Cuando las cumbres se tiñeron de rosa por las primeras luces del amanecer, emprendimos la marcha de regreso a Ctesifonte. Los pesados elefantes aplastaban el polvo y la tierra del camino que humedecidos por el rocío endulzaban el aire puro y fresco. Todo el esplendor del desfile saltó a la vista: los toldos color escarlata o verde, sobre los paquidermos, rematados con sus flecos dorados, que se movían al compás de las pisadas; las largas y ondulantes banderas, que abrían cada comitiva particular; los adornos de flor y de tiras de hiedra; los porteadores con los luminosos trofeos que pendían de gruesos palos; y todo dispuesto para marchar al ritmo solemne de los platillos y los panderos, cuando los roncos cuernos dieron la orden de partida.
Tuve que aceptar separarme de Néfele, que fue a montarse en uno de aquellos bueyes peludos para incorporarse a nuestra comitiva, pues estaba muy mal visto que las mujeres ocuparan la cesta del elefante. Su brillante pelo estaba recién lavado, pulcramente peinado, y llevaba ceñida la cabeza por una tira de guirnalda, tejida de flores. Parecía ella misma una reina, resplandeciente sobre la negra y enmarañada piel del animal.
A medida que avanzábamos por el viejo y tortuoso camino, los hombres y mujeres que labraban los campos se precipitaban hacia la carretera para ver pasar el cortejo: se postraban a su paso, pues sabían que uno de aquellos señores era el rey de reyes, aunque unas comitivas y otras apenas se diferenciaban.
Por el camino no podía dejar de pensar en todo lo que me había sucedido en la cacería, sobre todo con Néfele, en la extraña forma en que la conocí y en las palabras del misterioso predicador. Decidí preguntar a Arbatres acerca de aquel personaje.
—Ah, amigo, te refieres a Mani —respondió—. Es el predicador más famoso del reino. Nació de una familia emparentada con el trono y perteneció a la secta de los elcesaitas, el más riguroso y fanático de los grupos religiosos de Seleucia, cuyos adeptos se abstienen de tomar vino y carne y rechazan toda relación sexual. Pero luego se enfrentó a la comunidad al presentarse a sí mismo como la última encarnación del «verdadero profeta». Entonces los elcesaitas lo expulsaron de la comunidad, junto a su padre y a dos de sus discípulos. Se fue a la India, a Turán, donde permaneció dos años, para regresar después, cuando empezaba a reinar Sapor, que le ofreció su protección. Hizo entonces muchos discípulos y organizó muchas misiones entre el pueblo. A sus adeptos se los llama maniqueos. Muchos piensan que es un verdadero enviado, pero otros lo detestan.
—Y ¿en qué creen ese Mani y sus maniqueos?
—Su doctrina es extraña. Mani predica las enseñanzas de Cristo, pero sin desviarse de Zoroastro e incorporando las inspiraciones de Buda.
—¿Por qué apareció en la cacería?
—Porque suele presentarse en las reuniones de los «grandes», para predicarles, ya que ellos no acuden a sus llamadas. Aunque el pueblo lo escucha, en la corte no consigue discípulos. Los nobles son fieles a la religión tradicional. Mani es como un molesto moscardón que se ha empeñado en incordiar a una estructura sólidamente afianzada por el tiempo.
—Y, siendo así, ¿no ha habido quien quiera quitarlo de en medio?
—Supongo que la protección del rey es lo que lo salva.
—¿Es Sapor maniqueo? —pregunté.
—No, ¡por el sagrado fuego!, que nadie te oiga decir tal cosa. —Rio a carcajadas—. Sapor es inquieto; su espíritu jamás está conforme. Es amante de todo lo nuevo, y Mani es algo atractivo para él, por ser diferente a todo lo que de niño le enseñaron en palacio. Por eso lo protege, como a las extrañas aves y plantas que acumula en sus jardines, traídas de todo el mundo; o a las exóticas embajadas de países lejanos, incorporadas a su corte y que disfrutan de los gozos de su reinado.
—¿Es ese mi caso? —le pregunté.
—Sí. —Sonrió—. Creo que le has caído en gracia. Ese regalo dice mucho de la impresión que le has causado —dijo señalando a Néfele, que iba distraída en su buey.
—Con frecuencia he escuchado que las personas caprichosas son volubles y cambian con frecuencia la dirección de sus miradas. Y que algunos niños malcriados suelen llegar a odiar y destruir lo que tanto les complacía. ¿Es tu rey de esos?
El rostro de Arbatres se volvió ahora más sombrío. Dejó que su mirada se perdiera en el horizonte. Dijo:
—Eso… Eso solo el tiempo lo sabe. Él lo dirá en su momento.
