Los soldados estaban tan extenuados que se tomaron como una liberación la muerte de Gordiano. Y Filipo, aunque había declinado al principio, terminó por aceptar la corona. Era muy difícil no llegar a la conclusión de que eso era lo que él había deseado desde un principio.
Desde que el árabe recibió la púrpura se solucionaron muchos problemas. Llegó un abundantísimo cargamento de víveres y de vino y, aprovechando que la tregua seguía aún vigente, se hicieron fiestas en honor del nuevo emperador. Dada la puntualidad con la que a partir de entonces llegaron los abastecimientos, hubo quien sospechó que fueron los agentes del propio Filipo los que habían estado reteniendo las caravanas para provocar el malestar que terminó con Gordiano.
Pero Filipo supo acallar las conciencias. Mandó conducir carretas con sacas repletas de monedas y las repartió con largueza entre los hombres, especialmente entre los mercenarios y los sectores que habían estado más descontentos.
Ya tan solo faltaba una cosa: que cesara la guerra para poder ir a las ciudades y gastar todo aquel dinero. El aire de la Alta Mesopotamia estaba impregnado con el hedor de la muerte y todo el mundo añoraba las brisas suaves del Mediterráneo. Además, una gran parte del mando estaba persuadida de que si continuábamos haciendo frente a los persas terminaríamos finalmente derrotados y tendríamos que regresar a Roma con la vergüenza del fracaso, o acabaríamos bajo los amplios pies de los elefantes.
Filipo optó por la diplomacia para solucionar el problema. Hizo llegar un cargamento de regalos desde Antioquía: tejidos de Damasco, joyas, vasos preciosos, esclavos, caballos del Horan, oro y esmaltes que representaban a todas las divinidades iranias. Los magos de Nisive consagraron un gran fuego en lo alto de una torre elevada en las colinas y una parte de las llamas fue trasladada en una carreta hasta el centro del campo de batalla. Detrás del fuego, otros carromatos transportaban los regalos.
Sapor aceptó las ofrendas y envió a sus dignatarios para parlamentar. Por su parte, Filipo tenía que nombrar a un embajador para que transmitiera su voluntad de hacer la paz.
El emperador me llamó una mañana. Supuse que querría orientación para alguno de sus discursos, pues últimamente me había solicitado varias veces que le aconsejara en la forma de hablar. Pero lo que ahora quería de mí era mucho más complicado.
—Querido Félix —me dijo—, cuánto envidio tu facilidad para exponer las ideas. Verdaderamente cuento con pocos hombres de tu elocuencia. No creas que he olvidado la habilidad con la que transmitiste al tribunal mis deseos en aquel asunto con los palmiranos.
Supe por sus elogios que iba a proponerme algo difícil.
—Ahora, como entonces, estoy a tu servicio —declaré.
—Bien, ya lo sé. Un día prometí que te pagaría aquel favor que me hiciste. Ahora ha llegado ese momento. He decidido encomendarte una misión que te hará ser un hombre importante, pero deberás hacer uso de toda tu habilidad, porque de tal cometido dependen muchas cosas.
—Tú dirás lo que quieres de mí.
—Sabes cuánto deseé esta guerra, porque tú mismo expusiste muy acertadamente cuál era nuestro sentir cuando Timesiteo mantenía las fuerzas paralizadas en los limes de Dura Europos. Ahora las circunstancias… Bien, ahora las circunstancias han cambiado. Pensábamos que las vegas de los grandes ríos tendrían suculentos botines y riquezas capaces de satisfacer a todos. Pero ya ves que aquí hay poco que merezca la pena. Las guerras tan seguidas, las rapiñas de los sátrapas de la Media, los constantes saqueos de los armenios y el despoblamiento de la zona han esquilmado lo que antes eran ciudades florecientes y ricas. Esta guerra nos está costando mucho y vamos a obtener poco a cambio.
—Señor, pero ¿y el Imperio? —me atreví a decir.
—Ah, bien, el Imperio. Mira, querido Félix, las cosas ya no son como antes. Roma, según he sabido, vive una situación de desorden y desconcierto. Es bueno que el emperador vaya allí y organice un poco las cosas. Por eso la paz es necesaria.
—Lo siento, señor, pero no te entiendo —dije—. ¿Cómo piensas conseguir la paz sin enfrentarte a Sapor o sin echarte, rendido, a sus pies?
