopelo rojo que habían colocado para cubrir algunas de las paredes, daba al ambiente un aire gótico, tan en boga en los últimos tiempos. Cerraban el conjunto las molduras doradas del techo, y pequeñas figuras de barro deformadas, emplazadas en las mesas donde se ponía algo de comida. La anfitriona había logrado un escenario magnífico. Sería sin duda felicitada por muchos.

Todo el mundo se había engalanado. Sabía que había acertado con el vestido y las joyas. Eran un poco más ostentosas de lo habitual en ella, pero nada de lo que ocurriera a partir de entonces iba a entrar dentro de los márgenes de su comportamiento habitual.

Vio a un grupo de caballeros jóvenes, que conocía bien del año anterior. Todos ellos vestían con vivos colores, creyéndose los nuevos Brummel. A ella le parecían pavos reales. Pero, se recordó, esos jóvenes de su edad no serían así el resto de sus vidas. Algunos se convertirían en discretos y dignos caballeros. Su labor era averiguar cuáles de ellos podían lograrlo y cuáles no.

En medio del grupo había tres damas, pero solo una le llamó la atención. Lady Elisabeth Thorny, hija del marqués de Bernieth, estaba en el centro del pequeño círculo que habían formado, acaparando toda la atención. Nadie miraría a las otras dos damas estando ella allí. Rubia, con perfectos tirabuzones, ojos azules y amplio busto, era la belleza personificada. Una verdadera rosa inglesa. Pero también una auténtica arpía. Malcriada hasta el extremo por sus padres, creía tener derecho a todo, y le molestaba tener que compartir cualquier cosa con otra persona.

Habían debutado el mismo año, y la antipatía había sido mutua e instantánea. Además habían sido nombradas por práctica unanimidad las beldades del año. Y dado que ambas seguían solteras, y que el año anterior las debutantes más hermosas se habían casado, seguían de nuevo siendo el centro de atención de quienes buscaban esposa. La única diferencia es que la otra había debutado a los dieciocho, y todavía podía permitirse otro año sin que la consideraran demasiado mayor. Ella, en cambio, tenía que cerrar el asunto del matrimonio cuanto antes.

La intención de lady Elisabeth había sido casarse con un duque para superar en rango a su madre, tales eran sus ínfulas. El año anterior su hermano James había sido el objeto de su deseo, alentado además por lady Evelyn, la madre de Nicole y James, que insistió bastante al respecto. Consideraba a la hija de un marqués casi perfecta para ser duquesa de Stanfort. Solo la hija de un duque, o una princesa, hubieran superado a la dama. Afortunadamente no había tenido éxito en su empresa, y James se había desposado con Judith. Ahora, con pocos duques en el mercado matrimonial, que además eran viudos mayores o jóvenes herederos, lady Elisabeth se había visto obligada a rebajar sus pretensiones. Suponía que el marqués de Kibersly estaría entre sus opciones más destacadas. Pero no iba a criticarla por eso. También estaba en la lista de ella. El año anterior el marqués había estado especialmente interesado en Nicole, y por momentos esperó, o más bien se desesperó, ante la idea de una petición de mano, que afortunadamente no llegó.

A ella no le gustaba su arrogancia, pero era joven, quizá con el tiempo maduraría. O quizá tras ella hubiera decenas de virtudes que la compensaran. Richard se había cruzado en su camino antes de que lo pudiera averiguar. Este año iba a prestarle más atención. Desde luego el marqués también estaba entre el grupo que en ese momento adulaba a lady Elisabeth, pero se mantenía ligeramente alejado. Y eso le hacía más atractivo a sus ojos.

Se cruzó por su mente la idea de que Richard, probablemente, también estaría entre los solteros más codiciados de ese año. Y creía entender, por algún comentario de Judith, que se estaba planteando casarse. Si las muchachas, o peor aún, sus madres, se enteraban de sus intenciones, el pobre no tendría paz en toda la temporada. Sonrió involuntariamente. Tal vez debiera dejar caer algún comentario aquí y allá, solo por fastidiarle.

Claro, que así corría el riesgo de que lady Elisabeth lo atrapara. Y no es que le importara con quién se casaba él. Es más, será justicia divina, pensó con maldad. Pero tendría que aguantar a esa dama el resto de su vida, dado el vínculo que les uniría.

Solo por eso, prefería que no se supieran las posibles pretensiones del vizconde.

