El viejo Serges, el primero entre los ministros del rey, me invitó a compartir su mesa una de aquellas noches. No es que fuera él quien gobernara, pero era sin duda el hombre más importante después de Sapor. Además, gozaba de un cierto halo de inviolabilidad y misterio, pues era como una reliquia viviente que guardaba puntual memoria de los orígenes del reino desde el propio Sasán, abuelo del actual rey de reyes. Su aspecto era el de un anciano, con largas barbas y cabellos blancos, que se derramaban sobre un cuerpo retorcido por el tiempo como un tronco de parra; pero su mente estaba despejada y sus ojos de viejo lobo brillaban desde su espíritu aferrado a la vida.
Junto a él, me recibieron en el iwan de su casa dos de los principales magos del palacio, a los que había visto frecuentemente al frente de los actos de culto en los que participaba el rey.
Al principio supuse que sería una reunión semejante a otras que había tenido con personajes importantes de la corte. En general, ellos satisfacían su curiosidad sobre Roma y se terminaba hablando sobre cosas intrascendentes, mientras se comían dulces y se bebía el vino fuerte de Bactria. Pero, a medida que avanzaba la cena, comprobé que se trataba de algo distinto.
Serges apenas probó los interminables platos que se sirvieron. Se excusó alegando su edad y una vieja dolencia de estómago, que solo le permitía tomar caldo de verduras y puré de legumbres. Me di cuenta de que, a pesar del lujo de la estancia, mi anfitrión era un hombre austero y de recias costumbres. Quizás a ello debía lo avanzado de su edad.
Sin darle aparentemente mucha importancia, el anciano ministro quiso saber todo sobre mis orígenes y preparación, y el porqué de la confianza depositada en mí por el rey de los romanos. Enseguida se hizo evidente que recelaban de las explicaciones que les fui dando, y, poco a poco, aquello empezó a convertirse en un interrogatorio.
Entonces intenté varias veces cambiar de conversación, para comprobar si las preguntas eran por simple curiosidad o si había un trasfondo en todo aquello. Pero mis interlocutores no me lo permitieron.
Cuando hubieron sabido casi todo acerca de mí, llegó lo que más me extrañó de aquella inquisitiva cena.
—Esa mujer que vive contigo en el palacio, ¿es cierto que la puso en tus manos Pasargates? —preguntó Serges.
—No exactamente —respondí—. Pasargates se la ofreció al rey en una cacería y él me la cedió gentilmente.
—¡Ah, el rey es muy generoso! —exclamó—. Ciertamente es una mujer muy hermosa. ¿Es griega?
—No, es de Seleucia, pero sus antepasados fueron griegos.
—Ah, de Seleucia… —comentó uno de los magos.
—Supongo que seguirá viendo a su señor, ¿no es así? —preguntó el otro.
—¿A su señor? No comprendo —dije.
—Sí, a Pasargates —repuso el mago—. Él la llevó a la cacería; es de suponer que hay alguna relación entre ambos.
—¿Alguna relación? —pregunté extrañado.
—Querido amigo, esto no es Roma —precisó Serges—. En tu país las mujeres tienen una vida propia y se atan a los hombres cuando quieren y con las condiciones que ellas eligen. Aquí no, aquí las cosas no suceden de esa manera. Si una mujer no pertenece a un señor, ni a un marido, ni a su padre, ni… ni a su dueño, en el caso de que sea esclava, ¿a quién pertenece?
—Ella está conmigo porque…
Quedé confuso. Suponía que Néfele me amaba, al menos sabía que yo le gustaba, pero no me había planteado más en aquella relación.
—Perdona, señor —declaré—, pero no comprendo a qué viene todo esto.
—No, no es nada; son solo curiosidades acerca de tu situación en Ctesifonte. No es que desconfiemos de ti, pero la corte es compleja y a veces es difícil que todo el mundo esté contento. A mí me corresponde cuidar del rey, pues así me lo encargó su padre, y las personas que lo rodean son con frecuencia manipuladas, aunque no se den cuenta. Presta mucha atención a lo que voy a decirte. —El viejo acercó su cara a la mía; sus ojos, fijos en los míos, brillaban a la luz de las lámparas como los de un aguilucho. Prosiguió—: Pasargates es un hombre ambicioso; haría cualquier cosa para ganarse al rey. Esa mujer que vive contigo en el palacio tiene mucho que ver con él; pertenece a una familia famosa por sus malas artes, hechicería, oscuros ritos; en fin, gente de las tinieblas, ya me entiendes.
—¿De las tinieblas? —Seguía confuso.
