Londres, finales de marzo de 1823
Nicole era consciente de que su comportamiento de ese día solo podía tildarse de grosero. Pero la culpa no era suya, reflexionaba, sino del maldito vizconde de Sunder, que sacaba lo peor de sí misma. Cuando el mencionado vizconde no estaba presente, ella se conducía con la elegancia debida. Pero en cuanto el caballero en cuestión aparecía, la actitud de ella se volvía beligerante.
Se incorporó en la cama, a sabiendas de que esa noche le costaría dormir, como cada vez que coincidía con él. Y, dadas las circunstancias, eso se estaba convirtiendo en algo cada vez más frecuente. Deslizó sus esbeltas piernas hasta el enorme armario ropero situado en un lateral de la habitación y sacó del fondo una licorera con whisky y un vaso. Si su madre, lady Evelyn Saint-Jones, la duquesa viuda de Stanfort, supiera que tenía una pequeña provisión de aquel líquido ambarino oculta en su alcoba, la despellejaría viva. Su progenitora era muy estricta en lo que a protocolo se refería, y el whisky no constaba entre las bebidas que podían tomar las damas de bien. Ni su comportamiento de ese día había sido tampoco el que la etiqueta exigía, ya que estaba.
Se sirvió una pequeña cantidad y volvió a guardar la botella tras las cajas de los sombreros, diligentemente escondida. Regresó a la mullida cama, se acomodó bien y dio un pequeño sorbo. El licor le quemó la garganta, pero su calor la relajó casi al instante.
Esa mañana había sido bautizado Alexander, el heredero de su hermano James, el duque de Stanfort, y de Judith, su cuñada y amiga. Nicole era la orgullosa madrina, y había estado al lado de los felices padres en la pila bautismal de la catedral de Saint Paul, donde habían recibido bautismo todos los Saint-Jones nacidos después de 1710, año en que se inauguró el templo. Justo al otro lado de la pequeña comitiva, acompañando a su hermana Judith, se había situado el padrino, lord Richard Illingsworth.
Incluso el rey, Jorge IV, se había percatado de su actitud durante la ceremonia. Y si Prinny se había dado cuenta de la tensión que fluía entre los padrinos del nuevo marqués de Wilerbrough, toda la nobleza allí congregada se habría dado cuenta también. Y probablemente ambos serían objeto de comentarios malintencionados. Ése parecía ser el deporte nacional, la especulación. Nicole gozaba con un pequeño cotilleo, como cualquier otro ser humano, pero detestaba las invenciones malintencionadas, que parecían proliferar en los salones de la nobleza en los últimos años. Herían gratuitamente.
Volvió al presente. No debería ser tan impulsiva, pero es que… sí, ya lo había dicho, pero era cierto: Richard sacaba lo peor de ella. Aunque, pensó tristemente, no siempre había sido así.
Sacudió la cabeza, alejando de su mente cualquier recuerdo de tiempos mejores con él. Volvió a colocarse un rizo rebelde tras la delicada oreja, y tomó otro sorbo.
Dado que el matrimonio de los duques se celebró en la intimidad y por sorpresa, todo el que se consideraba alguien en Inglaterra había acudido presto a la invitación para ver cristianar a su primer vástago, que la casa ducal había extendido a la práctica totalidad de la gente de alcurnia del país. No haber ido a la boda era tolerable, no acudir al bautizo hubiera sido imperdonable. Así, a pesar de que en marzo todavía no había arrancado la temporada, la práctica totalidad de la nobleza se había trasladado ya a la capital. Y era pues la práctica totalidad de la nobleza quien, por tanto, la había visto comportarse con la peor grosería.
Eso la devolvía de nuevo al principio: no debería haberse comportado así. Ni su hermano James, ni Judith, le habían reprochado nada más tarde, durante el copioso banquete que habían ofrecido en su residencia en Park Lane. Ellos conocían la desafortunada historia de sus respectivos hermanos, y se sentían en parte culpables. Pero ella había abusado de su comprensión. Debería haber sido más discreta. Maldita fuera su impulsividad.
Su madre, en cambio, siempre pensando en el qué dirán, se había pasado todo el camino hasta su nueva casa, en Grosvenor Square, donde se habían trasladado ambas tras el matrimonio de James para dejar espacio a los nuevos duques, reprochándole su falta de acuerdo con lord Richard, y su tendencia a airear en público su poca comunión con él. Si su madre supiera… si su madre supiera algo de aquella historia le habría dado una apoplejía. Y si supiera todo lo que ocurrió la temporada anterior entre sus hijos y los hijos de lord John, el conde de Westin, se habría querido morir directamente.
No pudo evitar que su mente volviera a los besos que Richard y ella habían compartido. Él la había hecho sentir diferente, respetada, maravillosa… mujer. Con Richard Illingsworth, Nicole se había sentido mujer, como con ningún otro caballero se había sentido.
