Desde que era niño me acostumbré a escuchar que todas las ciudades del mundo son el reflejo de la única verdadera: Roma. El uso de la razón me hizo imaginar la capital del Imperio como una Emerita aumentada e idealizada, comparando en mi mente el Tiber con el Anas y las colinas romanas con las suaves ondulaciones de los cerros lusitanos. No podría describir en este momento la impresión que sentí al divisar la ciudad a lo lejos, en la carretera que conduce hacia ella desde el puerto, a cuyos lados se elevaban soberbias villas semiocultas entre espesos y umbríos jardines. Todo son bosques hasta donde se pierde la vista, y en medio de ellos emergen los inmensos muros rojizos tras los que asoman los blancos edificios de piedra y las colinas rematadas por las redondeadas copas de los pinos. Al final de la vía está la puerta Ostiense, que abre la ciudad al constante ir y venir de personas, vehículos y animales que transitan por la carretera portuaria. Sobrecoge la marmórea pirámide de Cayo Cestio y los grandes monumentos funerarios que hay en su entorno.
Frente a la misma puerta sufrí las consecuencias de mi inexperiencia y mi candidez provinciana, y fui víctima de una estafa que trastocó por completo mis planes. Junto a mí se puso a caminar un hombre maduro, bien vestido y de aspecto distinguido, acompañado por dos esclavos que portaban lo que parecía su equipaje. Ya en la explanada del muelle se había hecho el simpático, tras escuchar cómo me despedía del patrón de la nave, adivinando mi procedencia por el acento.
—¡Un hombre de la Hispania! —exclamó con gesto sorprendido—. ¿De qué diócesis?
—De la Lusitania, de Emerita —respondí.
—¡Ah! Magníficos caballos. Ya hacía tiempo que no me encontraba con alguien de por allí.
¿Es la primera vez que vienes a Roma, amigo?
—Sí.
—¿Negocios, quizá?
—No, quiero continuar mis estudios de leyes en una de las escuelas romanas.
—¡Magnífico! Tengo amigos abogados influyentes. Bien, encaminémonos a la ciudad antes de que sea tarde.
Sin que me diera cuenta, aquel hábil embaucador fue llevándome a su terreno y por el camino, pregunta tras pregunta, se informó bien de mi origen familiar y de otros detalles que necesitaba para completar la trampa que había de tenderme más adelante. Habló de espectáculos, de cosas intrascendentes y, queriendo hacerme ver que me instruía sobre los peligros y las dificultades de la capital, me dio consejos de todo tipo en tono paternal.
Cuando llegamos al puesto de recaudación, extraje las monedas de entre mis ropas para pagar el impuesto y él hizo lo propio, fijándose disimuladamente en mi dinero.
—¡Por Mercurio! —exclamó—. Pero hijo, ¿no sabes que esas monedas están fuera de curso?
Yo lo miré extrañado.
—Claro, claro; en las provincias aún no estáis al corriente de las nuevas disposiciones —añadió—. Hace ya tiempo que las piezas antiguas fueron recogidas en Roma por la autoridad para fundirlas.
—Entonces, ¿mi dinero no es válido? —pregunté, sin poder asimilar aún lo que estaba pasando.
—¡Ca! Déjame ver —dijo extendiendo la mano.
—Hummm… me temo que no; son viejos antonianos de Caracalla. ¿Tienes áureos y piezas de bronce?
Sin pensarlo extraje la bolsa y le mostré cuanto llevaba.
—Me lo temía —dijo—. Son todo monedas sin curso legal. Amigo, lo siento pero estás sin dinero. Es algo que les está sucediendo a muchos forasteros en estos tiempos de confusión. El dinero sigue corriendo en provincias en las viejas acuñaciones, mientras que en Roma solo tienen valor las nuevas piezas.
Creí que el mundo se me caía encima. Mi cabeza se quedó en blanco. Mientras, se acercó otro hombre, también de buen aspecto.