—Es de Seleucia —repuso uno de los magos—. Al otro lado del río todo está mezclado. Nadie que venga de allí es trigo completamente limpio.
—¿Queréis decir que Néfele está conmigo para espiarme o algo así?
—Te aconsejo que saques a esa mujer de tu casa cuanto antes —dijo Serges con rotundidad—. Si te espía a ti o no, a nosotros nos trae sin cuidado; lo que nos importa es si espía al rey.
—¿Espiar al rey? ¿Néfele? —repliqué.
—Ah, amigo, a Pasargates le gusta tenerlo todo controlado —dijo el mago—. Si se hubiera hecho amigo tuyo, habríamos sospechado de él, como ya ha sucedido en otras ocasiones; pero, metiendo una mujer en tu casa, accede a cuanto quiere saber sin dificultad.
—Pero, Pasargates y el rey son amigos…; al menos eso me pareció en la cacería —repuse.
—Ah, sí, en público todos somos amigos. El problema empieza en lo privado. Pasargates ha intentado desde hace tiempo acercarse al rey; es lo que más desea.
—Pero nosotros se lo hemos impedido —intervino el otro mago.
—Lo que no entiendo es por qué me contáis a mí todo esto —dije—. Al fin y al cabo, soy un extraño.
—Cualquiera que venga de fuera es observado, no voy a negarlo —respondió Serges—; y el rey, por voluntad propia, puede acercarse a quien quiera. El peligro está en las viejas familias nobles, que en cualquier momento pueden ambicionar subir más arriba…
—Tú no eres la causa del problema —repuso uno de los magos—. Has cumplido tu misión fielmente, como enviado del rey de Roma. Ahora eres solo un embajador más en la corte. Pero otra cosa es que el rey se haya encariñado contigo; entonces empiezas a ser centro de atención para muchas miradas. ¿Comprendes?
Serges me puso una mano en el hombro, paternalmente; lo vi aflojar en su actitud. Me dijo:
—Hijo, hazme caso: manténte distante de esa mujer.
—Pero… el rey me la dio —repliqué, pues me resultaba absurdo todo aquello y buscaba excusas—. No quisiera desairarle.
—Vamos, el rey estaba borracho; ni tan siquiera se acuerda de dónde estuvo aquella noche.
Antes de salir de la casa, el anciano ministro me dio todavía algún consejo más.
—Ah, otra cosa —comentó—. No es que tengamos nada en contra de las comedias romanas, pero hay gente a quien le molestan, especialmente a los más viejos. Si pudieras olvidarte de ellas y hacer que el rey las olvidara, tanto mejor. Dedícate mayormente a los espectáculos circenses, con fieras, gladiadores y todo eso; será menos comprometido para ti. Y, con respecto a ese loco predicador recién llegado del país de los indios, ese tal Mani; será mejor que no lo frecuentes mucho. Verás, al rey le entusiasma demasiado; pero no creo que esa fiebre le dure. Acepta mi consejo: cuando ese Mani caiga en desgracia, es posible que sea purificado…
—¿Purificado?
—Sí. ¿No dice él que el sufrimiento purifica? Pues, como reza el dicho, «médico, cúrate a ti mismo». Veremos si el suplicio lo hace subir al cielo delante de todo el pueblo. —Rio a carcajadas.
—Entonces, ¿Mani va a morir? —pregunté.
—No, de momento —respondió uno de los magos—. Pero ya nos está fastidiando con sus estupideces. Cuando el rey se canse de él, que será pronto, él y sus discípulos tendrán que desnudarse.
—¿Desnudarse…?
—Sí, desnudarse —afirmó el otro mago irónicamente—. Despojarse de la piel. Veremos si, cuando les arranquemos el pellejo, son tan luminosos por dentro como dicen.
Abandoné la casa de Serges aterrorizado. Me di cuenta de que hasta ahora había vivido ingenuamente en palacio. A la luz parecía estar todo muy claro en la corte persa, pero un invisible y oscuro entramado de fuerzas acechaba detrás de la aparente simplicidad. Las tinieblas acudieron a mi mente y fui incapaz de determinar lo que hacer a partir de aquel momento.
Durante varios días permanecí en la confusión, dando vueltas y vueltas a lo que Serges me había dicho. Aparentemente, todo seguía igual a mi alrededor: Néfele se esforzaba por hacerme feliz, y yo no me atrevía a comentarle nada de lo que entonces me atormentaba; el rey seguía llamándome para conversar y para organizar las diversiones de la corte; y Arbatres venía casi todos los días para interesarse por mí. «Ya está —pensé—. ¡Arbatres! Él me pondrá en claro todo este asunto».
