Nada más poner los pies en esas tierras, llegó el momento de iniciar los combates. Aquellos pueblos nos vigilaban desde lejos, mientras no nos acercáramos a las tierras ricas que hay entre los ríos, donde los persas les permitían vivir a sus anchas como vasallos. Pero cuando vadeamos el Eufrates empezaron a incordiar.
Sufrimos inesperadas lluvias de flechas y algunos ataques a la retaguardia. Una noche degollaron a unos quinientos soldados que formaban uno de los campamentos que protegían las alas; hombres de Heliópolis en su mayoría, que se habían incorporado tarde y que solían estar mal organizados, según dijeron después. A los generales aquellas pequeñas escaramuzas no les preocupaban; en un ejército tan grande como el nuestro eran como mosquitos en torno a un león. Mientras no pudiéramos ponernos frente al ejército persa, detenerse a perseguir a tantas tribus inconexas habría supuesto un retraso.
Cuando llegamos frente a las inmensas plantaciones que hay en torno a Babilonia se complicó todo. Eran interminables campos extendidos por diques, donde la cebada, el trigo y otros cultivos esperaban su segunda cosecha. Se dieron las órdenes y toda la tropa se dispuso para la siega. Al mismo tiempo, salieron destacamentos para requisar los rebaños. En los poblados de campesinos solo había mujeres, ancianos y niños. Se pensó que los hombres se habían quitado de en medio para evitar problemas, y todo el mundo se entregó a un desenfrenado deseo de apoderarse de tanta riqueza, pero nadie pensó que si aquellos bienes estaban allí, a pesar de que los persas reinaban junto a ellos, era porque sus dueños estaban empeñados en defenderlos a costa de lo que fuera. Los hombres de Mesopotamia estaban acostumbrados a ser vasallos porque eran tan distintos entre ellos que se sentían incapaces de formar un estado uniforme; pero eso no quería decir que se dieran a cualquiera sin oposición. Cuando se contempla la saña del saqueo, se comprende el porqué de las guerras. Con la ayuda de los guías que conocían bien las tierras, el ejército se distribuyó en las zonas por saquear, estableciéndose una jerarquía que otorgaba los valles más ricos a los destacamentos más reputados. Los hombres salían eufóricos a emprender la tarea de hacerse con todo lo aprovechable y destruir lo que no interesase.
La primera jornada transcurrió en los poblados, compuestos por habitáculos construidos con cañas trenzadas, algunas de cuyas formas eran muy elaboradas. Como había un afán de castigar la servidumbre prestada a los persas, se justificaba todo: se violaba a las mujeres, se tomaban esclavos y se quemaban las casas después del saqueo. Nada quedaba en pie.
Nuestro destacamento fue el más privilegiado, y recibió Babilonia y sus alrededores en el reparto. Llegamos hacia el mediodía y nos encontramos ante un vasto espacio cultivado de cereales y un sinfín de huertos regados en las vegas. Estaba todo en silencio y tan solo se escuchaban de vez en cuando los vagos lamentos del chorlito. Emprendimos un sendero entre palmeras y árboles altos que conducía hacia las aldeas que había en los alrededores de las altas murallas. No se veía a nadie trabajando en los campos o de camino hacia los poblados. Al llegar frente a las primeras casas, las mujeres y los ancianos salieron forzando la sonrisa, haciendo reverencias y ofreciendo comida y regalos. Una avanzadilla de soldados entró para explorar y, cuando hubieron comprobado que no había obstáculos, regresaron entusiasmados anunciando lo que podíamos llevarnos. El tribuno dio entonces la orden y comenzó el despiadado expolio. Nunca podré olvidar el espantoso griterío de aquellas gentes y los quejidos lastimeros que dejábamos atrás después de repetir aquella cruel ceremonia en cada pueblo. Pero un hombre termina por acostumbrarse a todo, y hasta el oficio más infame llega a convertirse en rutina.
En Babilonia no había nada. Sus altas y oscuras murallas guardaban solo ruinas y el ajado esplendor del pasado perdido. Recorrimos los vacíos palacios, los jardines colgantes, semiocultos entre la maraña de enredaderas, y los templos inquietos y ennegrecidos por los aceites quemados en una infinidad de lamparillas que se amontonaban por doquier en su interior.
Cuando salimos por los puentes de aquella inmensa ciudad abandonada, alguien bromeó acerca de los espíritus de los muertos y los dioses que permanecen custodiando sus templos. Pero le callaron pronto la boca y a punto estuvo de perder algún diente a manos de un oficial supersticioso.
Acampamos en un amplio claro que tenía señales de haber servido de pastizal para los ganados. No llevábamos tiendas, pues se habían quedado montadas en el campamento principal desde el que nos distribuíamos para el saqueo. Juntamos los caballos y nos tendimos sobre las mantas para comer algo y descansar. Asamos pollos en las brasas y amasamos tortas con aquel trigo recién cosechado. Había vino y cerveza en abundancia, dulces, dátiles y otros frutos de la zona.
