El siglo II se considera con razón el siglo de oro del imperio romano; pero el fin de la dinastía Antonina señaló, en el año 192, una fecha capital, pues el mundo romano entró en una grave crisis que culminaría a mediados del siglo III.
Fue una etapa catastrófica en todos los órdenes. Las frecuentes rebeliones surgidas en el seno del ejército, dueño verdadero de la situación, impusieron efímeros emperadores, depuestos violentamente a su vez, por nuevas revueltas. Este ejército, cada vez más poderoso y anárquico, apenas podía considerarse ya romano: las legiones se reclutaban en provincias recientes y mal romanizadas, con lo que poco a poco iban incluyendo elementos extranjeros (germanos, sirios, árabes…) reclutados por leva y confinados en las mismas fronteras que debían defender.
Pareció entonces que todo se coaligaba para sumir el mundo occidental en el terror y el desorden. Acosado desde fuera por los reiterados ataques de los germanos, tuvo en adelante una actitud nuevamente defensiva. Pero quizás el Imperio hubiera opuesto una resistencia más eficaz si no se hubiera visto obligado, al mismo tiempo, a defenderse en Oriente de adversarios terribles: el reino parto, primero, vecino turbulento y enemigo inalcanzable en las estepas; desaparecido este, poco después, en su lugar resurgió el reino persa en manos de la dinastía Sasánida. Los romanos no tardaron en sentir la gravedad del cambio: Mesopotamia sufrió frecuentes ataques, Armenia fue ocupada, el Eufrates vadeado en más de una ocasión, Siria invadida y su capital, Antioquía, asediada. Tan solo el emperador Filipo el árabe consiguió mantener la paz, aunque por poco tiempo, gracias a una hábil maniobra diplomática protagonizada por sus embajadores.
En el interior se acrecentó el absolutismo imperial como contrapartida a las fuerzas centrífugas que desgarraban el Estado romano y que acabaron desequilibrando el propio poder monárquico. En algunas provincias especialmente amenazadas llegaron a crearse gobiernos independientes, y el Senado hizo sus últimos y desesperados intentos para recuperar su pasado poder. Pero todo se desplomaba, todo iba a la deriva. La moneda se depreciaba de año en año y se desencadenó la primera inflación de la historia sobre una sociedad inexperta y desarmada. Como es lógico, la baja del peso y de la ley de las nuevas monedas hizo desaparecer las buenas piezas antiguas, acaparadas por la autoridad o los particulares. A continuación los precios se elevaron sin cesar.
La febril agitación que se observó en todos los aspectos del mundo romano en el siglo III llegó a su paroxismo en la religión. Tantas decepciones y disturbios, tantas desgracias públicas o privadas, sobreexcitaron la crisis religiosa que empezó a manifestarse desde el siglo II.
Sin apego a los cultos oficiales, individual o colectivamente, la angustia de los hombres buscó otras seguridades en otros consuelos. Las religiones orientales desempeñaron un papel preponderante al canalizar la piedad de los individuos: la diosa egipcia Isis, el dios persa Mitra y la divinidad frigia Cibeles aseguraron a los privilegiados iniciados la promesa de la solución en el más allá e invitaron a sus fieles a participar activamente en su culto, sometiéndose a pruebas físicas y espirituales de carácter purificador.
Aquellas religiones, que ejercían una profunda influencia en sus fieles, tendieron hacia el monoteísmo al fusionar muchas divinidades que se asociaron a un dios supremo.
En una sociedad que se sintió enferma hubo también una tendencia hacia la invocación de la juventud y la salud. Las capillas mitraicas aparecieron por doquier: las hubo en Lyon, en París y en Emerita. El dios de origen persa, símbolo de la luz, que luchaba por el principio del bien, representaba al héroe viril y casto que llamaba al combate contra las fuerzas del mal. Por eso fueron los legionarios quienes encontraron el mitraísmo y lo difundieron, de campamento en campamento, a través de todo el Imperio.
El mitraísmo sedujo a los hombres de acción, pero los intelectuales se volvieron en una dirección distinta, aunque oriental también, pues toda luz venía de Oriente: el neoplatonismo. En Alejandría, bajo los Severos, se había constituido una escuela de filosofía cuya fama corrió por todo el Imperio. Ammonio de Saccas, su fundador, agrupó en torno de él a muchos discípulos, incluso cristianos como Orígenes. Pero fue Plotino el que alcanzó mayor éxito, al enseñar en Roma a la manera de Sócrates. El neoplatonismo juzgaba, al igual que Platón, el mundo sensible inferior al de las ideas y preconizaba un distanciamiento completo del cuerpo para alcanzar la iluminación y unirse al Uno por la contemplación y el éxtasis. Aunque era pagana, esta doctrina impregnada de misticismo influyó en los padres de la Iglesia.
Directamente emparentado con el neoplatonismo y en sus primeras manifestaciones anterior a él, el gnosticismo, con sus variadísimas manifestaciones y multitud de representantes, fue la más representativa de las corrientes paganas que tendieron a resucitar la filosofía antigua.
