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La casa del obispo Berilo estaba junto a la iglesia principal de los cristianos, fuera de los muros de Bostra, en una antigua aldea cuyas ruinas veían levantarse las nuevas viviendas de la comunidad. No es que los cristianos quisieran vivir aparte, pues la inmensa mayoría de ellos estaba en la ciudad, sino que su estilo de vida y el incremento del número de los miembros exigían amplios lugares para reunirse.

Mientras me dirigía hacia allí pensaba en el Discurso a Diogneto, que Gayo Ticio había puesto en mis manos días antes, y que leí de un tirón, ajeno a todo juicio y preocupación crítica, como él me había recomendado. Todo lo que era el cristianismo estaba ahí, explicado con sencillez a la par que profundidad. Lo releí varias veces. Mi inicial desconcierto se trocó en deseos de conocer más acerca de aquella religión. El discurso de Cuádrate no desentrañaba lo más dificultoso y recóndito de la nueva doctrina, pero me identifiqué pronto con la serena y alegre manera de ver las cosas de un hombre procedente, sin género de duda, del paganismo, como yo. Aunque en la primera parte del escrito quedaban sin sentido muchos de los absurdos y vanos conocimientos religiosos y filosóficos que yo había recibido, acogí aquellos argumentos con la sensación de que desvelaban algo que ya estaba escrito en mi alma desde hacía tiempo.

Fue entonces cuando decidí visitar al obispo, para conocer algo más acerca de aquella visión novedosa de boca de quien era la máxima autoridad entre los cristianos.

La casa era sólida, pero modesta. Evitando la fastuosidad de los palacios locales, estaba decorada según el estilo de la provincia, excepto en lo que se refiere a las pinturas, que reproducían motivos exclusivamente cristianos. Los únicos ornamentos eran un pórtico y un jardín.

Un muchacho me condujo por entre los emparrados hasta la puerta principal. La casa, silenciosa y cerrada, era fresca; algo oscura, quizá por resguardarse del calor exterior a costa de sacrificar las entradas de luz. Durante un rato estuve en el amplio peristilo, aguardando a que concluyeran las oraciones que mantenían ocupado al obispo en una sala contigua, mientras me llegaban los cánticos y el rumor de las plegarias.

Por fin, se abrió la gruesa puerta que daba paso a la amplia sala y salieron algunos grupos de personas que se mantuvieron prudentemente a distancia. Berilo apareció el último, acompañado por los diáconos, y fue saludando con detenimiento a cuantos aguardaban su paso. Al llegar frente a mí, no pudo disimular un gesto de sorpresa.

—¡El legado del emperador! ¡Sé bienvenido a esta casa! —exclamó.

—Mi nombre es Félix —dije.

—Ah, Félix, un nombre ciertamente agradable. ¿A qué debo esta visita? ¿Tal vez te envía nuestro común amigo Gayo?

—No, he venido por propia voluntad. Deseaba hablar contigo.

Sus vivos ojos azules se iluminaron bajo las cejas plateadas. Dijo:

—¡Bendito sea Dios! Ese deseo es mutuo. Yo también quería charlar contigo desde el día que nos conocimos en aquella cena en casa de Gayo. Todo lo que sabes acerca del maniqueísmo me interesa, puesto que esas extrañas doctrinas están dañando desde hace tiempo a nuestra Iglesia.

—Lo siento, Berilo, pero no es de Mani de quien deseo hablar hoy, sino de Jesucristo. He leído en estos últimos días algunos escritos cristianos y me gustaría saber más acerca de vuestra religión.

—¿Quieres conocer nuestra fe? —preguntó extrañado.

—Sí —respondí—, el Discurso a Diogneto me ha fascinado; creo, sinceramente, que hay mucho de verdad en cuanto proponéis al mundo. Si vuestros conocimientos de la divinidad y del hombre son tal y como figuran en tales escritos, creo que vuestra piedad puede llegar a interesarme.

—Oh, querido Félix, no quiero yo comenzar defraudándote, pero has de saber que acercarse a Jesús a la manera cristiana no es un «conocimiento», en el sentido que tú has recibido con respecto a otras doctrinas.

—¿Entonces?…

—Será mejor que ambos demos un paseo por el jardín. Si no tienes mucha prisa, creo que podré explicarte algunas cosas hoy, pero piensa que la experiencia de Jesús es un camino de paciencia…

Dicho esto, Berilo despidió a sus diáconos y ambos emprendimos nuestro paseo por entre los tupidos emparrados que se extendían frente al pórtico que daba paso al peristilo. El sol se colaba en finos rayos entre las hojas de las parras y los dorados racimos exhalaban sus aromas de mosto dulce. Berilo se apoyaba en su largo cayado, cuyo final remataba un adorno decorado con figuras plateadas. Caminaba mirando al suelo, como concentrado para buscar palabras oportunas.

