15

Eolia me dominaba, aunque entonces no me daba cuenta. Me movía a su antojo, como una pluma transportada por el viento. Lo que a ella le parecía bueno era bueno para mí, y pronto no tuve otra forma de pensar ni otros criterios que los que salían de su mente versátil y de su corazón vanidoso. Vivía poseída por una especie de ansia que la hacía estar continuamente en movimiento. Cuando no había fiestas adonde acudir las inventaba ella, y el pobre Hiberino, aunque era un juerguista redomado, llegaba un momento en que no podía ya seguirla. Pero mi tío no se quejaba, estaba tan cautivado que se le podría haber visto haciendo cualquier cosa por complacerla. Por eso, Eolia se permitía hacer lo que a ninguna otra mujer de su condición se le hubiera ni tan siquiera ocurrido: recorría las tabernas de la ciudad y bebía vino hasta emborracharse; incluso se jactaba de ello. En este momento puedo comprender por qué gozaba de tan mala reputación. Porque, aunque hiciera tales cosas cuando Hiberino estaba presente (es lógico que un abogado frecuente los lugares donde abundan los pleitos), no podía sustraerse a su deseo de salir cuando su marido, rendido, se negaba a continuar la diversión.

Así entré yo en el juego. Cuando vi lejos aquel turbio asunto de la noche de los coribantes, olvidé todos los consejos que me dieron mientras estuve herido, y volví a frecuentar con mi tía los ambientes sórdidos y peligrosos de la noche.

El verano estaba ya avanzado y el aroma de los jazmines y de las plantas nocturnas llenaba el aire vaporoso que subía desde el río. En aquella época cenábamos en las terrazas, pues el calor era sofocante dentro de la casa. Veíamos atardecer mientras las interminables bandadas de garcetas blancas retornaban a pernoctar en las islas desde los campos. Eolia se volvía entonces inquieta y ocurrente, pues la noche era su ámbito favorito. Cuando oscurecía encendía las lámparas, pedía el vino que se refrescaba abajo en los pozos, y se disponía animadamente a la tertulia.

—¡Por la Magna Cibeles, hoy no, Eolia! —se quejaba Hiberino con gesto fatigoso—. Mañana tengo tribunal muy temprano y no quiero dormirme en los estrados.

—Bien, acuéstate tú, si quieres —decía ella—, pero no pretendas que los demás nos retiremos tan temprano por culpa de tus obligaciones.

Hiberino aguantaba cuanto podía, pues en el fondo no quería perderse la velada; pero cuando lo vencía el sueño se despedía, obligado como estaba a madrugar al día siguiente. Entonces Eolia y yo nos quedábamos conversando hasta bien tarde.

Una de aquellas noches, tras irse mi tío a acostar, Eolia me propuso que diéramos un paseo por la muralla. Estuve un poco remiso, pero insistió y, como en otras ocasiones, cedí a su capricho.

—Vamos, esto no es Metellinum —comentó—. Aquí las mujeres viven una vida propia, y si quieren salen independientemente de sus maridos. Aunque, naturalmente hay malpensados, como en cualquier otra parte, ¿te da miedo que alguien pueda llegar a murmurar?

—No, no es eso —dije—. Pero me había propuesto eludir las tabernas. Mi padre no quiere que pase en ellas demasiado tiempo.

—¡Pero bueno! ¿Qué quiere, que sigas siendo siempre un niño? Además, he dicho que será solo un paseo. ¿Acaso no confías en mí?

Salimos por las traseras de la casa y bajamos a lo largo de la muralla meridional, por un camino pedregoso que serpenteaba entre los olivares y que conducía directamente hasta el amplio canal que servía de aliviadero al puente. Desde siempre había escuchado que aquellos lugares eran poco recomendables, pues en las orillas se amontonan las casillas de barro y las chozas de los que no tenían sitio en la ciudad: bárbaros, libertos sin recursos, vendedores ambulantes, prostitutas y maleantes. Entre el agua y la calzada, se alineaban las tabernas repletas de lámparas colgadas donde se despachaba vino y se reunían los hombres para hacer sus tratos, jugar a los dados o apostar en los combates de osos. Había visto otras veces aquel lugar, pero siempre de lejos y antes de la caída de la tarde. No habíamos llegado a las primeras luces cuando me detuve. Eolia iba delante y caminaba con resolución. Al verme vacilar se volvió y dijo:

—Querido, ¿qué puede pasarnos? Créeme, este lugar no es tan terrible como te habrán dicho. En la vida hay que conocer las cosas para poder hablar de ellas.

