Nada más entrar en el recibidor, oyeron unos pasos que se acercaban, y una alegre conversación. Los hermanos Illingsworth bajaban cogidos del brazo, parloteando sin cesar sobre la última hazaña del listísimo Alexander. Se veía claramente la magnífica relación que les unía. Era difícil sospechar siquiera que durante años habían vivido ignorándose, y que no fue hasta el regreso de Judith a Inglaterra que habían comenzado a conocerse. Ahora eran inseparables.
Sorprendía también el parecido entre ambos. Frente alta, nariz perfecta, labios carnosos, cabello claro y ojos marrones. Si bien el cabello de Judith tendía a rubio, y los ojos estaban moteados en verde y dorado, mientras que el cabello de James era de color arena, y los ojos marrón chocolate. Pero a pesar del parecido, si Judith era indudablemente una delicada y femenina dama inglesa, Richard era todo un hombre, que rezumaba masculinidad por los cuatro costados.
Cuando los hermanos vieron a James y a Nicole parados en la base de la escalera, se callaron y sus rostros demudaron también.
Judith se adelantó, reaccionando. Tomó las manos de Nicole, y le besó la mejilla.
—Nick, querida, ¿todo bien con el ogro de tu hermano? ¿Tengo que tirarle de las orejas?
Guiñó un ojo a James, que se hizo el ofendido, acercándose a Richard en busca de solidaridad masculina. La melódica risa de Nicole resonó por el hall.
—Digamos que ha sido… razonable. No es necesario que lo castigues sin postre, esta vez.
Todos sonrieron.
—Hablando de postres, Nick. Mi hermano ha decidido quedarse a comer con nosotros. Sería fantástico si tú también lo hicieras. La señora Noodle ha preparado un pastel de avellana, su especialidad.
Había cierta tensión en la voz de su cuñada, previendo una batalla campal si uno de ambos no se retiraba. El dulce, y saber que fastidiaría a Richard aceptando la invitación, la entusiasmaron.
—¡Oh, me encantaría! La casa de Grosvenor está llena de maletas para el viaje de madre a Bath. Esa torcedura de tobillo ha llegado en el peor momento. Yo en mi tercera temporada, al límite de la edad que se considera respetable para una señorita de alcurnia, y sin ella para guiarme. —Estaba siendo claramente mordaz.
—No seas melodramática, Nick. —La voz de James sonaba divertida—. Sabes que yo acudiré contigo a todos los grandes actos, y Judith nos acompañará siempre que sea posible.
Nicole se dirigió a Judith, ignorando a propósito a su hermano.
—¡Qué bien! Sin duda un hermano posesivo es mejor que una madre coja.
—Los dos sabemos que madre, incluso coja, podría hacer de tu temporada algo muy, muy largo. —La voz de James pretendía ser amenazadora, pero se escapaba la risa entre sus palabras.
Richard se mantenía al margen de la conversación, por evitar tensiones innecesarias. Le gustaba saber que su hermana vivía en un ambiente de complicidad. Nicole al fin se dignó hacerle caso. Posó su verde mirada en él. Richard no recordaba otros ojos más hermosos.
—¿Y bien, lord Illingsworth?
Su gesto le puso alerta. Le miraba como un gato que se había comido al canario. ¿Qué pretendía ahora aquella endiablada muchacha?
—¿Y bien qué, milady? —dijo amablemente.
—Me quedaré a comer aquí. —Le hablaba despacio, como si fuera un inepto. Richard se envaró—. ¿Tal vez usted había olvidado alguna cita urgente en algún otro sitio y declina quedarse?
La muy tunanta estaba intentando manipularle para que desapareciera, como hacía siempre que ella aparecía. «Tu período de gracia acabó, fierecilla». Fingió pensar seriamente lo que ella le decía. Finalmente alzó la vista, y con rostro serio dijo, seco.
—No.
Sonrió a su hermana, le ofreció el brazo y la guio hacia el comedor, donde estaba ya todo dispuesto. Judith sonreía, creyendo que su hermano trataba de avanzar.
Detrás, James sonreía también, satisfecho de que Richard hubiera dejado de huir de su hermana. Y de que la hubiera contradicho. Esa muchacha tenía a la mitad de los hombres comiendo de su mano, y eso no era bueno. Que alguien la pusiera en su sitio de vez en cuando sería magnífico para su carácter.
