Alrededor de los manantiales de Dura Europos se había concentrado a casi todas las divisiones principales del ejército. Desde allí se reforzaban los limes, rehaciendo los caminos, levantando torretas de vigilancia, fortificaciones y fosos en los lugares más destacados.
Nuestra vida volvió a ser sedentaria por un tiempo; pero el ansia de combate había prendido ya entre los hombres, y mantener en calma aquella aglomeración de variopinta soldadesca se hacía imposible.
Fueron días que se parecieron los unos a los otros: la tropa trabajaba mientras había luz y bebía vino por la noche, porque había mucho vino en Mesopotamia; los cuerpos privilegiados que no interveníamos en las construcciones, pasábamos más tiempo dedicados al vino y al juego. Surgieron pendencias. Era de esperar que aquel estado de cosas terminara por minar el ambiente. «¿A qué estamos esperando?», era la pregunta que enervaba los ánimos. Todo el mundo hablaba de las riquezas que había más allá del Eufrates, pero nadie sabía por qué el emperador no se decidía a avanzar.
Uno de aquellos días, a la caída de la tarde, se vio en el horizonte una larga fila de camellos. «¡Son los hombres de las provincias árabes!», exclamó alguien. Pusieron sus tiendas en el límite meridional del campamento, e incorporaron a él sus costumbres y su forma de vida, sus mujeres, su calma matinal y su pasión y vehemencia a la puesta de sol.
Aquellos hombres de Petra y Aelana eran numerosos, hábiles en la batalla e iban bien armados, pero llevaron consigo la génesis de la división. Unidos a los soldados de Egipto, de Judea y de Cirene, formaron pronto un partido. Estaban deseosos de botín y manifestaron enseguida su descontento, porque no se iniciaba ninguna ofensiva. Cuando fueron comprobando que los que habíamos llegado primero ya habíamos hecho nuestro acopio en las orillas del Eufrates, en los meses anteriores, empezaron a ponerse violentos. No había un solo día en que no surgiera algún conflicto entre los hombres pertenecientes a las distintas alas.
Timesiteo tuvo que ponerse firme. Empezaron las detenciones y las ejecuciones. En las afueras, frente a la Puerta Pretoria, se elevaron medio centenar de horcas. No había día en que no aparecieran colgando en ellas los cuerpos de los que habían estado buscando pelea o robando por la noche. Pero aquella medida no hizo sino caldear más los ánimos. Los generales no estaban de acuerdo con que fuera solo el Pretorio el que impartiera la justicia y se enfrentaron abiertamente a Timesiteo para pedirle que nombrara un tribunal colegiado, formado por magistrados de cada uno de los ejércitos.
El tribuno me mandó llamar.
—Es sabido que conoces la retórica y que has estudiado leyes —dijo—. El general desea hablar contigo.
—Pero hace dos años que dejé mis estudios sin terminarlos —repliqué.
—Sí, bien, pero eso es lo de menos. Algunos miembros del mando te vieron desenvolverte en las disertaciones del filósofo Plotino y están interesados en que prestes algún servicio especial.
Esa misma tarde, el tribuno me condujo hacia el Pretorio. Para mi sorpresa, allí estaba el propio Timesiteo, junto a otros generales e importantes jefes militares. A la reunión acudieron también otros pretorianos en circunstancias semejantes a la mía, y oficiales designados por los otros ejércitos. Se constituyó el tribunal y nos asignaron las diversas competencias. Me correspondió ejercer de abogado defensor.
Aunque comencé aquel trabajo algo atemorizado, pronto me familiaricé y empecé a desenvolverme sin dificultad en las vistas. Las causas eran muy variadas, pero prevalecían los asuntos relacionados con el pillaje en el abastecimiento de víveres, la corrupción y las contiendas entre los diversos elementos del ejército. Para llegar a la verdad en todos aquellos casos era necesario recorrer los campamentos y entrar en conversación con numerosos jefes militares. El trabajo era arduo, pero facilitaba el conocimiento de muchos personajes poderosos y aportaba una visión inmejorable de la verdadera tensión de fuerzas que vivía por entonces el ejército. Pude comprobar que, en general, Timesiteo era aceptado por los jefes, pero que el emperador Gordiano no acababa de convencer.