Eolia se adentró en aquel sitio con la soltura de quien tiene costumbre, como si aquel ambiente le fuera familiar. Hablaba con unos y otros, y era evidente que todo el mundo la conocía. Pidió al tabernero una jarra de vino y bebió con aquella ansiedad que la poseía algunas veces. Bebí también, y pronto fuimos ajenos a lo que sucedía a nuestro alrededor. Me fijaba en los ojos de Eolia, en su cuello, en los dulces movimientos de sus manos. Me sentía afortunado por tenerla allí, para mí solo, sin que estuviera Hiberino, ni sus amigos, ni nadie de nuestro entorno habitual. Entonces empecé a desear mostrar mis sentimientos. Estábamos sentados en un banco de madera, algo retirados de los demás.

—Me gustaría decirte lo que siento —dije, por fin.

—Aquí estoy —dijo, inclinándose hacia mí—. ¿De qué se trata?

Sus ojos estaban brillantes, quizá por el vino; parecían llenarlo todo. El corazón me golpeaba el pecho como si fuera a comenzar la carrera en el circo. Las risas de aquella gente resaltaban en la noche y sus voces me hicieron mirar en derredor, como si hubiera alguien que nos escuchara.

—Vamos, están a lo suyo —dijo Eolia.

—Lo que quiero es que sepas que soy muy feliz a tu lado —dije al fin.

Me miró dulcemente, pero como solía hacer otras veces, en las que su mirada me hacía sentir como un niño.

—¿Sí? —repuso—. También tú me haces feliz a mí. Es ya tiempo de que tú y yo nos conozcamos mejor.

Alargó entonces la capa que cubría sus hombros y me atrajo hacia sí, cubriendo también mi espalda con ella. Ambos permanecimos un rato en silencio. Sentía el calor de su cuerpo y la piel delicada de sus brazos desnudos junto a los míos. Algo me empujó entonces a besarla, pero apartó los labios y tuve que conformarme con rozar sus mejillas. Entonces se irguió y me miró de nuevo fijamente.

Temí haberme precipitado y que se hubiera ofendido, pero lo que dijo a continuación no guardaba relación alguna con aquel momento.

—¿Sabes por qué soy tan devota de Cibeles? —preguntó.

—No —dije con voz apenas audible.

—Me fascina la imagen de la diosa en todo su poder, esplendor y sabiduría, sintiéndose atraída por un joven mortal, rindiéndose ante la belleza humana y renunciando casi a la divinidad.

Tras escucharla permanecí en silencio. Me sentí aliviado al ver que sus palabras no tenían nada que ver con lo que había sucedido hacía un momento. Notaba el agradable sopor del vino; me encontraba a gusto. La recordé entonces entrando en la escena del teatro, emulando a la diosa, me deleité en aquella imagen y de nuevo me sentí afortunado.

—Mira a esta gente —dijo, volviéndose para mirar hacia los que estaban en torno a los toneles de la taberna—. Me encanta venir aquí porque puedo sentir que son escoria. Me gusta tanto descender desde la vía Lautitia hasta este basurero y regresar cuando me place…

—¿Vienes con frecuencia? —pregunté.

—Las veces necesarias para divertirme y para que me conozcan, pero no lo suficiente para que me consideren como algo suyo.

—¿Hiberino no te acompaña?

—Ah, pobre Hiberino, se está haciendo viejo. Antes disfrutaba en cualquier parte; ahora ya no se mueve de la comodidad.

Eché una mirada alrededor. Ciertamente, aquel rincón tenía su propio encanto: sonaba una fístula de barro, entonando una melodía monótona; de vez en cuando se arrancaba una bailarina para mover las manos y hacer sonar los cimbeles; los hombres eran de aspecto basto, de rasgos primitivos y oscuros; se voceaba, se gruñía, se hacía casi reventar los cubiletes de los dados al chocar con fuerza contra las mesas.

Mientras contemplaba la escena, Eolia empezó a recorrerme el cuello con sus labios y a trazar ondulaciones con sus dedos en mis cabellos. Deseé de nuevo besarla, pero me contuve por miedo a que se apartara otra vez. Me sentí desconcertado y a la vez invadido por un dulce placer.

—Querido, son basura —me decía al oído—. Qué distintos son a ti. Apestan, apenas saben hablar, no tienen dónde caerse muertos y se mueren de envidia al verte con una mujer como yo. Ese es el encanto de este lugar; sentirse superior, sentirse como un dios contemplando a seres inferiores, absurdos, desgraciados…

—No digas eso, Eolia —repuse—. No es bueno querer ser como los dioses; a ellos les enoja…

—¿Los dioses? —repitió, frunciendo el ceño—. ¿Crees en los dioses?

—Claro. ¿Es que tú no crees?

—Cariño, pobrecillo… A ver, ¿puedes decirme para qué sirven los dioses? ¿Qué hacen los dioses? ¿Dónde están?

—Pero… No te comprendo… ¡Si acabas de decir que eres devota de Cibeles y que te entusiasmaba! —dije desconcertado.

Eolia soltó una fuerte carcajada y luego me besó varias veces en las mejillas y la frente.

