En un pueblecito cercano, llamado Naín, nos detuvimos para recordar que allí había resucitado otro muerto. Se trataba de un muchacho al que Jesús volvió a la vida en el propio cortejo fúnebre que lo trasladaba a la tumba, acompañado por su madre, que era viuda. A la entrada de la aldea, que apenas tendría cincuenta casas, había una cabaña de barro y paja donde un eremita viejo y desdentado narraba el suceso. El diminuto santuario guardaba en su interior unas tablas pintadas que reproducían la escena: Jesús hablando a la viuda y el hijo saltando de la camilla para incorporarse de nuevo a la vida.
En muchos de aquellos lugares se recordaban milagros del Crucificado, aunque hacía más de doscientos años que habían muerto los últimos testigos de aquellos hechos. Pero eran los relatos de muertos vueltos a la vida los que con mayor fuerza permanecían en el ambiente, como si se hubieran realizado ayer mismo. Como más tarde en Betania, donde resucitó a su amigo Lázaro.
Era difícil sustraerse a una cierta sensación inquietante. Todos tenemos un misterioso y absurdo temor a los muertos, y solo pensar que un cadáver pueda incorporarse abre el vertiginoso y oscuro abismo al que el alma no desea asomarse. Pero la sensación es a la vez contradictoria: por otro lado, se despierta una extraña esperanza ante la posibilidad de lo imposible que nos lleva a pensar en los seres amados que hemos perdido.
Aquella misma noche hablé de ello con Orígenes. Fue junto al fuego, después de la cena, cuando se calmaron definitivamente las majadas desde donde llegaban los balidos lastimeros. Después de la oración, los dos quedamos solos, pues Berilo y los demás se retiraron a dormir.
—Maestro Orígenes —le pregunté—, esos muertos a los que Jesús resucitó, ¿dónde estaban antes de ser llamados de nuevo a la vida? ¿Habían dejado de existir?
—¿Te refieres a sus almas? —dijo.
—Sí. ¿Qué pasa con los espíritus de los muertos? ¿Quedan reducidos a la nada?
—Quiero responder a esa pregunta tuya, pero antes dime: ¿por qué me preguntas eso?
—Porque con frecuencia he dudado de que las almas puedan vivir independientemente del cuerpo. Mi abuelo decía que quien muere ya no siente ni padece sino que desaparece y se evapora para siempre.
—¡Ah! —repuso él—, eso mismo planteaba Sócrates a sus jueces en la Apología de Sócrates, de Platón. Decía que si la muerte es ausencia de toda sensación y reducción a la nada, como es el caso de quien duerme sin soñar, entonces es para nosotros un estupendo beneficio.
—Sí, recuerdo eso —le contesté—. Sócrates decía que si comparamos la muerte con una noche en la que hayamos dormido sin soñar, resulta un beneficio, pues todo lo que nos restaría de tiempo una vez muertos se reduciría en nosotros a una sola noche. ¿Crees que Sócrates pensaba así?
—Lo dudo mucho —respondió—. Porque, en ese mismo texto, también le dice a sus jueces que la muerte puede ser un tránsito a otro lugar, donde se encuentran todos los nuestros; en cuyo caso, también sería un beneficio. Incluso llega a decir que sería el colmo de la felicidad, pues encontraríamos allí a jueces que imparten verdadera justicia y podríamos tener la posibilidad de gozar de la verdadera sabiduría.
—Y tú, ¿qué piensas? —le pregunté.
Después de un momento de silencio respondió:
—Cuando algún amigo o pariente nuestro parte hacia el más allá, lo llamamos «desaparecido», pensamos que lo hemos perdido. Pero ninguno de los que entran en Dios se pierde. Es solo una vida cambiada, pero no quitada. Él hizo todas las cosas para que existieran, y lo que Él creó para que existiera, no puede dejar de existir…
—Sí, pero… ¡A veces es tan difícil ver eso…! Cuando estuve en Mesopotamia, después de la guerra contra los persas, contemplé un inmenso paraje sembrado de huesos secos y pelados de los soldados muertos, a los que las fieras y los buitres les habían comido toda la carne… Cuando se ha contemplado algo tan desolador es difícil ver más allá del vacío.
Me miró fijamente con gesto de asombro. Su rostro brillaba con la luz del fuego. Dijo:
—Eso que cuentas es semejante a la visión que tuvo el profeta Ezequiel. Dios lo arrebató en éxtasis y lo trasladó por medio de su espíritu hasta una vega que estaba llena de huesos. Luego Dios llamó de nuevo a la vida a aquellos huesos secos por medio del profeta: se cubrieron de nervios, creció en ellos la carne y se recubrieron de piel. El espíritu entró entonces en ellos, y se reanimaron, y se pusieron de pie…
—¿Podría alguien hacer que se levante tal inmensidad de muertos? —le pregunté—. Yo vi una vega como esa que dices, pero aquello no era un sueño; era tan real como tú y yo en este momento.