Se obligó a separar la vista de la belleza rubia, y siguió barriendo el salón con la mirada. Las hermanas Sutherly estaban allí, y para alegría de Nicole parecían haber cambiado de modista. Les tenía aprecio, aunque no eran del mismo grupo de amigas. Ninguna de las tres hermanas era muy agraciada, y carecían de dotes importantes, razón por la que habían sido casi rechazadas de plano desde el momento en que fueron presentadas en sociedad dos años antes. Pero el año anterior, James primero y Richard después, habían bailado y conversado con ellas, y el resto de los petimetres les habían imitado, como casi siempre hacían, sin saber que era la petición de la propia Nicole la que les había impulsado a hacerlo. Las muchachas habían resultado ser muy dulces de trato, y desde entonces no habían sido ignoradas. Con los vestidos que llevaban, de estilo muy distinto a los del año anterior, estaban, si no hermosas, al menos bastante pasables. Les deseaba lo mejor. Quizá se acercase a conversar con ellas un rato. Pero sería mucho más tarde, primero tenía que charlar con algunos de los candidatos de su lista. «Para eso has venido», se recordó.

Un poco más allá estaban los tres sosos del reino. «Maldito Richard», pensó con nostalgia. Desde que le dijera cuál era el mote secreto que James y él les habían puesto, le costaba llamarles por sus nombres. Recordó la velada en que él le había confesado lo del apodo. Aquella noche Richard y ella habían bailado, y él la había besado por primera vez. Cierta melancolía la invadió.

Marlowe, Stevens y Hanks, como eran conocidos en realidad, estaban en un lado del salón, tomando una copa y hablando animadamente, cerca de donde se encontraban las hermanas Sutherly. Ella volvió a concentrarse en ellos olvidando veladas pasadas. La conversación versaría sobre pesca, probablemente. Eran de edad aproximada a la de su hermano. No eran especialmente apuestos, pero tampoco eran feos. Y eran aburridos en extremo. Eso sí, no jugaban y no eran libertinos. Y tampoco eran interesantes. No obstante estaban también en su lista, y antes de descartarlos quería asegurarse de que hacía lo correcto. Tendría que bailar con ellos. Pero lo haría separadamente, más de uno por noche sería insufrible.

En el extremo opuesto del salón se hallaban las madres de las debutantes, algunas solteras de edad avanzada, y otras damas que componían el grupo de los dragones, como James solía llamarles. Las mayores cotillas de Londres, que vigilaban ojo avizor todo lo que ocurría en la sociedad. Serían los verdugos de Nicole si no se casaba aquel año, o no lo hacía adecuadamente. Las miró con resentimiento.

Dios, estaba empezando a deprimirse.

—Buenas noches, milady.

La aterciopelada voz de Richard la sacó de sus ensoñaciones. Al parecer se había acercado poco antes, pues ya había saludado a James. Pero ella no se había dado ni cuenta, tan ensimismada estaba. Recompuso la serenidad, y se giró hacia él.

—Milord, qué sorpresa —dijo con sorna.

Ante la mirada admonitoria de su hermano, hizo una reverencia y se corrigió.

—Una sorpresa agradable, por supuesto, lord Illingsworth.

Él se sorprendió. A pesar de que había sido la mirada de advertencia que James había dedicado a su hermana la que había dulcificado su rostro, parecía que las hachas de guerra estaban enterradas. O al menos ocultas de momento. Decidió probar suerte.

—Es un honor encontrarla, lady Nicole. Permítame que le diga que está deslumbrante.

Ella asintió con gracia y le dio la mano. Él se la besó sin siquiera tocarla, y la soltó. Nada que ver con las secretas caricias que le había prodigado el año anterior cada vez que le tomara la mano. Esa noche era todo corrección, y no estuvo segura de que prefiriera a ese Richard.

—¿Podría convencerla para que me guardara un vals, milady?

James tosió, advirtiéndoles a ambos.

—O una cuadrilla, tal vez. —Richard se corrigió divertido, mirando a James.

Eso estaba mejor, pensó James. Si Richard bailaba el vals con ella, volverían las especulaciones, y eso no haría bien a su hermana. Una cuadrilla, en cambio, era inofensiva. Ahora le tocaba a ella acceder, y así lo hizo.

Richard anotó su nombre en el carné de baile de ella, y vio cómo, en cuanto acababa de escribir su nombre, justo tras un vals, ella daba un paso atrás y los ignoraba a ambos, volviendo a centrarse en el salón, tal y como había estado haciendo antes de que él se acercara.