A Nicole, en cambio, se la veía perturbada. Un pequeño trastorno, sin duda. Pero en cuanto le ladrara un poco, él volvería a esconderse con el rabo entre las piernas. Su hermano le ofreció el brazo, y entraron en el comedor.
La enorme estancia, con varios sirvientes que les asistirían en el pequeño ágape, tenía una mesa redonda, como las que había en Westin House, la mansión de los Illingsworth en el campo. De pequeño tamaño, permitía a los comensales sentirse cómodos. Desde que Judith regentara la mansión, todo se había vuelto menos solemne, lo que el duque agradecía. La sobriedad de lady Evelyn, incapaz de flexibilizar la etiqueta, era un lastre con el que James había tenido que convivir durante años.
Éste le apartó la silla a Nick al tiempo que Richard hacía lo propio con Judith, y se inició el desfile de platos que compondrían la comida. Los sirvientes iban llenando sus copas y cambiando vajilla y cubertería a cada manjar, mientras la conversación versaba sobre temas generales. Para desgracia de Judith, no era posible una conversación demasiado personal con su cuñada y su hermano en la misma mesa. Con pesar, continuó dirigiendo la charla.
—Bueno, comienza una nueva temporada. Veremos qué nuevos matrimonios nos depara ésta. Lo cierto es que el embarazo de lady Tremaine va a restar a la temporada cierta emoción, dado que no se celebrará su famoso baile. Pero los solteros imagino que podréis respirar más tranquilos, ¿no, Richard?
Hizo una mueca burlona a éste, que sonreía recordando los acontecimientos del año anterior, cuando la misma Judith había sido sorprendida besándose con James en los jardines malditos. Todos los años alguna pareja era pillada en aquel lugar, viéndose obligada a contraer matrimonio.
—Supongo que sí —dijo, siguiéndole la broma—. No celebrándose ese baile en concreto, sé que tengo menos posibilidades de que me atrapen en circunstancias… digamos… poco loables.
James rio ante el eufemismo.
—¿Poco loables? Supongo que es un buen modo de referirse a ello. Pero sigo pensando que la mejor forma de que no te sorprendan en situaciones… eh… poco loables, es evitándolas.
Richard alzó la ceja, gesto que ambos amigos compartían, divertido también.
—Querrás decir evitándolas… en lugares públicos, ¿no?
Incluso Judith sonrió y se unió a la juerga.
—James, no eres quién para aconsejar, dado que tú mismo fuiste sorprendido el año pasado en circunstancias, ¿cómo eran? Ah, sí. Poco loables.
El duque sonrió con cariño, recordando.
—Sí, pero te recuerdo que hiciste trampas, pequeña.
—¿Trampas, dices? —Richard se lo estaba pasando en grande. Se volvió hacia Judith, siguiendo la fiesta—. Pues quizá podrías enseñarme algún truco para besar a las damas y salir indemne, hermanita.
Todos rieron excepto Nicole, que estaba empezando a hartarse de ser la única que no se divertía. De hecho se sentía desplazada en su propia casa, y por un hombre que la había humillado. Ese pensamiento la hizo estallar.
—Permítame adularle en ese aspecto, lord Richard, pues usted no necesita que nadie le explique cómo hacer trampas para seducir a las damas y salir indemne. —Destilaba furia en cada una de sus palabras—. El año pasado nos dio a los presentes una clase magistral, de hecho.
Un silencio helado se hizo en la habitación. La cara de Judith era de espanto. James taladró a su hermana con la mirada. Richard, en cambio, si acusó el golpe, no dio muestras de ello.
El mayordomo hizo una seña al resto del servicio, y todos salieron de la habitación sin hacer ruido. James se anotó mentalmente agradecérselo después. En cuanto la puerta se cerró, se dispuso a poner las cosas en su sitio. Trató de mantener la calma.
—Nicole, francamente…
Richard tocó el brazo de James, interrumpiéndole y tratando de relajar también el ambiente.
—No te agobies, Stanfort, estamos en familia.
Nicole le miró, incrédula. Y encima la defendía. ¿Cómo se atrevía a defenderla a ella? Ella no necesitaba defensa alguna. Y menos aún de él. Ella era la víctima, no la culpable de nada. Alzó la voz.