Mi arquero bitinio, Elis, se tumbó discretamente a un lado y contemplaba con sus ojos grisáceos unas figuritas de bronce que había conseguido en alguna de aquellas casas saqueadas. Era todavía un muchacho, rubicundo, muy delgado y de miembros largos. Apenas hablaba. Hasta ahora «sí», «no» y poco más era lo que le había escuchado decir, y eso cuando no contestaba moviendo la cabeza, lo cual era un lío, pues su expresión afirmativa era como nuestra negación, es decir, moviendo de lado a lado la cabeza, como suelen hacer los griegos.
Aquella tarde fue la primera vez que conversamos. Estaba sonriente y a cada momento volvía a revisar lo que había obtenido en el botín: figuritas, ropa de abrigo, adornos de mujer, cuchillos y algún metal precioso, como el resto de los hombres. Antes me los había mostrado orgulloso. Cuando por fin se echó a descansar, sin mirarme, dijo con su acento del Ponto en tono casi inaudible:
—¡Ojalá todas las guerras fueran como esta!
—¿Qué dices, Elis? —pregunté, no porque no le hubiera comprendido, sino por la sorpresa de oírlo.
—Que las guerras deberían ser todas como esta. Apenas llevamos tres meses en campaña y ya hemos apresado botín sin combatir.
—¡Ah! Espera a que aparezcan los persas, muchacho —intervino un veterano que tostaba algo en el fuego.
—¿A qué esperará el rey Sapor? —preguntó otro para sí.
—Mientras no crucemos el Tigris no se atreverán a enfrentarse. Los pobres campesinos del país de entre los dos ríos habrán confiado en que estaban protegidos, pero… ya veis —dijo un tercero.
—¿Creéis que el emperador querrá sitiar Ctesifonte?
—Lo dudo —respondió—. A estas horas todos los alrededores de la capital del reino deben de estar abarrotados de tropas persas. Esta campaña nuestra es solo para decir «aquí estoy», como se hacía antes con los partos. Adentrarse en Persia es muy diferente.
Elis escuchaba, atento. Siempre prestaba atención a todo lo que se decía. Cuando cada uno de los veteranos se alejó para dormir, se incorporó, me miró con ojos fieros y dijo:
—A mi padre lo mataron los persas en Armenia, junto a Zela. Era arquero, como yo. Él mismo me enseñó a manejar el arco. Cuando supe lo que le había pasado, me alisté con los del Ponto. Llevo detrás de los persas desde que tenía quince años, y hasta ahora tan solo he visto armenios malolientes; pero he oído hablar de los ejércitos de Nisapur y Bactra, que avanzan como un mar ensordecedor de caballos acorazados.
—¡Bah! —repuse—. Si fuera tanto como dicen ya habrían venido a ponernos freno.
—Créeme, el rey persa ataca cuando él quiere. Mientras, sabe esperar.
—¿Y qué? ¿Crees que no se sabrá ya en Ctesifonte que Mesopotamia es nuestra?
Elis se cubrió con la manta y dijo su última palabra.
—¡Ojalá vinieran mañana mismo!
Llegó del todo la noche. Las voces de los vigías se contestaban rítmica y periódicamente. Llegaba uno a acostumbrarse a los ruidos del campamento: risas, peleas, órdenes, voces despertando a los que les correspondía la guardia. Esa noche descansaba todo el mundo satisfecho y se escuchaba tan solo un murmullo, como un trasfondo, con el que acabé conciliando el sueño, aunque acudían a mi mente las imágenes que me habían impresionado durante el día: los saqueos, los poblados en llamas, los gestos de dolor de las mujeres, los niños y los ancianos; la satisfacción un tanto amarga de apoderarse de lo que uno no sembró.
Dormía por fin cuando una fuerte sacudida me sacó del sueño. Abrí los ojos y encontré frente a mí la mirada sobresaltada de Elis y sus cabellos de color pajizo enmarañados. Era casi de día. Se oían gritos, órdenes, ruidos de pies que corrían y cascos de caballos.
—¡Félix, levanta; pasa algo! —gritó Elis.
Me deslié de la manta y me calcé. Los demás se incorporaban, confusos, mirando a todos lados. La bruma del río y el humo de las hogueras, semiapagadas por la humedad, impedían la visión más allá de unos cuantos metros. Cuando estuvimos en pie, oímos la voz del tribuno gritando por encima de los demás ruidos:
—¡Rápido, todo el mundo a las armas!
—¡Nos atacan! ¡Concentraos en medio del claro! —secundaron otras voces.
En aquel claro seríamos unos quinientos hombres; los aurigas (que habíamos dejado los carros en el campamento base, junto a Kirkesion, donde había quedado el emperador), la centuria de jinetes que nos acompañaban y un destacamento auxiliar llegado de las provincias árabes. Un poco más allá habían acampado otras dos centurias de caballería y un batallón de infantería. Al parecer, el ataque había caído sobre el campamento vecino, desde donde llegaba el fragor del combate. Subimos a las monturas y emprendimos en orden el sendero que iba junto a la orilla, en la dirección que indicaban los ruidos. Elis se puso a mi lado, trotando en su caballo menudo y de gruesas patas. Era capaz de guiarlo con las rodillas mientras aguantaba el arco entre sus manos. El corazón me golpeaba el pecho con la fuerza de un mulo que cocea en la puerta del establo. A los lados se veía poco: el río a la derecha y los tupidos árboles a la izquierda.