—Amigos, perdonadme pero no he podido evitar oír la conversación que traéis —dijo cortésmente—. Veo que os preocupa el mismo problema que acucia a muchos ciudadanos de provincias.
—Se trata de este joven —dijo el otro—; su dinero ya no es de curso legal.
—¿Puedo verlo? —preguntó con firmeza el recién llegado.
Miré a mi compañero de camino, buscando su aprobación, confiado en que él tendría más experiencia.
—Vamos —dijo mi fingido protector al otro—, no es asunto que te incumba.
—Me incumbe, señor, puesto que soy cambista con licencia —dijo el otro mostrando un documento aparentemente oficial.
—¡Ah! Siendo así quizá puedas ayudar a mi joven amigo.
—¿Y bien? —dije mirando a mi consejero.
Este me apartó a un lado y me dijo:
—Es la única solución. El dinero que llevas solo tiene valor como metal. Créeme, soy negociante y entiendo bien de esto. Lo mejor que puedes hacer es acudir a un cambista para revalorizar tus monedas cambiándolas por las de curso legal. Este tiene autorización. Yo te pagaré el impuesto de entrada y te acompañaré hasta su establecimiento para asesorarte y evitar que al tasar te perjudiquen.
—No sé cómo podré agradecértelo. Vayamos —dije, convencido de que era mi salvador.
Mi fingido amigo pagó la tasa al recaudador de la puerta y los tres cruzamos. El cambista tenía su oficina junto a la misma muralla, al lado de otros establecimientos de empeño, compraventa y legalización de documentos. El destacamento de guardia estaba justo enfrente y aquello daba seguridad. Nos sentamos en torno a una mesa cubierta por un tapete de color rojo y extendí todo mi dinero sobre ella. El cambista lo fue ordenando por valores y un empleado comenzó a hacer las cuentas. Yo miraba a uno y a otro esperando la valoración.
Cuando estableció las equivalencias, dijo la cantidad total del dinero que me correspondía.
—¡Ah, no! —exclamó entonces mi protector—. Al menos debes darle dos áureos más, y diez antonianos.
Discutieron durante un rato más y al final quedaron de acuerdo. El empleado extrajo la cantidad de un arca y la depositó en mi bolsa, después de que yo examinara el total. No vi motivo para estar descontento, sino todo lo contrario, ya que el total era casi el mismo que había entregado. Sentí un gran alivio y mis nervios se tranquilizaron.
Ya en la puerta, quise recompensar a mi falso amigo, pero él se negó. «Aún queda gente buena en este mundo», pensé. Nos despedimos y allí mismo contraté una litera para ir a la dirección que me había indicado mi abuelo. Qué gusto sentí contemplando la Roma inmensa, bellísima y bulliciosa, como un verdadero señor, llevado en andas y palpando la seguridad de la bolsa que llevaba bajo mi toga.
La carta de recomendación de mi abuelo era para la vieja escuela de Ulpiano, rehabilitada por sus alumnos varios años después de que fuera asesinado, una vez que se hubieron calmado las cosas. Pero como los bienes del maestro fueron expoliados, la casa ya no estaba en la dirección que yo traía —en un lugar céntrico, junto al estadio de Domiciano—, por lo que, al llegar a los antiguos locales, me encontré con que había un almacén de telas. Cuando me indicaron allí mismo la nueva dirección de la escuela, tuve que volver sobre mis propios pasos y dirigirme hacia el pie del Aventino, a unos huertos cercanos al lugar donde había contratado la litera. Al llegar tuve que discutir con los porteadores, pues el precio me parecía desorbitado.
Me recibió un tal Junio Casio que era ahora el dueño de la academia. Leyó la carta sin decir palabra y luego me miró de arriba abajo.
—¿Traes ahí los áureos de los que habla tu abuelo en la carta? —preguntó.
—Naturalmente —respondí.
—Déjame verlos —pidió.
Su actitud me pareció desconfiada, pero abrí la bolsa sin rechistar; comprendí que eran tiempos difíciles. Miró las monedas y dijo:
—No, estos no, me refiero a los que te dio tu abuelo en la Lusitania.
