Los deleites de Antioquía se acabaron pronto. Tiflis, Metilene, Daza y la propia Edesa habían sufrido ya las incursiones de los pueblos vasallos del rey sasánida, entre ellos los kusana, los hunos blancos y los armenios, cuya caballería disfrutaba de gran fama. Oíamos hablar de esos pueblos y se nos antojaban formados por extraños seres; pero todo el mundo sabía que no tenían nada que hacer frente al ejército del Imperio. En el Eufrates, hasta entonces, el único adversario había sido el reino parto: vecino turbulento y enemigo inalcanzable en las estepas, pero vulnerable y mal organizado. Hasta que el padre de Sapor, rey de la Pérsida, extendió su poder sobre Ispahán y Kirman y asesinó con sus propias manos al parto Artaban IV. Ardacher había reinado hasta ese mismo año en Ctesifonte. Cuando murió, su hijo Sapor extendió la leyenda de que eran descendientes de Darío y se llamaban a sí mismos Fratadara, es decir, guardianes del fuego. Los observadores hablaban de un poderoso ejército formado por una gran caballería que le había proporcionado la concentración de los nobles iranios, carros, elefantes e innumerables arqueros; pero nadie podía ni tan siquiera imaginar un ejército superior al nuestro.
Nos concentraron en las llanuras de Coele, donde comenzaron los interminables ejercicios y maniobras para conseguir que todos los regimientos supieran actuar con cohesión en los combates que se avecinaban. Después fuimos avanzando pesadamente a lo largo del Éufrates, a la espera de que se incorporaran las ciudades de los estados federados, como los arqueros de Palmira que, según decían, eran los mejores.
Me asignaron un arquero de Bitinia: un muchacho de apenas dieciséis años, hábil con su arco y abnegado, pero poco conversador. Desde el primer momento se hizo bien al carro y lanzaba sus flechas con seguridad, como si siempre lo hubiera hecho. En los desplazamientos iba detrás, en un caballo robusto y de cortas patas; y, cuando maniobrábamos, se situaba sin entorpecer en la plataforma, atento siempre a mis órdenes.
Durante mucho tiempo, no vimos ni rastro de los enemigos. Pero era lógico; ninguna de las hordas vasallas de los persas podía atreverse contra aquel imponente ejército. Al llegar a las ciudades que hay en las orillas del gran río, nos encontrábamos con que ya habían sido saqueadas o despertaban de la pesadilla del largo asedio. Cuando dejamos atrás las colinas y los altos y umbrosos árboles, se levantaron unos vientos ardientes, como si en algún sitio se hubiera abierto un horno inmenso. En ese momento solo había que avanzar, por las arenas que descienden por la otra orilla, hasta Kirkésion, para esperar a que Sapor se sintiera amenazado y lanzase su ejército regular.
Se podía conocer a todo tipo de gente entre los soldados. La campaña había atraído a hombres de todos los rincones del Imperio, y el ejército era un hervidero de extrañas filosofías y múltiples creencias. Muchos vinieron por el botín, pero no todos; había quienes se unieron a la campaña para conocer las doctrinas mazdeístas y acercarse a los vientos de salvación que soplaban por entonces desde Oriente. Había una incoherente inspiración que procedía de la mezcla del mitraísmo con la astrología, el neoplatonismo y los cultos de Emesa. Por eso, los magos, los caldeos y los sacerdotes seguían a los soldados, porque bullía una especie de deseo enloquecido de creer. Por las noches se contemplaba el cielo, y aquellos maestros hablaban del destino y llevaban las almas a comulgar con el misterio del mundo o a invocar a la divinidad.
En una de aquellas reuniones conocí a Plotino, un maestro alejandrino que había sido discípulo del famoso Ammonio de Saccas, al que llamaban el Sócrates de Alejandría. Era un hombre extraño, pero hablaba de cosas que sosegaban el espíritu. Creo que por eso se acercaban incluso los generales a escucharlo todas las noches, cuando disertaba junto a la hoguera acerca del hombre y de Dios; al contrario que los magos y los sacerdotes caldeos, que hacían zozobrar con sus historias sobre demonios y ocultas presencias que pugnaban por hacerse con el alma de los hombres.