—Nada hay imposible para el Omnipotente, y nada que el Creador no pueda curar —respondió.
—Dime otra cosa, maestro —le dije—. ¿Y los cuerpos que fueron quemados en la pira funeraria o consumidos a causa de un incendio?
Pregunté aquello pensando en mi madre y en Néfele.
—Los incrédulos suponen que nuestra carne, después de la muerte, será destruida, de tal manera que no quedará nada de su sustancia. Así lo piensan, por ejemplo, los estoicos —dijo—. Nosotros, en cambio, que creemos en la resurrección, entendemos que por la muerte le sobreviene solo un cambio, pero que su sustancia sigue subsistiendo con toda certeza. Es, por lo tanto, indiferente que sus cuerpos hayan sufrido la corrupción, los gusanos, ser alimento de fieras o consumirse por el fuego.
—¿Entonces, qué sucede con ellos?
—Que a su debido tiempo, por voluntad del Creador, volverán a la vida.
Algo me sacudió desde los pies a la cabeza al escuchar aquello.
—¿Lo crees? ¿Lo crees de verdad? ¿Con pleno conocimiento? —insistí.
—No siento la menor duda —respondió con pacífica rotundidad—. Cuando niño sufrí la pérdida de muchos de mis parientes en la persecución a los cristianos de Alejandría; mi propio padre fue decapitado y yo mismo lo vi vaciarse de sangre, ante mi madre y mis hermanos.
—¿Y aun así, eres capaz de creer con tanta seguridad?
—Sí, porque todo pasa. Incluso pasan, con la escena de este mundo, la fe y la esperanza. Pero el amor permanece. Ahora bien, el amor que nuestros queridos seres nos daban, el amor verdadero, porque está fundado en Dios, permanece. Y Dios no es tan poco generoso con nosotros para quitarnos lo que Él mismo nos había dado en el hermano.
—¿Se puede sentir ese amor, aun después de la muerte? —le pregunté.
—Sí, aunque de otro modo. Ese hermano, esos hermanos, continúan amándonos con un amor que ya no sufre oscilaciones. No, nuestros hermanos no están perdidos. Ellos están en otra parte, como si se hubieran marchado de casa para trasladarse a otro lugar. Podemos seguir amándonos, a través de Dios, mutuamente, como el Evangelio enseña.
—Pero… ¿Nos encontraremos alguna vez? ¿Nos volveremos a ver?
—Sí, sin duda. Aunque ese momento solo Dios lo conoce.
—Y ¿qué pasará entonces? —le pregunté.
—Llegará el fin de este mundo y la consumación final. Cuando cada cual reciba el castigo que merecen sus pecados. En ese momento, Dios dará a cada uno lo que se merece.
—Eso que dices me da miedo. ¿Quién es capaz de ser completamente bueno en este mundo? ¿No merecemos todos algún castigo?
En ese momento, cuando dije aquello, el obispo Berilo se removió entre las mantas, pues estaba echado, durmiendo, un poco retirado de nosotros. Se incorporó de repente y dijo:
—¡Nadie! ¡Nadie es capaz de ser completamente justo! Nuestro cuerpo, el mal que hay en nosotros y la misma vida nos impulsan constantemente a hacer aquello que no deseamos. Y… y, a veces, se convierte en una pesadilla. Uno desea unirse a Dios de todo corazón y no pecar, pero… pero es tan difícil…
—¡Oh, Berilo, estabas despierto! —exclamé.
—Sí —dijo—. Perdonadme. Estaba pendiente de vuestra conversación y no quise intervenir, pues me deleitaba escuchar al maestro Orígenes responder a las dudas sinceras de tu corazón. Pero, por favor, no interrumpáis vuestra charla en ese momento culminante. —Se levantó y, con la manta sobre los hombros, vino a sentarse a nuestro lado. Prosiguió—: Dinos, Orígenes, ¿quién podrá salvarse? Jesús dijo que la puerta es estrecha y que habrá llantos y crujir de dientes. ¿Y qué pasará con los que se condenen?
El maestro meditó un momento. Luego, con voz suave, respondió:
—Creo en la bondad de Dios. Jesús mismo dijo a sus discípulos que lo que es imposible para los hombres es posible para Dios. Creo que él, por medio de Jesús, llamará a todas sus criaturas a un solo fin; incluso a sus propios enemigos, después de haberlos conquistado o sometido.