—¡Ah, el viejo dinero! Por eso no te preocupes, ya me encargué de cambiarlo al llegar a Roma.
—¿Cómo? —dijo abriendo los ojos sobresaltado—. ¿Lo has cambiado? ¡Déjame ver lo que te han dado!
Abrí las otras dos bolsas y le mostré el resto de los áureos y los antonianos de plata.
—¿Eso es todo? —dijo con estupor.
—Claro, es su valor en la nueva moneda.
—¡Pobre ignorante! —exclamó—. Has caído en la estafa más simple y vulgar de las que urden para los ciudadanos de provincias.
—Pero… No comprendo. ¿Es dinero legal, no?
—¡Claro que es legal!, pero enormemente depreciado con respecto al que tú traías. ¿Es que no sabes que las monedas de Roma se fabrican desde los tiempos de Macrino como si fueran galletas de sésamo? Ya Caracalla disminuyó el peso del áureo y creó el antoniano de plata que terminó por suplantar al denario casi por completo. Las nuevas piezas ya no llevan ni cobre, sino aleaciones de cinc, estaño y plomo. Has cambiado tus viejas monedas, que eran un tesoro, por tosco metal pulido.
—Pero… son legales… sirven para comprar.
—Con ese puñado de chatarra solo podrás comprar dos o tres meses de vida romana. La inestabilidad de nuestros gobiernos hace que se fabriquen graneros enteros de monedas para contentar a los soldados. Eso hace que el valor de las piezas baje de un día para otro. Podrías haber sido rico con tu saco de viejo dinero, el que de verdad tiene valor para ser atesorado; pero no ha querido la Fortuna que así fuera.
—Entonces, ¿mis estudios…?
—Créeme que lo siento, pero cuesta mucho sostener una escuela como esta. Tu abuelo, que era muy sabio, debió advertirte de que las malas artes y la picaresca acechan en las calles de Roma.
Dicho esto cerró la puerta delante de mí, sin despedirse. En aquel momento tan solo pensé en dar con los estafadores que se habían llevado mi dinero, por lo que corrí desesperado por aquel laberinto de calles en dirección a la puerta Ostiense que estaba próxima a aquel lugar. Por fin di con el barrio de los cambistas y con el establecimiento de aquel embaucador. Entré sofocado y me encontré allí a los dos individuos que, como era de suponer, estaban compinchados.
—¡Mi dinero! —grité.
El esclavo se adelantó y me cerró el paso.
—¡Quiero mi dinero enseguida! —volví a gritar forcejeando frente al mostrador.
Uno de los cambistas salió corriendo a la calle, mientras que yo me abalanzaba hacia el otro, apartando al esclavo de un golpe.
—¡Guardias! ¡Socorro! —oí gritar detrás de mí.
Enseguida aparecieron en el establecimiento los soldados del puesto de enfrente. El oficial se dirigió a mí con el bastón en alto.
—¡Eh, tú, quédate quieto! —gritó.
—¡Tienen mi dinero! —exclamé.
—¡No lo conocemos! ¡Pretendía robar! —se apresuraron a decir los estafadores.
Al momento aparecieron allí varias personas gritando a nuestro alrededor.
—¡Oficial, lo hemos visto todo! ¡Es un ladrón! ¡Entró en el establecimiento avasallando para llevarse esas monedas! —decían.
En mis manos estaba mi bolsa. La rabia me cegó al ver a todas aquellas personas en torno a mí acusándome injustamente. En mi impotencia, un impulso irreflexivo me llevó a golpear con furia la cabeza del cambista con la bolsa de las monedas. Gruesas gotas de sangre cayeron al suelo y el estafador se desplomó delante de mí. Entonces los guardias se abalanzaron y descargaron los bastones sobre todo mi cuerpo. Sufrí los secos impactos hasta que un denso zumbido acudió a mis oídos y se me nubló la vista. Cerré los ojos y permanecí inmóvil para que así cesaran de golpearme. Sentí que me arrastraban por los pies sobre los adoquines durante un largo trecho. Alguien corrió detrás y gritó:
—¡No, a la cárcel no! El juez podría buscarnos complicaciones.