Creo que Plotino era sincero; al menos, de su interior emanaban palabras llenas de convencimiento. Era un sirio menudo, con el pelo y la barba muy oscuros, apretados en diminutos rizos. Su voz no era potente, pero su acento egipcio le daba misterio y dulzura. Con poco más de treinta años, nadie podría dudar de su sabiduría ni del origen auténtico de sus conocimientos, pues Alejandría tenía entonces en su poder el sello de la verdadera filosofía.
Las noches de Mesopotamia son frescas, a pesar del verano, y acompañadas del croar de las ranas, más ronco y fuerte que el que yo recordaba en el río Anas. La leña utilizada en los fuegos nocturnos eran finos y quebradizos sedimentos arbóreos, arrastrados por las aguas en las crecidas y depositados luego en las orillas, por lo que ardían restallando y lanzando encendidas pavesas hacia el cielo. De vez en cuando se podía escuchar alguna flauta, o el golpeteo de algún pandero árabe.
La mayoría de los soldados latinos se distribuía entre los altares situados en la periferia del campamento, para escuchar a los caldeos o a los sacerdotes de Baal, antes de retirarse a dormir. Pero algunos iban con los griegos y los alejandrinos, sobre todo los oficiales más preparados, y se acercaban para escuchar a Plotino.
No sé lo que impulsaría a aquel filósofo a unirse a la campaña contra los persas, pero sospecho que fue su propia concepción del mundo como una tensión entre dos polos, que, por estar entonces de moda, atraía a numerosos oyentes. Hoy creo que su misión allí era contrarrestar el fanatismo religioso que producían los ecos de la doctrina del predicador Mani, llevado desde la India por el rey Sapor a su corte, y cuyos adeptos se distribuían por todo el Oriente y suponían un grave peligro para el Estado romano. En efecto, el maniqueísmo, en su visión fantasmagórica, hablaba de contraposiciones entre la Luz y las Tinieblas, Ormuz y Ahriman, como él los designaba. Tal lucha de reinos había calado profundamente entre los hombres de aquel tiempo y, entre ellos, aterrorizaba a los soldados con oscuras supersticiones.
Sin embargo, el método de Plotino era intelectual y práctico a la vez. Buscaba la realidad inteligible para alcanzar la felicidad. En cierta manera venía a ser una justificación erudita del sistema religioso tradicional. Por eso agradaba a las autoridades del Imperio; porque les daba lustre intelectual a los viejos mitos. Además, criticaba también el cristianismo con acritud. Le disgustaba la visión de Pablo y, en definitiva, la Iglesia.
La primera vez que oí hablar a Plotino disfruté de verdad. Todo lo que decía era comprensible, irreductiblemente lógico. Y sabía decirlo en el momento adecuado, en el lugar adecuado y frente a los oyentes adecuados. Me pareció que hablaba directamente a mi espíritu, porque acababa de visitar los improvisados altares donde se consumían las víctimas y había participado rutinariamente del vino del culto, mezclado con sangre, y empezaban a repugnarme aquellos ritos impregnados de grasa quemada y de invocaciones suplicantes que desgarraban el alma. El maestro alejandrino me pareció diferente.
Uno de mis compañeros, de nombre Elintos y originario de Palestina, me convenció para que asistiera a su charla.
—No es un predicador —dijo—. Plotino es sencillamente un maestro que da explicación a las cosas reales. Te sentirás bien después de escucharlo.
Plotino estaba frente a la hoguera, con un pie sobre uno de los troncos que se amontonaban para ser quemados. Sonriente, conversaba con algunos de los que se habían concentrado a su alrededor. Por fin, elevó la voz sobre la reunión y empezó a hablar.
—Hoy he venido a hablaros acerca de esta hoguera —dijo mirando en derredor.
—¡Vamos, Plotino! —interrumpió uno de los oficiales viejos, un poco borracho—. ¿Para eso hemos venido?
—¡Habla de los dioses! —gritó otro.
—¡Dejadle hablar! —dijo alguien.
La gente había bebido aquella noche. Todos habíamos bebido. El camino había sido largo y desde allí comenzaban las llanuras bajas del curso inferior. Se percibía que de un momento a otro la cosa podía ponerse peligrosa. El ambiente estaba tenso. Durante un rato, Plotino permaneció en silencio. Se escucharon los carraspeos y los siseos hasta que el auditorio quedó en calma.