—¿Quieres decir que incluso los que han perseguido a la Iglesia y los que han matado y odiado injustamente se salvarán? —preguntó—. ¿Y los malos de corazón, los egoístas y contrarios a Dios?
—Más fuerte que todos los males del alma es el Verbo y el poder de curación que en él reside —respondió Orígenes—. Creo firmemente que la consumación de todas las cosas es la destrucción total del mal.
—¡Oh, Dios! —exclamó el obispo—. Pero, querido maestro, eso es contrario a lo que la Iglesia apostólica predica. ¿Estás insinuando que incluso los demonios y Satanás serán perdonados y el infierno hecho desaparecer?
Al ver que el obispo se horrorizaba, Orígenes se turbó un momento; pero, luego, prosiguió con firmeza:
—Cuando las cosas empiecen a acelerar su curso hacia la consumación, que los ha de reducir a la unidad, como el Padre y el Hijo son uno, es fácil entender, en consecuencia, que, donde todo es uno, ya no pueden existir diferencias. Por eso se dice también que el último enemigo, que se llama muerte, será destruido, a fin de que no quede nada que sea objeto de tristeza, al no existir la muerte, ni diversidad, ni enemigo.
—Entonces, si el maligno y los demonios son destruidos solo quedará el bien. ¿No es eso? —pregunté yo.
—Serán destruidos, pero sin dejar de existir —respondió el maestro—. Ello no significa que Satán, los demonios y todos los malvados de corazón deban perecer, sino simplemente que sus designios y voluntad de perjudicar, que no vienen de Dios, sino de ellos mismos, serán destruidos. Y lo serán no sin dejar de existir, sino dejando de ser enemigos y muerte.
—¿Y con el mundo, con todo lo que nos rodea, que pasará? —le pregunté.
—Dios resolverá todos los problemas del mundo. Se restaurará aquel estado en el que todo es bueno. El fin se convertirá en principio y la terminación de las cosas serán nuevamente su comienzo —dijo emocionado.
—Entonces, no sufriremos ningún cambio de lugar, sino que solamente seremos transformados. ¿No es así? —pregunté.
—Así es —respondió—. Una vez que el fin se haya convertido en principio, se restaurará aquel estado inicial, cuando la naturaleza racional no tenía necesidad de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Todo sentimiento de maldad será eliminado y lavado, quedando limpio y puro; entonces el que es único Dios bueno lo será todo para todos.
—Es difícil imaginar algo así —dije.
—Efectivamente —añadió—. Nuestra imaginación no puede alcanzarlo. Pero hay un ejemplo en la naturaleza que sirve para acercarse algo a la idea: la luz; una luz pura, perfecta y capaz de iluminarlo todo. En el mundo, por muy feliz que se sea y por muchos conocimientos que se tengan, siempre hay sombras y oscuridades, resquicios habitados por tinieblas. La restauración será como la luz que llegará inundándolo todo, lo visible y lo invisible. Entonces la verdad saldrá a relucir y lo escondido será desvelado; todo se entenderá, incluso lo más enrevesado. Muchas cosas que ahora no tienen sentido cobrarán definitivamente su sentido; y cuanto nos atormentaba y hacía sufrir en este mundo será entonces comprensible.
—¿Y eso ocurrirá de repente? —le pregunté.
—¡Hummm!… Pienso que no. Todo esto, entendámoslo bien, se irá haciendo poco a poco y por grados, en el transcurso de siglos sin número ni medida. Este proceso de reforma se desenvolverá de manera imperceptible, individuo por individuo. Unos correrán hacia la perfección rápidamente, adelantándose a los demás; otros los seguirán de cerca, mientras que otros, finalmente, desde muy lejos. Así, siguiendo una serie interminable de seres en marcha, que, partiendo de un estado de enemistad, se reconcilian con Dios, le llegará el turno al último enemigo, que se llama muerte…
Un dulce estremecimiento me sacudió de nuevo. No tenía miedo a la muerte, me había enfrentado ya con ella varias veces; no consistía para mí un peligro, ni un temor, tan solo un vacío, un impenetrable, frío y oscuro vacío. Al escuchar a Orígenes, entró como una luz dentro de mí. Sentí de nuevo deseos de llorar, al mirar dentro de mí como en el fondo de un pozo; como en el fondo de una gruta donde se penetra con una lámpara encendida. Era una sensación semejante a la que viví en la casa de Talithá qum, en Cafarnaum. Ese Jesús me hacía de nuevo sentir que ningún hecho de nuestra vida está aislado de los demás, ni carece de significado; y que hasta la misma muerte era como una llamada a la pregunta de lo imposible, oculta en nosotros, como una respuesta divina a nuestro orgullo y a nuestro deseo de paz y de felicidad inmerecidas.