Después me empujaron y rodé por un terraplén hasta que me detuve sobre unas húmedas plantas. Es lo último que recuerdo, pues perdí el conocimiento.
Cuando recobré el sentido era ya noche cerrada. Noté la sangre seca en mi cabeza, y por toda la cara, y apenas pude abrir un ojo. Me faltaba el manto, los zapatos y, por supuesto, la bolsa y los documentos que llevaba. Caminé al azar, con pasos vacilantes, por una especie de vertedero fangoso hasta una amplia vía, a cuyos lados se veían hogueras encendidas, distanciadas unas de otra, con gente calentándose. Por la calzada transitaban apresuradamente bestias de carga, carreteros y todo tipo de vehículos de los que se usan para aprovisionar las ciudades, siguiendo la ley que estaba vigente por entonces en Roma y que solo permitía el tránsito de estos vehículos desde la caída de la noche hasta el amanecer, para evitar el colapso de las calles en las horas del día.
Empujado por el frío, me acerqué para buscar el calor de una de aquellas hogueras. A un lado había dos carreteros, jugando a los dados, y al otro tres prostitutas calentándose las manos y charlando entre ellas. Cuando me acerqué al fuego me miraron los cinco, extrañados.
—¡Eh, tú! ¿Qué haces? —dijo uno de los hombres—. Esta leña ha costado dinero. Nadie te ha invitado a esta reunión.
Aturdido como estaba, no hice caso de aquel rechazo. Entonces el carretero cogió el látigo y se dirigió a mí en actitud amenazante.
—¡No le hagas daño! —exclamó una de las mujeres—. ¿No ves que está herido?
—¡Y a nosotros qué! —repuso el hombre—. ¡Que se vaya a otra parte con sus heridas! Mientras esté aquí con ese aspecto, no se acercará nadie a vosotras.
Cuando parecía que el carretero iba a golpearme, la mujer se interpuso y se quedó frente a mí. Al verla, iluminada por las llamas, envuelta en un suave velo claro, tuve la certeza de que entraba en mi vida un ser excepcional. Sus ojos eran profundos y sombríos, en una cara pálida y de pómulos salientes. Su mirada estaba clavada en mí, de pronto llena de la misma sorpresa que había causado su belleza en mi alma.
—Parece un joven caballero —dijo por fin a las otras.
—¡Que se vaya! —volvió a gritar el carretero.
—¡Calla, estúpido! —replicó una de las otras mujeres—. La leña es nuestra; si quieres calentarte, deja que nosotras decidamos quién puede acercarse.
Aquel hombre bajó entonces la cabeza, dejó a un lado el látigo, y fue otra vez a sentarse junto a su compañero. Pude ver entonces a las otras dos mujeres, maduras, profusamente maquilladas y con estudiados abalorios, como suelen ir tales mujeres para cumplir con su oficio. En cambio, la joven que me miraba era apenas una muchacha de atuendo sencillo.
—¡Harmonia, acércame el vino! —ordenó, mientras extraía un pañuelo del bolso. Retiró cuidadosamente la sangre de mi rostro y después me pasó la jarra para que bebiera. Mientras, no dejaba de mirarme.
—¡Por Antinoo! ¡Qué bello eres! —exclamó.
Entonces se acercaron las otras dos.
—¿Qué te ha sucedido? —preguntó una de ellas.
—Los guardias me golpearon —respondí.
—¡Ah, Roma es de los pretorianos! —declaró.
—¿Puede saberse por qué te hicieron esto? —preguntó la joven.
—Unos cambistas me estafaron junto a la puerta Ostiense y, cuando fui a reclamar lo que era mío, los guardias se pusieron de parte de aquellos sinvergüenzas.