Cuando supo que Richard la había estado cortejando para vengarse de James, porque este tenía una aventura con la hermana del vizconde, Judith, Nicole se sintió humillada. No podía creer que toda la magia, todas las indescriptibles sensaciones que había vivido con él, hubieran sido una mentira. Saber que para él no habían significado nada aquellas dos semanas, en las que ella había experimentado tantas emociones nuevas e increíbles, la desgarró.
De nuevo la embargó la vergüenza de saberse engañada. Todos habían sido conscientes de lo que ocurría, James, Judith y Richard. Solo ella había estado en la más absoluta ignorancia. Su hermano había tratado de advertirle, pero ella, orgullosa, se había negado a escucharle.
Había sido una estúpida, ahora se daba cuenta. Afortunadamente no se había enamorado de él. En caso contrario el golpe hubiera sido brutal, sencillamente insoportable. Sin embargo, en su fuero interno debía reconocer que le había faltado poco para desfallecer de amor. Muy poco.
Y desde luego, si en esa relación debía reconocer que era cierto que ella no había puesto amor, sí había apostado muchas de sus esperanzas. Richard había definido por primera vez el tipo de hombre que ella deseaba. Hasta ese momento la idea de un marido había sido abstracta, pero con el vizconde de Sunder se había convertido en una posibilidad real. Un hombre inteligente, poderoso, con título y riqueza, responsable de los suyos y que la viera como algo más que una debutante cabeza hueca. Todo ello se había convertido en imprescindible para casarse. Y todo se había desmoronado ante ella como un castillo de naipes por su dichosa costumbre de escuchar cuando no debía. No, se corrigió, se había destruido porque él había sido un mentiroso, un tramposo, y había jugado con ella.
Bien era cierto que Richard había tratado de disculparse, al menos al principio, pero ella se había negado a recibirle o escucharle en las ocasiones en las que habían coincidido. Y él había dejado de intentarlo cuando vio que ella no pensaba desistir en su enojo. Su maltrecho orgullo no dejaba de susurrarle que él había renunciado a buscar el perdón de ella demasiado pronto. Y antes de que acabara la temporada, ya ni siquiera habían coincidido. Había sabido que él estaba en la ciudad por los comentarios de sus amistades, pues todas la mujeres de edades comprendidas entre los diecisiete y los cien años andaban medio prendadas de él, más ahora que el otro soltero de oro, el duque de Stanfort, se había casado, y por amor nada menos. Le resultaba irritante ver a todas las muchachas abanicarse con fuerza cuando él entraba en cualquier estancia. Muchas la miraban a ella con curiosidad, pues nadie sabía por qué Sunder había abandonado el cortejo de Nicole Saint-Jones tan repentinamente como lo iniciara. Por acuerdo tácito, ninguno de los dos había querido hacer confidencias al respecto.
Cuando finalizó la temporada, las dos familias se trasladaron a sus respectivas fincas familiares. Pero como se daba el caso que ambas estaban a apenas quince minutos a caballo la una de la otra, había sabido de él casi a diario, bien a través de su hermano y Judith, bien por comentarios del servicio. Por tanto, aunque no le había visto hasta el nacimiento de su ahijado, casi cinco meses atrás, había estado informada en todo momento de qué hacía y con quién. Así era muy difícil superar lo ocurrido y seguir adelante.
Y por eso hoy se había comportado así de mal.
Volvió a coger el vaso de la mesita de noche, y dio otro traguito. Se había pasado toda la ceremonia fulminándolo con la mirada, como ya hiciera cada vez que coincidían en casa de los duques, yendo a ver al bebé. Ambos visitaban a sus hermanos y al pequeño a menudo, por lo que cada vez se veían con más frecuencia. Estaba claro que Richard adoraba a ese niño. Era increíble que un hombre soltero mirara así a una criaturita, por adorable que fuera. A ella nunca la había mirado así.
Diablos, ya había vuelto al tema. Que no, que no. De ninguna manera Nicole quería que el vizconde la mirara con adoración. Ella no deseaba que la mirara en absoluto, de hecho. Como riéndose de ella, su estómago se encogió de deseo al pensar en que él le pudiera dedicar una mirada de idolatría.
El deseo era otra de las cosas que añadir a la lista de lo que había aprendido del vizconde, además de la humillación, la falsedad y la rabia.
Pero la pasión había sido real. Estaba segura de que mientras la había besado, él no había estado interpretando nada. Había podido sentirlo. Y no solo por la evidencia de su deseo, que había apreciado contra ella envuelta en un tórrido abrazo, sino porque así se lo decía su instinto. Una mujer podía notar eso, había reconocido. Y Richard la había deseado a ella, quisiera o no.
Aunque el problema no era lo que él hubiera sentido, si no lo que le había hecho sentir a ella. Había sido besada con anterioridad en alguna ocasión, pero nunca había sentido ese apremio de… de no sabía exactamente qué, pero seguro que era la razón por la que la gente era sorprendida en flagrante delito todos los años en el jardín de los Tremaine. Ahora Nicole estaba intrigada. E incluso ella tenía que reconocer que su curiosidad no solía ser buena consejera, pues la había metido en líos en más de una ocasión.