Orígenes y Berilo se retiraron a dormir, en silencio, para que ninguna última palabra enturbiara la paz de aquel momento. No sé si ellos lograron conciliar el sueño, pero yo no pude dormir, invadido por un mar de placidez. Era como ascender a una montaña de amor infinito y contemplar por un momento el sentido de las cosas.
Al día siguiente, por la tarde, ascendimos al monte Tabor. El maestro Orígenes iba delante, apresurando sus cortos pasitos por la empinada cuesta que sube en zigzag. A él le llamaba este lugar más que ninguno: se veía en su cara, iluminada por el deseo de llegar a la cima. La subida fue en silencio, animada por el golpeteo de los bastones en las piedras y el jadeo de los más viejos.
Una vez en la cima, una luz crepuscular envolvía las ruinas de la antigua fortaleza destruida por Plácido, bajo las órdenes de Vespasiano. Desde allí se contemplaba la gran llanura del Esdrelón y, al fondo, el pequeño Hermón y Naín.
El recitador que nos acompañaba recitó el pasaje del Evangelio que narra lo que sucedió en lo alto de este monte:
—«Seis días después tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y los subió a un monte alto a solas. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro brillaba como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Y tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba él hablando, cuando los cubrió una nube luminosa, y una voz desde la nube dijo: “Este es mi hijo amado, en quien tengo mis complacencias; escuchadlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron sobre su rostro, atemorizados. Jesús se acercó, y tocándolos, les dijo: “Levantaos, no tengáis miedo”. Y, alzando los ojos, a nadie vieron, sino a Jesús solo. Bajando del monte, Jesús les mandó: “No contéis a nadie la visión, hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos”».
Se hizo después un silencio. Jamás olvidaré aquel momento. En nuestro viaje se había hablado de Jesús constantemente. Habíamos visto su tierra, su pueblo, su lago, sus flores, su cielo y gentes semejantes a las que él conoció. Esta era su montaña, la que guardaba su misterio. Fue como si, por un momento, se hubiera desatado el dios que había en él, el que tenía velado y contenido en su humanidad. Sentí que algo dentro de mí se desbordaba, contemplando cómo aflojaba la luz del sol y el paisaje recibía la calma del atardecer.
«Un dios en esta tierra —pensé—. Un rayo de luz indefectible ha surcado al fin la tiniebla».
Queridísimo Honesto:
He recibido con alegría a los hermanos Primo y Cándido, que me han traído felices noticias de ti y de la Iglesia que peregrina en Emerita, digna de recuerdo y digna de amor, escogida por Dios Padre y el Señor Jesucristo, para ser salvada y conducida a la resurrección.
Mi alegría ha sido aún mayor al saber que continuáis en la paz, tal y como os dejé hace años, tras la muerte del emperador Valeriano. Dios ha aceptado la ofrenda de los que no se guardaron para este mundo y ha decretado misericordiosamente que el poder de los terrores diabólicos y amenazas del mundo sean relegados, mientras crece su Iglesia entre los hombres que ama el Señor. Solo ella está fortalecida por una fe cierta y sólida en el premio futuro.
Me pides que regrese a vuestro lado y yo te agradezco de corazón tu voluntad de que nos encontremos de nuevo. Pero ya conoces los motivos por los que opté por la retirada a la vida ascética, sin la cual no podría ya vivir, pues deseo a Dios más que nada y no quiero que ninguna figura de este mundo pueda enturbiar mi mente. Hasta que Él decida, como juez; porque en tiempo de persecución se precisa el combate, en tiempo de paz, la buena conciencia.
He sabido de tu extraordinario interés por conocer con detalle la historia de mi vida, puesto que una vez más me ruegas que te envíe lo que con tanto cuidado he ido recordando estos últimos años. Supongo que querrás con ello guardar puntual memoria de los tiempos difíciles que ha vivido la Iglesia. Bueno, no puedo negarme otra vez, pues temo que lleguen a perderse cuando yo haya de dejar este cuerpo pasajero. Pero debo advertirte respecto al contenido de tales escritos: son la confesión detallada de toda una vida y he desnudado mi alma sin el recato que se observa en lo que va destinado al pueblo. Por tanto, te aviso de que no deseo ser motivo de escándalo. Ya sabes que soy converso a la fe en Jesucristo, como nunca he ocultado; los años paganos de mi vida son recordados con detalle. Tú sabrás aprovechar lo que más te convenga y dar a conocer lo que estimes oportuno. Lo demás, perdónalo en el Señor, son miserias de hombre.
Vuestro hermano Félix