Esperé a Néfele en sus habitaciones, escuchando a mis miedos. Intentaba serenarme con las explicaciones de Pasargates, pero había algo en todo aquel asunto que no terminaba de convencerme.
La mañana me sorprendió dando vueltas en la cama. Muy temprano llamaron a la puerta y corrí para abrir antes de que lo hicieran los criados.
Tal y como me había prometido, Arbatres se presentó con Néfele, que acudió sonriente, envuelta en una brillante capa de seda verde. Saltó hacia mí y se colgó de mi cuello. Una vez dentro y solos, me pidió perdón una y otra vez.
—Todo está olvidado —le dije—. Pero tan solo quiero saber una cosa, luego no volveremos a hablar más del asunto: ¿por qué no me dijiste que habías vuelto a ver a Pasargates después de la cacería?
—Él me encomendó especialmente que te hiciera feliz —respondió—. Si hubieras sabido que yo estaba contigo por un encargo, quizá no me habrías tratado tan bien. En Persia los hombres consideran a las mujeres como una propiedad más, sin tener en cuenta nada de lo que ellas sienten o piensan. Luego me di cuenta de que tú eras distinto y empecé a amarte. Cuando me preguntaste por el noble Pasargates me asusté, pues sabía que habías estado en casa del viejo ministro Serges, que odia a la gente de Seleucia… especialmente a los griegos.
—Pero ¿por qué no confiaste en mí?
—Porque siempre me habías tratado muy bien, y cuando te vi tan exaltado me desconcerté.
No sé qué sucedió verdaderamente, y jamás lo sabré. Pero todo volvió a ser como antes en poco tiempo. Arbatres frecuentó de nuevo mi casa y yo continué aconsejando al rey en diversos asuntos. Y, a pesar de las advertencias del viejo Serges, volví a las reuniones de Mani.
Mani consideraba que el fracaso de las religiones que le precedieron (mazdeísmo, budismo, cristianismo…) se debía a que sus fundadores no habían escrito nada por sí mismos. Por eso, él se cuidaba de consignar por escrito su doctrina e incluso de ilustrarla con sus propios dibujos. Sapor puso en mis manos algunas de aquellas obras: El tesoro de la vida, El libro de los misterios, y El libro de los gigantes. Al principio pensé que todo aquello daría luz a mi alma, pero, por el contrario, aquellas lecturas me sumieron en un mar de confusiones y dudas.
Otra vez volví a encontrarme con aquella separación fatal entre luz y tinieblas. Los libros de Mani decían que el reino del bien tiene como principio al Padre (de los judíos y de los cristianos), y el del mal tiene como cabeza al Príncipe de las Tinieblas (el Aharaman persa o el Satán de las escrituras judías). Del Padre ha sido formada la «Madre de vida». De ellos nació un primer hombre, el hombre primordial, al que vencieron y engañaron los demonios y que el demiurgo se ha propuesto salvar. Para ello, fue enviado un salvador, un amigo, un «hijo de Dios», que despierta a los hombres caídos, les enseña la verdad y les revela la gnosis.
Todo aquello, salvando las distancias, guardaba cierta relación con algunas cosas que aprendí en la infancia; con las enseñanzas del templo de Mitra, que esperaban un dios-luz; con la desviada esperanza de Salus en su pequeño templo de Roma, aguardando la salvación integral del hombre; e incluso con la filosofía de Plotino, que esperaba la liberación de los destellos de luz que están desterrados en el mundo. Algo faltaba. Todo sonaba bien, tenía cohesión y armonía; pero, a fuerza de alejar luz y tinieblas, dejaba este mundo solo y sumergido en la oscuridad, esperando una iluminación distante y ajena.
Cuando cesaron por completo las lluvias, volvió el tiempo de la caza. Las zonas pantanosas, que permanecían anegadas durante el invierno, permitían ahora el paso entre los canales y los terrenos estaban más firmes. Descendimos hacia las áreas meridionales para buscar a los tigres, y la corte se entregó de nuevo a su actividad favorita, con más pasión que en el pasado otoño.
Las doradas mieses anunciaron el verano. Con ello terminó la temporada primaveral de la caza y emprendimos de nuevo el regreso a Ctesifonte, porque el calor es muy fuerte en aquellas zonas y resulta más llevadero entre los dos grandes ríos.
Al llegar al palacio, me encontré con una sorpresa. Husbiago me aguardaba para entregarme una carta de Prisco, el hermano del emperador, que había quedado como gobernador de la provincia de Siria. En ella me anunciaba que seguían mal las cosas entre Roma y Palmira, y que esta última podría resultar un peligro para la paz tan necesaria con los persas. Por otra parte, concedía permiso para regresar a los hombres que me habían acompañado, puesto que se consideraba que su misión había terminado; pero yo debía permanecer allí, mientras durase la paz entre romanos y persas.