—¿Conoces ya algo acerca de la vida de Jesús? —me preguntó.

—Sí, que vivió en Palestina y que fue un hombre excepcional porque realizaba cosas prodigiosas; que se ganó a muchos, judíos y griegos; que fue condenado a morir en la cruz en los tiempos del emperador Tiberio y que sus seguidores dicen que resucitó, porque se les apareció al tercer día, vivo otra vez, como lo habían anunciado los antiguos profetas.

—¿Crees de verdad que Jesús existió? —me preguntó entonces él, mirándome fijamente.

—¿Tú lo crees? —le pregunté yo.

—Sin duda —dijo—. La vida de Jesús se desenvolvió no lejos de aquí, en Palestina, especialmente en Galilea, en las orillas del lago de Tiberíades, en Cafarnaum, donde se conserva la memoria de sus hechos entre los habitantes de la zona. Además, Jesús estuvo en varias ocasiones en Jerusalén, a la que el emperador Adriano llamó Aelia Capitolina, como hoy se la conoce en el Imperio.

—Si es como dices, que Jesús existió de verdad —dije—, y que sus hechos fueron ciertamente prodigiosos, ¿por qué se ha extendido tanto la idea de que todo es una superchería propagada por judíos alucinados?

—Porque el mundo, Félix, odia la verdad. Porque los enemigos de los discípulos declararon que la resurrección de Jesús fue una fábula construida pieza a pieza.

—Bueno, vayamos por partes —dije—. Los cristianos afirmáis con rotundidad que Jesús resucitó y que se apareció a sus discípulos y que ellos, y solo ellos, fueron los beneficiarios de sus apariciones. Pero… ¿no es sospechoso que solamente testigos elegidos de antemano, y no sus enemigos, fueran los únicos que aseguraron verlo? Lo lógico sería que se hubiera aparecido a sus enemigos y a cuantos no creían en él; así nadie podría tener ya dudas al respecto y, como en otros milagros que se dice que hizo, la verdad habría relucido por sí misma.

—¡Ah, ese es el fondo de la fe! —exclamó sonriendo—. El cristianismo pretende proporcionar testimonios, no del hecho de Jesús a punto de resucitar o ya resucitado, sino del encuentro de Jesús resucitado con los discípulos. Ellos tuvieron esta experiencia durante un encuentro inefable. Ellos y solo ellos fueron los escogidos para recibir cada palabra y cada gesto de Jesús, y ellos habían de ser los que contaran al mundo la aparición de Jesús resucitado.

—Pero, entre los hechos prodigiosos que hizo Jesús, se cuenta la resurrección de algunos muertos, como la de ese Lázaro amigo suyo…

—Sí, ya, ya —interrumpió—, pero esas resurrecciones suponen una vuelta a esta vida; una supervivencia provisional…

—¿Entonces, murió Lázaro de nuevo? —pregunté.

—Naturalmente.

—¿Y Jesús?…

—¡Jesús fue exaltado! —exclamó elevando los brazos—. Su nueva vida no fue, como la de Lázaro, una supervivencia provisional, sino una existencia celeste que ya no está condenada a la muerte, una presencia soberana en todos los hombres. Esta es la afirmación fundamental de nuestra fe.

—¿Y no se parece eso al ciclo del dios Atis, resucitado por la Magna Cibeles?

—No, no, no… —Su frente brillaba sudorosa; se pasó la mano por ella y tragó saliva. Prosiguió—. Jesús vivió y murió de verdad, fue un hombre como tú y como yo; se lo llamó «hijo de José, el carpintero», que a su creer era descendiente de David; ejerció probablemente el oficio de carpintero, hasta el día que se retiró a la soledad del desierto de Judea. Después, hacia sus veintisiete o veintiocho años, se hizo bautizar por Juan el Bautista, que practicaba el rito del bautismo de agua para la purificación requerida en el fin de los tiempos. Se lo vio llorar ante la tumba de su amigo Lázaro, se enojaba como cualquier humano, comía, bebía vino, se fatigaba… —Berilo miraba al horizonte, como transido. Prosiguió hablando deprisa y con energía—. Era un hombre. Sus contemporáneos vieron su sangre, las heridas de sus manos, pies y costado; lo vieron expirar en la cruz… —Se quedó sin aliento. Sudaba de nuevo.