Pensó que había sido una suerte verlos antes de bajar al salón. Se había tomado un minuto antes de acercarse a la escalera que descendía al baile, preparándose mentalmente para la noche que le esperaba, cuando a su izquierda un caballero elegantemente ataviado de negro, y una dama cuya melena de fuego le perseguía de vez en cuando en sueños, llamaron su atención. Se dio un poco de tiempo para observarla antes de acercarse.

Nicole estaba completamente concentrada en el salón de baile, absorta a lo que ocurría a su alrededor, y James estaba de espaldas, con lo que ninguno de ambos había reparado en él. Estaba preciosa con ese vestido. El color y el corte, que se ceñía a sus pechos y realzaba la esbelta cintura, eran un poco atrevidos para una dama soltera, pero el conjunto era magnífico. Destacaba el color crema de su piel, el verde de sus ojos, pero sobre todo el color de su pelo, que caía en una pequeña cascada de rizos por su espalda. Richard nunca pensó que le gustaran las pelirrojas, pero tenía que reconocer que la melena de ella era espectacular. Se preguntó cómo sería verla suelta y desparramada sobre su almohada.

«Basta, Richard». Se forzó a mirar a James, a quien se dirigió y con quien inició la conversación.

—¿No bajas, Stanfort?

—Aún no, Sunder. Pero te localizaré cuando lo haga, para tomar algo. —Le miró con intención—. A no ser que tengas planeado bailar con todas las jovencitas esta noche.

El vizconde murmuró algo ininteligible y se alejó.

Bien, pensó Nicole, que a pesar de mirar a la pista de baile había estado atendiendo a cada palabra que decían. Definitivamente buscaba esposa. Algo se removió en su interior, pero lo ignoró.

El mayordomo anunció a lord Richard Illingsworth, vizconde de Sunder, y todas las damas dedicaron un segundo, o más, a mirarle mientras bajaba con aire de absoluta seguridad las escaleras y se acercaba a saludar a los anfitriones. Muchas señoritas se movieron estratégicamente hacia donde él estaba, esperando un saludo y, con suerte, una petición para bailar.

Richard destacaba sin proponérselo. Debía de medir un metro y ochenta centímetros, y era todo él fibra y músculo. Al igual que su hermano, practicaba esgrima y boxeo, y era un magnífico jinete. Además, había hecho remo en Cambridge, y sus brazos así lo atestiguaban. Su vestimenta, siempre discreta, parecía aumentar el encanto en lugar de disimularlo.

La voz de James, quejumbrosa, la obligó a dejar su escrutinio.

—Dios, pobre hombre. Si pudieran lo descuartizarían y se lo repartirían a cachitos.

Nicole no le miró, pero contestó igualmente.

—Contigo era igual. Y sigue siendo igual.

James se sonrojó y se puso a la defensiva.

—No es cierto.

A Nicole le resultó simpático ver a su hermano azorado por la modestia.

—Sí, sí lo es. Desde el mismo día de mi debut, cuando entrábamos en los salones, mientras tú buscabas con la mirada a Richard para desaparecer con él lo antes posible, yo miraba a la multitud. Y las damas te miraban como si fueras un pavo el día de Navidad. Y no solo las jóvenes casaderas. También las viudas y alguna que otra casada.

—Nicole —dijo pasmado—, ni siquiera deberías saber de qué estás hablando.

—Ya. —Ella sonrió, pícara—. Pues si no querías que supiera sobre el deseo y las relaciones indecorosas, haberlo pensado antes de enredarte con una viuda sin tener intenciones honorables.

—Yo siempre tuve intenciones… —Se detuvo al ver que había mordido el anzuelo.

Cada vez que salía el tema de su aventura con Judith, él se ponía a la defensiva, tratando de justificar que no se hubieran casado antes, pero sin culpar directamente a su esposa, que lo había rechazado tres veces antes de acceder a casarse con él.

A tenor de sus bromas, era obvio que Nicole ya se había relajado. Buscando desviar la atención de un tema que le incomodaba, le ofreció el brazo.

—¿Preparada?

—No lo estaré más ni aunque pase aquí toda la noche.

James le dio un cariñoso apretón en el brazo y la condujo hacia el centro de la balaustrada. Se acercaron al mayordomo, entregaron su invitación y para Nicole comenzó otro año de locura. Deseaba fervientemente que ese fuera el último.

