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Lo que de verdad preocupaba a Filipo es que pudiéramos hacerlo a él culpable del estado calamitoso en el que se encontraba el ejército. Empezó a organizar las cosas a su manera. Había sabido ganarse a los generales que acompañaban a Timesiteo, pero le molestaban porque les debía el cargo y, en cierto modo, representaban el orden latino e ilirio que había dispuesto durante años quién debía ocupar el trono. Por su parte, los viejos jefes estaban tristes y descontentos, porque aquella guerra resultaba incómoda, y porque empezaban a perder su aureola de prestigio frente al ascenso de los jefes mercenarios godos y de los amigos orientales de los árabes.

Aprovechando una nueva tregua, Filipo los licenció con todos los honores y los despidió con una buena subvención de retiro. Ellos se marcharon conformes y se llevaron consigo a sus hombres de confianza. Inmediatamente después, Filipo situó en los principales cargos a todos los jefes de su círculo. A mí también me correspondió un puesto en el reparto: comandar la sección de carros y una centuria auxiliar de la caballería acorazada. Pero de los cincuenta carros que habían comenzado la campaña ahora tan solo quedaban ocho.

A pesar de que el nuevo prefecto del pretorio quiso contentar a todo el mundo, no consiguió que cesaran los problemas. Los mercenarios, que tenían ahora que soportar en sus propias carnes la ausencia de los palmiranos, se amotinaron y exigieron que les aumentaran el pago por sus servicios.

Todo empezó con un estruendoso griterío en la plaza de armas. Los jefes godos estaban enfurecidos y reclamaban la presencia de Filipo. Toda la guardia y muchos oficiales corrimos hasta allí y formamos una barrera frente al pretorio. La situación era tan tensa que solo faltaba que saltara una chispa para que acudiera todo el campamento y se formara una batalla en el interior de la empalizada.

No tardó en llegar Filipo, a caballo, seguido de su escolta. Se abrió paso entre los guardianes y avanzó hasta el centro de la plaza. Los mercenarios gritaban y se mostraban amenazantes. Entonces, un germano alto, cubierto con una capa de piel de oveja, se acercó a él. El prefecto descendió del caballo y se los vio discutir, pero no se entendía lo que estaban hablando. Luego ambos se saludaron; el jefe mercenario se dirigió hasta sus hombres y se vio cómo los calmaba; después de esto se marcharon conformes.

Por la noche, Filipo nos reunió en el pretorio y supimos cómo había solucionado el asunto: les dijo a los germanos que el dinero lo tenía el emperador en Nisive, y que al día siguiente estaría en el campamento para dar explicaciones; que su reivindicación era justa y que él mismo les prometía que serían indemnizados con el doble de lo estipulado en el contrato de adhesión que habían sellado con Timesiteo.

Un hermano de Filipo, Prisco, a quien este había hecho general, se adelantó y preguntó en voz alta:

—Pero ¿y si mañana el emperador no cuenta con ese dinero?

—Entonces resolver el problema es asunto suyo. Yo no firmé el pacto con los godos, sino él —respondió Filipo.

El prefecto reclamó la presencia del emperador, quien acudió (sospecho que conducido a la fuerza) al día siguiente. Se había ordenado levantar una tribuna en la plaza de armas para resolver desde allí el asunto, en presencia de las tropas auxiliares y del ejército árabe; pero se prohibió el acceso del resto de los efectivos a aquella reunión, so pretexto de que era un asunto privado entre el soberano y los mercenarios.

Los godos llenaban la plaza hasta la misma tribuna. Gordiano subió por una escalinata que había detrás y ocupó el trono. Las trompetas lo saludaron como era costumbre. Se hizo el silencio y los sacerdotes entonaron las alabanzas.

Yo estaba en un lateral, en el lugar reservado para la guardia pretoriana, de manera que veía perfectamente el rostro del soberano y podía escuchar cuanto se decía en la tribuna. Filipo no estaba al lado del emperador, como le correspondía, sino que se había situado en el otro lateral, frente a nosotros.

Cuando le llegó su turno, el germano de la capa de piel de oveja subió y se postró delante del trono, luego expuso sus quejas e hizo las peticiones que le habían encomendado que presentara.

