44

No hay nada como ver que tu propio cuerpo se restablece: es como un milagro. La carne inexistente brota de la nada bajo la piel; vuelven los músculos y el vigor a los miembros vacilantes, el brillo al rostro y la luz a los ojos.

Los experimentados médicos de Bostra y las aguas milagrosas de sus termas me devolvieron la salud. Pero el alma no se recuperó tan pronto.

En Bostra gobernaba un prefecto nombrado por el procónsul de Damasco. Se llamaba Gayo Ticio y era una buena persona, prudente y discreto en el trato. Me acogió en su casa y pagó a los caravaneros sin más averiguaciones. Cuando le expliqué quién era yo, me sorprendí al comprobar que todo ese extremo del Oriente tenía conocimiento de mi embajada ante los persas y del desarrollo de los acontecimientos, desde que el emperador me encomendó la misión de representarle ante Sapor.

—Es un orgullo para esta casa que el legado del divino emperador Filipo haya venido, por virtud de la Fortuna, a hospedarse en ella —dijo con tono sincero.

Reparé por primera vez en que mi cargo era importante. No sabía qué decir. Pensé que lo mejor era interesarse por la situación, ya que durante la travesía del desierto podía haber sucedido cualquier cosa.

—¿Se sabe algo de la actitud de los persas? —pregunté.

—Poca cosa —respondió Gayo—. Tan solo que el embajador de Roma andaba desaparecido. Pero nadie podría suponer que aparecería aquí.

—¿Entonces, de momento no ha habido guerra?

—No, todo depende de la posición de Palmira, que no ha terminado de decidirse.

—¿El emperador se encuentra en Roma?

—Sí, después de la campaña del Danubio fue aclamado por la urbe, y ahora se dispone a celebrar con gran esplendor los actos que conmemoran el milenio de la fundación.

—¿Tenéis buenas comunicaciones con la capital del Imperio?

—Sí, no podemos quejarnos; Damasco cuenta con un buen servicio de correos que trabaja con rapidez desde los puertos del Mediterráneo. ¿Necesitas enviar algún mensaje?

—Escribiré al emperador para comunicarle todo lo sucedido y para anunciarle que partiré hacia Roma en cuanto me encuentre totalmente repuesto.

—Esta es tu casa, puedes disponer de ella el tiempo que desees.

El clima de Bostra era caluroso, pero contaba con abundantes surtidores de agua para refrescarse. Era una ciudad dependiente de Damasco, aunque disfrutaba de una vida propia, que le había otorgado su posición privilegiada como puerta del desierto. Era sorprendente que un lugar tan apartado y tan continuamente transitado por la gente del Oriente, gozara de un ambiente tan romanizado.

En la casa del prefecto Gayo Ticio solían reunirse con frecuencia hombres de negocios, poderosos mercaderes, filósofos, dignatarios y altos cargos de las religiones principales. Toda la cúpula de la ciudad estaba por entonces impregnada del espíritu cosmopolita y sincretista que inundaba cualquiera de los importantes puntos de encuentro del Imperio.

Gayo Ticio no se alineaba en ninguna parte, pero tampoco dudaba de nada. Era una de esas personas siempre dispuestas a complacer a todo el mundo, y a facilitar las cosas para conciliar a personas, creencias y posiciones particulares. Era el gobernante ideal para una ciudad como Bostra, singularmente conforme con la romanización, pero abierta por sus propias circunstancias a lo múltiple y diferenciado.

Gayo y sus invitados solían reunirse en la biblioteca, un alto salón cubierto por un precioso artesonado a la manera árabe, donde se gozaba del rancio olor a papiro que emanaban los rollos y los códices.

Débil y deprimido como estaba, me sustraje al principio de aquellas reuniones; pero advertí que mi anfitrión estaba deseoso de presentarme a sus amistades y, dada su generosidad, cuando me sentí más fuerte no pude negarme a hacerme presente. Él había insistido con frecuencia, de manera que se le iluminó el rostro cuando accedí a su invitación.

—Daremos una cena —dijo—. Aunque llevas aquí más de un mes, será una cena de bienvenida.