Suspiró. Si el desvelo de esa noche era muestra de lo que le iba a ocurrir cada vez que coincidiera con él durante la temporada, algo le decía que ese año iba a dormir bien poco. Apurando el poco whisky que le quedaba de un trago, se metió de nuevo en la cama, esperando que los brazos de Morfeo la abrazaran.
Lord Richard George Illingsworth, vizconde de Sunder y heredero del condado de Westin, cabalgaba como alma que llevaba el diablo hacia su finca de Berks en aquel mismo momento. A lomos de Fausto, un hermoso zaíno que él personalmente había domado, repasaba el bochornoso día que se había visto obligado a soportar. El que tendría que haber sido un día festivo se había convertido en un verdadero infierno por cortesía de la cuñada y amiga de su hermana Judith. O lo que era lo mismo, la hermana de James, duque de Stanfort, y su mejor amigo. Nicole Saint-Jones.
Debería haberse quedado a dormir en la ciudad, y haber salido hacia Westin House a la mañana siguiente. Pero la idea de estar en la misma ciudad que esa bruja de ojos verdes y pelo de fuego le hacía arder de furia. Londres se les quedaba pequeño. Ni Inglaterra parecía lo bastante grande para ambos.
Tenía que reconocer que gran parte de la culpa de la insostenible situación en la que se encontraba con la dama era suya, si no toda. Cuando supo que su mejor amigo, James, había seducido a su hermana Judith, y que esta se negaba a casarse con él o a terminar con el romance, se había acercado a Nicole a modo de advertencia. Si el duque no se comportaba de forma honorable con su hermana, él tampoco lo haría con la hermana de él.
Pero se había mantenido en los límites. Maldito fuera si no lo había hecho. Se había comportado como un caballero, y no había pasado de un par de besos, aunque eso casi le costara la cordura. La muchacha había resultado exquisita, y no desnudarla para sentir su piel, y besar cada centímetro de ésta, había sido una tortura.
Su miembro se despertó en cuanto sus pensamientos se salieron de la línea que tan férreamente se había trazado respecto a la dichosa dama. Incómodo, se revolvió en la silla, obligándose a relajarse.
Quizá no debió emplearse tan a fondo con ella. Quería que Stanfort supiera que su hermana Nicole estaba prendada de él. Aunque debía reconocer que sabía que una debutante virgen era una presa fácil para alguien tan experimentado como él. Desde el principio tuvo en cuenta que podría causarle dolor, aunque asumió el daño como algo probable.
Pero por mucho que hubiera sabido lo que a ella podría dolerle, no había estado preparado para la mezcla de sentimientos que vio en la cara de la joven cuando supo de su perfidia: horror, incredulidad, y desesperanza. Esa expresión le perseguía a menudo, espoleando su culpabilidad.
Había tratado de disculparse, pero la constante negativa de ella a hablarle siquiera, le había hecho abandonar. Si Nicole no quería aceptar sus disculpas, poco más podía hacer él. Aunque eso no significaba que ella le ignorara. Ni de cerca. Eso hubiera sido demasiado fácil. Tal como había hecho ese día, cada vez que coincidían le atacaba con su mirada furibunda. James no podía tener una hermana débil de carácter, no. Tenía que tener a una auténtica fierecilla.
Su actitud belicosa les había tenido en boca de todos durante la temporada, haciendo las delicias de las peores cotillas de Londres. Todos los dragones, como él las llamaba, se habían hecho eco de la extraña relación de ambos, y habían hecho circular rumores infundados sobre la muchacha y él mismo.
Tras tantos desplantes el año anterior, había optado por conocer su agenda, y huir de ella como de la peste. Pero en los acontecimientos familiares coincidían necesariamente. Y en las visitas al pequeño Alexander también.
Pensar en su ahijado mejoró su humor al instante. ¿Cómo se podía querer tanto a una personita tan pequeña que no había hecho absolutamente nada por ganárselo? Ese bebé no hablaba, y apenas lloraba, comía y dormía. Y a pesar de ello, Richard era consciente de que moriría por él sin pensárselo.
Tenía que tener hijos. Y no solo porque su condición de heredero le obligara a tenerlos, sino porque realmente lo deseaba. El regreso de su hermana de América dos años antes había despertado en él un sentimiento de hombre de familia que desconocía tener.
Pero para tener hijos debía casarse. Bueno, no era estrictamente necesario, pensó irónico, pero sí muy, muy recomendable.
Y para casarse debía acudir a los bailes de esa temporada y buscar una hermosa joven a la que convertir en su vizcondesa.
Y si lo hacía, tendría que coincidir con la maldita hechicera de ojos verdes y pelo de fuego. ¿Había dicho hechicera? ¡No! Esa joven era una auténtica bruja.
Muy bien. Reconocía que merecía cierta censura por parte de Nicole. Pero no pensaba seguir cargando con ella. No así, en público y de forma notoria, y no durante tanto tiempo. A lady Nicole Saint-Jones se le había acabado el período de gracia. Si quería guerra, él presentaría batalla.
Hoy había sido su última ofensa.