—Félix, querido, no creo en otro dios que mi propio cuerpo. Cibeles es solo una imagen. La representación alegórica de lo que los hombres sentimos, vivimos, añoramos… Eso son los dioses. Tú eres Atis para mí, no hay más dios que tu juventud y tus ganas de vivir. ¿Por qué pasar la vida pendiente de alguien que ni tan siquiera nos tiene en cuenta? Vamos, esos dioses de las alturas son sueños de niños.

—Me asusta eso que dices, Eolia.

—No estés abatido. Bebe y disfruta, los dioses son para divertirse, para sentirse como ellos. Mira a esos pobres mortales arrastrándose sobre sus miserias…

Se puso de pie y se abrió paso hasta donde estaba el tabernero. Vi cómo le hablaba al oído. Al momento el tabernero dejó lo que estaba haciendo y se dirigió hasta una muchacha joven que estaba junto al flautista; le dijo algo y ambos me miraron. La muchacha caminó hasta mí mientras Eolia sonreía, recostada en uno de los toneles. Cuando estuvo a mi lado vi que era una chiquilla, apenas tendría catorce años, pero estaba bien desarrollada; era una de esas esclavas traídas del interior, de miembros fuertes y pelo cobrizo, hermosa en su conjunto. Se sentó sobre mis rodillas y empezó a moverse como suelen hacerlo, tal y como les han enseñado para contentar a los clientes. El contacto con ella me incomodó: estaba fría, al contrario que Eolia. Pero me mantuve a su lado, pues no deseaba hacer una escena. Eolia hizo entonces una seña a los músicos y salió a danzar. Los demás se pusieron alrededor palmeando y aullando de emoción. Yo no la perdía de vista. La muchacha intensificó entonces sus maniobras, tal vez al comprobar que yo no le hacía ningún caso.

Eolia bebía con la misma avidez que los hombres que la rodeaban, les hacía gestos provocativos y luego los apartaba violentamente de su lado si se animaban en exceso. La música era cada vez más frenética y ella adoptaba ademanes delirantes, lo cual iba causando furor y arrobamiento en sus espectadores. Recordando la noche de los coribantes, temí que se formara algún tumulto peligroso, pero aquellos hombres la respetaban, tal vez por miedo al poder de Hiberino. Yo la contemplaba por encima de los hombros de la muchacha, que se pegaba a mí como una lapa.

Eolia miró hacia mí súbitamente y enarcó las cejas con gesto furioso. De un salto se plantó frente a nosotros y agarró a la muchacha por los cabellos, la golpeó con fuerza en la mejilla y la arrojó a un lado. Luego tiró de mi brazo y ambos corrimos hacia la salida. Nos perdimos en la oscuridad subiendo la cuesta, entre los olivares. Detrás se escuchaban las voces y las quejas de aquella gente, pero nadie nos seguía.

Al llegar a la muralla se detuvo. Apoyó la espalda contra las piedras que guardaban aún el calor del sol de la tarde y empezó a reír a carcajadas. Me recosté a su lado, desconcertado.

—Un día de estos te va a pasar algo —dije.

—Me encantan estos numeritos —repuso, jadeando por el esfuerzo de la cuesta—. ¿Has visto la cara que han puesto? Es como en una comedia, solo que… Solo que es realidad.

—Sí, pero jugar con gente así puede ser peligroso.

—¡Bah! La gente es más fácil de dominar de lo que piensas; basta con anteponerse siempre a sus reacciones, resultar imprevisible. ¿Comprendes? Es la forma de que todo gire a tu alrededor. Es como viajar en el carro de Apolo y bajarte a flirtear con Dionisos cuando una quiere. Cuando se es dueño de la situación se puede retornar siempre al carro, aunque pase volando.

—No hables así, Eolia —le dije mirándola directamente a los ojos.

Sonrió. Su rostro brillaba por el sudor, y la luz de la luna dejaba reflejos en sus cabellos. Sabía pasar de la exaltación a la ternura sin que sus gestos resultaran afectados. Habló con tono dulce, como si fuera capaz de leer mis pensamientos.

—Oh, Félix, contigo es distinto. A ti te quiero de verdad. ¿Crees que podría jugar contigo? Sería incapaz de verte sufrir.

—Pero, antes, cuando me mandaste aquella muchacha…

—¡Por Cibeles! Quería tan solo divertirme y que lo pasaras bien. Pero luego, al verla sobre ti, me pareció que disfrutaba con lo que estaba haciendo y la ira se apoderó de mí. Créeme, cuando la arranqué de ti no estaba actuando. Hacía lo que el corazón me dictaba.

Pensé: «Ahora no está fingiendo; es mía de verdad». La abracé y se cobijó en mi pecho. No tuve ya miedo de besarla y no apartó los labios cuando lo hice.

—¡Cuidado, viene gente! —dijo.

Unos borrachos subían la cuesta en dirección a la puerta de la muralla, cantando y hablando a voces. Eolia me tomó de la mano y nos adentramos en las sombras.