Cuando anunciaron a James y a Nicole, hubo un ligero revuelo. Muchas damas jóvenes buscaron a James con la mirada. Los dragones parecieron decepcionarse al ver que la duquesa no les acompañaba. Pero la reacción que molestó al vizconde de Sunder fue la de los jóvenes petimetres que había en la sala. Se acercaron a la escalera para recibirla cuando bajara, como si tuvieran algún derecho a reclamarla. En ese sentido, el marqués de Kibersly parecía tener ventaja sobre el resto. No le gustaba nada ese tipo. Algo más bajo que él, rubio y de complexión atlética, la cualidad más destacable de Kibersly era el tamaño de su ego. Y el resto de los niñatos lo alimentaba, dejándole paso cuando Nicole terminó con el saludo de rigor a los Restmaine.

Cuando vio a tantos caballeros rodeándola nada más llegar a la base de las escaleras, Richard supo que había hecho bien en pedirle un baile antes de que bajara al salón. En apenas unos minutos su carné debía de haberse llenado. Tras el marqués, que seguro se habría reservado un vals, un montón de jóvenes, y no tan jóvenes, se habían arremolinado a su alrededor pidiéndole bailar. Y ella había accedido a todos y cada uno de ellos. Para cuando él la hubiera saludado, mucho después de que la bandada de buitres se hubiera alejado, se habría quedado sin la oportunidad de bailar con ella, y así disculparse. Ignorando la pequeña punzada de posesividad que sintió al saber que tantos la pretendían, pensó en lo fácil que había resultado hablar con ella. Le había sorprendido encontrarle tan cooperadora.

Había sido casualidad verlos en un lado de la escalinata, pensó de nuevo. Había llegado tarde, después de cenar con el barón de Blackfield y el conde de Schieffer, dos conocidos de la universidad con los que salía de correrías de vez en cuando. Con James de carabina y con April, la esposa de Julian, embarazada de nuevo, tenía pocas posibilidades de divertirse con sus amigos de siempre. Y esos dos tarambanas eran una buena compañía para pasar un buen rato.

—Sunder. —James había llegado a su lado, con una copa en la mano.

—Stanfort.

Siempre era el mismo ritual. Se saludaban por sus títulos, se ponían el uno al lado del otro, y a ver qué sorpresas les deparaba la noche. Ambos eran objeto de muchas miradas, ataviados con sobria elegancia y relajada postura. James se planteó si tal vez su hermana tuviera razón, y fueran más admirados de lo que pensaban. Le pareció que, de hecho, muchas damas les observaban de soslayo. Algo avergonzado ante las miradas, se concentró en Richard.

—Me ha gustado saber que bailarás con Nicole. Y una cuadrilla ni más ni menos. Judith estará contenta.

Richard lo miró con insolencia.

—Cuánta condescendencia, excelencia.

James soltó una carcajada, tanto por el gesto de él como por la razón de sus palabras. Se disculpó.

—¿Sí, verdad? Acompaña al título. —Volvió a la cuestión que le interesaba—. En serio, esto tiene a tu hermana de los nervios, y detesto verla contrariada.

—A mi hermana y a tu esposa —bromeó. Luego, sabiendo de la importancia de la conversación, se puso serio—. En realidad no quería bailar una cuadrilla con ella. Bueno, no quiero bailar nada. Lo que quiero es apartarla un momento y disculparme por lo que ocurrió el año pasado, pues todavía no me ha dado la oportunidad, y creo que ya va siendo hora.

James se mantuvo en silencio, sopesando sus palabras. Era obvio que Richard le estaba pidiendo autorización para tener una conversación privada con su hermana. Eso era buena señal. Si tuviera otras intenciones no le pediría permiso. De hecho la temporada pasada no le había advertido de nada. Y no podía olvidar que Sunder había hecho a un lado sus reservas el año anterior para que Judith y él pudieran hablar cuando las cosas entre los ahora cónyuges se habían complicado. Reservas, por otro lado, más que justificadas. Además, había aprendido la lección, ¿no? Richard era un poco alocado a veces, pero no era un canalla. Y James sabía que le dolía haber dañado no solo a Judith, sino también, y especialmente, a Nicole. Suspiró, pensando una vez más que ojalá las cosas hubieran sido distintas.

—De acuerdo. Llévatela a la terraza, siempre que ella esté de acuerdo. Pero estad a la vista de todo el mundo. Yo estaré cerca, vigilándoos.

