Hay épocas en la vida en las que todo se deshace a un tiempo, en las que todo se separa de nosotros. Son épocas en las que nos vemos como despojados de las esperanzas superfluas, desnudos, separados de muchas cosas que antes nos parecían esenciales para vivir.
Es como si todo un mundo se desvaneciera dejándonos solos, enfrentados a nosotros mismos, abandonados por un tiempo, y viendo cómo desaparecen nuestras viejas ilusiones, pero también nuestros miedos y una gran parte de las tinieblas que nos atenazaban.
Así me encontraba yo cuando subimos a aquel barquito en Cafarnaum, con destino a Tiberíades, en la otra orilla del lago. Orígenes y sus acompañantes se unieron a nosotros para continuar la peregrinación, y nunca podré agradecer suficientemente las explicaciones que recibí, en aquel viaje, de boca del maestro.
La travesía fue agradable, y el tiempo, hermoso, bajo un cielo uniforme. Contemplamos las numerosas velas que surcaban las ondas azules que recubrían, cada vez más, el espacio que nos separaba de la orilla y de las suaves colinas de la ribera norte. Cafarnaum quedaba atrás, mientras el verde intenso primaveral de las laderas se volvía más amarillo con el oro de los últimos rayos del sol poniente.
Nos sentamos sobre las maderas de la cubierta, pues algunas veces el oleaje se hacía intenso y resultaba incómodo. Berilo le pidió a Orígenes que nos hablara. El maestro perdió su mirada en el horizonte durante un rato, como si no hubiera escuchado; pero luego comenzó a hablar:
—Con frecuencia me he preguntado por qué Dios escogió este lugar, y no otro, para que su Hijo manifestara su voluntad a los hombres. Ciertamente la tierra es grande, y muchos son los que la habitan. Cuatro son los puntos cardinales: norte, sur, este y oeste; pero el sol solo sale por una dirección, por el Oriente; expresión simbólica del levante donde nace la luz verdadera. Jesús comenzó su predicación aquí, en Galilea, junto a este lago; luego descendió con sus discípulos hasta Judea, para morir en Jerusalén, la ciudad del gran rey, como había de ser. Pero… tenía que ser aquí, en un lago, donde obrara sus prodigios más significativos…
—¿Por qué precisamente en un lago? —preguntó Berilo.
—El lago es todo un símbolo —respondió el maestro—: es como un gran espejo horizontal sobre la tierra. Refleja la luz y toma el color del cielo limpio que hay sobre él.
—¿Te refieres a la luz de Dios? —pregunté.
—No hay que imaginar a Dios como si fuera un cuerpo o existiera en un cuerpo, sino como una naturaleza espiritual simple. Es también mente y fuente de donde toman su origen todas las naturalezas espirituales o espíritus.
—¿Quieres decir que Jesús escogió el lago porque es el símbolo más completo de que Dios se refleja en todo y, especialmente, en las naturalezas espirituales? —le preguntó Berilo.
—Sí, algo así —respondió—. Dios padre, como ser absoluto que es, es incomprensible. Se hace comprensible por medio del logos, que es Cristo, la figura expresa de Dios. Se lo puede conocer también por medio de sus criaturas, como se conoce al sol por sus rayos.
—Sí, entiendo —dijo Berilo—. El lago refleja el cielo, en medio de la tierra que es oscuridad, porque no tiene luz en sí misma. Por ser el lago un gran espejo, parece que tiene luz propia, pero es siempre reflejo de los rayos que se infiltran en él y que provienen del sol.
—Exactamente. Muchas veces nuestros ojos no pueden contemplar la naturaleza de la luz misma —concluyó Orígenes—, es decir, la sustancia del sol; pero, al ver su esplendor o sus rayos cuando se infiltran, por ejemplo, a través de una ventana o de este lago, azul y luminoso a nuestros ojos, podemos deducir cuán grande será el foco y manantial de la luz corpórea. De la misma manera, las obras de la Providencia divina y todo el plan de este mundo son como rayos de la naturaleza de Dios, en comparación con la realidad de su ser y de su sustancia.
—Entonces, ¿el mundo es también Dios? —le pregunté yo.
—¡Oh, no! —replicó él—, eso sería panteísmo, propio de los estoicos, gnósticos y maniqueos. Dios es absolutamente inmutable. Por tanto no puede ser nada material.
—Pero… Tú mismo has dicho que se lo puede conocer en sus rayos, que son este mundo —dije.
—No, no he dicho eso —negó él—. Eso sería emanantismo, que es semejante al panteísmo. Yo he dicho que, siendo nuestro entendimiento de suyo incapaz de contemplar a Dios en sí mismo tal como es, conoce al Padre del mundo a través de la belleza de sus obras y de la gracia de sus criaturas.
—¿Entonces, también nosotros somos, en cierto modo, semejantes a Dios? —le pregunté.
—El hombre es «imagen» de Dios —repuso—. Al decir que «lo creó a imagen de Dios», sin hacer mención de «la semejanza», quiere indicar que el hombre en su primera creación recibió la dignidad de «imagen», pero que la perfección de la «semejanza» le está reservada para la consumación de las cosas; es decir, el hombre la tiene que adquirir por su propio esfuerzo, mediante la imitación de Dios.