—¡Por Hebe! ¡Es un forastero hispano! —dijo una de las prostitutas al adivinar mi acento—. Cariño, te creo; hace tiempo que los recién llegados sufren los atropellos de esa gente poco honrada.
—Es mal momento para entrar en Roma —observó la otra—. Los militares corruptos controlan los accesos a la ciudad. Pero, pobrecillo, ¿cómo podías saberlo?
—¡Oh, se me está partiendo el corazón de la pena! —comentó entonces, irónico, el carretero; y él y su compañero rieron a carcajadas.
—¡Vamos, marchaos ya! Es hora de que recojáis vuestra carga, las puertas del barrio central hace tiempo que se abrieron —les apremió la mujer.
Los carreteros se echaron el manto y arrearon las mulas, que tiraron estrepitosamente de las carretas.
—¡Hasta mañana! ¡Qué vuestro Ganímedes os dé suerte para el negocio! —se despidieron.
La joven se acercó entonces a una casilla de tablas que había allí cerca y trajo una capa con la que me cubrió las espaldas.
—Ahora voy a marcharme hacia el centro de la ciudad y tú te vendrás conmigo —me anunció—. Hace frío y las calles no son seguras.
Al poco rato, apareció un hombre alto.
—Aquí tienes a tu esclavo —dijo una de las prostitutas.
—Bien, queridas —se despidió la joven—, os dejo.
Besó a ambas mujeres y echó a andar detrás del esclavo. Yo me quedé impávido viéndola partir. Una de las mujeres me empujó entonces.
—¡Vamos! ¡Síguela! —ordenó.
Obedecí aquellas palabras, sin saber por qué. Caminé un rato detrás de la joven, que a su vez iba tras el alto esclavo. Fuimos pasando delante de otras hogueras, donde había otras mujeres semejantes.
—¡Adiós, Salus! ¡Buenas noches! ¡Que Isis te acompañe! —saludaban a nuestro paso.
Al final de la vía, frente al Circo Máximo, subimos los tres a una raeda, que esperaba al pie del acueducto Aqua Appia. El carro tomó una amplia calzada al pie del Palatino, cuyos palacios brillaban azulados a la luz de la luna. Al fondo, me sobrecogió la inmensidad del Anfiteatro Flavio y, al circundarlo, la colosal estatua de bronce erigida por Nerón. Después, pasamos junto a los grandiosos templos, iluminados por multitud de antorchas y lámparas de aceite. Los foros imperiales me parecieron dorados. Desde allí subimos hacia el Quirinal y nos detuvimos en una calle estrecha que discurría entre altos muros cubiertos de oscura hiedra. Tras cruzar un denso portón, descendimos de la raeda y recorrimos un amplio huerto poblado de cipreses, hasta llegar a un pequeño templo rematado por un friso de estilo griego.
—Hemos llegado —dijo la joven—. Detrás del templo está mi casa.
Me dejé conducir en silencio por entre las columnas, hasta el interior, que permanecía a oscuras. Al final, había algunas velas colocadas desordenadamente en unas gradas. El esclavo prendió una antorcha y abrió una puerta por la que pasamos a otro jardín. Por fin llegamos a una casa pequeña. La joven despidió al esclavo y encendió las lámparas. Cuando dejó caer el velo pude ver de nuevo su cara, iluminada intermitentemente por las llamas que aún no habían cobrado fuerza.
—Estás muy callado —dijo.
—¿Qué puedo decir? Hoy he vivido un día tan extraño…
—¿Cuánto tiempo llevas en Roma?
—Arribé a Ostia esta misma mañana.
—Pobrecillo, la urbe no ha sido acogedora contigo. Ahora es mejor que descanses. Mañana la claridad del día pondrá en orden tu mente. Duerme sin temor en esta casa.
Dicho esto, cruzó una cortina hasta una estancia contigua y regresó con un jergón y unas mantas. Allí mismo me tendí y tardé en conciliar el sueño, hasta que, rendido, mis ojos se cerraron y dejé de contemplar aquel rostro dulce que permanecía, velando, a mi lado.