Efectivamente, después de las victorias de Alejandro Magno, y sobre todo después de la sumisión de los pueblos orientales a los romanos, se infiltraron en el mundo grecorromano una porción de ideas orientales, sobre todo el dualismo y cierto sentimentalismo, propio de los ritos de Oriente. A esto debe añadirse el aludido rejuvenecimiento de las ideas de Platón y, en general, de la filosofía griega. Todo esto produjo ya antes de la venida de Cristo una fermentación místico-religiosa, que fue después en aumento. El fenómeno más saliente fueron los diversos conglomerados que llamamos sistemas o religiones sincretistas, en los cuales predominó siempre cierta ansia de lo divino y de un conocimiento más elevado.
La idea fundamental del sincretismo fue que podía darse una nueva unidad a todos los viejos cultos, presentando a los innumerables dioses de todas las naciones como los representantes de una suprema divinidad, autora del mundo, la cual dirigía mediante los dioses inferiores.
Los signos de esta corriente sincretista fueron numerosos. En las termas de Caracalla se ha encontrado un hito de mármol simultáneamente dedicado a Zeus, Helios, Serapis y Mitra. Alejandro Severo colocó conjuntamente en su oratorio todo un lote heteróclito de ídolos pertenecientes a los cultos más diversos.
Pero la verdadera intención sincretista se percibe con claridad en los esfuerzos hechos por Julia Domna y, más tarde, por Aureliano, para imponer como religión única el culto al Sol, símbolo del poder inefable de la luz sobre las tinieblas, al cual pudieran aportar sus devociones todos los creyentes de todos los cultos.
A partir de la especulación sobre la unidad de Dios y del mundo, con una base evidentemente panteísta, una rama de la religión indoiránica llegó pronto —por un desarrollo espontáneo al considerar los defectos, males y problemas del mundo que nos rodea, sobre todo la muerte— a un profundo dualismo cósmico y religioso en el sentido de que el universo, el mundo material todo, incluida la parte carnal del hombre, se había generado por una desviación pecaminosa del Uno o Dios único. El zoroastrismo expresó esta oposición del bien-mal por la doble antítesis de vida-no vida y luz-tinieblas.
El maniqueísmo, que tan honda preocupación llegó a causar en el imperio romano, puede ser considerado como una prolongación del gnosticismo, no solo porque llegó a difundirse cuando las sectas gnósticas estaban en decadencia, sino por el contenido de su sistema.
Mani, fundador de esta secta, predicaba ya en la India hacia el año 240, como se afirma en una inscripción recién descubierta. Al subir el rey Sapor I al trono de Persia en el 241 fue llamado por él, y pudo extender su doctrina en el floreciente imperio persa hasta los confines del imperio romano.
Es sorprendente comprobar cómo todos estos sistemas coinciden en lo esencial. El ser humano es un resumen de todo el universo. La parte superior procede de Dios; su parte inferior proviene de la materia, y se halla sujeta a sus leyes. La parte superior, o espíritu, es consustancial con la divinidad, debe intentar retomar al Uno para fundirse con él y escapar de las tinieblas de la perversión presente. Esta liberación es como una iluminación, proporcionada por la divinidad misma, a quien le interesa que lo que de ella procede vuelva a su lugar. El espíritu, iluminado, se pregunta: «¿Quién soy yo? ¿De dónde procedo? ¿A quién pertenezco? ¿Adónde y cómo he de volver allí?». Estas doctrinas trataban ante todo de explicar el enigma del hombre, afincado en este mundo, pero aún extraño en él.
El cristianismo naciente también se vio inmerso en estas preguntas. Como para los gnósticos, la preocupación esencial de los primeros teólogos fue la salvación del hombre, pero no del hombre espiritual gnóstico, sino del hombre con su cuerpo. En torno a él construyeron toda una teología de la salus carnis, en cuyo centro está la encarnación del Verbo, necesaria para que el hombre, creado a imagen y semejanza de Cristo resucitado, llegase a cumplir el destino que desde el principio le estaba reservado por ser imagen de Dios, es decir, la comunión con Dios mismo.
Los teólogos de la Iglesia tuvieron que hacer un enorme esfuerzo de precisión y distinción, y meterse en el camino del diálogo con la cultura griega iniciado por los apologistas, con mayor motivo aún si pensamos que el gnosticismo estaba plagado de filosofía. Fue un recorrido en busca del encuentro, no de la destrucción, puesto que los teólogos de la Iglesia no pretendieron deshacer el gnosticismo en su conjunto, sino solo eliminar lo que tenía de erróneo y aprovechar lo que de bueno había en él.
Félix llevaba una pregunta en su interior que le hizo recorrer el mundo conocido hasta encontrar una luz, superior a las demás y capaz de disipar las tinieblas. Es esta una alegoría sobre el camino seguido por el Occidente romano para construir una nueva civilización.