45

La respuesta a la carta que envié a Roma llegó pronto. El emperador Filipo reconocía mis servicios como embajador en la Persia sasánida y se mostraba agradecido. Me envió una importante suma de dinero y me pidió que partiera para la capital del Imperio en cuanto me fuera posible.

He pensado otras veces en aquel tiempo. La precipitada huida de Ctesifonte me dejó vacío, pero con veinticuatro años es fácil recuperar el deseo de vivir, aunque hasta ese momento nunca me había sentido tan indeciso. Ahora sé que mi estancia en Bostra fue providencial. Sobre todo porque se despertó en mí la sed de la verdad, y la casa de Gayo Ticio era un lugar ideal para comenzar a buscarla.

Gayo era un hombre escéptico, pero no indiferente; no estaba de vuelta de nada; él mismo se consideraba ignorante y siempre en camino. Amaba la filosofía y el conocimiento, pero no era un gnóstico, en el sentido estricto y puesto por entonces de moda, pues no era un miembro de ningún grupo de «perfectos», ni estaba iniciado en ningún misterio, ni era adepto a ninguna fórmula religiosa que comunicara secretos del mundo invisible. Tampoco era cristiano, aunque leía constantemente los escritos de la Iglesia y contaba entre sus amistades con un gran número de cristianos, entre ellos al propio obispo Berilo, al que le unía una especial intimidad. Era un hombre fundamentalmente libre, pero dispuesto a reconocer la razón a quien pudiera aportar algo de luz a su espíritu inquieto e interrogante.

Su biblioteca era todo un signo de su persona: reunía el pensamiento clásico, los viejos e indispensables tratados, los fantasiosos y estrafalarios escritos gnósticos, la novedosa literatura siriaca, los textos apologéticos cristianos y, sobre todo, los manuales de la popular escuela alejandrina, la cual le cautivaba especialmente, pues se formó en ella en su juventud.

Me aferré a aquella biblioteca como si no hubiera otro lugar en el mundo. Gayo me aconsejaba y yo me dejaba guiar por él en el orden de la lectura. Fueron tres meses dedicados a los libros y, mientras terminaba de reponerme, aprendí mucho acerca de la búsqueda del saber por el hombre.

Nunca olvidaré aquellas noches de soledad en las que, borrados de mi memoria los dioses infantiles y extinguidos definitivamente en mi alma los fuegos de las divinidades persas, estaba convencido de que yo era el arquitecto y el autor de mi universo. A veces, me quedaba dormido sobre los papiros, y en la mitad de la noche me despertaba el fresco que entraba por los grandes ventanales; me asomaba y veía el estremecimiento de los olivos en el silencio, bajo la mirada de los astros.

No aburriré detallando las numerosas obras de literatura griega que tuve ocasión de leer; ni la impresión que me causaron los elaborados tratados gnósticos en los que presente, pasado y futuro cobraban sentido en el redondeado y completo universo del conocimiento; ni que también encontré muchos escritos de relleno, propios de los filósofos atenienses, degenerados sucesores de los auténticos pensadores de la edad clásica, y a la caza de la última novedad.

Pero, en todo aquel conjunto que conformaba la biblioteca de Gayo Ticio, destacaré que fui capaz de comprender y sentir el contraste que entonces ofrecían los dos mundos en pugna; el secular tronco viejo de la vida antigua de Grecia y Roma, y el mundo cristiano, raza nueva y nueva fe, que venía a comunicar algo de su propia alma al alma de los otros.

Se despertó entonces en mí una cierta curiosidad por los cristianos, a los que no veía en absoluto diferentes a los demás movimientos gnósticos, puesto que adivinaba en sus escritos un auténtico calor de vida que los separaba de todo ensayo retórico y del amaneramiento que busca la ostentación de la propia elocuencia.

Hablé de ello con Gayo. Fue una mañana en la que fuimos a tomar un baño a una fuente de agua caliente, a la que llamaban el Chorro de Himetra, situada al pie de las áridas colinas, en el único lugar en el que crecía una hilera de polvorientos árboles. Era un día dorado. Después de estirarnos y flotar en el agua cálida y dulce, nos sentamos en la orilla, sobre la hierba que crecía milagrosamente del suelo arcilloso.

—Dime la verdad, Gayo, ¿qué piensas de los cristianos? —le pregunté.

—¡Ah, los cristianos! —respondió—. Bostra es un hervidero de ellos. Hace tiempo que nos acostumbramos a convivir y, créeme, tienen muchas cosas buenas.

—Pero, Gayo, tú eres un gobernante. Sabes bien que los cristianos tienen su propia concepción del mundo, en algunos aspectos contraria a la organización del Imperio. Con frecuencia he escuchado que sus costumbres y su visión de la vida pueden llegar a ser una amenaza para la buena marcha de nuestra sociedad. ¿No lo crees tú así?

—Se nota que eres del otro lado del mundo —dijo—, porque temes la palabra «cristiano», como sucede en Roma, en la Galia y en Hispania. Yo llevo aquí más de veinte años, aunque procedo de Iliria; me he acostumbrado ya hace mucho tiempo a ellos.