—Por favor —supliqué—, no estoy para tanto bullicio…

—No te preocupes; solo estarán los más íntimos.

La cena fue suntuosa, y el vino de Judea, exquisito. Gayo se encontraba en su elemento, rodeado de aquella gente culta e inquieta, como él. Me di cuenta de que era para ellos un lujo contar con un testigo directo de la oscura y amenazante Persia y, como supuse, tuve que resignarme durante un buen rato a ser el centro de atención y el blanco de todas las preguntas.

Estaban presentes cuatro hombres principales de Bostra, además del prefecto: un tal Floro, maestro de retórica, que regentaba la academia local más importante, un edil cuyo nombre no recuerdo, un conocido gnóstico llamado Piso y el obispo Berilo, al que Gayo admiraba y protegía especialmente, aunque él no fuera cristiano.

Al principio se interesaron por saber cosas acerca de Sapor.

—¿Es el rey de los persas una bestia oscura y ansiosa de sangre, como se piensa en el orbe romano? —preguntó el maestro Floro.

Sonreí. Ellos me miraban con los ojos muy abiertos. No disimulaban su curiosidad.

—Sapor es un monarca distinto —respondí—; pertenece a otro mundo. Pero no creáis que el reino sasánida es la cara oculta y tenebrosa del mundo, como se piensa en Occidente. Os sorprenderíais al comprobar que ellos piensan al contrario, es decir, que su mundo es la luz, el reino de la verdad; mientras que Occidente es el origen de toda corrupción. Esto es lo que piensan los magos y los ministros más tradicionales de Persia.

—¿Por eso Sapor nos hace la guerra? —preguntó Gayo.

—No, no es por eso —respondí—. Sapor es un guerrero, un hombre preparado desde niño para combatir. Pertenece a una larga dinastía de caballeros. Su padre y su abuelo extendieron la dominación sasánida y él se siente llamado a continuar la tarea de engrandecer el imperio que ha heredado. Ellos se creen los sucesores de los antiguos aqueménidas y, especialmente, del gran Darío.

—¡Ah, pero eso es una amenaza contra la romanización del mundo que tantos sacrificios ha costado! —dijo el edil.

—Sí —apoyó el gnóstico Piso—. Ya el gran Alejandro se adentró en Asia para llevar nuestra cultura y nuestros dioses a los bárbaros, y ellos parecieron estar conformes. No comprendo por qué ahora quieren volver atrás.

—Su cultura es rica —respondí—. Y su dios Ahura Mazda es para ellos la única luz.

—Sinceramente, querido amigo Félix, no te comprendo —replicó Piso—. Esos persas quisieron envenenarte; perdiste a tu mujer, según hemos sabido; tuviste que huir moribundo y, aun así, pareces querer defenderlos. Esto… Esto es algo difícil de entender…

—Sí —dijo Gayo—, ¿qué puede haber allí que tanto añoras?

—Es algo que no podré explicaros —dije—. Fueron muchas cosas hermosas y extrañas a la vez las que viví en aquel país. Es como si una misteriosa confrontación de fuerzas me hubiera mostrado el máximo placer y el máximo dolor casi a un mismo tiempo. Es algo… Es algo muy difícil de explicar.

—Háblanos de ese Mani, del que tantas cosas hemos escuchado —pidió el maestro Floro—. ¿Es cierto que es el mago más adorado y que incluso el propio Sapor es seguidor suyo?

—Mani no es un mago —respondí—. Es un hombre iluminado, al que los magos tradicionales odian. Su doctrina, que él afirma haber recibido por revelación de un ángel, es una mezcla de persismo, budismo y de algunas formas cristianas. Él mismo se presenta como el Paráclito que Jesús prometió enviar.

El obispo Berilo había permanecido hasta ahora en silencio, muy atento a cuanto se decía. Era un hombre menudo, con el pelo y la barba canosos, y unos vivos e inteligentes ojos azules. Al escuchar estas últimas palabras mías intervino en la conversación.