Le propuse un paseo a caballo. La tupida hierba, salpicada de florecillas moradas, cubría como una alfombra las laderas de los montes. El gran río brillaba como un espejo, y Seleucia, al otro lado del cauce, dejaba escapar interminables hilos de humo blanco hacia el firmamento.
—Son los sacrificios de primavera —dijo Arbatres—. Se agradece la lluvia del invierno.
Hablamos de cosas sin importancia, hasta que me decidí a abordar directamente lo que me había llevado a buscarlo.
Me escuchó atentamente y sin interrumpirme, mientras le conté hasta la última palabra de mi conversación en la cena con Serges. Cuando terminé se quedó pensativo y manifiestamente preocupado. Luego dijo:
—¿Por qué me has contado a mí todo esto?
—Eres la única persona de palacio en quien puedo confiar. Desde que llegué, has estado a mi lado.
—Bien, no hay por qué preocuparse.
Fue lo único que dijo. Espoleó el caballo y me pidió regresar con la excusa de que había olvidado hacer algo. Ya no volvió a aparecer nunca por mis habitaciones. Desde aquel día, cuando nos encontrábamos en las reuniones de palacio, me esquivaba y se escurría para no tener que saludarme.
Decidí hablar abiertamente con Néfele. Algo dentro de mí me decía que ella era ajena a todo aquel asunto, por eso no quise antes comentarle nada de lo que el anciano ministro me había dicho, pues temía disgustarla. Pero ahora no me quedaba más remedio que indagar en ella, aunque me arriesgaba a perderla como a Arbatres.
Estaba tejiéndose una túnica, ayudada por las criadas. Las ventanas estaban abiertas de par en par y el sol de la tarde entraba a chorros, bañando los tapices. Despedí a las otras muchachas y me acerqué a ella. Le tomé las manos que sostenían los hilos y la miré directamente a los ojos. ¿Un ser tan dulce podría ocultar engaños en su interior? Sin más preámbulos le pregunté:
—¿Has visto últimamente a Pasargates?
Su rostro se transformó. Sus manos se pusieron rígidas y me miró desde un abismo de terror.
—Debes decirme la verdad —insistí—. Lo has visto, ¿no es cierto?
Volvió hacia un lado la cara y sus ojos escaparon de los míos buscando la ventana.
—¡Contesta! —grité—. ¿Lo has visto?
Me miró otra vez; tenía lágrimas en los ojos. Me abrazó tiernamente, sin pronunciar palabra. Su corazón palpitaba fuerte y rápidamente. De repente, se apartó de mi lado y corrió hacia el balcón. Trepó al antepecho y se dejó caer. Mi mente se quedó en blanco. Cuando pude reaccionar, me dirigí hasta el balcón. La vi deslizarse por las enredaderas y correr por el jardín. Como una sombra, se perdió entre los setos.
La cabeza me daba vueltas. Cegado por la confusión, corrí hacia el palacio de Pasargates. Antes de que los guardias me anunciaran, irrumpí en el iwan. Al fondo, sobre la tarima, estaban Pasargates y Arbatres conversando. Me miraron sobresaltados.
—¿Dónde está? —grité.
—¿Dónde está quién? —respondió Pasargates con gesto de estupor.
—¡Néfele!
—¡Néfele! ¿Qué Néfele?
—¡Vamos, basta ya de misterios, sé que está aquí! —dije enojado.
Arbatres se puso entonces en pie y se acercó hasta mí. Posó su mano en mi hombro y dijo:
—Bien, amigo, será mejor que te calmes. Estás entre amigos. ¿A qué viene esta actitud?
—¡Solo quiero saber lo que pasa! ¡Alguien debe decírmelo!
—Oh, no pasa nada —contestó Arbatres—. El noble Pasargates y yo conversábamos amigablemente…
—Bueno, Arbatres —interrumpió Pasargates—, si nuestro amigo quiere explicaciones, que se exprese y pregunte lo que quiera; contestaremos con gusto.
Procuré serenarme. No sabía por dónde empezar y me quedé paralizado un instante. Luego, dejé escapar el primer alocado pensamiento que pasó por mi mente.
—¡Tú, Arbatres, no has sido claro conmigo! —exclamé—. Al principio me serviste de guía y me ayudaste en todo; pero, cuando te conté lo de mi conversación con el viejo ministro Serges, desapareciste y hasta hoy me has esquivado. ¿No es eso algo extraño?
