Siempre imaginé el mar como un inconmensurable volumen de agua, sometido al movimiento de las olas, según había visto en los mosaicos y pinturas que lo reflejaban. Pero nunca supuse que la línea del horizonte se elevaría en la lejanía dando la sensación de que el agua estaba sostenida en vertical, ni que no pudiera divisarse ni tan siquiera una hilera de montañas de las tierras que había más allá, acostumbrado como estaba a los embalses cercanos a Emerita.
Pero aún me sorprendió más el puerto de Gades, por la gran cantidad de naves que abarrotaban los muelles y la grandiosidad de las velas desplegadas en el cielo azul. Nunca pensé que los barcos marítimos fueran tan diferentes a las barcas que había varadas en las orillas del río Anas.
Gades era un caos al borde del mar, semejante a otras ciudades portuarias que he conocido a lo largo de mi vida, pero originalmente impregnada, por la proximidad de Mauritania, del ambiente meridional y africano. Las calles partían del mismo muelle con estudiada perpendicularidad, pero su orden formal cobijaba a una muchedumbre confusa que se movía apresurada por la angostura que dejaban la multitud de talleres, tiendas y vendedores ambulantes. Creí que no sabría valerme entre aquella complicada aglomeración de gentes y animales, pero pregunté y fui conducido hasta las explanadas que hay frente a los diques, donde se congregaba la inmensidad de comerciantes, marineros y viajeros. Los patronos voceaban los puertos de destino e iban concentrando junto al muelle a las personas con las que concertaban el viaje, hasta que completaban el cupo. El muchacho que me condujo hasta allí se acercó a preguntar y regresó, después de recoger información para decirme:
—El trirreme que llega hasta Tarraco y Roma no saldrá hasta pasados veinte o veinticinco días. Si no quieres esperar puedes avanzar hacia Cartago Nova, pero tendrás que hacer varias escalas.
—No me importa —contesté—; busca algo que salga cuanto antes.
Pasado un rato, vi que me hacía señas desde uno de los montones de mercancías que se levantaban en el malecón. Detrás había una nave ligera que comenzaba a cargar en ese momento.
—Este es Flecto, el patrono —dijo el muchacho—. Va directamente a Malaca, pero no tiene destino fijo. Si tienes suerte y carga con destino a Cartago Nova no necesitarás tomar otra embarcación.
Fijamos el precio y el muchacho cobró su comisión. Más tarde supe que había pagado una cantidad desorbitada y que se habían aprovechado de mi inexperiencia, pero ya estaba hecho. Compré panecillos, dulces, pescado salado, fruta fresca y una manta ligera, advertido de que habría de pasar las noches en cubierta. Por la tarde fui a las termas y me dispuse después a esperar el amanecer, echado en el mismo muelle, junto a los demás viajeros.
Nadie me había avisado de que uno se marea en los barcos. El primer día fue angustioso y vomité a cada momento; tumbado en la popa, no me percaté de que la brisa marina disimulaba el calor del sol y me abrasé la piel de la cara y los brazos. Ni una gota de líquido aguantaba en mi estómago; mucho menos cualquier alimento. Para colmo, la nave, al ser oneraria, fue recalando en los puertos intermedios, para aprovechar mejor el viaje. Tentado estuve de bajarme en Carteia y continuar el viaje por tierra, pero el gasto estaba ya hecho y, en todo caso, el barco acortaba las distancias.
En Malaca nos detuvimos dos días para esperar un cargamento de vino. Una vez dejado aquel puerto, no volvimos a tener oportunidad de desembarcar, por lo que divisamos a lo lejos Sex y Abdera. De noche doblamos el cabo y vimos la luz del faro. Desde entonces cambió el viento y me sentí mejor. Hice amistad con un joven de Olisipo y ambos compartimos lo que llevábamos para comer.
Resultó muy agradable ver la hermosa ciudad de Cartago Nova, resplandeciendo entre los collados pardos y el agua azul. Cuando desembarcamos era en torno al mediodía y mi nuevo amigo y yo nos dispusimos a matar el tiempo, pues no zarpábamos hasta la mañana siguiente. Bebimos en las tabernas y disfruté a mis anchas de la libertad que se siente viajando por el mundo. Al caer la tarde, vimos llegar la flota de guerra al puerto atestado de embarcaciones. Eran seis trirremes imponentes, que entraban de espaldas con los remos elevados hacia el cielo y las velas desplegadas. Me fijé en los espolones y arietes y recordé lo que había escuchado narrar a mi padre acerca de las batallas navales.