Cuando terminé de leer la carta me enojé.
—¿Quién ha pedido permiso al gobernador para regresar? —le pregunté a Husbiago.
—Los hombres estaban cansados de Seleucia —respondió—. Cuando se hartaron de los burdeles y del vino fuerte de los persas empezaron a pedir que regresáramos.
—¿Por qué escribieron al gobernador sin hablar antes conmigo?
—Estabas en el palacio; nadie puede entrar en Ctesifonte si no es un noble persa. Hemos sabido poco de ti durante todo este tiempo. Has vivido en la corte y, la verdad, te has preocupado poco o casi nada de tus hombres.
Lo que decía Husbiago era cierto, ahora me daba cuenta; casi desde que llegamos, dejé de ver a mi escolta, que se quedó al otro lado del río.
—Son veteranos —prosiguió Husbiago—; el clima de Mesopotamia es húmedo y se quejaban de dolores de huesos. No es lo mismo vivir en un palacio que aguantar durante meses bajo unos toldos, sobre un barrizal y con una lluvia que no cesaba ni de día ni de noche. Si te hubieras preocupado al menos de saber cómo estaban…
—¿Y tú, qué has hecho? —le pregunté; era lo menos que podía hacer.
—No puedo quejarme —respondió con dignidad—. Mis hombres y yo estamos acostumbrados a estas tierras; para nosotros no ha sido tan difícil. Nos hicimos con una casa en Seleucia y hemos estado allí. La comunidad de los cristianos nos ha acogido. Pero, aun así, también nos marcharemos. Ya no nos necesitas; llevas aquí un año y conoces el idioma.
—¿Y Elis? Desde aquella cacería apenas ha venido un par de veces.
—Ah, tu arquero bitinio, él es el que peor lo ha pasado. Anduvo buscando el placer, hasta que se le terminó el dinero. Luego, los demás arqueros se marcharon y ha malvivido entre las mugrientas tabernas. Yo lo he ayudado cuanto he podido, pero es muy joven y le cuesta organizarse. Siento tener que decirte esto; pero debo ser fiel a la verdad: has vivido entregado a la dulce vida de los persas como si fueras uno más de los «grandes» mientras te olvidabas por completo de tus hombres. Si ahora han decidido marcharse, no se lo reproches. Han hecho lo más adecuado: han esperado por si se los necesitaba y, al ver que nadie los tenía en cuenta, han acudido a la autoridad para reclamar lo que les pertenece. Ahora solo quieren marcharse para cobrar la subvención y poder licenciarse.
«Oh, Elis, pobre Elis», pensé. Otra vez me había olvidado de él. Me había portado ingratamente, pues el arquero siempre había estado pendiente de servirme.
—¡Vamos! —dije a Husbiago, mientras me echaba encima la capa.
Corrimos hasta Seleucia. Por el camino pensaba en lo que diría a los hombres. Cuando llegamos al campamento, me encontré con que su estado era verdaderamente calamitoso: unas cuantas cabañas apiñadas en medio de un basurero con cerdos, gallinas y perros; las armas se habían oxidado y casi todos se habían agenciado una mujer.
El jefe se puso frente a mí en cuanto me vio llegar, y me echó en cara el abandono al que se habían visto sometidos. No pude hacer nada. Les comuniqué el permiso del gobernador y brincaron de alegría; recogieron cuanto pudieron y se aprestaron para marcharse inmediatamente de allí. A Elis lo encontramos en el barrio de las tabernas, rodeado de extraños personajes y con aspecto de vagabundo. Cuando me vio entrar se alegró visiblemente y, a diferencia de los demás, no hizo ningún reproche.
—¡Félix! —exclamó—. ¡Ven a conocer a mis amigos y toma una copa!
—No, Elis —le dije—, será mejor que te vengas conmigo a Ctesifonte.
Me costó trabajo arrancarle de aquel lugar.
Husbiago regresó con sus hombres, después de prometerme que permanecería aún algún tiempo en Mesopotamia; al menos hasta que yo pudiera poner en claro mis ideas, sobre todo en el asunto referente a Palmira. Pero los soldados de la guardia se marcharon inmediatamente, sin ni tan siquiera despedirse, y Elis se vino conmigo al palacio, donde me ocupé de que no le faltara de nada.
Así perdí a mi comitiva. Mientras durase mi embajada en Ctesifonte, no la necesitaba; pero si algún día tenía que verme obligado a partir, iba a resultar peligroso el camino de vuelta sin ella.