—Y, mientras, ¿qué puedo hacer?
—Al rey le interesa mucho saber acerca del teatro de los romanos…
—¿Quieres decir que la manera de acercarme a él es satisfaciendo su curiosidad sobre los espectáculos?
—Indagará cuidadosamente al respecto —respondió.
En contra de lo que pensaba, no me fue difícil aprender el persa; aunque en Seleucia-Ctesifonte podía manejarme bien en griego, puesto que mucha gente lo entendía. Pero, como empecé a frecuentar las reuniones privadas del rey Sapor, me resultaba más útil la lengua de la Pérsida.
El teatro me abrió las puertas del círculo íntimo del soberano. Arbatres me pidió en su nombre que organizara algunas comedias al estilo romano, pues el rey había manifestado mucho interés en ello desde nuestra conversación en la fiesta de la cacería. Desde luego, no podía negarme; pero temí no ser capaz de poner en funcionamiento algo verdadero interesante, y llegar a defraudarlo.
Tuve que asistir primero a varias de las representaciones del teatro persa. Me parecieron aburridísimas. No había palabras, tan solo danza y gestos mecánicos, al ritmo de monótonos platillos, silbidos y estentóreas voces de solistas que aullaban desde detrás de una cortina. Comprendí que aquel espectáculo tradicional fuera más una obligación que un entretenimiento.
Lo único interesante eran las representaciones de sombras, magníficamente organizadas y llenas de elegancia y armonía, pero con argumentos pastosísimos sobre princesas perdidas en los bosques o dragones malvados que dominaban el mundo invisible.
Comencé por modificar este género, adaptándolo a mi manera; pues era mucho más fácil fabricar siluetas que preparar a unos actores que no entendían lo que se les pedía. Escogí el clásico argumento de la pantomima, en un solo acto, con su astuto jorobado, su borracho, su tragón y su tonto; procurando que el doble sentido estuviera acorde con las costumbres persas. Arbatres me asesoró al respecto, y Néfele nos ayudó en todo.
Néfele estaba familiarizada desde niña con el espectáculo, pues su familia, de origen griego, se ganaba la vida actuando en circos ambulantes. Su padre era saltimbanqui y su abuelo materno, domador de tigres. A ella le descoyuntaron los huesos cuando tenía pocos años, para que pudiera hacer las difíciles contorsiones que tanto gustaban en Oriente. Pasargates la descubrió y decidió ofrecérsela al rey como plato fuerte en su fiesta de la cacería. Que Sapor la pusiera en mis manos fue lo mejor que pudo pasarme en Mesopotamia.
La comedia romana, adaptada al tradicional teatro de sombras persas causó sensación, y el rey estuvo contento. En los días siguientes a la representación me llenó de regalos. Pero su curiosidad sobre Roma no se veía nunca satisfecha y constantemente pedía más. Organicé combates de gladiadores, mimos, escenificaciones de ritos mistéricos y burdas pantomimas de tono obsceno, que fue lo que más gustó; aunque algunos nobles más viejos no estuvieron conformes y protestaron en voz alta.
Husbiago también se disgustó porque me dediqué a aquellos menesteres y no tardó en ponérmelo de manifiesto. Una tarde se presentó en el gran salón donde preparábamos una de las representaciones y, después de pasar la mirada por los actores, que estaban ataviados y pintados para la función, dijo:
—No hemos venido aquí para esto.
—Ya —repliqué—, pero tampoco tenemos nada concreto a que dedicarnos y esto ayuda a matar el tiempo, además de acercarnos al rey.
—Ándate con cuidado —dijo—; la corte persa es compleja, y quien más se acerca al rey mayor peligro corre.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Que el mundo en el que te estás metiendo no es tal como te lo muestran tus ojos. No, no es tan sencillo; hay oscuras e invisibles intrigas, envidias, recelos y suspicacias que se mueven a ras de suelo, como víboras cargadas de veneno.
—¡Bah! ¿Qué sabes tú de todo esto? —repuse, contrariado.
Husbiago se fue a vivir fuera de las murallas, al campamento que habían instalado sus hombres junto al río. No se encontró nunca a gusto en el palacio. Además, en Seleucia había una comunidad de cristianos y él quería participar en sus asambleas. Yo no hice caso de sus consejos, pues me parecieron temores de viejo o propio de un hombre austero y acostumbrado al rigor de las campañas militares.
Complacer y agradar al rey era el mejor de los salvoconductos para moverse y ascender en la corte. En poco tiempo fui famoso en medio de la multitud de «grandes» que giraban en torno al monarca y empecé a disfrutar de una situación privilegiada en el palacio central de Ctesifonte.