Gordiano miró a Filipo, como esperando a que este se adelantara y saliera al paso, como solía hacer Timesiteo, que lo sacaba de todas las situaciones complicadas. Pero el prefecto permaneció en su sitio. Hubo un momento de silencio, mientras se hacía evidente la perplejidad del emperador. Luego, el godo volvió a hacer su petición, con más energía aún. Entonces los mercenarios empezaron a agitar los brazos y a vocear desde abajo, solicitando el dinero en lengua latina (aunque solo conocían su lengua, sabían bien las palabras que designaban las monedas del Imperio).

Gordiano se puso en pie, vacilante, mirando a un lado y a otro, pero nadie salió en su ayuda. Los gritos de los godos eran cada vez más fuertes y comenzaron a golpear sus escudos de cuero con las espadas, formando un gran estruendo. El jefe de las pieles gesticulaba y avanzaba hacia el trono en actitud amenazante. Otros mercenarios se encaramaron en la tribuna, al ver que la guardia no hacía nada, puesto que Filipo estaba impasible. Los presentes estábamos atónitos ante el espectáculo y nadie se atrevía a mover un dedo.

Por fin, Filipo se adelantó, y se puso frente al trono, mirando de frente a los mercenarios que parecía que se iban a lanzar de un momento a otro sobre el emperador.

—¿Por qué no cumplís lo que habéis prometido? ¿Por qué no está aquí el dinero? —gritaba el godo.

Filipo se dio entonces la vuelta y se puso de cara al trono, mirando ahora a Gordiano.

—Señor —dijo—, estos hombres han llevado la peor parte en los combates; han sido fieles y han cumplido todo cuanto se les pidió cuando se sellaron los contratos del Danubio. Ahora no reclaman sino lo que es suyo. Debes pagarles su parte y recompensar su valentía.

Gordiano abrió los ojos, haciendo una mueca de perplejidad, y quiso hablar; pero tan solo musitó algunas palabras inaudibles y, aterrorizado, hizo ademán de abandonar la tribuna. Entonces, Filipo saltó sobre él y lo agarró de la capa púrpura por detrás. La corona laureada de oro cayó al suelo y una exclamación de sorpresa salió de los presentes; pero todo el mundo estaba paralizado.

Filipo tiró del emperador y lo arrastró a empujones hasta el borde de la tribuna. Los godos rugían debajo como perros de presa y algunos empezaron a reír a carcajadas. Filipo le arrancó la capa, y lo agarró fuertemente por el cuello con una mano. Gordiano era alto, pero el árabe le sacaba una cabeza y era mucho más robusto. Parecía un muchacho grande y fuerte zarandeando a un pálido muñeco. En ese momento casi todo el mundo reía y una especie de delirio cruel se apoderó de los hombres, como si estuvieran contemplando un espectáculo del anfiteatro.

El emperador reaccionó y consiguió escapar de las garras de Filipo. Corrió de un lado a otro de la tribuna, suplicando con la mirada que alguien fuera en su ayuda; pero la guardia se había sumado a la contemplación y no se veía en ellos actitud alguna de querer jugarse la vida en aquel trance.

Pensé que Filipo iba a matarlo, allí mismo, delante de todos. Pero sus manos no volvieron a tocarlo. Gordiano saltó de la tribuna y los salvajes godos cayeron sobre él como buitres hambrientos. Le arrancaron la corona de oro; lo desnudaron por completo y comenzaron a golpearlo y a burlarse de él. Se abrió un pasillo entre ellos, por donde circuló el infeliz emperador cubriéndose la cabeza entre las manos, sangrando y lleno de escupitajos, recibiendo patadas y cortes por todo el cuerpo. Por fin se desplomó, y aquellas bestias lo hicieron pedazos ante nuestros ojos.

Los hombres de Filipo corearon el nombre de su jefe, pidiendo la púrpura para él. Los godos, que participaban de todo aquello como si fuera un juego, se sumaron a la aclamación. Pero Filipo rechazó la propuesta moviendo la cabeza y las manos en señal de negación. Luego pidió silencio y se dirigió a los hombres.

—Yo no he querido que pasara esto —dijo—. Pero, puesto que ninguno de los presentes lo ha evitado, los dioses son testigos de que se ha hecho lo más conveniente para todos.

Era como no decir nada; pero, al implicarnos a todos, justificaba una acción que solo él había decidido. Así resolvían los árabes sus asuntos.