—Pero, aun así —repliqué—, vosotros afirmáis que Jesús es un dios. Lo siento, pero me parece una contradicción, Berilo. Si solo hay un dios, que es el Padre y Creador, ¿cómo afirmáis que Jesús es Dios?

—¡Oh, Dios Santo! —exclamó, mirando al cielo—. ¡Cómo te comprendo! Bien, quiero decir que comprendo que no me entiendas. Este es el tema más difícil de nuestra fe. Yo he sufrido lo indecible con este asunto de la divinidad de Jesús. Sentémonos —dijo, mientras se situaba en un amplio banco de piedra rojiza. Una vez sentados los dos, el uno frente al otro, prosiguió con más calma—. Verás. Debo contarte algo de mi historia para que comprendas cuánto he padecido con esto. Mis padres eran de Jerusalén y ambos eran hijos y nietos de cristianos de origen judío; luego, la tradición cristiana de mi familia se remonta casi hasta el mismo Jesús. Cuando el emperador Adriano expulsó a todos los judíos de Jerusalén, se marcharon a Damasco, donde sufrimos la persecución de Septimio Severo, en la que murieron mis padres y hermanos como testigos de la fe. Desde siempre he pensado en Dios como un padre, pero desde que faltaron los míos, su unidad y cercanía se hizo más patente. Deseaba ardientemente que Él fuera mi único Señor. El monoteísmo era un presupuesto incuestionable heredado del judaísmo y nuestra bandera en la lucha contra el politeísmo pagano. Para mí no ha habido desde entonces otra verdad que esta: no hay más Dios que el que es, el único. Con él o contra él, ser o no ser, no hay términos medios. La idolatría, disimulos, cobardías, tienen un nombre: apostasía, que es renegar de Dios, el mayor pecado.

—Pero eso es comprensible, Berilo —le dije—. Lo difícil es conciliarlo con que Cristo sea un dios.

—Ese es precisamente el problema —dijo él—. Rodeados como estábamos de divinidades griegas, perfectamente reconciliadas entre sí por la filosofía y la gnosis, nos pareció que mantener la unidad y la pluralidad en Dios era una concesión peligrosa a la cultura helenística, y un escándalo para los cristianos sencillos acostumbrados a escuchar que Dios es Uno. Y, yo el primero, caímos en la herejía llamada sabelianismo, por ser la explicación dada por un tal Sabelio, oriundo de Libia; un grave error que se opuso a la visión de la Iglesia, opinando que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo son una sola y misma persona. Esta única persona existente en Dios se manifiesta en Jesús, como redentor. Es decir, solo había un dios, el cual adoptaba el modo del Hijo, de Jesús.

—Pero eso es muy lógico —observé—, y más aceptable; puesto que así se comprendería lo extraordinario de Jesús, ya que es Dios mismo manifestándose.

—Es lógico, pero no es la verdad —replicó—, porque la tradición de la Iglesia enseña que el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios.

—¿Y tú llegaste a aceptar algo tan incomprensible? —pregunté.

—Sí, gracias al maestro Orígenes.

—¿Y cómo consiguió convencerte?

—Recuerda esto y no lo olvides nunca —dijo mirándome fijamente y con pleno convencimiento—: Jesús es la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; pero no tiene nada en común con la luz de nuestro sol. De igual manera, él no tiene nada que ver con ningún otro dios que hayan pensado, imaginado o idolatrado los hombres. ¿Me comprendes?

—Lo intento —respondí.

—Pues bien, aun así, la única imagen que se acerca algo a lo que es Dios Padre es la de luz eterna. ¿Qué otra cosa podemos suponer que es la luz eterna sino Dios Padre? Y, siendo luz, nunca se podrá decir que su resplandor no está siempre presente con Él. ¿No es cierto? Porque no se puede concebir luz sin resplandor.

Asentí con la cabeza. Él prosiguió.

—Entonces, si esto es verdad, nunca hubo un tiempo en que el Hijo no fuera el Hijo, que es, por decirlo así, resplandor de la luz ingénita, teniendo a esta misma luz como principio y como fuente, verdaderamente nacido de ella.

—¡Ah, ya te comprendo! —concluí—. No se trata de dos divinidades diferentes, de dos luces que brillan separadas y por sí mismas, sino de una misma naturaleza luminosa: luz y resplandor.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó él—. Pues eso mismo me explicó a mí el maestro Orígenes y con ese ejemplo comprendí que Jesús es Dios, y que no por eso tenía que dejar de haber un solo Dios.

—Y entonces ¿qué hiciste?