Con motivo de una contienda entre los hombres de Palmira y los árabes, conocí al jefe de estos últimos, un tal Felipe. Era el hijo de un poderoso jeque romanizado que había ascendido favoreciendo al gobernador de la provincia, según supe. Marco Julio Filipo era un general ambicioso, inteligente y deseoso de hacer siempre su voluntad. Me recibió en su gran tienda, lujosamente decorada y con el suelo completamente cubierto de alfombras. Su elevada estatura, sus magníficas vestiduras y la firmeza de su mirada bajo las pobladas cejas oscuras le daban un aspecto imponente. Es comprensible que aquel general llegara a ser tan popular entre los elementos orientales del Imperio. Enseguida me di cuenta de que era un hombre con cierta instrucción, familiarizado con la sociedad romana, pero fiel al estilo de vida de los árabes, quienes, como todo el mundo sabe, son muy especiales en sus costumbres.
Pidió vino y hablamos de cosas inconsistentes. La gente de los territorios orientales es incapaz de entrar de lleno en el meollo de las cuestiones. Antes hay que conocerse y tantearse mutuamente, pero haciendo que los preámbulos resulten naturales, como si ya existiera una familiaridad precedente. Pronto advertí que me estaba ganando su confianza. Pasó de una actitud altiva a un trato más cordial y, por fin, se relajó y se decidió a exponer el asunto por el que me había mandado llamar.
—Ayer te vi actuar en los juicios —dijo—. Eres aún muy joven, pero tu estilo es fluido y tu voz resuena llena de convencimiento. Vi que eras capaz de mover la voluntad de los jueces.
—Pero, ayer precisamente, no conseguí ninguna sentencia favorable en los juicios —repuse.
—Bien, no me refiero a eso. Ciertamente los jueces están siendo duros con los asuntos internos. Así lo quiere Timesiteo. Si esas horcas no estuvieran llenas de ajusticiados a diario, nadie podría gobernar este campamento. Pero yo me refiero a otra cosa. Cuando hablabas ayer, comprobé que los jueces te escuchaban, aunque ya tuvieran pensado de antemano su veredicto. Es diferente oír a escuchar. Por eso me he decidido a llamarte a ti, en vez de a los otros abogados más viejos. Los demás discursos que oí eran huecos.
—Lo que dices me halaga, pero te advierto que soy inexperto. Esta ha sido la primera vez que he tenido ocasión de estar ante un tribunal.
—Creo que eso te beneficia —me dijo mirándome de arriba abajo—. Tu aspecto es natural, tus palabras suenan sin afectación y tienes cierto… ¿Cómo decirlo?… Cierto empuje espiritual que le da a tus intenciones algo distinto a las de los demás.
Recordé entonces que había sido instruido en un templo gnóstico, allí me enseñaron a atender a las personas y a consolarlas con palabras llenas de convencimiento interior.
—Tú dirás lo que quieres de mí, general Filipo —le dije.
—Bien, lo que deseo que hagas es complicado. Pero estoy seguro de que lograrás entenderme y conseguirás transmitir lo que te voy a expresar.
—¿Y bien?
—Sabrás que mis hombres han tenido un altercado con los de Palmira —dijo.
—Sí —asentí—. Ha sido muy comentado en los campamentos.
—Bien, los árabes de Petra y los palmiranos nunca se han llevado bien, es cosa sabida. Cuando mis soldados acamparon en Dura Europos surgieron ya las primeras desavenencias. Es absurdo intentar conciliar a hombres que han mantenido rivalidades desde hace siglos. El alto mando debió de prever que habría problemas.
—¿Cuál fue la causa de la pelea? —pregunté.
—En realidad nunca he llegado a saberlo, pero supongo que cualquier insignificancia: los manantiales, las mujeres, el abastecimiento… Cualquier motivo les habrá parecido oportuno para sacarse los dientes.
—Sí —le dije—, pero todo el mundo habla de que tus hombres llevaron la mejor parte en la pelea. El campamento de los palmiranos fue casi destruido y ahora están furiosos. Es lógico que exijan una satisfacción. Palmira es una ciudad aliada y no puede ser desairada por romanos, aunque sean de Petra.
—Bien, bien, ya lo sé —repuso Filipo con tono de disgusto—. En Arabia los hombres aprenden tarde a obedecer y es difícil hacerles comprender que no siempre hay que actuar en provecho propio. Pienso que será por la abundancia de desiertos en nuestros territorios. Comprendo que Timesiteo quiera que se detenga a un buen número de culpables. Un ejército no puede funcionar sin disciplina.