Por la mañana, al embarcar de nuevo, lamenté tener que enfrentarme otra vez al oleaje, aunque el movimiento no volvió a ser tan violento como en las proximidades del estrecho. Fuimos todo el tiempo navegando en paralelo a la costa de Levante, y alguien mencionó la gran vía de Hércules que sube hacia el norte. El cielo era inmensamente azul y se confundía con el mar en el horizonte. Flecto avisó a voces desde la popa de que podíamos divisar delfines; poco después aparecieron saltando sobre el agua a los lados de la nave. Busqué en mi mente a quién poder contar todo aquello a mi regreso.
Tarraco es una ciudad luminosa. Da la impresión de que el refinamiento y la voluntad de terminar bien las cosas se han detenido allí para configurar espacios elegantes, donde abundan las bellas formas sin que nada esté de sobra. Recoge los influjos de la Galia y los constantes cambios y novedades que llegan desde la atmósfera cosmopolita de Roma, pero ha sabido tamizar su estilo, desechando la superficialidad y la inconsistencia. La gente habla bajo en las calles y en las plazas; cuidan el aspecto exterior, pero evitan los excesos en el boato; saben mantener limpio su entorno; se atienen al orden en los horarios y, a pesar de ser tan diligentes, saben divertirse con naturalidad, sin reparar en el uso de las cosas.
Me fue muy fácil localizar a mis parientes. El hermano de mi abuelo había muerto hacía tiempo, pero su hijo, mi tío Saturo Mario Trusa, gozaba de una posición elevada y vivía cercano al ambiente político y a los círculos de influencia del gobierno provincial. Cuando pregunté su nombre, en el mismo puerto, uno de los comerciantes de golosinas cerró rápidamente el tenderete y se ofreció a conducirme hasta donde podía encontrarlo.
La residencia de mi tío estaba junto al mar, en un promontorio, rodeada de árboles y de medianas casitas para la servidumbre. Nada más llegar a su presencia, pude reconocer rasgos que me eran indudablemente familiares. A él debió de sucederle lo mismo, pues, siendo poco efusivo en el trato, se manifestó sin embargo sonriente y dispuesto a ayudarme en todo lo que necesitara.
—¡Félix, nieto de Quirino! —exclamó—. Desearía ahora que viviera mi padre para que pudiera conocerte. Han pasado más de veinte años desde la última vez que vi a tu abuelo, cuando regresó de Roma para retirarse definitivamente en la Lusitania. No puedes ocultar tu parecido con la familia Quintilia. Sé bienvenido a esta casa.
La villa era suntuosa, sin que un solo hueco no estuviera cubierto por pinturas o mosaicos. En una amplia sala circular, Saturo me estuvo mostrando sin prisas los recuerdos de la familia, y las numerosas esculturas que él mismo había ido adquiriendo para formar una colección singular.
Durante el tiempo que estuve en Tarraco, lo acompañé diariamente a sus múltiples ocupaciones. Conocí Barcino y algunas de las grandes y magníficas villas de la costa; asistí a la salida de la reunión del Concilio Provincial y pude contemplar junta a toda la aristocracia de la Hispania Citerior; presencié espectáculos públicos especialmente refinados: carreras, mimos y luchas de gladiadores en el anfiteatro que, aunque de modestas dimensiones, resultaba hermoso en su conjunto y espectacular por la inmediatez de la arena.
Cuando hube conocido a toda la familia, llegó el momento de partir para Roma. Tarraco era muy interesante, pero no era mi destino. Así se lo comuniqué a mi tío Saturo mientras recorríamos los jardines una mañana.
—Roma ya no es lo que la gente de las provincias imagina —dijo con gesto preocupado—. Yo, hace años, la visitaba con frecuencia; ahora el ambiente es confuso y es difícil manejarse sin conocer a fondo su intrincamiento.
—¿Tan grande es la urbe? —pregunté inocentemente.
—No, no se trata de su magnitud; es a sus gentes a lo que me refiero. Hace tiempo que se cuida poco el acceso a la ciudad y pululan todo tipo de oportunistas y extraños personajes venidos de todas partes. Ya te he dicho que hace años que no voy allí, pero corren rumores de que las cosas andan muy enrevesadas en la capital. Hay frecuentes asesinatos de personajes públicos, revueltas y desórdenes. Antes de que el poder formal llegara al jovencito Gordiano, Roma vio, en el curso de unos cuatro meses, cinco emperadores elevados al trono y luego derribados. Finalmente, del actual se dice que es un fantoche en manos de los pretorianos y de las tropas del Rin.
—Entonces, ¿quién gobierna el Imperio?