—Hoy he venido a hablaros acerca de esta hoguera —empezó de nuevo Plotino—. Y quiero que la miréis, que os fijéis en ella, pues representa al Uno. ¿Qué hay a su alrededor? Vuestros rostros, vuestros cuerpos iluminados, vuestras vestiduras. Ahora bien, lejos de ella, en los extremos, ¿qué hay?… La oscuridad. La noche está iluminada ahora en un gran radio alrededor de esta hoguera, pero a medida que te alejas crece la oscuridad. Si te alejas más, tan solo verás un puntito en la noche. Y si continúas alejándote de la hoguera, la luz ya no te llegaría…
—¿Y esto figura en tus libros, Plotino? —dijo el oficial viejo con sorna, y su voz sonó aún más entonada por el vino—. Pues yo debo de ser un filósofo muy sabio, pues hace mucho tiempo que me había fijado en eso mismo.
Plotino se rio y los demás también.
—Querido centurión Dositeo —contestó al veterano—. Tú eres de Alejandría y sabes como yo que el faro se ve desde la tierra y desde la mar aunque te desplaces dos jornadas, pero llega un momento en que la luz se pierde en el horizonte o detrás de las montañas.
—Claro, no iba a llegar hasta Roma… —añadió otro.
—Pues hay una luz que llega a todo lo que existe, aunque a algunos sitios tenuemente —dijo Plotino con suavidad—. Es la luz del Uno. En todo lo que existe hay algo de su misterio divino. Pero lo que más cerca está de él son las ideas eternas, ante todo, el alma del hombre, que es como una chispa de esa luz; como una chispa de esta hoguera que ahora nos ilumina y que hace que veamos las caras, o como un rayo del gran faro de Alejandría, capaz de conducir a las embarcaciones. Lo que arde es Dios, y la oscuridad exterior a él, lejana y fría, es la materia que nos envuelve y oprime.
—¿Somos pues algo de Dios? —pregunté alzando la voz, y sentí que hablaba mi espíritu.
Plotino me miró directamente y, tras esperar a que su vista se hiciera a la oscuridad que había donde yo estaba, dijo:
—Todo es uno, porque todo es Dios. Pero donde más está Dios es en nuestra propia alma, en la de los hombres.
—Entiendo —dije—, Sócrates enseñaba que las imágenes humanas de los dioses son solo las sombras de la verdad, pero que el hombre debía mirar más allá, sin quedarse en ellas. ¿Cómo podemos, pues, acceder a ese conocimiento sin quedarnos en lo de aquí?
Plotino me contempló entonces con fijeza, como intentando identificarme.
—Mediante un conocimiento adecuado y una purificación —respondió firmemente—. Pero es un ascenso gradual. No hay escultura alguna, ni pintura, que pueda representar al Uno; ni fórmula religiosa o mágica que pueda atraer a la divinidad. Es solo el hombre el que puede acercarse a ella, a través de lo divino que hay en él.
Recordé entonces las enseñanzas del templo de Salus y la sutil carnalidad de su doctrina, que pretendía enseñarme que se puede acceder a la divinidad desde la belleza.
—¿Entonces, ninguna criatura puede llevarnos a Dios? —volví a preguntar.
—Todo tiene algo del misterio divino, y la belleza, por ser eterna, pertenece a él. Pero desengáñate, amigo, el placer y lo caduco terminan atando más al hombre a este mundo. Solo el alma puede trascender y elevarse hasta su encuentro con el Uno.
Cuando dejamos aquella reunión, Elintos caminaba a mi lado en silencio. Alguien se apresuró detrás de nosotros hasta que estuvo a nuestra altura. Era el general Lauricio Panphilio.
—¡Eh, auriga! —llamó—. Eres joven para tener conocimientos de esa altura. En estos tiempos de supercherías una mente bien templada por la filosofía es de gran utilidad en el ejército.
—Gracias —dije.
—¿Dónde has aprendido?
—Tuve maestros en Lusitania y también estudié en Roma, antes de alistarme.
—¿Cómo te llamas?
—Félix, general.
—Bien, quiero que estemos en contacto.
Cuando se marchó, Elintos me palmeó la espalda en señal de felicitación.
—Tienes suerte —dijo—. Hoy los que tienen conocimientos son apreciados y suben pronto. Los generales te han escuchado. Pronto estarás cerca del mando. El joven emperador es más una figura que un jefe, y Lauricio Panphilio es quien manda en el ejército.