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Una tarde de verano, sentado en las terrazas, leí los libros de Mani y meditaba acerca de los difíciles problemas del hombre que aquella doctrina pretendía resolver. Mesopotamia es hermosa en esa estación, más que en ninguna otra: los rastrojos dorados hacen contraste con el verde de las riberas y los árboles se cubren de frutos; interminables filas de pequeños asnos y grandes elefantes llegan desde el Asia interior, y se van situando en las orillas formando coloridos campamentos, cuyos caravaneros se sumergen cada día en las aguas, siguiendo los ritos de purificación de los indios; todo bulle, todo brilla bajo el sol del verano, y el gran río lanza destellos plateados en los vados en los que se aquieta.

Desde las terrazas del palacio se contempla la inmensidad de los campos cultivados. Luego las estepas y, tras ellas, los páramos yermos que se extienden hasta las mismas laderas. Contemplaba las azuladas hileras de montañas, y pensaba en lo que había más allá: Susa, Gedrosia, Gandhara, el Indo… ¿Y todavía más allá, qué? Llegaban historias de todo tipo. El mismo Mani hablaba de monasterios encaramados en lo alto de las colinas más elevadas del mundo, de seres entregados desde niños al vacío, a la nada de dioses que hablan en la soledad profunda del hombre y en el absoluto silencio. Quizá las cumbres misteriosas tienen el secreto. ¿Será porque están más cerca del cielo? Cuando era niño me imaginaba al padre de los dioses en lo alto de un monte, contemplando desde allí a los hombres, diminutos, entregándose a los afanes del mundo. Cuando encontraba un hormiguero, mi alma infantil soñaba con ser dios: a estas les quitaré el grano de trigo, pensaba; a aquella la aplastaré, y dejaba caer el pie con implacable crueldad; a otras las dejaba ir, por el puro placer de perdonar…

Si algo me cautivaba del dios de Mani, era pensar que ningún mal podía venir de él; que era un dios del sumo bien, entregado por pura vocación a luchar contra el reino de las tinieblas. Consolaba pensar en esa victoria final que aniquilará definitivamente cuanto de torcido y oscuro hay en este mundo. Pero, mientras no llega ese momento, lo bueno y lo malo se suceden, como si se ganaran batallas en una alternancia de dolor y felicidad. «Sí, así tiene que ser —pensaba— una situación transitoria. Este mundo es un estado intermedio, una antesala para acceder a algo definitivo y supremo».

Se presentó Arbatres. Estaba sofocado, y su rostro delataba que había algún problema.

—El rey te llama —dijo.

—¿El rey, ahora? ¿Sucede algo? —pregunté, pues me resultó extraño que me citara repentinamente y por la tarde.

—No puedo decirte nada. Será mejor que te apresures. Te espera en el iwan privado de sus dependencias.

Cuando entré, Sapor estaba rodeado de los magos y los ministros. Entre ellos, el viejo Serges. Los despidió a todos y nos quedamos solos, uno frente a otro. Supe que se trataba de un asunto muy importante, y que desde luego me concernía, por la forma en que me habían mirado al retirarse. El rey me dijo:

—Ya sabrás que, aunque hicimos la paz con Roma, Palmira ha estado incordiando constantemente.

—Sí —respondí—. El rey de Palmira se enemistó con el emperador y la alianza quedó interrumpida. Supongo que han estado actuando por su cuenta. Nunca se atreverían a enfrentarse a tu ejército en una guerra abierta, pero siempre se han creído dueños de la ruta meridional, y la defienden con uñas y dientes frente a quien sea.

—Exacto. Pues bien, los problemas con Palmira han terminado. Hoy se ha presentado un embajador de su rey para ofrecernos el paso del sur. ¿Sabes lo que eso significa?

—Naturalmente —contesté—, que definitivamente han roto su alianza con Roma.

—Eso no es todo —dijo bajando la voz—. ¿Sabías que los palmiranos detestan al emperador Filipo el árabe?

—Sí —respondí—, esa enemistad es bien conocida entre los romanos.

—Pues bien, el embajador de Palmira ha hablado hoy de tu emperador, y ha contado con detalle cómo se ha presentado en Roma y en el mundo entero como el vencedor de todas las guerras…

No fui capaz de mirarlo de frente.

—Sé lo que eso significa —dije—. Habrá dicho también que para el mundo occidental el emperador romano venció a tu ejército en Mesopotamia.

—Sí, y lo peor es que el embajador ha hablado delante de mis ministros y delante de los magos. Lo cual…, lo cual te afecta directamente. Hace un momento han pedido tu cabeza.

—Sabes que he sido sincero contigo —dije—. Cuando se hizo la paz entre tu reino y el mío, me presenté ante ti y acepté que tú me presentaras como el embajador del vencido. Ello me costó un puñado de azotes y el frío y la oscuridad de tus mazmorras. He consentido en aparecer en tu corte como el vicario de un reino vasallo. Si ahora cambian las circunstancias no ha sido por mi culpa. Os he servido en todo. También os debo todo lo que tengo, y soy consciente de ello. Sé también que sentís afecto por mí, así que por mi parte, ¿qué otra cosa podría hacer?

—Afortunadamente —dijo—, no tengo la menor duda de esos sentimientos. Por eso deseo librarte de la muerte.