—Luego, ¿quieres decir que seremos como Dios?
—Ciertamente; con la dignidad de «imagen» se le ha dado al hombre la posibilidad de la perfección, para que, realizando el bien, alcance la plena semejanza al fin del mundo.
—Pero si esa perfección o salvación es fruto del propio esfuerzo, entonces, ¿cuál es la misión de un salvador? ¿Para qué Cristo?
—Porque para lograr el supremo bien necesitamos la ayuda de Dios juntamente con nuestros esfuerzos. El mejor camino hacia el ideal de perfección es la imitación de Cristo. Igual que los ojos de nuestro cuerpo no reciben la luz del sol en la misma medida, sino que, cuanto más sube uno a las alturas, y cuanto más alto esté el punto desde donde contempla la salida del sol, tanto mejor percibe su luz y calor. Lo mismo pasa con nuestro espíritu: cuanto más se acerque a Cristo y se exponga al brillo de su luz, tanto más brillante y espléndidamente será iluminado por su claridad. El Verbo es la imagen del Padre, y las almas son imágenes de la imagen.
—Entonces, maestro —le dije—, si como dices somos imágenes de Dios, ¿por qué la muerte?
—¡Ojo! —repuso él—. La muerte no es del alma, sino del cuerpo.
—Pero ¿por qué? —volví a preguntar.
—Porque el cuerpo es solo un instrumento; porque el hombre vive en la tierra solamente de paso y, mientras está aquí, debe vivir en el cuerpo, como encarcelado y sujeto a él. Y el cuerpo es peso de esclavitud, sometido como está a los problemas del mundo, entre los que está la caducidad y la disolución en el tiempo.
Inmersos en esta discusión, llegamos a Tiberíades. De todas las ciudades de Galilea es la más importante. Ya desde el mismo lago se veían el dorado palacio del gobernador, el anfiteatro de blancos mármoles y las espléndidas casas de los ricos rabinos que se habían asentado allí en torno a la famosa escuela talmúdica, convertida ahora en el centro del rabinismo de Palestina, después de que, destruido el templo de Jerusalén, la sede del Sanedrín se trasladara allí definitivamente.
Pero, a pesar de ser considerada la cuarta ciudad santa de los judíos, Tiberíades tiene la población más variopinta de toda Galilea: griegos de Decápolis, aldeanos, pescadores galileos, cortesanas llegadas de todos sitios, sirios, fenicios, orientales siguiendo el «camino del mar», montones de soldados y centuriones romanos, cobradores de impuestos, funcionarios y una masa de enfermos y mendigos implorando en las calles.
Pero, como según la tradición Jesús nunca puso los pies allí, carecía de interés para nuestra peregrinación, y apenas nos detuvimos el tiempo necesario para descansar y repostar provisiones.
Desde allí emprendimos de nuevo la via maris, pasando por Caná y por Seforis, para llegar a Nazaret, la aldea donde Jesús pasó su infancia y los años ocultos del anonimato. Pero allí había poco que ver, salvo las llamadas casas de la Virgen y José, pero ahora no podían visitarse, por estar en poder de los herejes llamados nazarenos, que solo permitían la entrada a los miembros de su secta.
Orígenes hablaba, en cada aldea, junto a cada fuente, en el camino y en las paradas, frente a cada montón de ruinas y donde ya no quedaba nada visible de otro tiempo. Aún me emociono el recordar la vida que se albergaba en el anciano cuerpo del maestro, la pasión que lo animaba; todo le parecía bien, todo le ilusionaba cuando se trataba de las cosas de la fe. Buscaba, escudriñaba con sus pequeños ojos invadidos de curiosidad, deseoso de encontrar algo de misterio, sin que se escapara ningún lugar, ningún rincón que pudiera guardarlo. Pero su búsqueda no era una mera búsqueda humana, deseosa de lo material; él ansiaba encontrarse con lo divino. Iba más allá de la letra, más allá del contenido de los escritos, de la memoria de los lugareños, de la leyenda, de la permanencia de las piedras; a través de todo esto buscaba el encuentro con Dios.
En cierta ocasión, escuché al obispo Berilo reprenderlo por su excesivo celo a la hora de perseguir los lugares donde vivió Cristo, pues nos traía a todos fatigados detrás de algunos detalles que parecían insignificantes.
—¡Basta ya, querido maestro! —exclamó el obispo—. ¿No es excesiva esta curiosidad humana? Ya sabemos que existió, dónde vivió, que murió y resucitó. ¿A qué tanto empeño en demostrárnoslo?
Orígenes lo miró sonriendo. Luego sentenció:
—Si Dios no se hubiera hecho hombre, nunca lo habríamos hallado. Todo lo que él pudo hacer o decir en este mundo material es un testamento para los que nos sucederán.
—Pero, Orígenes, no lo entiendo —se quejó Berilo—; tú que eres tan partidario de la visión espiritual y profunda de las Escrituras, ¿por qué te aferras tanto a la realidad material?
—¡Su vida, toda su vida es un ventanal visible de la luz invisible de Dios trascendente! —exclamó el maestro.