—¿Entonces, no sientes ningún recelo? —le pregunté.

—No, ninguno —respondió—. He leído muchos de sus escritos. No creo que sean un peligro hoy por hoy, ni que lo lleguen a ser nunca.

—Yo también he leído cosas de ellos en tu biblioteca —dije—; pero no termino de comprenderlos. Las cartas de ese Pablo, de Clemente y de Policarpo son sinceras y directas, pero muchas de sus afirmaciones me parecen carentes de sentido.

—Te comprendo —dijo él—; has leído esos escritos como si fueran parte de un tratado del conocimiento, pero has de saber que no lo son. El cristianismo no es un esquema para comprender el universo, sino una forma de vida que parte de la fe en Jesús.

—¿Crees que ese judío pudo traer algo verdaderamente nuevo?

—¡Ojalá pudiera creerlo! —exclamó—. Las verdades que dijo y las obras que dicen que hizo son admirables. Toda su persona es algo distinto y especial, pero sospecho que es más una construcción de los cristianos posteriores a él que una realidad.

—Entonces, de ninguna manera crees que resucitará, ¿no es así? —le pregunté.

—No, no lo creo. No puedo creerlo. Pienso que todos sus discípulos deseaban tanto que resucitara que al final confundieron la realidad con sus propias esperanzas —respondió mientras arrojaba distraídamente piedrecillas al agua.

—Pero… ellos están tan convencidos…

—Sí, ciertamente que lo están. Mi amigo el obispo Berilo es la persona con más fe que he conocido en mi vida. Deberías hablar con él. Es un hombre de bien, amigo de la verdad y capaz de elevar el espíritu más decaído. Creo que te convendría aprovechar tu estancia aquí para beneficiarte de sus consejos.

—¿Y si me convence? —pregunté con sorna.

—Ah, ¡ojalá me hubiera convencido a mí! —respondió divertido.

—Bien, creo que lo pensaré —dije—. Pero he sufrido tantos desencantos en materia religiosa que no creo ya que pueda encontrar algo que me llene de verdad.

—Aun así, creo poder ofrecerte un libro que te ayudará a entender mejor a los cristianos —comentó.

—¿Y bien?

—Se trata de la Apología del obispo Cuadrato, presentada por este al emperador Adriano y conocida popularmente como el Discurso a Diogneto. Es una hermosa carta compuesta en defensa de la religión cristiana, que el obispo entregó al emperador después de pronunciarle un famoso discurso, cuando los cristianos se vieron molestados por determinados personajes que desconfiaban de ellos.

—Voy a terminar pensando que estás más cerca de los cristianos de lo que crees —repuse con tono irónico.

—Oh, no lo creas. Su fe tiene el encanto de la ingenuidad amable. Se trata solo de eso.

—Una cosa más —continué—. ¿Piensas que nos encontraremos con algo después de esta vida?

Gayo me miró con gesto compadecido. Su sereno y maduro rostro ilirio se llenó con una sonrisa. Se puso de pie y se envolvió en la toga.

—Vamos, es tarde —dijo—. Cuando oscurece suele hacer frío en este lugar.

Emprendimos el camino de regreso a Bostra. El cielo se había teñido ya con los colores del atardecer, pero el sol apretaba aún, bañando con una suave sensación de calor nuestra piel purificada por el agua de la fuente sagrada de Himetra. Fuimos caminando en silencio un buen trecho. Mi última pregunta flotaba en el aire, y pensé que Gayo había eludido prudentemente la respuesta. Pero, antes de llegar a la ciudad, puso su mano en mi hombro y, como si hubiera preparado las palabras de antemano, me dijo:

—Hace ya tiempo que dejé de hacer suposiciones sobre lo que habrá más allá de la muerte. Pero, si hay otro mundo, no me importa si encontraré en él a dioses eternos, vivos o resucitados; tan solo quisiera volver a encontrarme con la gente maravillosa que he conocido en este mundo.

En las afueras de Bostra nos tropezamos con el árbol gigantesco, bajo cuya sombra hubiera podido acampar una centuria entera. Al acercarnos vimos a grupos de hombres ancianos sentados a su sombra, algunos de ellos de aspecto muy venerable, ennegrecidos y agrietados por las horas de sol en los desiertos.

—Es el árbol del dios —dijo Gayo—. Solo tienen derecho a colocarse en la frescura de su sombra los hombres viejos. Es como un privilegio, adquirido después de bregar en esta vida. Eso es lo que dice la antigua leyenda. Es todo un símbolo de la existencia para los hombres de este lugar: el mundo es igual que un árido e inhóspito desierto, por el que transitamos como peregrinos, forasteros y hombres de paso, aguardando el momento de poder descansar a la sombra fresca del dios, junto a los amigos, recordando los momentos buenos y malos del camino, ajenos ya a sus vicisitudes, con la hilaridad propia del que ha cumplido su destino.