—¡Tú no eres parte de mi maldita familia!
—¡¡Nicole Callista Saint-Jones!!
El grito de James fue atronador.
Nicole no lo pudo soportar más. Se sentía atacada en su casa, y su hermano no la defendía. Retiró la servilleta que tenía sobre las piernas, la lanzó a la mesa y salió del comedor con paso furioso y un sospechoso brillo en los ojos.
Ninguno de los tres se movió o dijo nada hasta que no oyeron un estruendo al cerrarse la puerta principal.
El primero en reaccionar fue James. Miró a su amigo con ira.
—Quiero tu jodida palabra de caballero, Richard, de que no sedujiste a mi hermana.
Richard se sintió insultado. Estaba cansado de tener que repetir siempre lo mismo. Estaba harto, de hecho, de tener que dar explicaciones cada vez que la fierecilla sacaba las uñas. Devolvió la misma mirada a James.
—Obviando el uso de la palabra jodida, y el hecho de que ya te la di, quieres decir. —La calma de su voz era contenida.
—Lo que quiero decir, Sunder…
—¡Basta los dos! Es suficiente.
Judith tenía los brazos en jarras y un patente disgusto, perfectamente identificable por los dos hombres que mejor la conocían.
—Pequeña, cálmate.
James levantó las manos, tratando de aplacarla. Ella miró al cielo, pidiendo paciencia.
—¡Oh, maravilloso! No hay nada que tranquilice más a una dama enfurecida que cuando le piden calma los que la alteran. Tú —señaló a James— vas a seguir a tu hermana y a asegurarte de que está bien.
Richard sonrió disimuladamente. Judith tenía carácter.
Oh, oh, ahora le miraba a él. ¿Qué pretendía? Esta vez no había hecho nada malo. Si incluso había defendido a Nicole cuando esta perdió los nervios.
—Y tú vas a solucionar esto.
Ya. Quería precisamente eso. No podía pedirle que bailara desnudo en el baile que darían los Restmaine la noche siguiente. No. Tenía que pedirle que calmara de forma definitiva a Nicole, cuando a él le venía justo mantenerse tranquilo en su presencia. La muchacha lo alteraba de todos los modos posibles.
—Jud, me encantaría, pero ella se ha puesto difícil…
—Me importa un pimiento cómo se haya puesto. Haz uso de tu legendario encanto y soluciónalo. Y soluciónalo ya, Richard, no la semana que viene, ni el año que viene. Estoy harta de no poder estar en paz con las personas que más me importan en el salón de mi propia casa.
Se levantó también, obligándolos a ambos a hacer lo mismo. Sin esperar respuesta de ninguno de los dos, pues asumía que sería obedecida, se dirigió hacia la puerta. Ambos hombres se sentaron de nuevo, dispuestos a seguir la comida donde la habían dejado. Pero Judith todavía no había acabado. Asomó la cabeza por el quicio de la puerta.
—Moveos, tenéis trabajo que hacer.
La reacción fue inmediata. En menos de un minuto ambos hombres salían de la mansión Stanfort.
Media hora después James y Richard se habían refugiado en el White’s, donde tomaban un refrigerio, dado lo escueto de la comida, que había sido retirada por orden de la señora de la casa. Cualquier batalla sería mejor librarla con el estómago lleno. James se disculpaba por su afrenta.
—No es que no confíe en ti, Sunder. Me dijiste que no traspasaste los límites del decoro y te creo. —Su mirada revelaba que era sincero—. Es solo que esto es complicado para todos.
Richard tomaba un poco de perdiz, relajadamente. Nicole había resultado tener un carácter explosivo. La muchacha era toda pasión, y esa pasión correctamente encauzada podría ser muy excitante. Desechando la idea por inadecuada, aceptó las disculpas de James y se centró.
—Lo sé. Y sé que soy responsable en gran parte de la situación, pero realmente tu hermana lo está complicando mucho.
El duque asintió. Su hermana solía ser una persona civilizada, pero ese tema le había afectado mucho. Habían hablado al respecto antes de que James se casara, y ella le había asegurado que estaba bien, que solo su orgullo había resultado herido. Pero él no las tenía todas consigo. No después de sus últimas actuaciones. Hubiera sido maravilloso que el cortejo de Sunder hubiera sido real y hubiera terminado en boda. Hubo un tiempo en el que James estuvo convencido de que hacían buena pareja.