Por fin, se sintió a los de delante llegar al claro. La trompeta resonó y las recias voces de los heraldos gritaron las órdenes de combate. Hicimos galopar a los caballos y un estruendoso alarido salió de las gargantas. Me vi frente a una llanura, donde los sembrados estaban a medio segar, y nuestros hombres se debatían esforzadamente contra una muchedumbre que, a pie y a caballo, los acosaba por todas partes, arrojando flechas, piedras y venablos. Los que yacían por el suelo eran muy numerosos. Habían sido sorprendidos en la madrugada y apenas habían tenido tiempo para organizarse, por lo que estaban sufriendo un duro castigo. Se veía a hombres luchar sin escudo, a medio vestir y a otros corriendo para buscar refugio en las arboledas.
Los atacantes no eran persas, y no formaban un ejército, sino una ingente masa de campesinos con armas hechas en casa. Cuando nos vieron llegar a galope tendido se los vio aflojar en su actitud; unos a otros se gritaron en su extraña lengua y empezaron a retroceder. Nuestros arqueros echaron pie a tierra y les enviaron una nube de flechas por encima de nuestras cabezas. Vi cómo se clavaban las saetas en sus espaldas y cómo algunos hacían esfuerzos por arrancárselas. Enseguida estuvimos a su altura, justo antes de que se perdieran en la tupida maraña de árboles. A mi lado iba un tal Dinócrates, veterano y muy fiero en el combate, según había escuchado.
—¡Allí, antes de que escapen! ¡Tú, a por aquel! —gritó.
Lo miré y lo vi golpear primero a un hombre alto que corría delante de nosotros, y luego a otro que se había detenido y que se cubría la cabeza con ambas manos. Luego se tiró del caballo y fue a por un tercero que casi había llegado a la línea de la arboleda.
Delante de mí corría un muchacho que no tendría más de quince años. Saltaba por entre los matorrales y miraba para atrás a cada momento.
—¡Vamos, ensártalo! ¿A qué esperas? —gritó Dinócrates.
Corrió por mi mente la caza del jabalí entre los alcornoques de Lusitania. Espoleé el caballo y el muchacho cayó entre sus patas. Cuando intentaba dominar al animal, que saltaba encabritado, sentí que alguien me tiraba de la lacerna desde atrás. Me volví y vi a un hombre con una herramienta de labor dispuesto a golpearme. Le arrojé la lanza como había aprendido y, ensartado, se desplomó con los ojos desorbitados. Bajo mi caballo, el muchacho gritaba. Hasta que Dinócrates, que había terminado con su tercera víctima, se echó sobre él y le abrió la cabeza en dos mitades de un solo tajo.
—¡Que nadie entre en las arboledas! ¡Es inútil perseguirlos en la espesura! —gritaba el tribuno desde un promontorio.
De momento todo se quedó en calma. Algunos soldados remataban a los últimos enemigos que habían alcanzado en las esquinas del claro, mientras que el resto de los atacantes se había perdido ya en la fronda o yacía entre las doradas espigas.
Dinócrates me palmeó cariñosamente la espalda, mientras contemplaba los cuerpos de los cinco hombres. Luego se apresuró a juntarlos, arrastrándolos por los pies desde donde habían caído, para alinearlos y alardear de su hazaña.
—¡Mirad, cinco entre el lusitano y yo! —dijo a los que estaban cerca.
—Pero… —objeté, queriendo aclarar que mío era tan solo uno.
—¡Son de los dos! —replicó sin dejarme decir nada—. En el combate solo cuenta lo que se hace a medias —me dijo luego al oído.
Elis llegó jadeando y deteniéndose por el camino para recuperar las flechas que había lanzado. Me miró con gesto de admiración y luego se puso a registrar los cadáveres.
—Hay que quitarles los amuletos —observó—. Mientras penden de los muertos les siguen asistiendo.
Entonces reparé en que no había sentido miedo, contrariamente a lo que había supuesto cuando imaginaba lo que sería el combate. Y aquellos muertos no me causaron repugnancia ni ninguna otra especial sensación. Tampoco me sobrecogí al ver después a los heridos, a pesar de que algunas heridas eran espantosas. Ayudé a derramar vino sobre los cuerpos lacerados y a vendar aquellas sangrantes aberturas de la carne. En algún momento me vi como si siempre hubiera vivido en la guerra.
Al día siguiente de la escaramuza llegó el general Lauricio y se reunió con los oficiales. Aunque habíamos tomado la retirada del enemigo como una victoria, se hacía evidente que el mando estaba desconcertado. No habíamos venido a Mesopotamia para perseguir campesinos, sino para hacer frente al ejército del rey sasánida. Había que tomar una determinación: abandonar el país de los dos ríos, y aproximarse más al Tigris, o atravesar el desierto y presentar batalla a los persas frente a Susa.