—¡Oh, Dios mío! —dijo disgustado—. ¡Cuánta confusión en este mundo! Ya hemos sufrido lo nuestro los cristianos con las sectas ebionitas, elkesaitas, ofitas, peratas, naasenos, encratitas… y ahora ese Mani viene a traer más confusión.

—Amado Berilo —replicó el gnóstico Piso—, siempre tenemos que llegar a este punto para discrepar. Vosotros, la Iglesia llamada «apostólica», os apoderáis de Cristo como si fuera algo exclusivamente vuestro. Ya hemos discutido mucho de esto. Jesús es de la humanidad; no es un patrimonio exclusivo de nadie en particular. Él mismo se ofreció a la gentilidad y Pablo lo presentó al mundo entero. ¿Por qué limitarlo? Recuerda sus palabras: «El que no está contra nosotros, está con nosotros».

—¡Ah, Piso, siempre lo mismo! Jesús es de todos, ciertamente; pero alguien de entre los hombres debe administrar su palabra y el don de su persona. Es cierto que habló a todos sin distinción, pero él mismo escogió a hombres de su tiempo para que lo representaran entre los demás y para que continuaran su misión. La Iglesia no hace sino perpetuar esa voluntad suya.

—¿Por qué quiso Cristo que fuera así? —pregunté.

—Pues porque hay algo extraño en el mundo, que tiende a complicarlo todo —respondió el obispo—. Lo que empieza siendo puro y claro, pronto se trastoca, se enrevesa y se oscurece por virtud de esa complicación y desorden propios del ser humano.

—Sí, sí, Berilo, eso ya nos lo has dicho muchas veces, pero ¿quién determina dónde está la verdad? —preguntó Gayo.

—¡Ah, Gayo, siempre con tu escepticismo! Esa pregunta ya se la hizo el procurador Poncio Pilato a Jesús. Mira, solo puedo decirte que la verdad existe, y si existe debe estar en algún sitio; nosotros, la Iglesia de los apóstoles, pensamos que debemos custodiarla, no como algo propio, sino porque alguien debe mantener esa lámpara encendida frente al caprichoso entendimiento humano.

—Sí, eso es razonable —dijo el maestro Floro—, pero aparecen tantos iluminados y tantos hombres sabios que se presentan como portadores de la verdad que… que es tan difícil…

—Claro, por eso mismo —afirmó el obispo Berilo—. Yo mismo he sufrido esos vaivenes, y vosotros lo sabéis. Hace ahora dos años que las doctrinas de Sabelio se introdujeron en nuestra Iglesia de Bostra. A todos nos pareció que eran acertadas; incluso a mí, que me hice partidario del sabelianismo, y como obispo arrastré a muchos.

—Sí, Berilo, ya conocemos todo eso —interrumpió Gayo—. Tú eres un hombre humilde, siempre dispuesto a rectificar. Como veías que tales doctrinas no eran acordes con las de las otras iglesias, llamaste al maestro Orígenes para que os mostrara el camino correcto y tú mismo te retractaste del sabelianismo en un sínodo, delante de todos los miembros de la Iglesia de Bostra.

—Eso mismo —dijo el obispo—. Lo hice porque, sinceramente, pienso que la verdad se abre camino con el tiempo y, si alguien se empeña en sostener alguna verdad concreta frente al resto de la Iglesia, y no pide ayuda, esa verdad, por muy clara que aparezca a sus ojos, es un camino erróneo.

—Sí, todos estamos en búsqueda —sentenció Gayo—; pero es tan difícil ser humilde…

—Bien, ahora debo irme —dijo el obispo Berilo—. Es tarde ya. Agradezco al joven Félix cuanto nos ha aportado esta noche. Pensábamos que el mal moraba entre los persas. Ahora sabemos que, como en otras partes, buscan la verdad.

Yo estaba más dispuesto para el conocimiento de lo que pensaba. Al final, sentí que no deseaba que aquella conversación terminara. Cada uno se marchó a su casa. Gayo se quedó ayudando a los criados a recoger la mesa.

—¿Sabes, Gayo? —le dije—. No sabes hasta qué punto te agradezco esta noche.

Me miró extrañado.