Sonrió. Se le veía confuso. Era un hombre inteligente y decidido, pero había heredado una situación muy difícil. Me miró sin distancias, como había hecho el primer día que hablamos, en Dura Europos, cuando nos presentaron.
—Félix, eres inteligente; confío plenamente en ti —dijo. Luego ordenó a los que estaban presentes que se marcharan de la tienda y, cuando quedamos solos, prosiguió—: Sé que lo que voy a pedirte es muy complicado, pero estoy convencido de que sabrás cumplirlo. Quiero que vayas como embajador y te presentes delante de Sapor para hacerle ver hábilmente que… —Parecía muy turbado—. Bien, que el emperador de Roma está dispuesto a complacerlo en algunas cosas.
—¿En algunas cosas? No comprendo —dije.
—Félix, no me lo pongas difícil… En cosas como que Roma reconocería su soberanía y todo eso.
—¿Todo eso…?
—Sí, es como rendirse, pero sin rendirse; tú sabrás hacerlo de forma que no me dejes en mal lugar y yo marcharé a Roma para presentarme allí como el artífice de la paz más ventajosa para el Imperio. Mientras, permanecerás en la corte de Sapor como embajador.
—Pero, señor —repliqué—, todo se sabe, o termina por saberse. Si cedes ante Sapor y por otra parte te presentas victorioso en Roma, y luego se sabe, ¿qué pasará conmigo?
Filipo arrojó la copa contra el suelo. Daba vueltas por la tienda y su nerviosismo aumentó.
—¡Félix, tú sabrás hacerlo! —dijo—. Comprende que no tengo otra alternativa posible.
—No sé nada de los persas…
—¡Aprenderás! Pondré a tu disposición a las personas que necesites. Escógete un séquito de hombres preparados, renueva tus vestiduras, ponte al habla con los magos persas de Nisive, pide cuanto te haga falta; nadie te pondrá ninguna pega.
Desde ese mismo día hice mis preparativos. Reuní cuanta información pude tener a mano sobre los persas y aprendí su religión y su manera de ver la vida con el apremio que me empujaba por el poco tiempo de que disponía. Mientras tanto, el campamento comenzó a levantarse, aunque los hombres no sabían con certeza el motivo que nos impulsaba a abandonar las orillas del Tigris. Los persas se asomaban desde las colinas cercanas y nos veían emprender la marcha hacia el oeste, abandonando las posiciones de la Media y de las montañas del interior. Era de comprender que estuvieran perplejos.
En poco tiempo, nuestro ejército estuvo al otro lado del Eufrates, frente a Edesa. Allí Filipo ordenó la erección de un grandioso monumento en honor de Gordiano, al que había mandado inscribir en el elenco de los dioses para congratularse con los antioqueños que estaban aún algo remisos ante las maniobras del árabe.
Lo único que le estorbaba en ese momento eran los godos, porque habían sido sus cómplices en el magnicidio y le echaban en cara aquel acontecimiento que ensombrecía la legitimidad de su proclamación. Además los mercenarios ya no eran necesarios, puesto que cesaban las hostilidades con los persas. Para quitárselos de en medio, procedió a licenciar tales tropas, para lo que hubo que pagar quinientos mil denarios. Fabricaba monedas sin parar para hacer frente a tan cuantiosos gastos.
Entonces los persas ocuparon a sus anchas toda Mesopotamia, con lo que la guerra que habíamos mantenido resultó del todo inútil. Pero el nuevo emperador quería ganarse a todo el mundo, para lo cual no escatimaba ningún gesto. Como los cristianos habían cobrado mucha fuerza en Antioquía —hasta el punto de que sus autoridades profesaban la fe en Jesucristo y la Iglesia era muy respetada— incluso se avino a aceptar una penitencia impuesta por el obispo Babil, para así congraciarse con los antioqueños antes de cruzar las puertas de la ciudad. Pero no creo que fuera cierto el rumor de que había sido bautizado.
Después de ser plenamente admitido en Oriente, con estas y otras maniobras para satisfacer a los descontentos, dejó a su hermano Prisco al mando de las tropas sirias y se embarcó con destino a Roma. Pero antes me envió a mí para que calmara a Sapor y lo cubriera de regalos llegados desde todos los rincones del Imperio.