—¿Qué piensas hacer, Richard?
El aludido se sobresaltó.
—¿Yo? ¿Por qué habría de hacer algo? Traté de disculparme. Ella no aceptó las disculpas. Fin de la historia.
James no pudo evitar reírse ante el tono defensivo de su amigo.
—Eso te gustaría. Tu hermana te ha ordenado que lo soluciones.
—Mi hermana y tu esposa, amigo. No eludas responsabilidades.
Ambos rieron. Era costumbre eludir el vínculo con Judith cuando les metía en vereda.
—Bien, mi esposa. Pero piensa algo. —Frunció el ceño—. Algo decoroso, desde luego.
—Desde luego.
Brindaron en silencio. Hubo momentos en que dudaron de que su larga amistad superara las circunstancias. Pero, afortunadamente para ambos, habían recuperado la camaradería, y ahora valoraban más su relación.
El resto de la comida transcurrió casi en silencio. Ambos tenían mucho en qué pensar.
¿Qué le pasaba a esa muchacha? Richard no dejaba de preguntárselo de regreso a casa. James y él habían vuelto juntos hacia Grosvenor en el carruaje condal. Cuando habían salido de la mansión del duque no habían considerado necesario hacerlo por separado, pues después de comer algo ambos se dirigirían hacia Grosvenor Square, uno a su propia mansión y el otro a la de su hermana. La duquesa viuda y su hija se habían mudado a la misma calle donde residía la familia Illingsworth cuando James y Judith se casaron. Vivían en la misma manzana. De hecho sus viviendas, y las de otros vecinos, daban a una especie de patio interior, que habían parcelado con pequeños muros, y accesible desde el exterior solo desde un pequeño callejón. De esa forma, las ventanas interiores daban a los distintos jardines, creando la sensación de vivir en un pequeño edén alejado de la locura de Londres.
James había bajado del carruaje apenas unos segundos antes, para saber de Nicole. Y no solo porque su esposa se lo hubiera ordenado, sino porque realmente estaba preocupado por ella.
Pero fuera lo que fuese de lo que hablaran, James no iba a contárselo. La muchacha había estallado de forma feroz. Había estado inusualmente callada, y de repente dejaba caer un comentario recalcitrante, completamente fuera de lugar.
Él sabía que ella había estado molesta por el curso de la conversación. Todos habían estado riendo y bromeando excepto ella, a quien se la veía tensa como la cuerda de un violín. Todo en su apostura denotaba tirantez, el gesto, la forma en que apretaba la copa mientras bebía… Richard había aprendido el año anterior que ella era un libro abierto para quien supiera leer en él. Y él era muy intuitivo en lo que a la muchacha respectaba. Sus ojos, su cuerpo, todo le hablaba. Aun así, no había esperado semejante estallido.
Sintió una pequeña punzada al saber que él la hacía sentir incómoda. Nicole le caía bien. Admiraba su valor y su arrojo, la implicación con la que hacía las cosas. Si las circunstancias hubieran sido distintas el año anterior, tal vez hubieran podido ser amigos. Ahora eso parecía imposible.
Era consciente que la había herido en su orgullo. Bueno, y en su vanidad, en su seguridad, y en muchas otras cosas. Pero habían pasado meses, y ahora ella conocía la historia completa, y las razones que le habían impulsado. No podía seguir pensando que él era un canalla. Richard no esperaba que le perdonara sin más, y de repente le encantara coincidir con él. No obstante, tanto odio no había previsto.
Quizás estaba en esos días. Cuando Marien, su amante, estaba en esos días, se molestaba por todo. Richard procuraba huir de ella cuando eso ocurría.
Sin embargo, Nicole no podía estar siempre en esos días, pues con él nunca estaba de buenas. O tenía los «esos días» más largos jamás conocidos, o algo pasaba con ella. ¿Pero qué? ¿Tan orgullosa era? No parecía mantener una actitud arrogante cuando charlaba con otras personas durante los descansos de los bailes. Y solía sonreír siempre que bailaba. Se había fijado. En cambio a él era incapaz de mirarle con cordialidad siquiera.
