Salí del recinto del templo asqueado y confuso. Al encontrarme con el bullicio exterior de las calles romanas se despejó mi mente, y fue como si despertara de uno de esos sueños empalagosos donde me veía de niño, hastiado de golosinas. Palpé entonces la bolsa y di con el áureo que me había dado aquella gruesa y llorona mujer en el templo. Por un momento deseé arrojarlo lejos, pues representaba una experiencia cargada de repugnancia; pero pensé: «Es el salario de una desilusión». Corrí hacia una taberna empuñando la moneda, decidido a olvidarme enseguida de todo.
Como era el final de la jornada, en la taberna se amontonaban los hombres: comerciantes, rudos montañeses ilirios, celtas, galos, griegos de aspecto refinado y soldados de todas las procedencias. Volví a la realidad. Roma era de todo el mundo antes que de ella misma. Podía haber escogido cualquier otra ciudad del Imperio y a buen seguro me habría ido mucho mejor. Pero estaba allí, y era difícil decidir lo que hacer a partir de aquel momento.
Como otras veces, los acontecimientos parecían sucederse con su propia lógica. Había allí un grupo de jóvenes romanos bebiendo un vaso detrás de otro y hablando a voz en grito, como suele hacerse en tales ocasiones, por lo que me enteré de que eran aurigas. Aparté a un lado a uno de ellos y le pregunté:
—Perdona, amigo. ¿Sois aurigas del Circo Máximo?
—Eso mismo, forastero —respondió—. Oh, no lo he dicho bien. Lo éramos, pues ahora seremos aurigas del ejército romano.
—¿Cómo es eso?
—Bien, es largo de contar… —respondió con desgana.
—Yo soy auriga del circo de Emerita, en la Lusitania —dije.
—¡Ah! He oído que es casi tan grande como el de Roma. Pero… Bebe con nosotros. ¡Eh, compañeros! Este joven dice ser auriga del famoso circo de la capital lusitana.
—¡Veamos si el Imperio es tan grande como se dice! —exclamó el que parecía ser el mayor de ellos—. ¿Conoces a Trásilo Turno, el tribuno?
Quedé petrificado. Aquel hombre conocía a mi padre.
—Es mi padre —respondí.
—¡Por Júpiter! Pensé que lo conocerías, pues es cuidador de buenos caballos, pero esto es el colmo. Tu padre me metió en esto del circo. Era mi tribuno en la legión; yo serví en la séptima y ahora pertenezco al regimiento de carros.
Aquel hombre me echó su pesado brazo por encima de los hombros y me puso un vaso lleno de vino en la mano. Bebimos y bebimos. Le conté todo lo que había sido de mi padre, al que, según dijo, estaba muy agradecido y recordaba con devoción.
—Pero, dime, ¿qué haces en Roma? —preguntó.
—He venido para estudiar las leyes, pero… No me ha ido muy bien y ahora estoy sin dinero y sin sitio donde vivir.
—Si de verdad eres un buen auriga, en Roma lo puedes tener fácil. El emperador ha convocado a todos los que son hábiles con el carro para formar una división poderosa. Podrías presentarte mañana junto con nosotros.
—¿En el ejército?
—Claro. Eres un caballero; estarás instruido en el manejo de los caballos y en el uso de la espada. Tu padre era un militar de carrera. Ahora el ejército está lleno de bárbaros y de facciones traídas de más allá de los limes; alguien de la orden ecuestre tiene muy fácil el ascenso. Deberías intentarlo.
—Nunca lo había pensado…
—Pues no hay mejor momento que este. El rey Sapor, de los persas, ha puesto en jaque el imperio donde antes dominaban los partos. Su fuerza se basa en los arcos, en los carros y en la caballería acorazada. El emperador Gordiano quiere hacer frente a esa amenaza con la misma arma que Alejandro utilizó contra Darío: los carros rápidos. Requiere aurigas hábiles, y acude a los circos para convocar a los jóvenes experimentados en la carrera. Podrás conocer el mundo. Además, estarás mejor pagado que el competidor del circo más famoso. Los militares gobiernan hoy el Imperio. Con un poco de suerte puedes hacerte rico como tu padre y regresar a casa para no depender de nadie.
Con la edad que yo tenía, un joven no necesita que le den más ánimos que los de aquella conversación. Se me llenó la cabeza de pájaros y vi por fin con claridad la solución a todos mis problemas. Al día siguiente, de mañana y con el cuerpo estragado por el vino, me sumé a los numerosos jóvenes que hacían cola frente a la entrada del Circo Máximo para someterse a las pruebas del alistamiento. Y, como no había olvidado nada de mi habilidad, desde aquel mismo día pasé a formar parte de la nueva división de carros organizada por el ejército imperial.