—¡Oh, mi querido Félix! ¿Es eso lo que te enoja? —dijo, mirando de soslayo a Pasargates—. Perdóname si he sido descuidado contigo en este tiempo. Verás, he estado ocupado… Las cosas no han sido fáciles para mí en estos últimos días…
—¡Está bien! —interrumpió de nuevo Pasargates, que se había puesto también de pie—. Creo que será mejor que nos sentemos y que ordenemos un poco los asuntos. —Chocó las palmas y pidió vino—. Si deseas hablar del anciano Serges, hablaremos —prosiguió—. Sabemos que has estado en su casa y que has conversado largamente con él. ¿Puedes contarnos detenidamente cuanto te dijo aquella noche?
Aun sabiendo que me estaba arriesgando mucho, les conté con detalle cuanto Serges me había dicho. Cuando terminé, Pasargates se quedó pensativo. Luego llenó una vez más las copas que se habían vaciado ya varias veces, y pasó un largo rato antes de que se decidiera a hablar, pero al cabo empezó:
—Mi querido romano, eres sincero y noble, y por ese motivo hablaré con franqueza. Tienes razón al reprocharnos que hemos sido poco claros contigo. Créeme que ha sido por ahorrarte complicaciones. Pero, ahora que el astuto Serges ha llenado de pájaros tu cabeza, no puedo negarme a darte las explicaciones que pides. El rey es amigo mío, además de ser pariente; por nada del mundo me atrevería a conspirar contra él. Si el viejo Serges ha llegado a pensar mal de mí es porque desconfía de todo el mundo. Cualquiera que se acerque al rey es un peligro para él. Ello se debe, quizás, a que lleva toda su vida obstinado en cuidar del trono. Ya pertenecía al consejo en los tiempos de Sasán; cuidó de Ardacher, al que prometió que se ocuparía de su hijo Sapor junto a su lecho de muerte. Hace tiempo que debería haberse retirado, pues confunde ya la realidad con sus propias fantasías. No voy a negar que en otro tiempo fuera útil; el reino le debe mucho, pero su excesivo celo y su mente, caldeada por las maquinaciones de los magos, lo han convertido en un lastre que ni el mismo Sapor puede ya soportar.
—Entonces, ¿por qué no se le retira? —pregunté.
—Tal vez por respeto a lo que representa.
—Sí, comprendo lo que me has dicho —admití—, pero aún hay cosas que no entiendo.
—¿Y bien? —inquirió Pasargates, mientras llenaba una vez más las copas.
—Pues, el asunto que me ha traído aquí; lo de Néfele. Hasta que fui a la reunión de Serges no había habido problema entre nosotros. Pero desde que le hice preguntas sobre ti desapareció.
—¡Ah, Néfele es una muchacha! Debes comprenderla, vivir de repente en la corte no es fácil. Todo el mundo sabe que las intrigas de palacio pueden resultar peligrosas. Estará asustada.
—¿Peligrosas? ¿Peligrosas hasta qué punto?
—Oh, no quiero preocuparte. No vayamos a ponernos como Serges, que ve peligros y amenazas en todos sitios.
—Entonces, ¿cómo puedo recuperar a Néfele?
—Bien, yo me ocuparé de ello —respondió Arbatres con firmeza.
—Permitidme, amigos, que os haga una pregunta más —dije—: ¿Qué podéis decirme de Mani? Serges me pidió que me alejara de él.
—Ah, Mani, el gran Mani —dijo Pasargates con tono de admiración—. Él será la solución de muchos problemas de Persia. Su doctrina es convincente y sus palabras aportan nueva luz, frente a la vieja religión mazdeísta, cuyos ritos y palabras suenan ya gastados para nuestras almas.
—Entonces, ¿es bueno que el rey frecuente sus predicaciones?
—Créeme, es muy bueno.
—Pues Serges y los magos odian a Mani —dije.
—Sí, porque sienten envidia y recelan de que un día su religión fresca y novedosa pueda llegar a desplazarlos.
—Bien, amigos, es hora de marcharme —dije poniéndome de pie—. Os agradezco cuanto me habéis aclarado esta noche. Creo que a partir de hoy tendré en quien poder confiar.
—Aquí nos tienes —dijo Pasargates—. Y si Serges te volviera a llamar, cosa probable, síguele la corriente en todo y hazte el tonto, ya me entiendes. Por lo demás, no te preocupes, el rey te aprecia y valora tu posición como mediador con Roma y con los griegos. Es bueno que las costumbres del otro lado del orbe vengan también a nuestro reino. Llegará un día en que el mundo será todo uno, como una sola es la luz del astro que nos observa desde el firmamento.