—¡Ah!, querido sobrino, esa pregunta es muy difícil de contestar. La masa soldadesca, indisciplinada e inconstante en sus deseos voltea o proclama emperador según su capricho. El Senado difícilmente puede mantener un papel directivo en el Estado en tales condiciones. Las ciudades importantes de las provincias mantienen una unidad meramente formal con el Imperio; algunas, como las de las Galias, incluso se manifiestan abiertamente como independientes. En el caso nuestro, los tarraconenses no rompemos los lazos porque nos interesa mucho la conexión con el puerto de Ostia, que nos abre al mundo; pero empezamos a estar hartos del desorden y de la barbarie de Roma. Sinceramente, no creo que hayas escogido un buen momento para trasladarte allí.
Ambos permanecimos en silencio durante un rato. El rumor de las olas subía desde el mar y el cielo era intensamente azul. En el horizonte, los barcos desplegaban sus velas para iniciar su regreso a las costas.
—De no ir a Roma, ¿qué podría hacer? —pregunté.
—El Concilio Tarraconense ofrece puestos bien retribuidos. Basta conocer bien la escritura y desenvolverse mínimamente en la oratoria. Podrías quedarte y continuar aquí tus estudios. Con el tiempo, tomar en matrimonio a una de tus primas y prosperar. ¿Qué mejor cosa que permanecer en la propia familia? Piénsatelo, teniendo en cuenta que no es momento para intentar nada en Roma, aquí puedes hacerte un sitio…
Di vueltas a mi cabeza con aquella proposición de Saturo. Para un joven de mi edad, con el deseo de aventura y de conocer mundo sembrado ya en el alma, la idea de un futuro tan determinado era poco atractiva. Además, mis primas eran flacas, de aspecto relamido y poco simpáticas. Me seducía mucho más la idea de sumergirme en el mundo cosmopolita y multiforme de Roma.
Por la mañana, al día siguiente de nuestra conversación, fui al despacho de Saturo; pero decidí ocultarle el verdadero motivo de mi decisión para no herirle.
—Tío, he pensado en lo que me dijiste ayer sobre el viaje a Roma —dije.
—¿Y bien?
—Te agradezco mucho que quieras ayudarme, pero deseo ser fiel a lo que prometí a mi abuelo: que marcharía a Roma para continuar mis estudios en la escuela de Ulpiano. A él le hacía mucha ilusión.
—Pero, Félix, tu abuelo es ya anciano. Debe de estar poco informado de los cambios que se han producido.
—Sé que tienes razón en cuanto me has dicho acerca de la situación de Roma, pero ya te conté que rompí la relación con mi padre; no me gustaría ahora tener que contrariar la voluntad de mi abuelo, que me apoyó desde el principio.
—Está bien; cada uno es el único dueño de su vida. Desde Tarraco a Roma hay tres jornadas y media de viaje; dispondré lo necesario para que tu viaje sea lo más confortable posible. Lo que lamento es no poder entregarte ninguna recomendación adecuada. Conozco a algunos hombres influyentes en la capital, pero no me atrevo a ponerte en sus manos, tal y como están las cosas. En fin, esperemos que salga todo bien y puedas realizar tus aspiraciones sin ninguna complicación. Aun así, si tuvieras algún problema no dudes en regresar aquí cuanto antes.
Saturo me aconsejó después que eludiera la política y con ello puso fin a sus recomendaciones. Luego llamó al administrador y le hizo el encargo de que buscara una nave adecuada.
Mi tío quiso ahorrarme dificultades en el viaje. Concertó el pasaje en un imponente trirreme, conocido por el Sardus, propiedad del fisco imperial, que se ocupaba de los viajes oficiales, aunque admitía viajeros con la recomendación expresa de alguna autoridad. Era una nave suntuosa que había pertenecido a la flota de guerra y se había quedado anticuada; conservaba aún el saliente del espolón, camuflado por un gran puño cerrado que sostenía un enorme caduceo dorado. Desde la altiva cubierta, vi tambalearse junto al muelle de carga a la frágil barcaza oneraria de Flecto y celebré no tener que volver a navegar en ella.
Aquella misma tarde, el Sardus estuvo en el medio del mar, sin que divisáramos costa alguna en el horizonte. Hicimos noche bajo unos toldos de piel y arribamos pronto a Sardinia, donde nos detuvimos por unas horas. Atravesando el estrecho que se abre entre sus costas y las de Corsiga, nos vimos de nuevo en alta mar, donde nos fuimos cruzando con numerosas naves y adelantamos a otras que eran más lentas. Así, por la información que iba recibiendo de otros viajeros más experimentados, fui aprendiendo un montón de cosas sobre los barcos, y comprobé el desconocimiento del que solemos adolecer los hombres de tierra adentro en materia de navegación, instruidos tan solo por los escultores y pintores que generalmente tampoco han conocido el mar. Comprendí en aquel viaje la importancia de la navegación para el abastecimiento de Roma, y cómo el comercio depende de ella, y vi la capacidad del transporte naval, que da cien vueltas a las posibilidades terrestres.