—Me retracté públicamente y pedí perdón a la Iglesia. Y luego di gracias a Dios por haber sufrido tal confusión, porque, gracias a ella, llegué a comprender plenamente que Nuestro Salvador es, pues, la imagen del dios Padre invisible; el único que nos lleva al conocimiento de Dios.

Los dos permanecimos un rato en silencio. Los ojos de Berilo se cubrieron de una capa líquida que luego se derramó a chorros por las mejillas. Creía de verdad en cuanto decía. He visto a pocos hombres con tanta fe.

—Perdóname —dijo—. Viniste a que te hablase de Jesucristo y he empezado por lo más difícil, metiéndote en el laberinto de mis propias dudas.

—Oh, no, Berilo; te agradezco mucho todo esto. Ciertamente el dios cristiano es diferente. He comprendido que Jesús es la imagen de Dios, que es el Hijo de Dios por excelencia y que es el Señor de todos los tiempos. En los escritos cristianos de la biblioteca de Gayo se dice que es el Verbo mismo de Dios, el Mediador entre él y los hombres. Pero, dime una cosa, ¿cómo fue de verdad el Jesús hombre? ¿Era solamente un modelo de hombre o se comportaba como un dios?

Berilo se puso en pie apoyándose en su cayado y meditó un momento. Luego suspiró y contestó con tono dulce:

—Ningún título fue reclamado por Jesús, ni el de Mesías, ni el Hijo de Dios. Pero su conducta y sus palabras implicaban algo más en él que en los demás hombres. Jesús invitó a buscar detrás de su existencia el secreto de su personalidad. Pero, cuando los hombres han querido estrechar ese secreto, su persona se ha escapado como un misterio que, a la vez, ilumina todo el Evangelio, y simultáneamente ciega al que quiere hallar una explicación.

—Pero… algo diría de sí mismo; alguna frase, alguna palabra…

—La frase más significativa se encuentra en el Evangelio, en una pregunta que él mismo planteó a sus discípulos, pregunta que todavía hoy queda planteada: «¿Quién dice la gente que soy yo?». La respuesta ha sido dada por los discípulos de Jesús, por sus contemporáneos y por sus enemigos, por los hombres de estos últimos doscientos años.

—Sí, entiendo esa parte de misterio, es comprensible en un hombre excepcional como él —le dije—. Pero aclárame una cosa: Jesús se manifestó como un hombre de la tierra judía, no lejos de aquí. ¿Cómo era? ¿Cuál era su aspecto? ¿Cómo se comportaba en la vida ordinaria?

Berilo sonrió de buen grado y contestó:

—La respuesta no es fácil, pues muy pronto se dio libre curso a las imaginaciones, y muchas de las cosas que habrás oído o leído han surgido de la más atrevida fantasía. Hoy resulta imposible realizar un retrato físico de Jesús. Aunque la tradición ha transmitido algunos rasgos: Jesús era un hombre de la tierra que dejaba transparentar nítidamente la belleza natural y las costumbres de los hombres. Hablaba de los pájaros del cielo que no siembran ni cosechan; de los lirios de los campos que no se preocupan por su apariencia, más hermosa sin embargo que la de Salomón; de la higuera cuyas nacientes hojas anuncian ya los frutos; de la semilla que va madurando en el silencio de la tierra; del viento que oyes soplar pero que no sabes de dónde viene o adónde va: toda la creación renace y se ilumina bajo la mirada de Jesús.

—¿Amaba, pues, este mundo?

Tras un silencio, Berilo contestó:

—Era un hombre, nunca lo olvides; estaba sujeto como tú y como yo a la vida ordinaria, pero la transfiguraba con la luz interior de quien tiene una relación única con Dios.

En ese momento, alguien gritó en griego que la comida estaría pronto. Vi que debíamos poner término a nuestra conversación y quise despedirme del obispo; pero insistió en que compartiera con él la mesa. Pasamos al interior de la casa y nos pusimos frente a un tablero sobre caballetes, en el que había confituras y vino. La comida fue sencilla, pero abundante y muy sabrosa. Como había otras personas comiendo con nosotros, dimos por terminada la conversación; pero, antes de despedirme, Berilo me preguntó:

—¿Regresarás pronto a Roma?

—Por el momento creo que no —respondí—. Aunque, tarde o temprano, tendré que pensar en ponerme en camino.

—Y, mientras estés aquí, ¿qué piensas hacer?

—Seguir aprendiendo. Veo que esta tierra tiene mucho que decirme.

Dije eso porque me sentía en manos de alguien, como otras veces en mi vida. Alguien que me envió allí y que me mandaría una señal.