El carruaje se detuvo en la puerta de su casa, sacándolo de sus reflexiones. El cochero saltó del pescante y le abrió la portezuela. Nodly, eficiente como siempre, le esperaba para recibirle. Richard le entregó el abrigo y el sombrero, con idea de encerrarse en la biblioteca a trabajar un poco. Tenía algo de correspondencia que resolver, y debía decidir a qué baile acudiría la noche siguiente. La temporada empezaba, y su búsqueda de esposa también.
Se dirigía hacia allí cuando una ocurrencia le cruzó la mente, y lo detuvo en seco. ¿Y si ella se había enamorado de él? Era viable. No es que fuera engreído, pero con la muchacha se había empleado a fondo, y podía ser irresistible cuando se lo proponía. Cuadraba. Por eso ella le guardaba tanto rencor. Quizá todavía le amaba, y esa era la razón que le impedía soportar verle. Sus sentimientos eran demasiado intensos para dominarlos.
La idea de que Nicole estuviera enamorada de él le llenó de ternura. Y eso le sorprendió. Las mujeres enamoradas le aburrían. Las vírgenes, teóricamente ingenuas, trataban de atraparle en los grilletes del matrimonio. Y las amantes se ponían pesadas con suspiros y exigencias.
Pero Nicole era… bueno, Nicole era Nicole. Y tampoco era para tanto, se recordó.
—¿Milord, todo bien?
La voz de Nodly le sacó de sus ensoñaciones. Se había detenido como un pasmarote en medio del recibidor de casa. ¿Qué diablos le pasaba? ¿A quién le importaba que Nicole estuviera enamorada de él? A él no, desde luego.
Bueno, quizás un poco. Pero no le importaba por ella misma, sino porque era la hermana de su mejor amigo y la cuñada de su única hermana. Y punto. Nada más.
En absoluto convencido de sus propios argumentos, decidió que mejor se iba a trabajar, y ocupaba su mente en otros derroteros menos peligrosos.
Mientras, apenas unos cientos de metros más abajo, una Nicole llorosa se avergonzaba delante de su hermano.
—Ya lo sé, James, me comporté fatal. No sé qué pasó, pero de repente no pude controlarme.
Volvió a sonarse. Estaban en una pequeña salita donde solía leer. James había llegado momentos antes para interesarse por ella, lo que la hizo sentirse fatal. Se comportaba de la peor forma y su hermano la trataba con extrema delicadeza, como si no se mereciera una buena reprimenda. Estaba mortificada. Definitivamente tenía que hacer algo con su carácter.
James presionó un poco.
—Sí lo sabes, Nick. Y sabes que no es la primera vez que pasa, aunque tal vez sí sea la primera vez que ocurre de forma tan violenta. —Le acarició la mejilla con ternura, y suavizó la voz—. Si no me lo dices no podremos hablar de ello. Si se trata de algo que Judith o yo hicimos…
Ahí estaba, de nuevo, su hermano, justificando un arrebato injustificable solo porque se sentía culpable. No era justo, y ya iba siendo hora de que ella dejara de aprovecharse. Se aclaró la voz y prosiguió, cabizbaja.
—Estabais todos bromeando, tan felices. Era todo tan familiar. Y yo sentí que sobraba, James. —Los ojos se le llenaron de lágrimas de nuevo—. Me pasa siempre. Ellos son hermanos, y él tu mejor amigo. Yo soy la intrusa. Una intrusa en la que, hasta hace un año, era mi propia casa.
James suspiró. Judith tenía esa conversación con Richard de vez en cuando. Parecía como si ninguno de los dos hermanos estuviera satisfecho con lo que Judith y él hacían o decían respecto de ellos. Esquivó el tema, pues sabía que nunca llegarían a una solución satisfactoria para todos. «Dales tiempo», se recordó.
—Hasta que te cases esta siempre será tu casa. Y después también, si así lo quieres. —Le alivió ver que ella se animaba—. Y Judith y tú sois las mejores amigas. Incluso cuando ella me rechazó erais un círculo.
Ella ya sabía eso, pero no era capaz de expresar la rabia que sentía.
—Lo sé, James. Mi cabeza sabe todo eso. Pero cuando le veo, no es mi cabeza la que piensa. Mi mente se bloquea.