Richard asintió, agradecido.

Acabó la música y dejó la copa en una mesa próxima, sin haberla probado siquiera.

—Si me disculpas, tengo esta pieza prometida a una de las Sutherly.

James casi le compadeció. Casi.

—Una cosa más, Richard.

—¿Sí, excelencia?

—No la cabrees. O todo el mundo podrá oíros.

Todavía sonriendo por la chanza sobre el carácter explosivo de Nicole, se acercó a su pareja de baile, saludó a sus otras hermanas, con las que bailaría después, y al resto de las señoritas que conformaban el nutrido grupo de jóvenes con quienes se encontraban, y se unió a la fila de hombres y mujeres que iban a compartir la pista. Los pasos eran sencillos, así que sonrió a la muchacha y echó una ojeada al resto de los bailarines de la hilera que ocupaba el salón de lado a lado. Cruzarse con la pareja tomándola suavemente de la cintura, dos pasos a la derecha, girarse a saludar a la nueva pareja, dos pasos más, tomarla de las manos… Entonces la vio. ¿Qué demonios hacía Nicole con Stevens? ¿Es que quería morir de aburrimiento, o qué? Pues, se fijó, bien que ella le sonreía. Quizá estaba atontada por la bebida, o tal vez le gustaba la pesca, único tema de conversación de aquel tipo.

La música cambió de ritmo, y todos comenzaron a moverse. Las mujeres iban ahora cambiando de lugar, mientras los hombres permanecían quietos en su sitio. No hubo de pasar mucho tiempo antes de que Nicole se colocara delante de él, aunque apenas unos segundos. A él también le sonrió. Con la misma sonrisa serena que había dedicado a su anterior pareja. ¿Cómo era posible que le mirara igual que a cualquier otro tipo? Y no cualquier otro, sino Stevens. ¿Es que le tenía en la misma consideración que a los sosos del reino? Quizá después de todo no estaba tan enamorada de él, recapacitó malhumorado.

Una pequeña decepción le sacudió. Pero sí, tenía que estarlo. Solo eso podía explicar el arranque de la noche anterior, y el rencor que le guardaba. Tal vez disimulaba, eso era.

Por un momento parecía que él estaba buscando excusas para no disculparse, se dijo. Y debía hacerlo. En un par de piezas más, la llevaría a la terraza y aclararía las cosas. Y por fin todo volvería a su cauce. O eso esperaba. Estaba harto de seguir huyendo de ella. Confiaba en que esa noche todo se normalizara entre ambos.

La idea de tener un trato corriente con ella se le antojó aburrida. Nicole había derrochado ingenio con él. Pocas damas habían sido tan espontáneas en su presencia, y no solo tras saber de su traición, donde el ingenio había resultado ser mordazmente afilado, sino también antes. Se había sentido cómodo hablando con ella sobre su afición a la geografía y había disfrutado con la ilusión de la muchacha por conducir su carruaje.

Pero así eran las cosas en la sociedad en la que vivían. Los hombres y las mujeres tenían relaciones aburridas. Hasta que se casaban, pues entonces las relaciones solían volverse infernales. Pocas excepciones conocía, como la de sus propios padres y sus dos mejores amigos. Cruzó los dedos mentalmente para correr él la misma suerte. Aunque ninguna de las damas presentes esa noche lo habían impresionado en absoluto. Todas ellas se obnubilaban en su presencia, se sonrojaban y reían tontamente. Todas excepto una, que estaba fuera de su alcance.

Acompañó a su pareja con sus hermanas una vez que finalizó el baile, y volvió con James, a la espera de su siguiente pareja, que sería Nicole, un par de melodías después. Tampoco iba a bailar con todas las muchachas casaderas la primera noche. Eso sería como agitar un pañuelo rojo frente a una manada de toros.

De nuevo en su sitio, preguntó al duque.

—¿Tú no bailas, Stanfort?

—Solo querría hacerlo con mi hermana, y su carné de baile se ha llenado nada más pisar el último escalón de la escalinata. —¿Se había tensado Richard? James lo dudaba—. En cualquier caso estoy de carabina, y no puedo disfrutar y vigilar a la vez.

—Dirás que no puedes bailar y disfrutar a la vez, ¿no?

—Pues eso.

Sonrieron, cómplices. Empezó un vals. Ambos continuaban con la mirada fija en la pista de baile, viendo como un joven que no les agradaba en absoluto sacaba al centro del salón a Nicole.