Los misterios del templo de Salus cautivaron pronto mi espíritu. Por primera vez en mi vida encontraba un fondo religioso que daba sentido a las incógnitas que descubría en la existencia, sin tener que recurrir a los dioses que había heredado de mis mayores. Había escuchado tantas quejas, sobre todo a mi abuelo Quirino, acerca de los defectos, males y problemas del mundo que nos rodea, sin que nadie me diera jamás ningún indicio aceptable de sus causas, que me fascinó aquella visión de las cosas.
Mi aprendizaje comenzó en un agradable paseo por el jardín, en el que mi compañera comenzó por hacerme consciente de que vivimos en un mundo hostil y violento que causa nuestra perdición. No le fue difícil: le bastó con recordarme mi fracaso al llegar a Roma y la frustración de mis pretenciosos proyectos. Según ella, la causa de los males del mundo estaba en el universo; el mundo material todo, incluida la parte carnal del hombre, se había generado por la desviación pecaminosa del Uno o dios único. Había pues una oposición irreductible entre la realidad superior, divina o espiritual, y la inferior, material.
—Creo que te comprendo —la interrumpí—. Alguien me habló una vez de algo semejante pero como una oposición entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.
—Sí, eso mismo. Si quieres puedes también pensar en salud-enfermedad, placer-sufrimiento, vida-no vida o divinidad-mundo. Lo importante es comprender que el ser humano es un reflejo de todo el universo. La parte superior procede de Dios; su parte inferior viene de la materia, y se halla sujeta a sus leyes. Esa es la raíz del dolor, de la vejez y de la muerte.
—Pero me cuesta entender el porqué de esa separación.
—Es para conocer la angustia que sufren inevitablemente los seres espirituales cuando son encerrados en la condición carnal, estacionados en el tiempo y enredados en un cosmos material.
—Entonces… ¿quién decide esa separación?
—Nadie, está ahí, con que sepas que existe basta. Nadie es responsable de tal orden de cosas. Ni los dioses, ni los hombres. Lo importante es conocer cómo se resolverá ese problema.
—Creo que no lo entiendo —dije entristecido—. De manera que existe el dolor, la angustia y la muerte y no podemos conocer el porqué. Al menos, la religión antigua hablaba de seres malévolos, diablos y espíritus inmundos…
Salus se detuvo junto a un banco de piedra, se sentó en él y tiró de mi brazo para que yo hiciera lo mismo. Luego extendió sus blancas manos y colocó tiernamente mis sienes entre ellas, acercando su cara a la mía.
—Querido Félix —dijo—. Lo importante es conocer que existe la «salus», la salvación, la liberación definitiva. La parte superior o espíritu es consustancial con la divinidad. Debe intentar retornar al Uno para fundirse con él y escapar de la perversión de la dualidad presente. Esta liberación se produce por medio del recto conocimiento, de lo que los griegos llaman «gnosis».
—Y ¿cómo se alcanza tal conocimiento?
—Lo proporciona la divinidad misma, a través de la revelación, a quien le interesa que lo que procede de ella vuelva a su lugar. Es como cuando estás enfermo y afligido por el dolor, solo entonces recuerdas la salud perdida, de la cual no tienes conciencia cuando estás sano.
—Por esta misma razón, quienes reconstruyeron este templo unieron esta sabiduría a la imagen de Salus, diosa de la salud —dije.
—Eso mismo. La salvación es la idea central que preside el culto de este templo. Y la salvación consiste en una ascensión del espíritu al mundo superior, liberándose del inferior, malo y perverso.
—Pero lo que no comprendo es qué pintan en todo esto los jóvenes del templo, es decir, tú y yo.
—La juventud y la belleza del ser humano son un signo y una evidencia de la divinidad. Nada puede representar mejor a la salud que un cuerpo joven en su plenitud.
—¿Somos, pues, imágenes vivientes?
—No, no se trata de eso. Es algo más complejo que irás entendiendo a medida que ejerzas en el templo. Los fieles que acuden son personas que están ya en un estadio elevado del conocimiento, gente influyente y muy culta en general, espíritus que, iluminados por la gnosis, se preguntan: «¿Quién soy yo?». «¿De dónde procedo?». «¿A quién pertenezco?». «¿A dónde y cómo he de volver?». Para ayudar, o mejor, para iluminar este proceso, el mundo superior se sirve de la estructura visible, en este caso de nosotros.
—¿Y qué puedo yo aportar a gente tan sabia?
—Tu presencia y tu amor desinteresado, que no es poco; tu juventud y una sincera actitud de cariño. Tú serás como la contrapartida celeste de todos los espíritus de los hombres. Ellos desean salir en las mejores condiciones de su decadencia actual para reintegrarse en el Pleroma divino, su patria original antes de los tiempos y del espacio. Es gente que vive el drama de la vejez o la enfermedad bajo la iluminación del conocimiento. Compartir un espacio del tiempo que les queda con un joven hermoso los ayuda a salir del letargo y el adormecimiento que les ha producido la materia. Es como el signo de su unión definitiva con la divinidad. Un anticipo de lo que el dios les tiene reservado.