—¿Es tu corazón el que piensa, Nick? —Le habló tiernamente—. ¿Estás enamorada de Richard?
¿Estaba enamorada del vizconde de Sunder? Magnífica pregunta. Y merecía una respuesta igual de magnífica.
Él era apuesto. No, era más que eso. Era muy guapo, pero además le atraía como ningún otro hombre lo había hecho. Y podía ser encantador cuando quería. Con ella había sido maravilloso cuando le había convenido. Pero ¿enamorada? No. La verdad era que no. Estaba dolida, pero no destrozada. No como su hermano o Judith cuando creyeron no tener futuro juntos.
—No, no estoy ni he estado enamorada de él —respondió sinceramente a su hermano.
Curiosamente sintió cierto alivio cuando lo dijo en voz alta.
James soltó el aire que no sabía que estuviera reteniendo, inseguro de qué respuesta quería oír. Le hubiera encantado que Nicole y Richard se enamoraran, pero eso era muy, muy complicado.
—Nick, quizá debieras dejarlo pasar. Actuó como lo hizo por amor a su hermana. —Los ojos de Nicole refulgieron. James se apresuró a explicarse—. Lo sé, lo sé, no es excusa. Pero quizá es el tiempo, si no de olvidar, sí de perdonar y seguir adelante. Por el bien de todos.
Sabía que su hermano tenía razón. Quizá debiera mantener una actitud más abierta hacia Richard, aunque solo fuera por el pequeño Alexander, que tampoco tenía culpa de nada. Por fin, se decidió a hacerlo.
—De acuerdo.
James suspiró, aliviado, sabiendo que ella trataría de no incumplir la palabra que acababa de darle.
—Mil gracias.
Le besó en la cabeza, le limpió las lágrimas con un pañuelo, y se fue sin decir nada más, cerrando la puerta tras de sí.
Nicole se sintió mejor de lo que se había sentido en meses.
Las cartas seguían exactamente en la misma situación. Hasta parecía que se estuvieran burlando de él. Nicole le amaba. Era increíble. Y doloroso. Le hacía sentirse un privilegiado y un canalla a partes iguales. Él no había querido herirla. Quizá debiera insistir en disculparse con ella. ¿Cómo se le decía a una muchacha «gracias por quererme, y disculpa por jugar con tus sentimientos»? No tenía ni idea, pero iba a tener que idear un plan, porque la situación era insostenible. Durante la temporada iban a coincidir, y no solo en salones de baile, donde era fácil evitarse diluyéndose entre los invitados, sino también en casa de James y Judith, visitando a Alexander. Ya habían coincidido en varias ocasiones, y había sido muy incómodo.
Y ahora sabía que la culpa era enteramente suya, que ella no podía hacer nada por contener lo que sentía.
¿Enviarle flores? Muy manido. Además, prefería hacerlo en persona. Ganaba en las distancias cortas. Quizá podría ir a visitarla. Ya, como si ella fuera a recibirle. Quizás en un baile. En público ella no podría montarle una escena. Era aprovecharse de la situación, o tener el sentido de la supervivencia muy desarrollado, según se mirase.
Al día siguiente se iniciaba oficialmente la temporada. Indudablemente ella acudiría a algún acontecimiento social. Solo tenían que coincidir. La temporada anterior había estado siempre al tanto de su agenda, pero para evitarla a toda costa. Seguro que podría averiguar en qué salón pasaría la velada Nicole, y acercársele como si nada.
Esperaba que ella no llorara, ni le suplicara. Eso sería incómodo.
Pero él lo soportaría estoico. Era lo menos que la muchacha se merecía. La consolaría, y le diría que lo superaría y encontraría a otro hombre mejor. ¿Mejor que él?, pensó. No, eso ni de casualidad. Pero bueno, se lo haría creer por el bien de ella. Tenía que ser generoso.
Silbando, a sabiendas de que su incómodo problema iba a resolverse al día siguiente, rebuscó en las cartas de la pila hasta dar con una de su administrador en Westin House. Interesado en cualquier cosa que tuviera que ver con la finca familiar, se puso a trabajar.