—Por lo que entiendo quieres que defienda a esos hombres frente al tribunal. ¿Es eso? —pregunté.
—Exactamente.
—Debo advertirte que esa defensa es muy complicada. La mayor parte de los oficiales y la opinión en general está de parte de los palmiranos. Ellos llevaban ya bastante tiempo incorporados a la campaña cuando tus hombres aparecieron para crear problemas.
—Sí, tienes razón —dijo—. Esos hombres obraron mal y deben pagar por ello. No pretendo de ti que consigas algo imposible. Si los principales cabecillas deben ser ahorcados aceptaré la sentencia. No quiero crear un conflicto que perjudique la campaña contra los persas. Los demás jefes pueden pensar que tengo mis caprichos fuera del campo de batalla, pero en esto soy firme. —Se puso en pie y comenzó a pasear por la tienda—. Lo que quiero de ti es otra cosa. Pretendo que hagas la defensa, pero que, teniendo en cuenta que estarán presentes los demás jefes y se creará una gran expectación, aproveches la circunstancia para manifestar una serie de pretensiones de cierto sector del ejército.
—¿Pretendes que utilice el tribunal para dejar caer un mensaje a Timesiteo y el emperador?
—Eso mismo.
Me acerqué y me puse frente a él. Estaba oscureciendo. Entonces entró un sirviente para encender las lámparas. Desde la puerta, que estaba abierta, se veían a lo lejos las hogueras de vigilancia que ya se habían encendido.
—Perdona, Filipo, pero no te comprendo —le dije mirándolo a la cara—. Eres general, y tienes acceso a Timesiteo si lo deseas, o al mismo emperador. ¿Por qué necesitas que yo transmita en un juicio tus aspiraciones?
—Porque será el ambiente más adecuado —respondió—. Timesiteo está muy pagado de sí mismo. Es un hombre al estilo antiguo; aferrado a los tópicos del viejo Imperio. Convirtió al emperador en su yerno para tener un monigote al que manejar, pero es él quien ordena y dispone a su manera. En las reuniones del mando hace ver que escucha las pretensiones, luego finge presentarlas al emperador, pero él toma siempre la decisión final. —Se detuvo, como para cerciorarse de que lo comprendía—. Los hombres de Italia, de Iliria, de Moesia y de Dalmacia siguen al pie de la letra sus indicaciones, pero en el sector oriental de las fuerzas estamos ya hartándonos de esa manera de proceder.
—Entonces, ¿qué pretendes que yo transmita en mi discurso?
—Bien, tendrás que iniciar la defensa de mis hombres como si solo quisieras referirte al asunto de la pelea con los palmiranos. Luego harás derivar la disertación hacia la causa profunda del problema: ¿por qué no se toma la decisión de iniciar la campaña de una vez por todas? Los hombres están inquietos. Los que llegaron primero, entre ellos los palmiranos, ya tuvieron su botín frente a Babilonia. Pero nosotros estamos ansiosos. Si el ejército no se pone en marcha contra las grandes ciudades de los persas, habrá constantes problemas dentro de nuestras propias filas.
—Creo que te comprendo —dije—. Se trata de aprovechar el foro del tribunal, donde estarán representados los elementos más significativos del ejército, para hacer ver a todo el mundo la necesidad de iniciar la movilización inmediata contra los persas.
—Eso mismo. Y confío en que sabrás hacerlo perfectamente —afirmó.
—Pero ¿no has pensado que ese discurso quizá pueda traerme problemas?
—No lo creo. Timesiteo es hábil. Es un viejo zorro. Si alguien le hace ver sutilmente que el ejército se puede revolver contra él, se las ingeniará para avenirse a razones en lo que parece razonable.
—¿Sabe alguien más que me haces esta proposición? —dije para salvaguardar mis espaldas.
—Nadie —respondió—. Tienes mi palabra. Parecerá que lo que vas a plantear es solo a favor de la justicia.
No puedo decir por qué, pues ni yo mismo lo sé, pero acepté aquella arriesgadísima oferta. Salí de la tienda de Filipo con una sensación extraña. Descubrí que me gustaba influir en las decisiones de los demás. Me seducía introducirme en la política compleja del ejército y picar más alto, para comprobar hasta dónde me conducían mis habilidades.