—Me siento agradecido —dije—. Agradecido y atemorizado…

—Ahora debemos preparar inmediatamente tu huida de mi reino; pero hemos de hacerlo cuidando de que nadie pueda urdir ninguna intriga. Aunque tengo todo el poder, no estoy seguro ni del más leal de mis hombres. ¿Puedes disponer de tu escolta?

—No, se marcharon hace tiempo. Tan solo permaneció un sátrapa sirio, un arquero bitinio y un puñado de hombres, pero son casi unos ancianos.

—Es insuficiente para defenderte y suficiente para delatar tu marcha. Habrá que pensar en otra cosa.

—¿Y Pasargates? —pregunté.

—¿Mi primo? Ah, no, su situación es ahora compleja en el reino.

Me extrañó que no pudiera confiar ni tan siquiera en Pasargates. Me di cuenta de que mi vida corría un serio peligro. El mismo rey quería salvarme, pero ahora era el centro de todas las miradas, y cualquiera querría apuntarse el tanto de terminar conmigo.

—Bien —dijo él—, ya pensaré algo. Mientras tanto no te muevas para nada de tus dependencias. Antes de dos días enviaré a alguien para que te recoja y te lleve fuera de Mesopotamia.

Salí del iwan real y tuve que pasar por entre ministros, magos y altos dignatarios que esperaban en el largo pasillo que daba paso a las dependencias reales. Las miradas me traspasaban. Todos los odios que se habían desatado de nuevo contra los romanos apuntaban directamente contra mí. Entre aquellas caras había muchos a los que yo consideraba amigos, pues había cenado en sus casas o había compartido con ellos las horas de cacería. Así de extrañas eran las cosas entre los persas.

Me encontré con un gran revuelo en los jardines que había delante del sector del palacio que yo habitaba. Elis corría junto con los criados, hacia los estanques, portando cubos para recoger agua.

—¡Todo está ardiendo! —gritó alguien.

Frente a la puerta de mi casa, me topé con el humo denso que salía y vi las llamas escapar por las ventanas.

—¡Oh, dioses! ¡Néfele! —exclamé—. ¿Dónde está Néfele?

Por las miradas de todos supe que estaba dentro. Atravesé la oscura cortina de humo y me precipité hacia el interior. Los ojos se me inundaban de lágrimas, y no veía nada, apenas podía sostenerme en pie. Volví al exterior y aspiré una intensa bocanada de aire. Entonces Elis me sujetó.

—¡No, no entres! —gritó—. ¡Ya lo he intentado yo! ¡Es imposible!

—¡Debo entrar! ¡Debo hacerlo!

De nuevo entré y otra vez me encontré con la imposibilidad de atravesar aquella barrera de humo y fuego. Cuando salí estaba casi desfallecido. La gente había acudido y se había formado una gran aglomeración donde todos gritaban y corrían de un lado a otro.

En aquella confusión, alguien conocido se acercó a mí. Luego he intentado recordar quién fue, pero no lo he conseguido. Me sostuvo por los hombros y me dijo:

—¡Tranquilo! ¡Néfele está a salvo! Salió por los patios traseros y está al otro lado del palacio.

—¿Estás seguro? —le pregunté angustiado.

—Sí, yo mismo la vi escapar del incendio, sana y salva.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamé.

Aquel hombre, cuyo rostro no recuerdo, puso entonces un vaso lleno en mis manos.

—Amigo, ahora tranquilízate —dijo—. Bebe un poco de agua y recupera el resuello.

Me acerqué aquel vaso lleno de fresco líquido hasta los labios, como si en él estuviera la vida, y bebí a grandes tragos. No recuerdo el sabor, pero sí que pasó, frío, por mi garganta y que, cuando llegó a mi estómago, se convirtió en fuego. Lo demás se perdió en el vacío de un oscuro túnel.

Durante un tiempo cuya duración no podría determinar, estuve sumido en la terrible pesadilla del incendio. Cuando desperté fue como nacer de nuevo: tenía la boca seca, la mente vacía y el cuerpo extraordinariamente pesado. Elis estaba junto a la cabecera de la cama, medio adormilado. Al verme despierto se sobresaltó.

—¡Oh, estás vivo! —exclamó—. ¡Husbiago! ¡Félix está despierto! —gritó luego. Una cortina parda se abrió y apareció Husbiago.

—¡Gracias a Dios! —exclamó.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? —pregunté con voz que apenas me salía del cuerpo.

—Alguien quiso envenenarte —respondió Husbiago.

—¿Dónde? ¿Cuándo? —volví a preguntar.

—Durante el incendio, hace ahora tres días. Has permanecido como muerto, mientras el médico te purgaba. Habíamos perdido las esperanzas, pues tu pulso se iba debilitando y vomitabas sangre constantemente. Pero, gracias a Dios, parece ser que tu hora aún no ha llegado.

—Ah, el incendio… —dije.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para recordar. Me venían imágenes del pasado lejano, pero apenas recordaba nada de lo inmediato. Era como si algo dentro de mí se negara a encontrarse con aquel incendio. Al forzar mi mente, todo me daba vueltas y deseaba sumirme de nuevo en el vacío del sueño.

Al despertar, en uno de aquellos intervalos, recordé todo de repente.

—¡Néfele! —grité—. ¿Dónde está Néfele?

Husbiago y Elis me miraron, compadecidos, desde los lados de la cama.

—Ahora es mejor que descanses —respondió el anciano.