Esa noche, Nicole estaba en la cama. Había cenado algo ligero en casa con su madre. Ésta partía al día siguiente. Su equipaje había salido ya para Bath. Después de señalarle los peligros de no prometerse esa temporada, de advertirle que la vigilaría en la distancia, y muchas otras amonestaciones más, dijo estar cansada y se retiró. Ella hizo lo mismo, tratando de reposar al máximo para el baile de los Restmaine del día siguiente.
Y de nuevo, tras haber visto a Richard, no lograba conciliar el sueño. Y hoy con razón, después del lío que había armado. Quizá debiera disculparse… ¡Ni muerta! Vale que hubiera actuado mal, pero lo había hecho en defensa propia. Defensa con algunos meses de retraso, pero legítima igualmente.
Indefectiblemente, se acercó al armario, y rebuscó tras la pila de cajas. Como no se anduviera con ojo, ese hombre iba a alcoholizarla. Otro pecado más por el que rendirle cuentas.
Había repasado sus sentimientos sobre él más tarde, a solas, y realmente no estaba enamorada de Richard. No era el despecho lo que guiaba su enfado con él, sino su vanidad. Pero eso había acabado. Había decidido pasar página. Trataría de comportarse con él de forma civilizada. Debía reconocer que Richard poseía mucho encanto, así que no sería complicado disfrutar de su compañía. En otras circunstancias, podrían haber sido incluso amigos. Quizás ahora que iba a dejar de fastidiarle, pudieran llevarse mejor.
En cambio, lejos de sentirse aliviada por saber que la tensión entre ambos iba a relajarse, o creerse mejor persona por su capacidad de perdón, se sentía… aburrida. ¡Qué fastidio, si no podía torturarle hasta la muerte a base de vergüenza en sus fantasías! Disfrutaba secretamente imaginándolo azorado, disculpándose por lo sucedido y suplicándole clemencia. Había pasado muchas tardes, sola, pensando en formas nuevas de incomodarle. ¿Con qué se suponía que iba a entretenerse ahora? La respuesta le llegó antes de que lograra evitarla: había de encontrar marido.
Se puso seria. Tenía que centrarse en eso. El año anterior había hecho una pequeña lista mental de lo que buscaba en un hombre. Ahora, un año mayor, y con más experiencia acumulada, gracias a cierto caballero, era hora de pulirla, y de hacer una nueva con candidatos reales.
Lo mejor era poner a todos los hombres «desposables» que no fueran jugadores empedernidos o crueles, ni físicamente repulsivos, e ir tachando uno a uno los que no fueran cumpliendo esos requisitos. Cada noche se dedicaría a conocer a algunos de ellos más a fondo, y cuando llegara a casa tacharía a los que no le hubieran gustado, explicando por qué, y creando así también una lista con aquellos defectos que no querría en un esposo. Era una idea magnífica. Se sintió esperanzada. Tal vez así resolvería su problema y haría la mejor elección posible.
Se levantó de nuevo, se acercó a la chimenea para prender una vela que llevó a su secreter, sacó papel, el tintero y la pluma y comenzó:
Requisitos para mi esposo:
Bueno, el principio era sencillo.
Inteligencia.
Apostura.
Responsabilidad.
Honradez.
Respetabilidad.
Generosidad.
Aun sintiéndose frívola, añadió.
Título.
Fortuna.
Siguió pensando, pero poco más se le ocurría que fuera relevante. No obstante sabía que algo se le escapaba. El vizconde de Sunder tenía algo que no había reconocido en otros hombres. Y era el único que le había dado ese algo que la había atraído hasta haber puesto en peligro su corazón. Pero ¿qué era?
Recordó su paseo por Hyde Park, y cómo le había hablado sobre la exposición de mapas del British Museum. O cómo le había dejado conducir su carruaje cerca del serpentine, cuando nadie les veía. ¡Eso era!
Que me trate como a un igual.
Que me haga reír.
Que con él todo parezca más emocionante.
Seguía sin estar satisfecha, a pesar del avance. Había algo más. No solo era eso lo que le hacía tan encantador. Que por cierto no era poco. Había algo en la esencia de él que no lograba discernir, algo que le había hecho esperar impaciente otra cita con él. Algo distinto.
Cuando cayó en la cuenta, lejos de alegrarse de haber hallado la piedra angular de su búsqueda, se sintió apesadumbrada. Suspiró, tomó la pluma y anotó con cuidado una sola palabra.
Deseo.