—No sé si podré cumplir con acierto mi papel. ¿Cuándo he de empezar?
—Todavía es pronto, ahora te conformarás con cuidar del templo y del jardín. Yo recibiré a las visitas en nombre de los dos, como he hecho hasta hoy. Mientras llega el momento, te dedicarás a profundizar en la revelación.
Desde aquel mismo día me inicié en la gnosis, entregado de lleno a los libros que Salus guardaba y que me confió después de aquella conversación. Me fascinó el conocimiento y hallé en él la razón de mi estancia en Roma, por lo cual me olvidé por completo de la escuela de Junio Casio y de mi propósito de estudiar leyes, y empecé a acudir a las clases de filosofía que impartían en el cercano templo del Sol los sacerdotes de Emesis.
Pasados varios meses, me adentré en el conocimiento de la astrología y de las tradiciones de Hermes Trimegisto, iniciador de los secretos del mundo. Por otra parte, la metafísica me presentó unos rasgos que me acercaron más aún al fondo de mi nueva religión: el convencimiento de que entre el mundo y el hombre, entre el macrocosmos y el microcosmos, había una relación de simpatía y de semejanza, que hacía a ambos necesitados de salvación.
Pronto estuve impregnado de una certeza: la parte más auténtica y mejor del ser humano es el espíritu, una centella divina consustancial a la divinidad de que procede. Pero tuve que cultivar también intensamente mi cuerpo para reflejar en él la belleza del alma y hacer más evidente su supremacía sobre la materia carnal.
Entonces llegué a comprender completamente cuál habría de ser mi papel en el templo: un ser divino desciende del ámbito superior; con su revelación recuerda al hombre que posee en sí la chispa divina y lo instruye sobre el modo de hacerla retornar al ámbito del que procede. Si conseguía reflejar esa realidad, estaría preparado para comenzar mi misión.
Al entregarme en cuerpo y espíritu a esta tarea, que ocupó desde entonces mi tiempo, entendí por qué Salus había causado en mí tanta fascinación desde nuestro primer encuentro. Era una criatura que reflejaba un hondo abismo interior hecho de enigmas. Desde el principio, me sorprendí contándole muchas cosas sobre mí mismo, mi pasado, mis proyectos y mis deseos. Ella constituía para mí una llamada permanente hacia el interior de mi conciencia y, en nuestras conversaciones, aparecían mis interrogantes internos, mis temores y mis ansias acumuladas. Estaba perfectamente preparada para asumir las inconfesables derrotas que la vida inflige al ser humano. Deseé ardientemente parecerme a ella para ahondar en el mundo sumergido de los hombres y conservar la calma y la alegría de carácter que siempre manifestaba.
Por otra parte, el interior de los muros del templo era un remanso frente a la confusión que dominaba las calles de Roma. La ciudad era hermosa, pero estaba inmersa en una amarga y convulsiva enfermedad política donde crecían las conspiraciones y las revueltas. La autoridad se había entregado a la fuerza bruta y gobernar era un oficio tan temible que muchos posibles candidatos, espantados, se escabullían del entusiasmo de las tropas para no ser elegidos, pues aceptar suponía la condena a muerte. En aquella tempestad tan terrible, se vieron extrañas figuras sobre el trono, como Maximino, aquel hijo de godos, grande como un gigante y del que se escuchaba en las calles que bebía veinticinco litros de vino cada día, y que rompió de un puntapié las patas de su caballo cuando le hizo caer en el foro delante de la gente. Sin embargo, el actual Gordiano el Joven despertaba mayor simpatía entre el pueblo. De cualquier modo, el rumor de que algún motín o complot pudiera quitarlo de en medio era generalizado.
Resultaba así que Roma pertenecía, pues, a un poder ciego, incontrolable, que se guiaba solo por sus pasiones y por sus bajos intereses. Los pretorianos solo querían oro y todo el mundo sabía que se hacían con él a costa de lo que fuera. Por eso, las legiones acuarteladas en las fronteras estaban furiosas y se levantaban cada dos por tres contra la urbe. Y todo esto tuvo sus consecuencias: las rentas disminuyeron, faltaron los víveres y se hizo patente la escasez en la ciudad. Se intentó entonces tasar los productos de necesidad vital; pero el mercado negro se burlaba y operaba con cambios ocho o diez veces superiores a los precios oficiales. Para la población, en general, esto supuso vivir en la miseria o la servidumbre. A veces se tenía la sensación de que todo iba a la deriva.
En el templo, sin embargo, no faltó de nada. Había una especie de corriente externa que fluía hacia nosotros cargada de bienes y de dinero. Entonces comprendí que a Junio Casio le pareciera productivo mi puesto de joven del templo. Contemplando lo difícil que resultaba por entonces vivir en Roma, me sentí afortunado por haber encontrado aquella casa.